lunes, 30 de marzo de 2015

Ademir

Mario César Ríos


Ademir Gárate se despertó de madrugada, en medio de una conversación en un bar con parroquianos de los que no tenía recuerdo. Se esforzaba especialmente por recordar a un sujeto blanco, copiosa barba y bigote que asemejaba un náufrago quien le hablaba y lo trataba con familiaridad haciendo referencia a los buenos fallos del juez.

—¡Las caras que pusieron esos charapas cuando leyó la sentencia eran el deshueve doctorcito!—dijo Vicente Cuadra torciendo la boca y entornando los ojos hacia arriba, imitando las caras de sorpresa de los familiares de una mujer, quienes habían ido a reclamar justicia al 13° juzgado de Lima.

El juez Gárate examinó el rostro oculto detrás de aquel frondoso pelambre y reconoció la frente amplia y nariz grande y recta de Cuadra, un exvecino de Bellavista, aspirante a policía desde adolescente cuando andaba a todas partes con Ademir, el cerebrito del barrio que quería ser abogado. Compartían la mesa rectangular de cedro cubierta con un mantel rojo con flecos blancos en los bordes con dos mujeres vestidas con top strapless, microfaldas, medias negras ajustadas y tacones altísimos.  Frente a él había una mujer blanca, cabello castaño, top strapples verde que marcaba sus senos y un cigarrillo sujeto entre sus dedos, sonreía al ver al juez despertando de su modorra. La otra de rasgos asiáticos, cabello azabache y corto y con un modelo de vestimenta similar sólo que con el top de color verde, únicamente asentía a cada aserto del doctor Cuadra.

—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste Vicente? —preguntó preocupado el juez al comprobar que su mesa estaba dispuesta concéntricamente junto a otras, formando anillos alrededor de una gran pista de baile circular donde una bailarina hacía la rutina del tubo desprendiéndose de la ropa al ritmo de música techno.

A la mañana de aquél día, Cuadra había buscado a Gárate indagando por un proceso judicial en el cual Adolfo Tuanama, padre de familia ucayalino, había denunciado a Hiroshi Matsuyama por trata de personas. Tuanama había seguido el rastro de Grazy, su hija de diecinueve años, a quien la madre dejó partir con una comerciante de telas dos años atrás, asegurándole conseguirle trabajo de vendedora en una tienda del emporio comercial Gamarra. Él encontró a su hija en un bar del jirón Rufino Torrico ejerciendo la prostitución a cambio de casa, comida y míseras propinas.

—Está en tu juzgado Ademir, ya lo confirmé con tu secretario —aseguró Cuadra al juez mientras este conducía su Audi de camino al 13° juzgado, en la avenida Abancay. Al juez le disgustó mucho que Cuadra lo haya buscado a su casa para tratar este asunto. Tenía aprecio y un buen recuerdo de su amigo pero esto ya era el colmo.

—Mira mi hermano, no sé si puedes darte cuenta, yo no puedo tener esta clase de conversación contigo, ¿qué interés tienes tú en este tema Vicente? —interrogó el juez a Cuadra. Entonces el barbudo inició una defensa ardorosa de Matsuyama a quien describió como un honorable empresario del rubro de la diversión y el espectáculo quien había sido traicionado por su administrador que obligó a una trabajadora, quien resultó ser menor de edad, a prostituirse en uno de sus establecimientos de la calle Torrico, todo ello, desde luego sin el consentimiento de Hiroshi.

—Es una situación muy grave Vicente, no vale la pena que te esfuerces por esta gente, ¿y cómo te va a ti? —cambió bruscamente el tema de la conversación. El juez sabía que Cuadra era un conocido jalador en el poder judicial, uno de estos personajes que trajinan por el centro de Lima ofreciendo servicios jurídicos en las largas colas de los juzgados. No lo veía desde hace veinte años, no lo habría reconocido con ese bigote y barba frondosa en la calle.

—Así como me ves nomás estoy brother, hago lo que puedo, al final nunca pude ingresar a la escuela de oficiales de la policía pero me defiendo con chambitas que salen aquí y allá. Cerebrito, con la confianza que nos tenemos, ¿tanta vaina por una puta?, discúlpame que te lo diga así pero creo que eres tú quien se esfuerza en vano por esa gente.  —apostilló Cuadra retomando bruscamente el asunto de la hija de Tuanama

—Hay una familia detrás de ella, unos padres clamando por justicia, ¿y si fuera hija tuya? —interrogó el juez a Cuadra recordando su conversación con Adolfo Tuanama. El indígena ucayalino le había contado al juez que era frecuente que se internara durante meses en el bosque desconectándose de Grazy y su madre, y que un día a su retorno encontró a su mujer desconsolada, culpándose de su descuido por la desaparición de Grazy. El juez Gárate simpatizó con el dolor de padre de Tuanama y prometió impartir justicia y sanciones severas a los responsables del delito.

—¡Qué pendejada, Ademir! ¿Y le crees? ¿Conoces Ucayali? Estos chunchos ofrecen a sus hijas a los turistas desde niñas.  No es hija mía ni podría serlo, el indio no te ha contado con quien se fue la charapita, yo no entregaría a mi hija a una desconocida ni desaparecería como él durante meses sin saber de mi familia, soy buen padre como lo eres tú, ellos no son como nosotros, piensa en eso, ¿hoy es la lectura de la sentencia, no es cierto? —preguntó con aire desentendido Vicente.

—¡No te hagas el cojudo Vicente! Se ve que sabes más de este proceso que mi propio secretario. Y por fin, nunca me dijiste cuál es tu interés en todo esto —replicó el juez. Cuadra le confesó algo que Gárate ya sabía, la naturaleza de su trabajo: influir en las decisiones judiciales hablando con secretarios y jueces, ofreciendo dinero, poco o importante, dependiendo de la complejidad del asunto se aplicaba un tarifario.

—Es temprano aún, ¿qué tal si nos tomamos un café en el Tanta de Plaza de Armas? —sugirió Cuadra. El tramitador presentía que ya lo tenía al juez luego que este aceptó la invitación. Tendría un ambiente más relajado que en el Audi y una mejor oportunidad de exponer su interés y argumentos a su exvecino. Ay cerebrito, si supieras que gran parte de mi fama se debe al rumor que eres amigo mío, pensó Cuadra.

Hiroshi Matsuyama era un sansei, un nieto de japoneses que hablaba con dificultad el idioma español. Su carácter retraído hacía que solo se comunicara en japonés con personas como él, hijos y nietos de inmigrantes, su contacto con la gente de Lima fue tardío, de adolescente, en sus visitas a bares y prostíbulos de Lima y Callao. Cuando el abuelo le heredó dos distribuidoras de vajilla fina, las vendió enseguida para invertir en un night club que le venía mejor por su adicción al sexo. De allí en adelante, sus negocios en este rubro fueron creciendo y ampliándose como espuma, ininterrumpidamente, sin problemas, hasta que sucedió lo de la hija del indígena. Un colaborador de su negocio le había recomendado acudir con Vicente Cuadra, un conocido tramitador, amigo de este juez que veía el proceso judicial.

La conversación de Matsuyama y Cuadra se produjo en Xanadu, un conocido prostíbulo de Lima en la cuadra veinticinco de la avenida Colonial, la tarde anterior del día de la sentencia. Sentado frente al sansei, a Cuadra no le parecía tan temible como le contaron sus colegas, otros tramitadores como él. Era un asiático regordete y grandote, cabeza rapada y cachetes inmensos que achinaban más sus ojos asemejándolos a los de una caricatura, como delineados por un lápiz. No parecía una persona que estuviera a punto de perder la libertad, al contrario, lo encontraba relajado, incluso alegre y entusiasmado cada vez que llegaba una de las chicas y lo saludaba con un beso en su cabeza rapada.

—Vea Hiroshi, no le voy a mentir, tiene usted una situación jodida, quizás si me hubiera llamado antes tendríamos más tiempo para matar este asunto. Conozco al juez Gárate, ni se imagina usted cómo lo puedo conocer. Le garantizo que es un hombre justo que entiende razones pero de un día para otro, no sé, hay que ser un poco Mandrake aquí.      

—Todos tenemos nuestlo plecio doctolcito —dijo socarrón y despreocupado Matsuyama quien entendía el estilo de negociación de Cuadra —su amigo no me dio la opoltunidá de conocele, quizás a tlavés suyo, pueda sel posible. Mis negocios son todos legales, lo de la chica fue un acilente, una pasada de confianza de un tlaidol.

La conversación terminó poco a poco tornándose en un monólogo en el cual Cuadra se sorprendió con la locuacidad de Hiroshi, quien le decía que no era tan malo ser prostituta. Sus chicas, por ejemplo, estaban contentas. Los padres de las prostitutas debían pensar que sus hijas estaban desarrollando una labor social y hasta citó una película con Julia Roberts y Richard Gere, que mantenía la ilusión en su personal de encontrarse con un caballero que al final les pueda dar una vida mejor, uno de estos días.

—Deténgase un poco Hiroshi, parece que no entiende la gravedad del asunto, usted tiene una denuncia por trata de personas, delito que tiene penas severísimas luego de la reciente modificación del código penal. Al juez no lo va a convencer contándole comedias románticas de putas. Esto le va a costar y mucho, y si soy bien franco con usted, no puedo garantizarle resultados al cien por ciento, tal como están las cosas. Tengo que ubicar al amigo y hacer un duro trabajo de convencimiento y a toda prisa. Necesito que me habilite cien mil soles y otros cien mil luego de la sentencia, esa es la tarifa en estos casos.

El japonés se levantó de la mesa localizada en el último anillo de mesas, caminó diez metros detrás de la mesa hacia un pequeño cuarto que tenía una cámara de video en la parte superior, abrió la puerta de acero reforzado, entró y luego de cinco minutos salió con una caja que colocó sobre la mesa, y contó los billetes de doscientos soles delante de Cuadra hasta completar cien mil.   

—Hágalo doctolcito, le espelo mañana. ¡Quispe, acompaña al doctol hasta su casa no quielo que le pase nala en el camino¡  —ordenó Hiroshi a uno de sus empleados, esquivando la mirada e intimidando por primera vez a Cuadra desde que llegó a aquél lugar.

El día del juicio, en la Plaza de Armas de Lima, a la una de la tarde, un centenar de turistas presenciaba el cambio de guardia de Palacio de gobierno. A pocos metros, en El Tanta, los viejos amigos proseguían su conversación.

—Sé cuál es tu línea Ademir y te respeto por eso, así es mi chamba, no me gusta estar del lado de los malos, este Hiroshi es un empresario como cualquier otro, su negocio es uno muy simple, la gente demanda una mercancía y él se encarga de proveer la mejor posible y en óptimas condiciones, ¿o quieres ver la ciudad invadida de putas diseminando enfermedades? —se esforzaba en sus argumentos Cuadra, usando una de sus típicas frases de ablandamiento: “Sé cuál es tu línea, te respeto por eso”.  Argumentaba y se tomaba un sorbo de jugo de naranja, esperando una señal de Ademir quien miraba la Plaza de Armas con aire extraviado.

—¿Y qué hay de esa chica Tuanama? ¿La trajeron para prostituirla, o no? ¿Porque dijiste que era una puta?  —interrogó el juez interesado en conocer más detalles de parte de Vicente.

En ese momento Vicente encontró su oportunidad para contar la versión de Hiroshi. Lo de la chica Tuanama fue un accidente, la familia ha encontrado una ocasión de sacarle dinero al Chino, eso es, nada más Ella llegó a pedir trabajo como asistente de limpieza en el local de Rufino Torrico. Nadie la obligó a tatuarse aquellas alas de buitre en la baja espalda, símbolo de mujer depredadora. Cuando llegó al local, ella ya tenía ese lenguaje callejero de las putas, no es una santa como quiere presentarla el chuncho. Lo que si es cierto es que hubo un abuso de un excolaborador quien se ha fugado sin dar signos de vida hasta hoy. A ese sujeto debe caerle todo el peso de la ley, Hiroshi quiere decididamente colaborar con la justicia, explicaba Vicente Cuadra a su amigo.

—Muy bien, déjame verlo, escucharé los alegatos finales y decidiré según mi conciencia —sentenció Ademir mirando a su amigo, esperando que diga algo para concluir la conversación.

—Como digo cerebrito, sé cuál es tu línea, espero que no te ofendas, el chino es muy agradecido y él me insistió que podía abonar veinte mil dólares, como contribución, siempre pensando en que la administración de justicia debe mejorar con jueces a los que se les reconozca el valor de su trabajo.

—¿Sólo veinte mil te ha dado ese roñoso? Con razón, nunca se apareció por el juzgado. Bueno, hablas y cierras lo de la contribución con mi secretario, nosotros ya no podemos seguir conversando.
A la tarde noche, el juez Gárate había dictado sentencia liberando de responsabilidad a Hiroshi Matsuyama. Su excolaborador, al no comparecer, fue declarado ausente y ordenada su captura para la lectura de sentencia correspondiente. Los Tuanama perdieron los papeles en la audiencia, produciéndose un escándalo de grandes proporciones en el juzgado que obligó a la intervención de la policía en auxilio a Ademir quien salió por la puerta de emergencia. Una hora después, permanecía aterrado en la cochera de los juzgados, paralizado por miedo a que la familia Tuanama lo agreda en las afueras del edificio. Cuadra se enteró y bajó a la cochera, ofreciéndose a conducir el audi. Lo llevó al bar Queirolo donde hablaron de los viejos tiempos y de los amigos de Bellavista, del colegio donde estudiaron juntos, de las noviecitas, de cualquier cosa, de todo, menos del trabajo.
Horas después, en la madrugada, en aquel lugar, en esa mesa donde reconocía a duras penas a su amigo, sin recuerdo de cómo había llegado al Xanadú, vio acercándose a la mesa la figura monumental y regordeta de Hiroshi, quien con un andar ebrio dibujando un balanceo hacia los lados, a la izquierda y la derecha, dejaba claro quién era el puto amo del lugar.

—¿Qué tal la noche mi amigo Ademil? ¿Lo están atendiendo bien las chicas doctol? —balbuceó el sansei, pasándole la mano sobre el hombro.

Mientras Hiroshi le contaba su historia como emprendedor del negocio de la diversión y espectáculos al juez, éste iba recordando a retazos, los hechos transcurridos desde los primeros tragos en el Queirolo hasta su llegada a Xanadú. Estaban allí desde las siete de la noche allí, luego de una discusión de Gárate con su mujer cuando este departía y libaba entretenido con Cuadra en el Queirolo. La mujer del juez le había colgado el teléfono al oír la voz gangosa de su marido, respirando dificultosamente como ocurría cuando se emborrachaba y éste enojado le dejó un mensaje en la contestadora a su mujer mandándola a la mierda, luego le pidió a Cuadra continuar con los tragos en otro lugar.

—¿Y qué tal si te presento al chino?, igual tengo que verlo ahora —dijo Vicente y Ademir encogió los hombros en señal de asentimiento. Veinte minutos después, Gárate, Cuadra y Matsuyama se lucían en la puerta principal del prostíbulo, abrazados y triunfantes, posando junto al audi para unas fotos tomadas por aquéllas mujeres que acompañarían a los amigos toda la noche. Se reunieron en la mesa desde la cual Hiroshi dirigía el negocio, donde atendía las visitas y los amigos personales. Las atenciones del sansei quien venía de vez en cuando a la mesa con piqueos de jamón y cocaína despertaban a Ademir Gárate de su cansancio. El juez curioseaba en los tatuajes de alas de buitre que eran visibles arriba de las nalgas de sus acompañantes, eso fue lo último que el juez vio antes de quedarse profundamente dormido, roncando ruidosamente con la cabeza enterrada sobre sus brazos encima de la mesa hasta las dos de la madrugada.

Matsuyama ya se había retirado a descansar a su cuartito con la puerta de acero reforzado con su última recomendación a sus invitados: “hablando menos y disflutando más con las chicas, no sean zonzos doctoles”

—La chica Tuanama también tenía uno de esos adornos en las nalgas, ¿la conocías tú? —inquirió el juez quien estaba de espaldas a la filmadora y de frente a la mujer de rasgos asiáticos con top strapless rojo, como si estuviera en su juzgado.

—¿La charapita, dices tú?, esa chibola tenía problemas desde que su madrina la trajo a trabajar, Hiroshi arregló bien todos sus papeles, no sé porque al final se portó tan mal con el chino y con el administrador de Torrico —dijo la mujer bastante ebria y desinhibida con el juez a quien reveló además que luego del lío de Tuanama, el administrador del negocio de la calle Torrico venía a Xanadú hasta que de pronto se lo tragó la tierra. Según la mujer de rasgos asiáticos, el chino le contaba borracho que había mandado al administrador de viaje a  Argentina y cuando estaba coqueado decía simplemente que había despachado al sujeto al otro mundo.

La confesión de la prostituta acicateó los recuerdos de Ademir Gárate: el desarrollo del juicio; el terror que sintió en la cochera del juzgado; en Queirolo y Xanadú;  las molestas carcajadas de Vicente Cuadra y el registro fílmico de Hiroshi. Obnubilado, Gárate se levantó de la mesa apoyado en su mano izquierda y levantó la pierna derecha para mantener el equilibrio, tomando luego una a una las botellas sobre la mesa las fue arrojando contra la filmadora y la puerta de acero. Vociferaba y reclamaba la presencia de Hiroshi, diciéndole chino maricón no te escondas en tu cuartito quien respondía entreabriendo la puerta de acero para arrojar decenas de botellas que guardaba en su pequeño cuarto y que arrojaba de dos en dos, produciendo un descomunal intercambio de botellazos que contagió a todos los parroquianos de Xanadú y los chillidos de las prostitutas.

— Oee, ¿qué haces cerebrito?, estás aquí con tu causa Vicente —se esforzó por tranquilizarlo el barbudo intentando tomarlo del brazo.

—¿Cuál es tu cerebrito?, no soy tu causa, yo soy magistrado, tú, ¿quién mierda eres?, apenas te conozco del barrio cagón conchatumadre, ¿no te das cuenta que me has jodido? —le gritó Gárate a su exvecino, sacándoselo de encima de un manotazo y corriendo furioso hacia la entrada del local sin la oposición de los agentes de seguridad.

Entonces el juez Ademir Gárate subió al audi estacionado en la puerta del Xanadú, encendió el motor y emprendió veloz carrera sobre la Avenida Colonial enrumbado hacia su antiguo barrio de Bellavista.

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