jueves, 5 de febrero de 2015

Mi hermano

Margarita Moreno


Cuando por fin nos mudamos a una casa propia, la familia y los amigos preguntaron:

— ¿Por qué eligieron una casa tan lejos de la ciudad?  Y luego a quinientos metros de las vías donde pasa el ferrocarril ¿Logran dormir con el ruido?  Mi marido sonriente alardeaba:

— ¡Bueno amigos míos! Nosotros como hacen los europeos, gustamos de trabajar en la ciudad y vivir en el campo; además el rítmico sonido del paso del tren,  nos aporta un arrullo delicioso.

La verdad era que el crédito bancario apenas alcanzó para una modesta casa de interés social en los suburbios. Para llegar al trabajo cada mañana invierto cincuenta minutos cruzando por caminos rurales, aunque sinceramente esto de ir "puebleando"  resulta  muy grato.

Atravesar esos senderos apenas amaneciendo es una caricia visual; parece que me interno en otra época, ahí la vida transcurre con paciencia, la gente me mira pasar como buscando un rostro conocido, si sonrío o saludo me devuelven la cortesía, como reflejo del mejor espejo; almas reflejando almas.

Me hacen recordar algunos sitios que visité de niña con mi padre, él me llevó a conocer pequeños pueblitos de Jalisco, viajábamos en algún tren de segunda clase, que obligadamente se detenía en cada uno de estos maravillosos rincones del país; igual que entonces la mirada se me pierde con los verdes del paisaje campirano, árboles, arbustos, pastizales de trajes diversos muy a la moda,  colecciones primavera-verano, otoño-invierno, cerros y montes que año con año se inventan tonos verdes y ocres irrepetibles resaltando el rubor de las casitas perfectas y curiosas que no pierden detalle de la vida en el lugar y lo comentan entre ellas y lo consideran con las dos iglesias de modestos claustros que son como de cuento; sus cúpulas pajizas se alzan orgullosas por entre el paisaje para refrendar la fe que guarda de todo mal a estos lugares. Un silencioso panteón se observa en un declive de la cañada vistiendo a diario de uniforme gris, pero en noviembre el día de muertos  animado se engalana con flores, ofrendas, voces, música y se colma de color. Las noches se impregnan con fragancias de nardos, jazmines, violetas, rosas y cempasúchil;  las veladoras, candelas y cirios se encienden y pareciera que la Virgen tendió a secar sobre las tumbas su manto recién lavado, que bordado de luceros cintila al murmullo del rezo de los grillos y las almas que llegan al convite en su día; es un espectáculo magnífico, cautivador, una deliciosa acuarela para los ojos y un recreo para el espíritu.

También están los perros que son los que más asoman a las veredas, de rostros y actuares tan originales y hasta extravagantes; no falta el bravucón que ataca sin piedad el aire a tarascadas  feroces cuando se juega la vida por alcanzar el auto que pasa por su vera, y que triunfante al ver huir aterrados a los autos, se vuelve en leves trotes moviendo orgulloso el rabo. Son tan fantásticos que alguien debería de darse a la tarea de escribir o inventar una historia que inmortalizara a estos leales compañeros de planeta.

Hace pocos días transitando hacia mi casa he visto aparecer en los “topes” hombres y jóvenes con apariencia de “fuereños”;  pocos nos detenemos a darles una moneda que ellos piden de limosna y mucho escucho que son vagos, drogadictos, alcohólicos o tantos otros calificativos que,  siendo en la actualidad  nuestros compatriotas tan poco ocupados  de aprender y decir más allá de dos o tres palabras que utilizan de "comodín", tengan tanta sabiduría para juzgar la condición de estos congéneres con solo una mirada.

Confieso que yo no siempre los ayudo, sé bien que ciertamente es la temporada en que estos amigos viajan con todas las penas y peligros inimaginables para llegar al sueño de trabajar para los gringuitos y ganar en dólares; escuché en algún noticiero que descarriló “La Bestia”, el tren que cruza todo el país hasta la frontera con nuestros vecinitos gringos, y lleva literalmente sobre su lomo a todos estos soñadores ingenuos y optimistas,  desde la otra frontera con Belice y también,  que para su desgracia cerraron uno de los albergues que asistía a estos  migrantes, cerrando con ello un oasis de esperanza y consuelo; pero ellos siguen luchando, creyendo, esperando, siguiendo una ilusión, cayendo y extendiendo de vez en cuando sus manos a pedir ayuda.

Recordé todo esto de golpe cuando un hombre se acercó a mi auto pidiendo una moneda para comer, su voz sonó melodiosa con el mismo acento que muchos años antes,  en una fiesta de la preparatoria escuché de un chico que se acercó a pedirme que bailara con él.

¡No gracias!  —le dije.

— ¿Por qué no bonita? ¿Porque soy catracho?  —preguntó.

— ¿Eres qué?

¡Hondureño, bonita!  Y,  bailamos ¡Claro!

Pues este hombre sonaba igual, entonces busqué monedas en el cenicero del auto y las puse en su mano.

— ¡Gracias, gracias! Te bendice este catracho. — agradeció.

— De Honduras, ¿verdad? —pregunté.

— ¡Bendita tierra!  —dijo sonriendo.

Me fui con su acento en la mente y recordando mil cosas de mi tiempo en Guadalajara, la preparatoria y la vida de entonces; revisando recuerdos volví a casa con la noche y el cansancio no quiso detenerse, me anegó los ojos de sueño hasta que el nuevo día apareció sonriente.

El sábado por la mañana subí a mi auto y retomé el caminito a la ciudad que estaba muy transitado. Al llegar a un tope al fondo de una calle, vi un hombre que caminaba sacudiendo con rabia una cobija vieja y rasgada, barboteando un remedo de grito ronco y apagado, vestía de todo, no faltaba en su atuendo ni una sola pieza diferente, similar o combinada, ataviado con delirio, de colores que un día fueron, pringado con el barro de todos los caminos andados portaba su existencia en aquella cobija y un morral con sus exiguas posesiones; lucía menesteroso, agotado y contaba con tan pocos años. Con rostro adusto él miraba a una joven de semblante tristísimo que lo seguía a poca distancia, caminaron un poco y ella tomó la acera a mi derecha; él enrolló con rapidez la cobija en su brazo y se colocó sobre el tope a mi izquierda.  Mi auto seguía en la fila; él unió sus dedos y los llevó a su boca haciendo señas de ayuda para comer; busqué rápidamente en el monedero, solo encontré un peso y no quise darle nada más una monedita así que no me detuve y solamente los miré al pasar; la chica era bellísima pero lucía tan cansada y tan abatida que su longo vestido y su larga cabellera parecían lloverla de polvo y desconsuelo; seguramente que en alguna otra vida fue una bella rama de un sauce llorón; el rostro del hombre lucía un bronceado perfecto,  amplia frente en forma de diamante, rizos castaños cubriendo sus sienes y grandes ojos color miel  anegados de fracasos; ese aire extraño en su mirada me hizo percibir que se arropaba en grados respetables de locura. Sentí un gran deseo de ayudarlos con algo más que una moneda, así que decidí  acelerar un poco para dar espacio y volver enseguida; pasé el lugar me estacioné adelante y busqué con calma en mi cartera; presto asomó un billete de cien pesos, emocionado por irse a la verdadera aventura. Estar conmigo para ser gastado en verduritas ¡Qué desperdicio! creo que hasta pude oírlo musitar: ¡Al fin voy a ser útil, compraré tabaco, un poco de “yerba” o algo de “coca” o  compraré…  siguió susurrando el  “chapeado” billetito.

Emocionada retomé el camino y me acerqué a la pareja, deseaba poner el billete aventurero en la mano de la chica, pero ella de súbito despegó su espigado cuerpo del suelo y “voló” con gracia y bajito para posarse en la acera a mi derecha, él se quedó parado sobre el tope, tenía el rostro vuelto al otro lado sin verme llegar, mi paso sería breve y no atiné a otra idea que accionar el claxon para que atendiera la mísera ayuda. La bocina sonó, él encogió los hombros y estrujando la cobija contra su pecho giró despacio la cara y arqueando las cejas me miró sin verme, creí que lo había asustado y apenada extendí el billete hasta su mano, lo estreché contra su palma y me escuché decirle: ¡Perdóname hermano!

Seguí mi camino, no entendí lo que él me dijo, la expresión en sus ojos de infinito desamparo caló mi corazón y me llenó de llanto; este hombre realmente esperaba ser golpeado por mi auto; deseaba que lo atropellara, ansiaba morir, añoraba descansar.

No logro explicar con fidelidad lo que vi en ese hombre, sentí que me estremeció la conciencia y la razón; esa expresión, la mirada de quien ya no espera más alivio que la muerte, me hizo palpar la derrota escondida en su locura, la desesperanza que torció la sonrisa en su rostro me dolió tanto, su dolor me hirió... y  hoy aún escucho mi voz cobarde diciendo: ¡Perdóname hermano!

Creo no va a perdonarme, a perdonarte a perdonarnos…  ¡Nunca!

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