martes, 7 de abril de 2015

Mandarina y Chocolate

Juana Ortiz Mondragón


Sus ojos brillaban en la oscuridad, cual centelleantes luceros. Posada sobre la mesa de té, esperaba la llegada de la medianoche. El reloj cucú caminaba inquieto, su péndulo generaba extrañas sombras en la pared de la habitación. Ella era de tamaño mediano, color terracota con blanco, unos hermosos ojos pardos; una mancha en forma de corazón adornaba su nariz. Se llamaba Mandarina, era la consentida de la casa. Su dueña, Bonifacia, la había conseguido para espantar los ratones que hacía unos meses habitaban el desván. Pero Mandarina era una gata mimada. Pasaba las tardes en el patio tomando el sol, mientras los ratones hacían de las suyas en la cocina. Bonifacia,  se había acostumbrado a su gata perezosa, la amaba como a una hija, ya que ella llenaba sus días de luz.

Bonifacia era una mujer solitaria, cuarenta años, piel trigueña, ojos miel, mirada juguetona. Su rostro era ovalado, unas cuantas pecas lo adornaban, sin arrugas, expresaba serenidad y felicidad. Sus manos cálidas, suaves, dedos largos, bien conformados. Manos que tejían historias todos los días. Había intentado tener compañero, un hogar, pero era tan noble, de un alma libre que de esas relaciones solo recordaba tropiezos, deudas por pagar. Bonifacia daba clases de manualidades y de costura en el garaje de casa. Además de estas clases, sabía hornear tartas y pastelitos suntuosos para fechas especiales. Calaba moras, cerezas, brevas, uchuvas, que llenaban la casita de un dulce olor; olía a navidad. También tortas envinadas repletas de pasas  y frutas cristalizadas, que eran las favoritas de sus vecinos.

Vivía con Bonifacia una dulce nietecita llamada Martina, de cabello rubio y rizado, ojos azules, blanca piel. La habían dejado en la puerta de su casa una tarde lluviosa, cuando tenía un mes. Los años habían pasado, era ya una hermosa niña de ocho recién cumplidos. Martina le temía a Mandarina, porque esta gata maldadosa se paraba en las escalas, cada vez que ella quería subir o bajar y con la patita la rasguñaba o la hacía tropezar. Quería ser escritora, tenía muy claro que para serlo debía ser primero una gran lectora. Pasaba las tardes leyendo y ayudando a su amada mamá con las tareas domésticas. Ya sabía hornear,  ponía su toque en la decoración de los pastelitos. Se sentía feliz con Bonifacia, aunque en ocasiones la acongojaba el no saber de su familia. Sobre esto tenía varios escritos. En un futuro quería ser madre, tener un hermoso hogar, parecido al que Bonifacia le había brindado con tanto amor.

Martina asistía a la escuela primaria, era tierna, educada; por esto sus maestros la apreciaban. Le gustaba la poesía, solía declamar en las festividades escolares. Tenía  un perrito, Chocolate, sin raza alguna, pero el más fiel y noble de toda la vecindad. Se lo habían encontrado en el jardín principal, una mañana de marzo. Bonifacia había permitido que Chocolate hiciera también parte de la familia. El espantaba los ratones mejor que Mandarina. Hasta buenos amigos resultaron ser, dormían juntos en el mueble de la sala. Chocolate tenía seis meses, su amiga Mandarina estaba próxima a cumplir un año. Sus ojos miel mostraban la nobleza de su corazón. Así era Chocolate con todos los que lo rodeaban: fidelidad, hasta con Mandarina que en ocasiones le mordía las orejas.

Mandarina era  perezosa,  pero tenía sus momentos de laboriosidad, eran aquellos días en los que con Chocolate espantaba los ratones de la cocina, aunque sus pasatiempos favoritos eran holgazanear y ser alimentada. También servían de vigilantes en las tardes, ya que siempre estaban dispuestos a avisar de los peligros. En las noches descansaban un poco, aunque ambos dormían con un ojo entreabierto.

Vivían en dos plantas, amplias habitaciones iluminadas por la luz del sol, espaciosos jardines, patios centrales. Una decoración sobria, muebles de madera que Bonifacia había heredado de su abuela. Las paredes blancas, adornadas con retratos o paisajes que Bonifacia había pintado en su juventud. Las habitaciones invitaban a quedarse, al descanso, siempre limpias, con ventanales al patio. Una biblioteca al finalizar el pasillo era el lugar favorito de Martina. Allí, Martina, Mandarina, Chocolate y Bonifacia eran felices. En los arboles del patio susurraba el viento, que se hurtaba las fragancias de otros jardines  para esparcirlas en el de Bonifacia. Caían las flores del guayacán, cubriendo todo de ese amarillo encendido, los rosales inundaban con su dulce aroma el vecindario.

Una noche, tranquila al parecer, mientras todos dormían, unos ruidos extraños alertaron a Mandarina y  a  Chocolate. El barrio había sido lugar de paz hasta ese momento. Eran unos hombres armados, vestidos de negro, que habían llegado a la puerta principal. Ocultaban sus rostros tras unos pasamontañas, solo se veían sus ojos llenos de rabia… maldad. Uno era bajo, rechoncho, el otro delgado, alto, un poco torpe. Mandarina y Chocolate, que eran muy inteligentes, lograron despertar a Bonifacia y a Martina.  Ellas se dieron cuenta del peligro que corrían y se escondieron en el desván. Este par de inseparables amigos lograron salir por una puertecita lateral para alertar a los vecinos; al salir  ésta crujió asustando a los bribones, pero cuando voltearon no vieron a nadie. Bonifacia era amigable y querida por las personas que la rodeaban. Chocolate ladró en la primera puerta que encontró. Como nunca los veían solos, mucho menos a altas horas de la noche, se dieron cuenta de que algo pasaba. Varios vecinos llegaron a casa de Bonifacia; los ladrones estaban dentro, dándose un gran festín. Tenían prisa, pero estaban hambrientos; ya con el botín listo, se acercaron a la cocina; no pudieron evitar abrir la nevera y las alacenas, maravillados con los dulces olores. Fueron apresados por los vecinos, atados provisionalmente con una cuerda mientras llegaba la policía y llevados a la prisión unos buenos años.

Después de este suceso, se formó la primera guardia vecinal, que se turnaba para dar ronda por el barrio. ¿Adivinen quiénes eran los principales vigías?: ¡pues claro! Mandarina y chocolate.

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