lunes, 16 de marzo de 2015

Brujos

Mario César Ríos Barrientos


Descendió del bus que debía llevarla a la Victoria refunfuñando contra el cobrador: “Sí, sí, sí, idiota. ¿Te dije Balconcillo, no?”. El cobrador del bus tomó del brazo a Andrea ayudándola a bajar en la intersección de 28 de Julio y Salaverry, una parada inesperada luego de una discusión acalorada. Al bajar la mujer de treinta años, cabello negro ondeado, de pequeña estatura se tranquilizó con el ruido del gentío proveniente de una de esas ferias itinerantes que se instalan iniciando el Campo de Marte, se sintió segura por las luces proyectadas sobre un colorido banner  que anunciaba la XVI Feria de los Deseos de Lidia Gómez y que iluminaban la entrada del recinto.

–¿Qué coño es esto?  –murmuró al observar el interior del lugar hormigueando de gente esperando turno en cada puesto ferial. Su curiosidad de socióloga la impulsó a dar los primeros pasos sobre el largo cubrepiso rojo que asemejaba una alfombra distribuyendo los puestos feriales en dos largas filas.

En su primer recorrido de ida y vuelta encontró parejas jóvenes y maduras, mujeres y hombres solitarios, madres con niños en edad de lactar y ancianos sentados en sillas blancas de fibra de vidrio esperando turno en tiendecillas con armazón de madera forradas en telas blancas que cubrían el frente dejando un espacio rectangular como entrada para la clientela, cubierto de un fino tul color azul. Al lado de estas improvisadas entradas se leían anuncios presentando una gran variedad de servicios: brujos que te leían el futuro con cartas u hojas de coca, maestros que te aseguran levantar el negocio o traerte de regreso a la persona amada, chamanes que juraban curar desde la drogadicción hasta el mal de ojo, de todo un poco.

Los “brujos” provenían de Huaranguillo, Huacucharra y Huancarqui en Arequipa, de Túcume en Lambayeque, de las Huaringas en Piura, de Balsapuerto en Loreto y de diversas localidades con fama de albergar curanderos. A Lidia Gómez, de oficio organizadora de eventos, se le había ocurrido que sería buena idea presentarlos por regiones y especialidad.

Para Andrea Mayorga, ésta era su primera experiencia con brujos aunque siempre le llamó la atención la afición de la gente por lo sobrenatural que ahora veía en las caras de ansiedad de las decenas de concurrentes. Su nariz respingona se arrugó y sus ojos verdes achinados se abrieron al encontrarse con ese repentino descubrimiento, sus amplias caderas se movían lentamente al ritmo de su frágil cuerpecito, observando detalles, entonces extrajo el smartphone de su bolso de tela adornado con diseños prehispánicos, pulsó el icono y comenzó a filmar.

–Si el viejo se muere será mejor para todos hermana –sentenciaba una mujer de pelo larguísimo, alisado de unos treinta años que estaba acompañada de otra que lucía el mismo tipo de cabello y corte de cabeza triangular que podría hacer presumir a cualquiera que se trataba de dos hermanas de sangre. Andrea ralentizó aún más su andar para registrar aquel tenebroso dialogo. La mujer mayor respondía en voz bajita que debía ser paciente y que el maestro Donato era garantía de trabajo serio, que ya deje de joder y  hablar tanto. Espantada, la socióloga descendió bruscamente el  smartphone que tenía a la altura de su rostro hasta su vientre para seguir grabando sin ser descubierta. Las mujeres volvieron la mirada hacia ella y sintió su corazón latir con gran fuerza. ¿Se habrán dado cuenta?, mejor sigo de largo pensó y apuró el paso saltando hacia la fila del frente dando largos trancos.

Se sentó en una silla para tranquilizarse aprisionando el celular con la mano izquierda contra su abdomen. Parecía una cliente más esperando turno detrás de hombres y mujeres sin gracia, cuarentones solitarios de aspecto sombrío con ropas pasada de moda y conversaciones sobre programas de espectáculos que transmitía la televisión de señal abierta, esa clase de perdedores que le disgustaba tanto, como las personas que frecuentaba antes que su éxito profesional cambiara su mundo, gente común como los vecinos de Balconcillo, como sus propios familiares. Personas que no tenían nada que ver con ella, una mujer instruida, interesada en los libros, el buen cine, el teatro, y cómo no, de vez en cuando, si había chicos lindos para hablar, la política. Un anuncio elaborado sobre papel craft ofrecía regresar a la persona amada en un mes y tres sesiones.

–¿Funcionará de verdad amiga? –curioseó la socióloga con una mujer pecosa de pechos grandes, jeans negros apretados sentada al lado. Esta se tomó unos segundos para escudriñarla con la mirada, desconfiada. Le respondió que esto no es para gente que duda y que había que tener fe. Otra mujer con vestido largo, blanco con grandes lunares negros aseguraba que el maestro Juan Reyes era el mejor en amarres de amor, que a ella le funcionó hace dos años pero que los amarres no son eternos y que había que renovar el amor siempre.  Un sujeto de gafas gruesas, ojos saltones, cara redonda y grasienta invadida por el acné tomó del hombro desde atrás a Andrea provocándole repulsión. Éste le dijo que confiara, que a él le funcionó con su Almendrita pero que luego sucedieron cosas que ocurren con las parejas felices, que siempre hay gente envidiosa y que todo problema tiene solución, que el maestro Reyes es una gran ayuda. La socióloga Mayorga sonrió forzadamente a su repentino grupo de compañeros que iba creciendo en número y testimonios que afloraban uno tras otro en  desorden que el smartphone registraba. 

–¿Y tú para que viniste? –interrogó la mujer pecosa de pechos grandes. El silencio se instaló en el grupo y luego las miradas de la gente se enfocaron en la mujer reclamando respuesta. La socióloga se ruborizó, se sentía incómoda, aprisionada por desconocidos que asemejaban barrotes humanos acorralándola, escrutándola. Se turbó y sintió vulnerable, indefensa con personas a las que apenas conocía hacía cinco minutos.

–Pedrito, estoy aquí para que Pedrito vuelva a mí –inventó un nombre y luego relató una historia sobre un ingeniero Pedro, rompecorazones, un príncipe que trataba a las mujeres como reinas, quien la ilusionó, a quien amó y por quien fue abandonada. Ella fue muy descriptiva en los detalles concitando la atención y los consejos del grupo que comparaban su propia situación con la de Andrea. Indistintamente del género, el grupo se dividió en dos, unos a favor de Pedro y otros a favor de la socióloga quien enmudeció observando como este grupo de desconocidos con los que no socializaría en otras circunstancias, debatían acaloradamente aspectos personales de su vida. Pedrito en realidad era Felipe Islache, exnovio, ingeniero industrial, quien viajó hace un mes a Madrid deshaciendo un compromiso de dos años que tenía con ella.     

–¡Paciente Ana! –se escuchó desde el interior de la tienda. La mujer pecosa de pechos grandes tornó su posición desparramada sobre la silla hacia una posición erguida y de atención enderezándose como pudo, sus grandes pechos mostraban el encorvamiento de su espalda en esa posición. Observó a Andrea y le dijo que ella lo necesitaba más, que podía cederle su turno, el resto del grupo asintió con miradas y ademanes de comprensión.

–No creo que yo deba –se resistió tímidamente y el grupo la alentó con convicción. Andrea ingreso arrastrando sus pasos, separó el tul que cubría la entrada de la tienda, dio pasos cortitos hasta un biombo que hacía de separador entre un área de exhibición de brebajes y remedios de otra de consulta que lucía tenuemente iluminada por gruesos cirios multicolores que hacían de pequeña muralla entre el brujo y sus clientes.

–Sé lo que te trae aquí, un hombre que hizo un viaje muy largo, fuera del Perú, mal de amores, puedo verlo en la suciedad de tu aura –sentenció un hombre regordete con barba y bigotes encanecidos, piel cetrina, camisa blanca larga, cinturón ancho de tela y sombrero de paja de ala ancha.

La mujer se sintió intimidada por la forma en la que aquél hombrecito le clavaba sus enormes ojos negros y le relataba su amorío con el ingeniero. Se le escarapeló el cuerpo por la manera detallada como describía sus errores que alejaron al novio y la certeza con la que sostenía que el ingeniero había sido embrujado. El brujo largó un monólogo donde inventó una novia madrileña bien asesorada por brujos españoles, realizó invocaciones al arcángel Miguel e invitó a Andrea a pedir por el regreso del ingeniero. La mujer imaginó una madrileña odiosamente joven y bonita, la maldijo en voz alta, catártica, con fuego en los ojos, pidiendo finalmente por el regreso del ingeniero: “Vuelve a mi Felipe”.

–¿Qué más debo hacer maestro para que Felipe vuelva conmigo? –preguntó esperanzada la mujer. El maestro Juan Reyes la estudió, se acercó desconfiado y observó en la penumbra unos incontrolables temblores en el enrojecido rostro de la mujer, entonces giró bruscamente dándole la espalda.

–Lo primero que debes hacer es dejar de ocultarme cosas y confiar, sin mentiras. He liberado a gente de hechizos más potentes y puedo garantizarte que el ingeniero volverá contigo. Dime, ¿él es Felipe y tú eres?

–Andrea, maestro Reyes –dijo incómoda la mujer al ser inquirida de esa manera.

–Me di cuenta desde que entraste que no eras Ana. Como siempre digo, las cosas deben ser claras desde el principio, lo único espeso aquí son los brebajes que preparo –dijo Reyes tomando una vieja taza despostillada rebosante de un líquido que despedía olores mezclados de girasoles, ruda, albahaca y clavo de olor. Chapoteó la taza con una madera corta cubierta por un trapo e invocó nuevamente al arcángel Miguel con oraciones ininteligibles pidiendo por el regreso del Ingeniero Felipe con su amada. Andrea acompañó las oraciones pidiendo otra vez el retorno de Felipe mientras recibía gruesas gotas del brebaje que Reyes esparcía por el cuerpo de la mujer con un improvisado hisopo litúrgico hasta vaciar el contenido del brebaje. El brujo tomó de los hombros a Andrea y le dijo que la sesión había concluido. Le entregó una tarjeta personal con indicaciones de volver en una semana. La mujer salió de la tienda, agradeció a su recién conocido grupo de amigos con una venia y una sonrisa que le iluminaba su colorado rostro.

Al salir de la feria tomó un taxi hacia Balconcillo oliendo fuertemente a ruda y girasoles que el taxista apenas toleraba después de bajar todas las lunas de las ventanillas del automóvil. En el camino repasó la extraña experiencia que había vivido. ¿Habrá llegado hasta allí por azar o destino? ¿La decisión de entrar a la feria se debió a su interés científico o estuvo impelida por una fuerza sobrenatural? ¿Será verdad que Felipe Islache deje estudios, trabajo y su nuevo amor para volver con ella? ¡Pero qué tonterías estoy pensando!, se enojó consigo misma escarbando esta experiencia nueva. Así peleaban la razón y el corazón en Andrea cuando el taxista le avisó del final del recorrido.

La angustia no cesaba en la mujer, fue a su habitación, pulsó la función play de la cámara de video del aparato, desfilaron las imágenes de su ingreso al recinto, las hermanas que querían asesinar a algún pariente, el grupo que la rodeó y aquella discusión insólita con los desconocidos.  El audio era nítido, muy claro y muy bochornoso para ella, no servía para nada como investigación este documento donde exponía su denigración pública. Pensó que quizás las imágenes podrían contener algo para rescatar, el colorido de la feria, el aire festivo en la gente, algo que justifique el sinsabor de aquella excursión. Andrea puso atención en el video, al principio la desalentaron las primeras imágenes de hombros, caderas, piernas de gente que filmó por la posición del smartphone en su vientre pero luego encontró algo extraño en las tomas. La cámara enfocaba a la pecosa y a la mujer de vestido blanco con lunares negros cuchicheando, riendo ambas, la mujer del vestido tomando nota, moviéndose sigilosamente hacia la tiendecilla del brujo, saliendo de ella, guiñando un ojo a la pecosa.

–¡Carajo!, las únicas brujas aquí son estas dos perras –maldijo enfurecida Andrea.

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