jueves, 22 de enero de 2015

La vacona

Bérnal Blanco


En el empedrado General Viejo, nuestra finca era la última al final del camino. El mismo río que hoy bordea el pueblo, en alguna época remota serpenteó el valle entero creando aquel peculiar paisaje pedregoso. Al recorrer el pastizal o los cafetales, aparecen dispersas, por aquí y por allá, piedras de todo tipo. Unas pequeñas, como bolas de fútbol; otras grandes, tanto que por las noches de luna sirven a los chiquillos para jugar escondido. Entre ellas guarda silencio, eternamente, el eco de enredos, penas y alegrías de las familias del pueblo que cobijó nuestra infancia.

Eran días en los que la pérdida de los dientes de leche nos dibujaba portoncillos en la sonrisa. Vivíamos como espíritus libres sólo perturbados por las historias de espantos que contaban los mayores y por el río que, enfurecido por las lluvias, arrastraba animales, piedras y árboles con todo y raíz.

Un lunes, antes del amanecer, las voces de papá y mamá nos despabilaron —como de costumbre— al momento de despedirse. Una cilampa casi imperceptible al oído invitaba a seguir acurrucado bajo las cobijas.

—¿Cómo a qué hora llega el sábado? –preguntó ella, con un dejo de tristeza.

—Después del mediodía –respondió él–. Tengo que hacer unos mandados —agregó, parcamente.

Dábamos inicio a otra semana en la que los días alcanzaban para hacer de todo pero en los que nada de trascendencia —para los mayores— ocurría. Sin embargo, antes de que papá regresara el sábado siguiente un evento inesperado habría de cambiar nuestra rutina.

§

Vivíamos en una casa diminuta —que papá había construido— sembrada en el corazón mismo de la finca. Las tablas usadas en sus cuatro paredes eran toscas y deformes. A falta de cielo raso, el zinc del techo se proponía asarnos vivos bajo el ardiente sol del verano. Montada sobre bases de guachipelín, aquella morada sorteaba la furia del río, con nosotros adentro, desbordado en épocas de temporal. Un solo aposento —en el que sin intimidad alguna compartíamos espacio con las camas, el fogón, la mesa y otros chunches— nos amparaba.

Frente a la casa se extendía el potrero, cercado en pequeñas secciones con alambre de púas. Allí pastaba una docena de vacas lecheras, las crías y un toro semental. El corral, próximo a la casa, era utilizado para atender al ganado enfermo y ordeñar las vacas.

Salvo en contadas excepciones, éramos despertados por mamá a las cuatro de la mañana con la misión de arriar las vacas hacia el corral donde ella las ordeñaba. Durante el día debíamos estar pendientes del ganado surtiéndole de miel diluida en abundante agua. En medio de aquellos quehaceres teníamos muy claro que a una novilla en particular debíamos prestar especial cuidado: «¡Chiquillos, metan a Mariposa al corral!», ordenaba mamá al anochecer. «¡No veo a Mariposa, vayan a ver ‘ónde está!», nos exigía en cualquier momento. ¡Y ay de quien no hiciera caso!

Nosotros tuvimos buena participación en la crianza de Mariposa. Su pelaje sedoso al tacto nos cautivó de inmediato. Durante sus primeros meses de vida le dimos a tomar leche en chupón y la mantuvimos dentro de un albergue bien protegido detrás del corral. Más tarde debimos darle alimento seco. Luego, poco a poco, la llevamos a pastar con el resto de las vacas para que se acostumbrara a estar con ellas.

Papá fue el único miembro de la familia para quien Mariposa pasó, al principio, desapercibida, quizá porque para él aquella no era más que una ternera común y corriente. Sin embargo, Mariposa cambiaba conforme crecía: el marrón de su pelaje se intensificaba; sus ojos saltones tomaban un brillo más intenso aún; sus orejas le daban un aire de inteligencia intrépida y parecían estar siempre atentas a escuchar. Esto despertaba cierto interés en papá.

—Esa novilla parece de buena raza —comentaba, mientras sorbía aguadulce caliente y rascaba su barba, observando la bella estampa de Mariposa desde la ventana.

—Jovino dice qu’es una jersey —decía ella sin prestar la menor atención.

—¿De veras?

En efecto, Mariposa resultó ser una jersey magnífica: fuerte, dócil y sana. Fue parte del pago con el que una vecina, al quedar viuda, canceló a mamá una vieja deuda. Nos entregó la cría poco antes de ser  destetada ante la prisa por deshacerse de cuanta cosa tenía e irse a vivir a la capital. Ella obvió contarnos que la becerra era de buena estirpe.

Por aquel tiempo Mariposa contaría a lo sumo con año y medio pero ya prometía convertirse en una gran productora de leche y en una mamá abnegada.

—Apenas esté más grande l’echamos el toro jersey de los Navarro. Ya me imagino las crías que v’a tener esa novilla —decía papá como hablándole al viento, mientras cruzábamos el río seco, saltando de piedra en piedra, camino a la milpa.

§

Los abuelos vivían cerca, pero suficientemente lejos como para no poder visitarlos con frecuencia. Cuando íbamos a verlos, empezábamos la caminata al amanecer y el sol nos veía llegar a la vieja casona —donde mamá había crecido— a eso de media mañana. Habían tenido muchos hijos pero para entonces la mayoría estaban casados haciendo vida aparte y sólo los tres tíos menores aún vivían con ellos.

Nos querían mucho. El abuelo, viejo flaco y de piel seca, era particularmente alcahuete y nos consentía al extremo. Él mismo esculpió en madera dos hermosos cuchillos que amanecieron bajo nuestras almohadas un veinticinco de diciembre. Con esos juguetes en mano nos convertíamos en papá, en el mismo abuelo o en los peones: cortábamos árboles, matábamos serpientes o peleábamos a machete limpio.

El abuelo era panadero de profesión. Cuando íbamos de visita a su casa, nos escurríamos furtivamente a la panadería donde hacíamos diabluras. Era tal el alboroto que armábamos que poco nos faltaba para meternos dentro del horno de barro y tirarnos boca arriba, sobre los ladrillos, a disfrutar de un tostel preparado por el abuelo.

Algunas veces nos quedábamos a dormir en casa de los abuelos. En esas ocasiones, por la madrugada, la abuela nos preparaba café y nos permitía acompañar al viejo mientras horneaba los productos que luego los tíos, a caballo, salían a repartir por las pulperías. Del viejo horno de barro veíamos nacer, con el alba, pan de leche, bizcotelas, gatos, galletas dulces y pan francés.

Para afinar la masa, el abuelo había comprado un dinamo cuya electricidad hacía girar una rueda, la que a su vez movía el roche. El roche era una especie de manivela —similar a la de las máquinas de moler maíz— que al ser accionada manualmente giraba los bolillos que se encontraban por encima de la mesa de trabajo. Después de haber instalado aquel sistema, el abuelo no requería pedir ayuda a los tíos para mover el roche a mano sino que él podía afinar la masa por sí mismo.

Tristemente, por aquella época el abuelo tuvo que clausurar la panadería. La decisión la tomó debido a que sus ya casi setenta años no le permitían trabajar como antes y los tíos, queriendo dedicarse a cualquier otra profesión, se negaban a heredar el negocio. Fue entonces cuando el dinamo, pieza valiosa y en excelente estado, sobró. Por suerte para el abuelo un aprendiz de mecánico se interesó en comprar aquel artefacto por el que acordaron un precio de setenta y cinco colones. A falta de dinero con el que pagar, el comprador convenció al viejo de recibir una vaca como prenda de pago.

Aun hoy, cuatro décadas después, seguimos sin explicarnos cómo el abuelo, viejo zorro en el mundo de los negocios, aceptó semejante trato.

El animal pronto recibió el apodo de «la Vacona» debido en parte a ser muy alta pero principalmente por fea. La Vacona era de color barcino y su contextura flaca la hacía parecer desnutrida. Su ubre le colgaba de tal manera que las tetas casi rozaban el suelo; bajo el rabo mostraba una especie de protuberancia similar a una horrible llaga cicatrizada. Ver a la Vacona rumiando en el pastizal atraía un solo sentimiento que se clavaba en el estómago del que la miraba: ¡asco!

Las cosas buenas que tenía, como un bumerán, se devolvían en su contra. Era un animal de carácter fuerte y de gran determinación; era ágil y tenía mucha flexibilidad. Todo esto la convertía en una vaca de ímpetu… pero rompedora. Y entre los dueños de ganado es sabido que nadie quiere una vaca que reviente el alambre de púas de las cercas. A la Vacona teníamos que ir a buscarla siempre al pueblo o río abajo, donde se escapaba a rumiar sus penas tras romper las cercas del potrero.

§

El lunes, tras despedir a papá, transcurrió sin alteraciones y al amanecer del martes fuimos a visitar a los abuelos. Nos encontramos con la noticia de que La Vacona estaba recién llegada y el abuelo se sentía muy angustiado por no tener potrero suficiente donde alimentarla.

—¡Capaz que aquí se me muere la vaca! –dijo el abuelo a mamá–. Déjesela unos días en la finca de ustedes.

—¡Dios libre! —respondió la voz frágil de mamá, nerviosa de aceptar aquella proposición, más aún sin el consentimiento de nuestro padre.

—Sólo unos diitas. Va’ver que yo vendo esa vaca rápido –insistió el viejo–. Yo l’explico a su marido. ¡Hágame el favor!

Las súplicas del abuelo surtieron efecto. Así que los tres –cuatro, contando a la vaca– recorrimos el camino de regreso a la finca, pasando por el pueblo, sin percatarnos que a la vez que arriábamos aquella «cosa» también nacía todo tipo de suspicacias entre los vecinos que nos veían pasar.

Tal como lo había anunciado, papá regresó el sábado después del mediodía. Antes de saludarnos él solía pasar por el potrero reconociendo el ganado. Siempre se detenía —sin que supiésemos por qué— a revisar con sumo cuidado a Mariposa. Le revisaba los dientes, las orejas, las pezuñas. Le acariciaba el lomo de líneas largas y delicadamente rectas mientras la alegría se dibujaba en su rostro. Sin embargo, al continuar y toparse con el adefesio de la Vacona mezclado con el resto del ganado, se puso como los diablos.

—¿¡Qu’está haciendo esta vaca aquí!? –gritó. Y hasta las matas del cafetal agacharon sus hojas.
A mamá le tocó, como era de esperar, pagar los platos rotos.

Fue de esa manera como los problemas entre ellos comenzaron.  Discutían día y noche. Toda conversación terminaba irremediablemente en el infeliz animal. Papá se avergonzaba ante la protesta del peón por tener que cuidar de aquella bestia, razón por la cual también reclamaba a mamá.

Los pleitos no solo subían de tono en el seno matrimonial sino que se extendían. No faltó el fin de semana que nosotros, los chiquillos, también sufriéramos las consecuencias.

—¡Levántesen, carajo! –ordenaba papá a las cuatro de la mañana de un domingo.

Así éramos obligados a madrugar justo cuando se suponía que podíamos dormir un ratito más. Debíamos soportarle su mal genio durante toda la jornada. Parecía que se quitaba la cólera con nosotros. En esos días coleccionamos muchos chilillazos que todavía hoy nos duelen en la espalda.

Las semanas pasaron y en mamá era evidente el abatimiento. En silencio trataba de soportar a papá y no encontraba la forma de presionar al abuelo para que cumpliera, de una vez por todas, su promesa de vender a la Vacona. Para colmo de sus males —y de los nuestros— los pocos vecinos que compraban algo de leche decidieron no hacerlo más.

—No Lupe, m’ijita, hoy no voy a dejar leche.

—¡Pero ’ña Mencha no se preocupe… me la paga después! –suplicaba mamá.

—¡Ay gracias, pero no! ¡Un día d’estos le compro!

Nadie nos lo dijo nunca directo a la cara. Fue por Jovino, el peón, que supimos que los vecinos no querían comprar nuestra leche por temor a que estuviese mezclada con leche de la Vacona.

Nosotros, poco entendidos en asuntos de mayores, percibíamos problemas.

—Tengo uno maduritico. ¡Apañe Adolfo! –gritaba Jovino, mientras lanzaba un jocote desde la rama más alta del árbol.

Mientras el joven peón buscaba los mejores frutos, nosotros cuchicheábamos.

—Juan, mamá ayer pasó llore que llore todo el día.

—Es por culpa de la Vacona.

—¿Ajá?

—¡Sí! Pero ella dice que tiene un plan.

—¿¡Un plan…!?

—¡Pelen el ojo! –nos sorprendía Jovino desde lo alto, lanzándonos jocotes, uno detrás de otro, para que los atrapáramos en el aire.

En efecto, con tal de salir del problema mamá visitó al abuelo y le hizo el ofrecimiento que había venido rumiando días atrás: le propuso cambiar a la Vacona por Mariposa, taco a taco. Ni lerdo ni perezoso el abuelo aceptó el negocio. Ni lerda ni perezosa mamá pidió a un vecino sacrificar de inmediato al mísero animal.

En un santiamén la bestia fue degollada, aprovechándose muy poco de ella y enterrándose la mayoría. Ni siquiera para carne sirvió la inocente Vacona.

La tarde del sábado siguiente escuchamos un rugido más fuerte que el estruendo del río en noches de temporal. Era papá, encachimbado, que volvía a casa y que recién se enteraba del negocio hecho por mamá. Pese a la cólera no pudo reclamar nada a sabiendas de que ella tenía el derecho de hacer lo que bien quisiera con Mariposa.

Sin embargo el asunto no se quedó allí.

—¿Cuánto le costó la Vacona a mi suegro? –preguntó él a mamá.

—¡Diay no sé! Me parece que setenta y cinco pesos.

Y como alma que lleva el diablo papá se puso en marcha a casa de los abuelos.

El viejo, conocedor de la buena raza de Mariposa, no aceptó el ofrecimiento que papá le hizo, así que ambos se enfrascaron en un largo regateo por la vaca. Por último, el abuelo accedió cuando la oferta llegó a ciento veinticinco pesos. A pesar del mal negocio para papá algo positivo resultó de todo aquello dado que la paz y la calma finalmente encontraron reposo en el seno familiar.

§

Varias semanas después, un amanecer lento de domingo, mamá palmeaba tortillas y un aroma intenso de café recién chorreado nos hacía volver del letargo. De repente, como venido de ultratumba, el eco de un mugido lúgubre se quedó retumbando en la casa. Parecía venir del corral así que fuimos de prisa sabiendo que algo malo pasaba. El estruendo de un golpe seco, como el de un tambor que cae a tierra desde lo alto, nos alarmó más aún mientras corríamos. El día apenas empezaba a clarear.

—¡Hijuemialma! –dijo papá al llegar al corral.

Él recurrió a cuanta pirueta veterinaria conocía. Mamá le ayudaba. Nosotros, invadidos de terror, llorábamos. La movían para un lado y para el otro pero ella no respondía. Sacudía sus patas en espasmos fuertísimos como los de un pez cuando es sacado del agua. Y sus ojos, más saltones que nunca, parecían a punto de estallar en sus cuencas. Su hermosa banda de pelaje claro alrededor del hocico se cubrió de babas y en medio de un bramido melancólico sus luminosas manchas blancas se apagaron para siempre ante nuestros ojos.

—¡Todo esto es por culpa de la condenada Vacona! –decía papá, dejando al descubierto un timbre de voz quebrada que no le habíamos escuchado nunca.

—¡Qué culpa tuvo la Vacona de que Mariposa se hartara el estañón de miel entero! –replicaba mamá, con ojos lluviosos clavados en la panza, indigesta e inflada como un globo, de la novilla.

Jovino llegó más tarde justo a tiempo para ayudar a papá quién, tras la resignación que solo la muerte produce, buscaba afanoso un lugar donde cavar el hueco.


Entonces mamá nos llevó a la casa para evitarnos la pena del entierro. Desde allí escuchamos el rencor de las piedras heridas por las macanas, cediendo espacio poco a poco para finalmente dar cabida a Mariposa bajo el pastizal.


Mariposa:


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