martes, 3 de marzo de 2015

Ojos negros

Teresa Kohrs


Frente al espejo del amplio baño, Miguel se observaba con la certeza de que esta era la última vez que vería su rostro. El aroma a cloro que emanaba de las frías paredes cubiertas con azulejos lo hacía sentirse mareado y aunado al reflejo de las luces blancas distribuidas en el techo le daban a su piel un aspecto enfermizo. Grandes ojos negros enmarcados por tupidas pestañas le devolvieron la mirada, y esa cicatriz que le recorría el rostro se mostraba una vez más roja e irritada, característica que no hacía más que reflejar sus propios sentimientos. Hace años que Miguel se sentía así, irritado, y muy probablemente no sabía ya vivir sin ese enojo. Llevó la punta de los dedos a la cicatriz y con ellos la acarició desde la esquina del ojo izquierdo hasta la comisura de la boca. La memoria de aquella noche, cinco años atrás apareció a lo lejos. Un pleito de borrachos afuera del bar, una navaja afilada y una gran cantidad de sangre. Miguel terminó en el hospital, y cuando el alcohol salió de sus venas y se dio cuenta de lo cerca que estuvo de perder el ojo, el miedo a quedarse tuerto hizo que todas esas actitudes y acciones que lo llevaban a situaciones peligrosas comenzaran a disminuir hasta detenerse por completo. Suspirando parpadeó varias veces hasta que el recuerdo se difuminó. No, Miguel no quería morir, pero un sueño recurrente lo acechaba. En él aparecían sus padres, con ropas negras, rostros serios pero desprovistos de emoción, frente a un montículo de tierra húmeda recién removida sobre la que se encontraba una lápida gris con su nombre, fecha de nacimiento y muerte, la cual era precisamente el mismo día en el que estrenó su cicatriz. Tal pareciera que su vida terminó aquel día y cada vez que abría los ojos por la mañana se levantaba con la sensación de estar viviendo tiempo extra.

Agachándose hacia el lavabo se talló la cara con agua y jabón, tomó la suave toalla de algodón que siempre había en su baño y se secó la cara y el torso con ella. Al levantarse, en el espejo se podía ver a un Miguel diferente, cambiado, que por primera vez reflejaba una mirada profunda, un rostro firme, y a una persona capaz de romper con su pasado y comenzar de nuevo. Con sus veintiún años recién cumplidos, Miguel toma en ese momento la decisión de salir a la calle y aprender a respirar por sí mismo.

—¿Dime Ana, qué estás viendo? —pregunta suavemente la abuela durante una terapia de regresión a vidas pasadas. El aroma y el humo del copal que se desprendían del sahumador hacían parecer que las nubes estaban dentro de aquel cuartito de adobe y que la hermosa mujer con cara angelical que se encontraba recostada sobre una sábana en el piso, rodeada de flores y vestida de blanco, era una especie de hada.

—Otra vez esos ojos negros —le contesta la joven con una voz grave muy diferente a la suya.

—¿Es una vida repetida o es una nueva? —pregunta la abuela, haciendo a un lado su larga trenza plateada mientras anotaba todo con rapidez en el cuaderno.

—Nueva… —y sacudiendo la cabeza lentamente de un lado al otro dice— una mala… muy mala… ¡no!, ¡no!, ¡no! —grita la joven de cabellos de oro.

—Despertarás en tres, dos, uno… ¡ahora!  —pronuncia la abuela chasqueando los dedos.

Muy agitada y respirando con dificultad, Ana abre los ojos y se sienta de golpe.
—¿Qué fue lo pasó? —pregunta la abuela acariciando suavemente su cabeza como para ayudarla a calmarse.

—¡Me mató… me asfixió con la… la almohada… —respondió Ana.

—¿El hombre de los ojos negros? —pregunta la abuela anotando una vez más en su cuadernillo.

—Sí… sí él —dice Ana con un hilo de voz—. ¿Estás segura que es él abuela?¿De verdad crees que esta persona es la otra mitad de mi alma?

—Sí —contesta la abuela con toda seriedad sin quitar la mirada de la joven—, no hay duda, es él.

Ladeando la cabeza y dejando caer su larga cabellera, Ana la mira confundida.

—¿Por qué ahora abuela? ¿Por qué después de tantas regresiones este hombre aparece y reaparece una vez más? En estas semanas hemos sido amigos, hermanos, padre e hija, enemigos de guerra y ahora hasta enemigos personales. Desde que él aparece en mis terapias todo ha cambiado ¿qué significa esto abuela? ¿No lo entiendo?

Suspirando la abuela se queda por unos segundos pensativa, decidiendo de qué manera explicarle todo a Ana.

—Ven —le dice estirando el brazo tomándole la mano, vamos a dar un paseo.

A pesar de su avanzada edad, la abuela se mueve con agilidad y ligereza. Ana se levanta y sin soltar su mano salen juntas a pasear entre los árboles que rodeaban la ecoaldea.

—¿Tú sabes cuál es la causa fundamental de la rencarnación? —le pregunta la abuela sin dejar de observar sus pasos.

—Entiendo que tiene que ver con experiencias no vividas —responde Ana agachándose para esquivar la rama de un árbol—. ¿No es así?

—Sí, esa es la explicación más común, pero en el fondo, la verdadera causa es el deseo. Cuando hay un fuerte deseo egoísta, en cualquier ámbito, se crean ataduras que amarran y anclan al hombre a la tierra.

Apretando suavemente la mano de Ana la hace girarse hacia a ella para captar toda su atención. —Según has vivido tú misma, el hombre de los ojos negros y tú son dos partes de un todo y durante varias encarnaciones han tenido la oportunidad de estar juntos pero nunca ha sucedido exactamente cómo ustedes lo desean. Por eso es que renacen una y otra vez.

Ana la escucha sosteniendo su mirada y entrecerrando un poco los ojos como para visualizar lo que ella le transmite. Finalmente asiente, le suelta la mano y se gira para quedar protegida por la sombra de un árbol. La abuela la alcanza y ambas se sientan en la hierba.

—Ese deseo debe ser cumplido —dice Ana con firmeza— es la única manera de romper con el ciclo kármico que no permite nuestra trascendencia en unión. Creo que lo entiendo abuela. ¿Nos ayudarás? —le dice Ana con un cierto brillo coqueto en sus ojos claros.

Sonriendo la abuela le contesta —ya sabes que sí.

Ana se lanza hacia los brazos de la abuela, la aprieta fuerte y muy contenta se levanta para seguir con las labores del día. La abuela la ve partir y se encomienda con sus maestros espirituales, pues en las próximas horas necesitará de su ayuda. Tomando la energía necesaria de la naturaleza, regresa a aquel cuartito sahumeado y listo para su práctica de meditación. Prepara el lugar frente al altar y se sienta en flor de loto, hace una oración y canta un mantra. Poco a poco va deteniendo su respiración y los latidos del corazón a la vez que todos sus sentidos se desconectan quedando sólo ese gozoso vínculo con el Padre Celestial y toda su creación.

Un silencio opresivo siempre rodeaba la casa donde Miguel habitaba con sus padres. Por eso no le sorprendió que el único sonido fuera el de sus propios pasos sobre el parqué. Las paredes del pasillo cubiertas con grandes cuadros, buenas imitaciones de las mejores obras de arte, se sentían más frías que nunca. Hacía días que no veía ni a su padre ni a su madre, lo cual no era extraño pues desde siempre cada uno se ocupaba de sus intereses personales. Ni siquiera, cuando era chico los veía mucho pues siempre tenía a su disposición nanas, sirvientas y choferes, pero una vez que creció, sus padres le regalaron un carro último modelo y se olvidaron por completo de él. Ni siquiera el día del “accidente” fuera del bar se dignaron a aparecerse en el hospital, ni para cuidarlo, ni para regañarlo. El día de hoy sólo llevaba en su mochila lo mínimo indispensable, dinero y algo para comer. Escribió rápidamente una nota de despedida y la dejó descuidadamente sobre la larga y brillante mesa del comedor y a un lado las llaves de la casa y de su carro.

Así como estaban las cosas sus padres seguramente tardarían días en darse cuenta de su partida, y por alguna extraña razón, eso ya no le molestaba, aunque estaba convencido que gente tan fría y hueca como lo eran sus padres no deberían tener hijos. Tal vez fue por eso que el destino les quitó a su hijo mayor, su hermano, del cual no se hablaba en esa casa, no había fotos, y lo único que él sabía era que compartían nombre, Miguel Ángel. A Miguel siempre le pareció perturbador llamarse igual que un hermano muerto, al que nunca conoció, era como estar viviendo la existencia de “otro”, usurpando su lugar, llenando un hueco que no estaba del todo vacío. Eso terminó en el momento que decidió partir. Desde ahora buscaría ocupar su propio lugar.

Cerró la puerta exterior y se giró para ver su casa por última vez. Pensó que sentiría algo al despedirse de ella, tal vez dolor o tristeza, pero lo único que sintió fue alivio. Esto lo ayudó a confirmar que su decisión había sido la correcta. Era momento de partir, dejar su enojo y resentimiento dentro de aquella casa y por fin ser libre.

No tenía un plan definido, lo único que deseaba era alejarse de esa ciudad y de ser posible no regresar jamás. Si hubiera tenido más dinero habría ido directo al aeropuerto, pero con lo poco llevaba decidió encaminarse hacia la estación de autobuses pensando simplemente en poner kilómetros de distancia entre su pasado y su futuro, por lo que se formó en una de las taquillas sin importarle su destino. Una vez acomodado en su asiento se quedó dormido tan profundamente que ni cuenta se dio en qué momento comenzó a avanzar.

Cuando Miguel despertó no recordaba donde estaba. Poco a poco las imágenes de lo sucedido fueron acomodándose en su memoria. Había amanecido, el sol calentaba la ventana sobre la que recargaba su cabeza y tallándose los ojos para despertar se dio cuenta que se encontraban en algún lugar rodeado de bosque. Se levantó con tanta brusquedad que pisó a su compañero de un lado. Disculpándose bajó su mochila y corrió hacia el frente del autobús. De alguna manera y no con facilidad, convenció al chofer que lo dejara bajar, en ese lugar, lejos de todo pueblo, lejos de toda humanidad. Parado a la orilla de la estrecha carretera, esperó hasta que el autobús se perdió en el horizonte. Se giró hacia el campo y empezó a avanzar dejándose llevar por su instinto, el cual le indicaba que siguiera caminando en esa dirección. Le preocupaba el tema de la comida y del agua pues lo que traía en la mochila tal vez le alcanzaría para dos o tres días. Su prioridad era ahora buscar algún arroyo o lago para poder rellenar su botella.

Después de algún tiempo marchando en soledad encontró en su camino un gran árbol que ofrecía una excelente sombra, dejó por el momento su búsqueda de agua y aprovechó para recostarse un rato y cerrar los ojos.

Al entrar en contacto con la hierba se siente tan relajado que empieza a tener la sensación de quedarse dormido. El recorrido hasta ese punto no había sido largo, pero su cuerpo y su mente le pedían parar. El día era cálido pero a la sombra la brisa se sentía fresca. Mientras dormitaba Miguel se permite por primera vez sentir la naturaleza. El gran árbol que le daba sombra, desde esa perspectiva, se veía tan fuerte y alto que por momentos imaginaba que no tenía fin. El aire atravesaba sus pulmones con una facilidad que él no conocía y la hierba era fresca y suave, pero sobre todo se sorprendió de tener la certeza de que no importara lo que pasara, la tierra sobre la que estaba acostado estaría ahí para él, que ese pequeño pedazo de terreno lo sostendría siempre.

Pocas veces se había atrevido a confiar en alguien o en algo y ahora lo hacía. Relajó por completo su cuerpo, soltó su mente, liberó sus emociones y por un momento todo se volvió ligero. Voló alto y sereno dejándose llevar al ritmo del viento que resonaba en cada una de sus células. El viaje se sentía tan real y su cuerpo se había vuelto tan liviano que por unos segundos tuvo la convicción que en verdad volaba y que ese vuelo era capaz de borrar su pasado. En algún punto su mente se preguntaba cómo era esto posible.

De pronto se empezó a sentir incómodo y el recuerdo de la vida que había llevado durante su juventud lo asaltó: los pleitos que había provocado, las mujeres con las que se acostó pensando sólo en su propio placer y los momentos en los que enojado había hecho daño a los demás. En ese instante se juró que aprendería a perdonarse y que cuando lo lograra, buscaría más periodos de armonía como los que acaba de experimentar. Aun así, frunciendo el ceño, se levantó de golpe con ese nudo en la garganta que en ocasiones lo acompañaba. Sacudió de su ropa todo vestigio de tierra y hoja, tomó la mochila y sintiéndose ágil y fuerte se adentró con paso firme en el bosque.

Ana avanzaba distraída entre los árboles por la vereda. La plática con la abuela le había dado paz. El camino estaba lodoso pues había estado lloviendo, por lo que Ana decidió quitarse las zapatillas y andar descalza para poder sentir la frescura del barro bajo sus pies. Los dos elementos, tanto la tierra como el agua, le ayudaban siempre a reconectarse. Sus suaves labios dibujaron una sonrisa de satisfacción. Hacía días que no se sentía tan bien. Desde que los ojos negros se manifestaron en sus terapias su vida empezó a cambiar. Por primera vez en sus dieciocho años conoció la angustia, el miedo, la desesperación y la verdadera frustración.

Ana había nacido dentro de la aldea por lo que fue criada como todos los niños de la comunidad, en armonía, con amor, guiada por un grupo de personas que aunque no eran sus padres biológicos, la querían y trataban como si lo fueran por lo que tenía varios padres, abuelos, y tantos hermanos que a veces hasta perdía la cuenta. Ella se sabía privilegiada y no necesitaba nada más. Pero hoy en día eso había cambiado, tenía un deseo claro y un objetivo que cumplir. Nada más pensar en aquellos hermosos ojos negros, algo se le apretaba a la altura del pecho y una emoción parecida a la que sentía cuando subía a lo alto de la montaña, pero más intensa, se apoderaba de ella, y más que una simple emoción, era una imperiosa necesidad de tocar, sentir y estar cerca del cuerpo de alguien que no conocía aun, pero que estaba segura amaba profundamente. No pudo evitar correr salpicando lodo en su vestido blanco, extendiendo los brazos, sintiendo el aire a través de su cabellera. Era tanta su exaltación que no se dio cuenta que se había salido de la vereda y se dirigía hacia el camino que va al pueblo. Aun distraída se detuvo a medio camino para observar una pequeña flor morada que salía tímidamente a un lado de la vía. Se agachó para poder verla mejor, y fue en ese momento que escuchó pasos.

—Disculpe, señorita  —le dijo una voz grave y profunda.

Ana se quedó congelada, ahí donde estaba, de cuclillas en medio del lodoso camino, una fuerte premonición la asaltó y sintió un estremecimiento que la recorrió desde la punta del dedo chico del pie hasta lo más alto de la cabeza. En los segundos que siguieron repitió mentalmente el mantra de protección tres veces pues sabía que en cuanto alzara la vista todo en su vida iba a cambiar.

Unos zapatos cafés se colocaron justo frente a ella. Tomando aire se fue levantando como en cámara lenta. Un par de piernas largas y fuertes envueltas en pantalones de mezclilla aparecieron en su visión que poco a poco iba subiendo junto con ella. Después le siguió una camisa a cuadros en un amplio torso, hombros anchos y finalmente, deslumbrándola como un sol, un rostro de fuerte quijada, la sombra de una barba tupida, nariz recta y esos ojos que tan bien conocía acompañaban a una cabellera negra completamente despeinada. No pudo evitar mostrar su fascinación y sin pensarlo extendió su mano hacia él para acariciarle la mejilla, justo sobre la cicatriz. Al momento del contacto, Miguel se estremeció y dejando caer su mochila en el lodo colocó su mano cálida sobre la de ella. Quiso abrir la boca, como para decir algo, e inmediatamente la volvió a cerrar. Cautivado por aquellos ojos cristalinos y una belleza que pensó sólo existía en su imaginación, no le quedó más que quedarse así, embobado, acariciando con la mirada al ángel que tenía enfrente. Parecía que lo único que se escuchaba eran los latidos de sus corazones.

—Hola —dijo suavemente uno.

—Hola —respondió igual de suave el otro.

Finalmente, como despertando de un sueño, Ana lo soltó e inmediatamente extrañó el contacto, recordando su buena educación le dijo sin poder ocultar su felicidad. —Me llamo Ana. ¿Eres nuevo por aquí?, ¿estás perdido?

Sonriendo y sonrojándose un poco contestó —eso parece. Mi nombre es Miguel, Miguel Ángel. Me bajé del autobús hace unas horas y pensé que me había perdido en el bosque para siempre —dijo girando la cabeza a un lado y al otro—. Por suerte, creo que al fin encontré mi destino —afirmó observándola fijamente y sonrojándose una vez más, lo cual lo hacía ver tan luminoso que la cicatriz parecía desvanecerse.

Ana se dio cuenta de lo alejada que se encontraba de la aldea y se giró para regresar invitándolo a caminar con ella a su lado. Siguieron platicando durante el tiempo que les tomo volver, sus brazos y manos rozándose ocasionalmente, llevándolos a un estado de anticipación. Seguramente uno no se enamora tan rápido, pensaba Miguel, esto no puede ser real. Sin embargo, para cuando llegaron a la aldea ambos sentían esa conexión de dos personas cercanas que se dejan de ver y años después se rencuentran.

Miguel fue muy bien recibido en la comunidad. Para él resultó ser una nueva experiencia el saberse querido y aceptado así como sentirse parte de una gran familia. Unos días después se hizo evidente que Ana y Miguel eran dos mitades de un todo. Bajo la luz de la luna, se comprometieron delante de todos y se realizó una especie de “boda” que marcaba su vida en pareja.

Durante todo un ciclo lunar fueron completamente dichosos en los brazos uno del otro. El deseo del ego se había cumplido y ahora podrían finalmente ser libres. En cuanto Ana sintió que esa atadura se empezaba a disolver, quiso contárselo a la abuela y fue cuando se dio cuenta de su ausencia. Esto la desconcertó y buscando una explicación se sentó entre las raíces de un gran laurel y encontró “su centro” y desde ahí, utilizando su intuición, le llegó la comprensión que necesitaba y en ese momento percibió lo efímero de la realidad que vivían y entendió que con el fin de verdaderamente unir su alma a la de Miguel debía dejarlo ir para rencontrarse de manera definitiva más adelante. Su corazón se contrajo nada más pensarlo pues sabía que sería un gran reto decírselo a Miguel y sólo le quedaba esperar que él confiara en ella lo suficiente para dar ese último paso.

Cuando lo encontró, Miguel estaba pensativo sentado a la orilla de la cama. El sol entraba por la ventana acariciando su rostro y al verla acercarse sus hermosos ojos negros se iluminaron. Ana no pudo evitar sumergirse en ellos una vez más al tiempo que se sentaba a su lado.

—Miguel —susurró su nombre, tan suave como una caricia— tengo algo muy importante que decirte.

El tono de su voz y la intensidad de la mirada preocuparon a Miguel y su sonrisa desapareció. Con el cuerpo tenso le tomó la mano y la presionó, como suplicándole con ese gesto que no hablara más.

Después de una breve pausa Ana continuó —nuestro tiempo aquí y ahora ha terminado.

De momento Miguel no alcanzó a comprender sus palabras. Desde que conoció a Ana todo un nuevo mundo se abrió para él. No pasaba un día en el que no se viera confrontado con ideas nuevas y experiencias que antes hubiera tachado de “imposibles”. Cada vez se recordaba a sí mismo que debía abrir su mente, pero después de todo lo vivido con Ana, no esperaba una separación, y menos tan pronto. Hizo un esfuerzo por no reaccionar como lo hubiera hecho antes y respirando conscientemente se recordó que ahora era parte del mundo de Ana y que confiaba en ella como no había hecho antes con nadie, pero aun así, se resistía a seguir escuchándola.

—Soy tuya Miguel —dijo con el mismo tono amoroso de antes y con los ojos brillosos por la emoción—. Lo que vivimos aquí queda impreso para la eternidad.

Era cierto, Ana era suya y él era de Ana, de eso no había duda, y también creía que su relación era tan profunda que iba más allá de lo físico, más allá de lo aparente, pero entonces por qué tan sólo pensar en separarse se sentía desgarrado por dentro.

—Lo intento Ana, pero no acabo de entender —dijo con un dolor que enrojeció su rostro—dices que eres mía, que me quieres y sin embargo quieres que nos separemos.

En ese momento, toda esa rabia que todavía dormitaba dentro se apoderó de su lengua y levantándose le soltó la mano violentamente y le gritó — ¡tú crees que lo sabes todo… piensas que eres algo así como una diosa! ¡Pues no es así! ¡No te das cuenta que me estás matando!

Lágrimas que ya no pudo contener rodaron por sus mejillas y se arrodilló frente a ella, arrepentido por gritarle, abrazando sus piernas. –Ana —le dijo sollozando— me rompes el corazón.

Acariciando amorosamente su abundante cabello negro y compartiendo su mismo dolor, le dijo calmadamente y muy suave —eres el amor de mi vida, la otra mitad de mi alma y así será por siempre. Nos separamos ahora, pero en este mismo momento, en otro lugar, estamos juntos, siempre lo hemos estado y siempre lo estaremos. Tal vez ahorita no lo quieras escuchar, tal vez en este momento no lo sientas, pero muy pronto así será.

Miguel sentía la desesperación de perder los que habían sido los mejores días de su existencia, sin embargo, también recordaba todas esas ocasiones en las que esos pequeños “milagros” que vivía con ella lo habían sorprendido y le brindaron esperanza y comprensión, a tal grado que por fin logró reconciliarse consigo mismo y con los demás.

Después de un rato, Miguel se levantó, se limpió las lágrimas con las mangas de su camisa, fijó la mirada en la cristalina de ella y decidió dar ese salto de fe que ella le pedía y asintió. —Así es entonces… nos veremos pronto.

Se dio la vuelta, tomó su mochila, y salió de la vivienda sin voltear atrás, aceptando abiertamente la teoría de Ana que muy pronto estarían juntos de nuevo y esta vez sería para siempre.

Al desaparecer Miguel por la puerta Ana sintió el cambio y la transformación en la energía a su alrededor, por lo que cerró los ojos y encontrando ese punto de luz en el entrecejo, visualizó la unión del alma de Miguel con la suya en una sola dentro de otra dimensión y la luz resultante de ese reencuentro impregnó armonía divina en cada una de sus células.

Al otro lado de la aldea, en ese pequeño cuarto de adobe, la abuela hace una respiración profunda y poco a poco regresa a este tiempo y espacio después de haber estado algunas horas en meditación profunda. Durante ese período ella creo todo un mundo astral. Ahí, Ana y Miguel hicieron una vida feliz juntos, y gracias a la oportunidad que les dio la abuela pudieron finalmente completar su ciclo kármico.

Conforme va recuperando el funcionamiento de sus músculos, la abuela se recuesta sobre la misma sábana en la que Ana había vivido las últimas regresiones y recuerda con cariño a la joven. En su mente visualiza al dueño de los ojos negros y se despide de él. Después de todo, Miguel había muerto aquella noche que subió al autobús. Mientras él dormía ocurrió un choque en el que no hubo sobrevivientes. Por suerte, Miguel no se dio cuenta de su muerte ya que en el mismo instante en el que se quedó dormido, inició su existencia dentro de ese espacio astral diseñado especialmente para ellos.

Sonriendo, la abuela se incorporó lentamente, alargó el brazo para tomar una botella de agua que tenía cerca; abrió la tapa muy despacio y comenzó a beber. El alma de Miguel ya había trascendido y al final de esta vida, Ana también tendría la oportunidad de hacerlo.


La abuela se sentía tan feliz que no pudo evitar sonreír de oreja a oreja. Poco a poco comenzó a reír tan fuerte que terminó con una carcajada. Rio tanto que algunos de los niños y jóvenes que andaban por ahí se asomaron para ver lo que ocurría y al notar que la anciana no paraba de reír, se le unieron contagiados por ella y abrazándola le ayudaron a levantarse y a caminar dirigiéndose juntos hasta el comedor. La vida en la aldea continuaba como siempre.

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