miércoles, 25 de febrero de 2015

Encuentros

Eliana Argote Saavedra


Lima, 1978. Cuando Camila y Mario se conocieron, ella tenía catorce años y su vida transcurría apacible sin más preocupaciones que esforzarse por conseguir el primer lugar en la escuela. Mario por su lado tenía veinte, era hijo único y cursaba el segundo año de Administración en una universidad local; su carácter desenfadado y buen porte encajaban a la perfección con la vida acelerada que llevaba: siempre en fiestas y rodeado de las muchachas más extrovertidas. La política, los ideales y en especial el trabajo, no tenían lugar en su vida. 

Era un domingo de carnavales, el sol arrojaba sus rayos verticales sobre aquel barrio limeño de casas pequeñas; un amplio retiro municipal se extendía al frente, donde la mayoría de familias inflaban sus piscinas para que los niños disfruten mientras los adultos los vigilaban desde las sillas colocadas a la entrada.

—Urge una chela –había dicho uno de los amigos del colegio que llegó de improviso a buscar a Mario, así fue que decidieron ir a un bar; tomaron el camino acostumbrado de calles ovaladas mientras el aroma a cebada de la Cervecería que quedaba a pocas cuadras y el sol abrasador, encendían aún más las ganas. Los recuerdos de los días de escuela brotaron de inmediato, casi llegaban a la avenida cuando una curvilínea muchacha cruzó a unos metros. 

—Oye Marito, ¿no es la chibola esa que te gustaba? Aunque de chibola ya no tiene nada…—dijo riendo uno de sus amigos.

Mario observó la figura esbelta de la muchacha, el cabello lacio y largo, la blusa escotada,  shorts bastante cortos, las piernas largas y bien torneadas, los pies adornados por unas sandalias de color encendido, y aquella piel cobriza que resaltaba con los colores de su atuendo. Caminaba segura, confiada de la belleza de sus casi quince años.

Definitivamente era ella, estaba más hermosa que nunca.

Esa noche al regresar a casa encontró una reunión muy amena, con inusual entusiasmo familiar se unió a  ellos y terminó por acoplarse al grupo de los más jóvenes. Allí, luego de una divertida charla se acercó a una de sus primas; hoy vi a esa chica que te pedí que me presentes hace tiempo, está buenaza, le dijo al oído, ¿Cuál chica? Respondió ella muy curiosa; esa que estudiaba contigo; ah, ya, ya recuerdo, por lo visto te sigue gustando; ¿Y cómo no? vestida así toda provocativa… ¿provocativa? Respondió la prima mientras recordaba a la muchacha en cuestión; y ¿por qué esa cara? Preguntó Mario al ver un gesto de extrañeza en ella; es que…; preséntamela pues prima, interrumpió él  con gran interés. Ya, está bien, te la voy a presentar, anda el lunes… no, mejor el martes a la salida del colegio, pero me debes una ¿eh?, voy a decidir a quién quiero que me presentes tú, respondió haciendo un guiño.

El martes a la salida del colegio, las chicas aparecieron en grupos, riendo mientras se hacían confidencias. Mario observó su reloj, tenía una clase a las cuatro, “hay tiempo”, pensó, basta con mostrar un poco de interés, comportarse como un caballero, “eso siempre funciona” y luego, cuando ya estemos en confianza la invito a pasear por algún parque, allí todo será más fácil.

Concentrado como estaba, planeando el encuentro, no vio a su prima acercarse. 

—¡Mario! –dijo una voz muy cerca.

Volteó ensayando una sonrisa seductora pero quedó pasmado cuando vio a la chica que venía con ella, era linda por cierto pero no era quien esperaba y ciertamente, no tenía el tipo de las chicas que le gustaban.

—Ella es Camila –dijo sonriendo su prima.

Forzando de nuevo una sonrisa le dio un beso en la mejilla mientras la miraba fijamente. La muchacha lucía azorada, aquel hombre, quien según su amiga estaba loco por conocerla, ¿por qué? Se preguntaba, por qué alguien como él querría conocerme.

Oregón, 2024. Después de más de diez horas de viaje por fin ha llegado, el trayecto ha sido penoso y agotador. Hemos llegado señora, dice una asistente de vuelo acercándose a Camila que aún está sumida en sus recuerdos, le sonríe con una expresión dulcísima mientras indica que debe retirase el cinturón.

La lluvia cae intensa sobre la pista de aterrizaje, se acerca un empleado de la aerolínea con un paraguas pero ella lo rechaza amablemente mientras estira las piernas, mira su reloj y recién cae en cuenta del tiempo que ha pasado. El empleado la sigue de cerca, Camila le pregunta a dónde debe dirigirse; no se preocupe señora, responde el hombre, sus hijos han coordinado todo con nosotros, hay un transporte esperándola para trasladarla al hotel, agrega señalando un auto de lunas polarizadas estacionado bajo techo, desde donde un chofer perfectamente uniformado aguarda con la puerta abierta.

Los pequeños buses de transporte pasan casi por su lado llevando a los pasajeros que observan ansiosos tras las lunas empañadas. Camila se detiene, una cara se le hace familiar, una sonrisa llena de nostalgia se dibuja en su rostro mientras el cielo parece aclararse ante sus ojos y su mente se pierde en el pasado.

Era un veinte de mayo, lo recordaba perfectamente, el tráfico era intenso y el chofer del bus en el que viajaba parecía no escatimar razones para quedarse detenido y completar la capacidad del vehículo que para él, claro, significaba mucho más que llenar los asientos, recordaba haberlo visto sonreír con satisfacción cuando hubo que empujar al último pasajero para poder cerrar la puerta.

Camila estaba de pie, rogando que un milagro ocurriese allí mismo y la avenida se despejara, se lo pedían a gritos sus pies cansados. Los audífonos la ayudaban a sumergirse en un sonido más propicio para la ocasión mientras su mirada se perdía en alguna caprichosa forma de la corteza de uno de los árboles que poblaban la avenida Ayacucho; de pronto, algo llamo su atención: frente a ella, tan solo a unos metros, en otro bus estaba Mario.

La miraba insistentemente, las micas sucias de las ventanas no permitían ver con claridad  aquellos ojos acaramelados que la remontaban al pasado, pero sabía que era él; se turbó al pensar que el muchacho podría darse cuenta que no le quitaba los ojos de encima; la gente pasaba empujándola, pero nada pudo alterar ese estado de estupefacción en que se encontraba, el calor comenzó a invadir su rostro como un volcán que va expulsando lava para por fin explotar, ¿qué estás haciendo?, se dijo; ¡quítale los ojos de encima! se va a dar cuenta que lo estás mirando….sí, pero él también está mirándome a mí, se dijo sin darse cuenta que estaba sonriendo.

En el acto recibió una sonrisa por respuesta y ocurrió algo que a sus veinte años era mágico: él avanzó hasta la puerta a empellones sin dejar de mirarla por entre la gente.

En un acto instintivo avanzó abriéndose paso hasta llegar a la puerta pero en ese preciso instante el bus comenzó su marcha. Allí en la acera de enfrente quedó aquel muchacho de mirada ingenua y juguetona con una sonrisa franca de esas que son como una caricia, el cabello alborotado era lo único que no había cambiado en él, y sus prisas.


Camila ha llegado al hotel, es de noche, en recepción le indican que tiene dos mensajes, recibe las notas y va directo a su habitación. Una vez allí despide cortésmente al encargado del equipaje indicándole que no quiere recibir llamadas, está cansada pero no tiene sueño, se quita los zapatos, se coloca la bata de seda color champán que tanto le gusta y que resalta el color café de sus ojos, se cepilla el cabello frente al espejo mientras la espaciosa habitación se muestra en todo su esplendor, “no han escatimado en gastos” piensa con una mueca de decepción en el rostro y va a hundirse a un cómodo sillón mientras contempla la cascada de esferas de luz que iluminan suavemente el ambiente, como en aquella fiesta de pre—promoción, hacía tantos años ya…

Había terminado sus estudios sintiéndose adulta por tener un enamorado mucho mayor y moría por presentarlo a sus amigas, así fue que eligió aquella fiesta para hacerlo, debes lucir formal, le pidió a Mario; yo no uso terno, “va contra mi religión” respondió él con una sonrisa; bueno, no terno, pero por favor ve formal, ¿por mí?, insistió mientras se acurrucaba en sus brazos, confiaba en que esa petición adornada de un sutil coqueteo sería suficiente; y es que el modo casual como vestía siempre ya no era apropiado, todo lo que la deslumbró al conocerlo y que lo hacía ver tan “diferente”, de pronto era motivo de censura; Mario disfrutó del coqueteo pensando que no estaba dispuesto a ceder, que ella lo conoció así y era absurdo que intentara cambiarlo, que seguramente lo entendería porque nadie iba a decirle como vestir, ir a una fiesta de terno, por muy importante que fuera la ocasión, no era uno de sus planes.

La noche tan esperada, Camila lucía su primer vestido de fiesta, tenía la piel perfumada y las uñas rojas, las sandalias a tono con el vestido y su piel tostada luego de una intensa sesión de sol en la playa, ya no se sentía una niña sino la joven que esperaba al enamorado perfecto apoyada en la baranda  de una glorieta adornada con cintas amarillas, la tenue iluminación y el delicado aroma a jazmín inundando el ambiente.

Más allá, sus amigas en espera del momento en que llegaría él, con un terno azul noche seguramente, con su porte de hombre de mundo y su mirada de miel, la tomaría en sus brazos al verla vestida así; se acercaría con la seguridad de sus veintiún años y la besaría en los labios, esos labios con sabor a cereza, el sabor elegido por ellas.

Desde la entrada, el encargado de anotar la llegada de los invitados hizo una seña a una de las muchachas y esta a su vez hizo la misma seña a otra que estaba cerca de los encargados de la música, algo extrañada al ver en la cara del anfitrión un gesto de desagrado. El plan sin embargo, siguió su marcha. De pronto, desde los parlantes comenzaron a sonar los acordes de una balada que originaron un suspiro en cadena.

El corazón de Camila se aceleró, sabía que él aparecería en ese instante y dio la espalda al grupo esperando ser sorprendida. A unos metros, abriéndose paso entre las parejas que bailaban lentamente, emergió Mario; llevaba puesto un Jean gastado, una camisa blanca suelta, el rostro sin afeitar y zapatillas; caminaba erguido, orgulloso de su atuendo pero sobre todo de no haber cedido a los pedidos de Camila por mucho que la quisiera; avanzó firme, deslumbrado por la apariencia de la muchacha, orgulloso de que fuera suya.

Las chicas que observaban la escena no podían contener la risa. Fue eso lo que alertó a Camila que volteó de una vez. Todo sucedió muy rápido, al verlo sus mejillas enrojecieron, su mirada se desplazó velozmente hacia los puntos estratégicos donde se habían colocado sus amigas, vio las risas burlonas de estas y se sintió derrumbada, hubiera querido que se la trague la tierra. Él estaba bastante cerca, Camila bajó con prisa las pocas gradas que la separaban del suelo, tropezó y su vestido se enganchó en una rama pero comenzó a correr mientras la tela del traje se desgarraba.

Mario no entendía lo que pasaba, miró su reloj, había llegado puntual, ¿por qué huye? Se preguntó. Camila por otro lado no comprendía por qué ese muchacho la hacía vivir la vergüenza más grande de su vida. 


Ha amanecido y Camila casi no ha dormido, no puede dejar de pensar en Mario, en como la vida los puso tantas veces frente a frente para volver a separarlos; el teléfono suena, desde la contestadora una voz grave le informa que todo está listo, se levanta aunque un peso enorme detiene sus ganas, tarda más de una hora en meterse a la ducha y otro tanto mientras deja caer el agua tibia sobre su cuerpo, saca una muda de la maleta y coge mecánicamente una a una las prendas colocándoselas. Al mirar el espejo una imagen desconocida emerge ante sus ojos. Se acerca pero el reflejo va transformándose a medida que el espacio se acorta, un jardín amplio aparece tras la ventana y el gris de la habitación se enciende; allí, frente al espejo, se sume en el recuerdo de otro de sus encuentros fallidos con Mario… 


Acababa de divorciarse de su esposo luego de cuatro años de separación, ya había asimilado su situación de mujer sola, sus días giraban en torno a su hijo, trabajaba medio tiempo y el resto del día se lo dedicaba a él. Atrás quedó la decepción cuando descubrió que su esposo la engañaba, las interminables discusiones, la incertidumbre y el miedo por encontrarse sola a cargo del pequeño Mauro.

Fue una tarde en que había llevado a su hijo a clase de idiomas cuando la vida en una de sus jugarretas volvió a reunirla con Mario, esperaba como solía hacerlo, sentada en una banca con la compañía de un libro, apartada del bullicio del corredor central. Estaba sumida en la lectura cuando unos pasos apurados la sacaron de su concentración, al levantar la cabeza vio a un hombre acercarse con un niño de la mano. El hombre se detuvo bruscamente a unos metros de ella y el pequeño se soltó para ingresar a una de las aulas.

Camila se acomodó los anteojos que reposaban sobre la nariz, allí estaba Mario, dibujando líneas en el rostro que endurecían sus facciones, enmarcando esa sonrisa que ella conocía tan bien.

—¿Camila? –fue todo lo que dijo él con un gesto de sorpresa, antes de que una llamada del celular captara por completo su atención.

Mario era docente del Instituto y el niño que llevaba de la mano era Rubén, su hijo de cinco años y era su reflejo. El reclamo de Clara, la madre de Rubén, por la pensión incompleta que le enviara, lo llenó de ira y tuvo que alejarse para que Camila, ese ángel que apareció de pronto ante sus ojos no presenciara los gritos desaforados con los que solía callar a la que fuera su pareja. Pero Camila estaba absorta reconociendo las facciones de Mario, sorprendiéndose por lo mucho que había cambiado; “no recordaba que fuera tan atractivo” pensó, pero tras él, la luna que revestía todas las aulas le devolvió su propia imagen, lucía cansada y con ojeras, con el cabello sujeto, en buzo y sin gota de maquillaje. Intentó sonreír pero al regresar la mirada hacia el hombre sólo alcanzó a verlo perdiéndose entre los corredores.

Esa tarde al llegar a casa cayó en cuenta que ella misma había cambiado, era cierto que ya no le interesaba enredarse sentimentalmente con nadie pero al ver a Mario se dio cuenta de esa verdad que abruma a la mayoría de mujeres: la injusticia en el paso de los años sobre ambos géneros. Su mismo esposo se separó de ella al conocer a una mujer más joven.

Al final de la tarde, luego del encuentro con Camila; Mario, con una copa de whisky en la mano, sentado en la terraza del bar de siempre, observaba el espectáculo que ofrecía el sol mientras se ocultaba, y pensaba en ella, la danza pausada de las olas y ella caminando de su mano con su uniforme de colegio, los tonos rojizos del cielo, sus tímidos besos, la belleza que se transforma en medio del silencio y lo inunda todo, como ella…

Mario había tenido una vida disipada y creyéndose el dueño del mundo, yendo de relación en relación, de fracaso en fracaso, perdiendo empleos y afectos, se encontraba solo, esforzándose por recuperar el tiempo perdido y sobre todo por merecer la admiración que le profesaba su hijo. Aún contaba con el negocio familiar del que afortunadamente su padre se hizo cargo, estaba decidido a tomar las riendas y aprovechar la oportunidad que le daba la vida, no tenía tiempo para ninguna relación, ¿Por qué ahora? Se preguntaba, por qué precisamente ahora que quería cambiar, la vida lo colocaba frente a la única mujer que amó realmente.  

Al día siguiente del encuentro en el instituto, Camila se esmeró en su arreglo personal y se sorprendió buscando a Mario. “Por favor”, se decía a sí misma, que me importa lo que piense, pero era imposible no sentirse inquieta y ceder a los recuerdos de esa historia vivida de adolescente. Llegó el fin de curso sin embargo y el encuentro que buscaba inconscientemente no se dio. 

Por su parte, durante el tiempo que duraron las clases, Mario la había estado observando desde lejos  sin animarse a abordarla, la veía cada día sentada en la misma banca con el libro abierto pero con la mirada perdida buscando algo entre los corredores, lucía inquieta, ansiosa, algo le decía que era por él.


Los años pasaron y el día que Camila cumplió treinta y seis, recibió dos emails que consiguieron turbar la tranquilidad en la que se había sumido. El texto del primero era escueto: “Feliz cumpleaños princesa, apelo a la frase de la película La vida es bella, por la belleza de la receptora de esta misiva… Mario.”

El segundo era un poco más largo: “… ¡Buenos días princesa!, he soñado toda la noche contigo, íbamos al cine y tú llevabas aquel vestido… solo pienso en ti princesa, pienso siempre en ti…”

La reacción de Camila fue una mezcla de turbación y enojo, pero, ¿cómo se atreve?, se preguntó, a estas alturas de mi vida, ¿y si tuviera un esposo?, ¿y su esposa?

Llena de enojo se dispuso a responder, ”tal vez sería mejor que lo ignorase” pero es que no puedo permanecer impávida ante tal intromisión, tengo que ponerlo en su sitio, pensó, pero la verdad era que estaba sola y el asunto sentimental era tan ajeno a su realidad como el tema espacial. Pasaron las horas y la mañana la sorprendió aun dudando si responder o no, se sentía inquieta y sonreía sin motivo, se miraba al espejo y trataba de recrear en su mente cómo se veía el día que se encontraron en el instituto; lo único que consiguió fue recordar que él la impactó, que nunca le gustó tanto como entonces y descubrió que vivía escondida entre miles de tareas, el trabajo, su hijo que casi no permanecía en casa porque el padre solía llevárselo los fines de semana, y lo que la preocupó más: que aún era capaz de sentir. 

Al cabo de dos días recibió otro mensaje:

“Estaba esperando una respuesta pero ha sido en vano, debo suponer que no quieres saber nada de mi pero voy a ser completamente honesto contigo,  he estado pensando en ti desde que te vi en el instituto hace seis años. He indagado sobre ti, sé que estás sola. Yo también estoy solo y quiero verte. Te espero en el Café Café de Larcomar, te invito a contemplar en primera fila el atardecer y recordar nuestros primeros años juntos”


En el hotel, unos golpes en la puerta sacan a Camila de sus pensamientos, al abrir encuentra al mismo encargado que la había acompañado la noche anterior hasta su habitación; es hora, dice este, el auto la espera.

Coge su cartera y sale. Ya en el vehículo ve la hora, la cita está programada para las tres de la tarde, una lágrima rueda por su mejilla, hubiese querido que los muchachos estuvieran con ella en ese instante pero está acostumbrada a  estar sola. Vamos a detenernos para que almuerce, dice el chofer, ¿Qué prefiere almorzar la señora? Camila lo mira con sorpresa, ¿almorzar? ¿Crees que puedo pensar en almorzar? reflexiona. Por favor lléveme de frente, no me apetece nada, responde.

Al llegar al edificio sube de prisa por el ascensor, una joven mujer vestida de blanco la aborda al verla, le pregunta su nombre y al escuchar la respuesta; ha llegado temprano, pero no se preocupe, dice, la entiendo, y se dirige hasta una de las habitaciones indicándole que la siga. 

Mario está sobre una cama con los ojos cerrados, ella siente un nudo en la garganta al verlo, se acerca temblorosa y coge una de sus manos, pega la silla hasta quedar muy cerca y comienza a hablarle al oído:

—Aquí estoy amor, viniendo a tu encuentro como aquel día en el café, ¿te acuerdas? Estabas ansioso esperándome, tiraste la taza al levantarte para recibirme; me sentía tan avergonzada por mi aspecto que casi ni te miraba, solo hablaba y hablaba sin parar intentando que no te fijes en lo que habían hecho los años conmigo. Lo notaste cuando me dijiste que lucía más hermosa que nunca y casi me pongo a llorar; eres tú Camila, dijiste, eres aún la muchachita que conocí por error y rompió todos mis esquemas, son tus manos tibias, tu mirada que se pierde cada cierto tiempo en algún sueño, eres tú la mujer de la que me enamoré cada vez que la vida nos volvió a reunir, aunque tuviera mil mujeres al frente, solo querría verte a ti, tocarte a ti…

De pronto la puerta se abre y aparecen Rubén y Mauro. Es la hora viejita, dice Mauro, tienes que dejarlo ir; Rubén, tomando la otra mano de su padre, mira cariñosamente a Camila, así es, tienes que dejarlo ir, confirma. Ella los mira distante, pensando en cuánto los necesitó cerca durante los últimos años cuando Mario cayó enfermo, cuando luego de ingresarlo al hospital su salud se fue deteriorando, cuando le dijeron que había quedado cuadripléjico y que ese estado era irreversible, que ya no quedaba nada por hacer; cuanto hubieran servido sus abrazos cuando luego de seis meses de prácticamente vivir en el hospital le dijeron que él deseaba morir, que estaba plenamente consciente cuando manifestó su deseo; cuanto necesitaron ambos de ellos, sus hijos, cuando Mario, ahogado en lágrimas se lo pidió a ella.

Los muchachos iban muy de vez en cuando, sus múltiples ocupaciones no les permitían estar a su lado tanto como hubiesen querido, le dijeron. Cuando les comunicó lo que le había dicho el médico ellos accedieron de inmediato, a partir de ese instante se encargaron de todo pero no hubo palabras de consuelo, se limitaron a comunicarle que lo trasladarían a Portland, que allí era legal la eutanasia.

El médico ingresa, ya no queda tiempo. Los muchachos se despiden conmovidos y cierran la puerta tras ellos; el procedimiento se lleva a cabo, esta vez es ella quien sostiene la mano de Mario mientras intenta dar gracias a la vida por los momentos que vivieron; en su cabeza queda la imagen de su esposo el día del encuentro en el café y el mar extendiéndose eterno como el amor que los uniría para siempre.

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