jueves, 23 de abril de 2015

El campanario

Bérnal Blanco


—¡HOLA! —SALUDÓ FABIÁN, tomando asiento a mi lado.

Transcurrían las primeras semanas de mi cuarto año de primaria y el autobús en el que viajaba hacia la escuela se había detenido para que subieran varios compañeros, incluido Fabián. Teníamos diez años entonces y habíamos sido compañeros desde el kínder.

—El señor que cuida la iglesia me dio permiso para dejarla en el campanario —me contó él.

Entonces sentí como si me hubiera caído encima un balde de agua fría: aquella no era la noticia que yo esperaba recibir.

—¿En el campanario? ¿Te volviste loco? —dije, sin cuidar mis palabras.

—No, Abril. No estoy loco. Es una buena idea —respondió, con una firmeza que no le había escuchado antes.

Pensé con más cuidado y sin terminar de convencerme le dije:

—Bueno. Tal vez tengas razón. 

El viejo autobús amarillo reinició su camino lentamente y mis pupilas se perdieron, mirando a lo lejos, a través de la ventana abierta. El cielo de Litoral era azul intenso y la mañana calurosa pero una brisa refrescante que mecía alegremente mis rizos sopló cuando tomamos velocidad.

—¿Cómo vas a hacer para llevarle comida? —pregunté, retomando la preocupación que sentía.

Resulta que unos días antes Fabián había recogido una pequeña perrita que deambulaba por las calles y que según él era de raza «mixta». Él me la había descrito un poco más grande que una chihuahua, con orejas largas —un poco caídas—, de pelo color café muy corto y ojos tristes.  A pesar de que le rogó a sus papás, éstos no le permitieron adoptarla y más bien le dejaron la tarea de buscar a alguien que sí quisiera hacerlo. Pero había algo más: Perla —así la bautizamos Fabián y yo— iba a tener perritos.

Fabián había preguntado a sus amigos y vecinos pero nadie quería animales en su casa. Por esa razón se le ocurrió ir a la iglesia, cerca de su casa, a pedir ayuda. Don Alberto, el sacristán, lo dudó al principio pero Fabián le insistió tanto que el señor terminó colaborando con la causa.

—¿El problema a resolver es adónde instalarla? —había dicho don Alberto a Fabián.

—¡Un lugar donde no se escape! —sugería Fabián. 

—Estoy pensando pero no se me ocurre ninguno.

—¿Y por qué no en el campanario…?

Al igual que a mí, aquélla no le había parecido una buena idea a don Alberto, pero a falta de otro lugar dónde alojar a Perla no le quedó más remedio que aceptarla. Entonces ambos llevaron a la perrita a lo más alto del campanario de Nuestra Señora de Lourdes —así se llama la iglesia— donde la acondicionaron en una caja grande de cartón, abierta por un costado para que ella pudiera entrar y salir con facilidad. En una esquina de la base del campanario colocaron papel periódico para que Perla hiciera sus necesidades.

—Le dejamos buena comida y mucha agua. Y hoy por la tarde vamos a subir a ver cómo está —continuó Fabián.

—¿Y si el Padre la encuentra? —cuestioné.

—Don Alberto dice que el Padre nunca sube al campanario. No puede, está muy gordo.

—¿Y si otra persona la descubre?

—No creo. Solo don Alberto sube al campanario y las gradas son angostas y muuuy oscuras.

—Pobre Perla. Le va a dar miedo.

—¡No creo! Le pega el sol y tiene espacio para moverse.

—Cuando las campanas suenan debe sentir que se muere —insistí.

—Las campanas nunca suenan porque tienen que hacerles una gran reparación —dijo, poniendo fin a sus comentarios.

En eso llegamos a la escuela. Yo fui a mi clase y Fabián a la suya para dar inicio a otro día de lecciones.

§

A media mañana yo seguía muy ansiosa por saber más detalles de Perla. Me preocupaba que nacieran sus perritos y que estuviera pasándola mal en el campanario. Quería estar con ella y por lo menos hacerle compañía.

A la hora del recreo fui corriendo en busca de Fabián.

—Fabián, estoy preocupada por Perla. Debe estar sintiéndose muy solita —le dije.

—¡Tranquila! Antes andaba sola por la calle y no le pasaba nada.

—¿Cómo sabes eso? ¡Grosero! Tal vez la gente la pateaba y le hacía cosas malas.

—Mami la bañó. Dice que está sana. Tenía muy feo el pelo pero después del baño quedó muy linda —dijo, con la boca llena, mientras merendaba.

—¿Y si nunca ha sido mamá y esta es su primera vez? ¿Cómo le vamos a ayudar?

—¿Por qué no vienes conmigo esta tarde y vamos juntos a verla?

—No sé qué dirá mami. Tu casa queda lejos de la mía —respondí indecisa.

—¡Tal vez ella acepte! —insistió.

Terminó el recreo pero en mi cabeza quedó dando vueltas la propuesta que Fabián me acababa de hacer.

§

Por la tarde, después de llegar a casa, le pregunté a mamá si podíamos ir a la iglesia a ver a Perla. Estaba segura que me iba a decir que no pero me sorprendió cuando dijo que, tomando en cuenta la situación, era importante visitarla.

—Fran, voy a ir con Abril a Lourdes —dijo ella, llamando por teléfono.

—¿A la iglesia? —Escuché decir a papá en el momento en que ella activaba el altavoz.

—¡Sí, papi! —grité—. Vamos a ir a conocer a Perla. Fabián y el señor sacristán la subieron al campanario y allí está escondida.

—¡Que qué!

—No pidas muchas explicaciones. Después te damos detalles —dijo mami, cortante, por las ganas de salir lo antes posible.

—¡Bueno! Por cierto, hablando de iglesias, hoy mi instructor me contó de un incendio famoso que hubo en una iglesia.

—¡No me digas! —dijo mami.

Llamamos a Fabián para confirmarle que íbamos y acordamos vernos a las cuatro frente a la iglesia. Como casi todas las tardes de febrero aquélla era bochornosa y no daban ganas de salir. Sin embargo, entusiasmadas por saber de Perla, salimos a toda prisa de la casa y tomamos el autobús.

§

Llegamos justo a tiempo. La iglesia de Nuestra Señora de Lourdes es toda una reliquia en Litoral. Es como un museo. Los domingos mucha gente asiste a la misa allí y en las escuelas organizan excursiones para los niños. Cuando yo estaba en primer grado me llevaron a conocerla. Es una iglesia linda, acogedora, construida con ladrillos y madera. 

—¡Fabiáaan! ¡Aquí estamos! —grité al verlo.

Él corrió hacia nosotras.

—Hola Abril —me saludó… y volviéndose hacia mami continuó—: hola mamá de Abril, ¿cómo está?

—Hola Fabián. ¿Con quién viniste?

—¡Con nadie! Yo vivo aquí muy cerca.

—¿Y tu mamá sabe que estás aquí? —preguntó mami, preocupada por verlo llegar solo. 

—¡Sip! —respondió.

—Bueno, ahora después te vamos a ir a dejar a tu casa. Y por cierto, me puedes decir Eli.

—¡Ajá! —respondió, con ese tono que delata a las personas cuando no han puesto nada de atención.

—¿Vamos donde Perla? —Salté yo a la conversación.

—Busquemos a don Alberto para que nos lleve —respondió él.

Había muy poca gente en la calle y la iglesia estaba cerrada. Dimos un rodeo y llegamos frente a una pequeña habitación de la casa del padre. Llamamos a la puerta y don Alberto salió. 

Nos presentamos y en seguida le pedimos permiso para subir al campanario.

—¡Claro que sí, vamos! —dijo don Alberto, entusiasmado.

Y luego dirigiéndose a mamá añadió:

—Qué bueno que vino, señora. Yo no soy muy diestro en esto de traer perritos al mundo.

—No crea, yo tampoco. Pero he estado pendiente de algunos nacimientos y digamos que sé qué esperar.

—Eso es lo que necesitamos. Porque con Fabián y conmigo la pobre perrita sólo cuenta con un par de buenas intenciones.

—Vamos a verla ya. —Apuró Fabián.

—Déjenme buscar una linterna. Las escaleras son muy oscuras —aclaró don Alberto.

—¿Tiene una botella para llevarle un poco de agua? —preguntó mamá—. Nosotros le trajimos alimento —añadió.

—Claro que sí. Denme un minuto y regreso —dijo el señor, quien entró a buscar las cosas.

Enseguida volvió y nos llevó a la puerta lateral de la iglesia. Después de abrir los cuatro pasamos adentro. La iglesia me parecía enorme. Los vidrios de las ventanas estaban pintados con imágenes de santos y entraba poca luz. Muchas lámparas grandes colgaban de lo alto y al encenderlas el interior de la iglesia apareció ante nuestros ojos encantados. Mientras caminábamos hacia las escaleras del campanario mi mano se deslizaba por la madera torneada de las bancas.

—¡Había olvidado lo hermosa que es esta iglesia! —dijo mamá, quitándome las palabras de la boca y deteniéndose frente a una de las grandes imágenes.

Llegamos a las escaleras. El señor sacristán nos indicó ir de primeros y luego que pasara mamá. Él iría tras nosotros. Mientras caminaba, su linterna alumbraba nuestros pasos. Girábamos al subir en la viejísima escalera de caracol. Íbamos en silencio. Debíamos tener mucho cuidado. Yo conté más de cuarenta escalones y finalmente llegamos arriba donde topamos con la puerta cerrada. Del otro lado escuchamos a Perla ladrar. «Ya nos olfateó», susurré a Fabián.

Dejamos pasar a don Alberto y él abrió la puerta. De inmediato Perla corrió donde Fabián, ladrando y saltando de alegría.

Pero… ¡qué sorpresa nos llevamos! Todo estaba hecho un desastre. Perla había sacado los trapos de su nido. Habían pedazos de papel periódico por aquí y por allá y la caja estaba volcada y rasguñada.

—Esta perrita está mal don Alberto —dijo mamá.

—Pero anoche se quedó tranquila —respondió preocupado el señor— yo no la escuché ladrar —agregó.

—Tiene estrés. Probablemente nunca había estado encerrada por largo tiempo.

—No ha comido nada —gritó Fabián, señalándonos que la comida y el agua estaban intactas.

Mamá nos aclaró que era debido al mismo estrés y luego arrodillándose delante de Fabián, quien parecía que iba a romper a llorar, le dijo:

—Esta perrita no puede seguir aquí. Vamos a tener que llevarla a otro lugar. Ella necesita compañía y buena atención para tener a sus hijitos.

—Es cierto Fabián. Lo mejor es sacarla de aquí —dije, con un aire de persona mayor.

—El asunto es adónde llevarla —dijo don Alberto.

—¿A casa, mami? —sugerí.

—No, Abril. Tendríamos que hablarlo con tu papá antes. Además no podríamos llevarla en el bus. Acompañémosla un rato y tratemos de que coma. Lo mejor es que esta noche pase aquí, mientras decidimos qué hacer con ella.

—¡Bueno! —dije, un tanto malhumorada.

Recogimos la suciedad que Perla había dejado por todo lado y la instalamos de nuevo en la caja. Unos minutos después decidió comer y, satisfecha, se echó en su nido. Entonces aprovechamos ese momento para salir en silencio del campanario.

Nos fuimos con la tarea de buscarle un hogar verdadero.

§

Una vez en casa hice mis tareas y mamá preparó la cena. Papá nos llamó como a las ocho, para darnos las buenas noches. Él recién regresaba de atender una emergencia y estaba encargándose del centro de comunicaciones de la estación de bomberos.

—¿Cómo te fue con Perla? —me dijo al teléfono.

—Muy bien. Pero tenemos que sacarla del campanario. Está muy estresada de estar allí solita.

—¡Oh qué mal! Mañana estaré en casa y ya pensaremos qué hacer con ella.

—Sí, está bien. Ya quiero que sea mañana.

—Bueno, entonces a dormir ya, señorita.

—Papi —lo interrumpí, cambiando el tema— ¿qué fue eso del incendio en una iglesia que dijiste hace un rato?

—¡Ah! El instructor me contó esta mañana una historia. Se trata de un incendio que ocurrió hace muuuchos años en un lugar llamado Santiago de Chile. Allí había una iglesia enorme y hermosa y para iluminarla usaban grandes velas y antorchas. Una noche de diciembre, había una gran cantidad de gente en la iglesia. De repente una de las antorchas cayó al suelo y encendió una cortina. El fuego se extendió muy rápido sin que nadie pudiera controlarlo. La gente trató de salir, sin embargo, muchos quedaron atrapados y lastimosamente murieron. Por eso en las escuelas y en las oficinas se hacen simulacros de incendio para practicar y evacuar a todas las personas lo más rápido posible.

—¿Era una iglesia como la de Lourdes? —cuestioné.

—No. Aquella era una iglesia enorme. La de Lourdes es una iglesia pequeñita y tiene salidas laterales y la puerta de enfrente es muy ancha.

—¡Hum! Pobre Perla allí solita esta noche. ¿Verdad? —dije, olvidando la gran iglesia.

—Sí, pero tranquila. Ahí está segura. No le pasará nada. Ahora anda y duérmete. Te mando un enorme beso de buenas noches.

—Gracias papi. Otro para ti. ¡Ah, papi!

—¿Sí?

—El campanario es bonito y muy alto —insistí, hablando de Lourdes.

—¿Verdad que sí? A mí me llevaron allí cuando era chiquillo. Fui con mis compañeros de escuela y con mi maestra. ¡Se ve todo tan hermoso desde el campanario: las casas, la gente caminando por la calle! Dicen que si uno pudiera subir a la cruz que corona la torre podría ver por encima de las lomas y, detrás de ellas, el mar de Litoral. Las campanas repican hermoso.

—No sirven, papi. Dijo Fabián que tienen que hacerles una gran reparación.

—¡Oh, qué mal! —finalizó diciendo.

Nos deseamos nuevamente las buenas noches y me fui a dormir. Me sentía cansada. Mamá me acompañó en la cama por un rato y luego la sentí deslizarse poquito a poco hacia su habitación creyendo que yo estaba dormida. Pensé de nuevo en Perla y me preocupé otra vez pero me consolé pensando que al día siguiente buscaríamos un mejor lugar para ella. Pronto me dormí.

§

En la madrugada, los golpecitos de Rubí tocando en mi ventana, me despertaron. Había aterrizado, silenciosa, al lado de mi habitación.

—Abril, hay un incendio en la iglesia de Lourdes —dijo desde afuera.

Me incorporé de prisa.

—¿Cómo? ¡No puede ser! Yo estuve allí por la tarde. Tenemos a una perrita, a Perla, hospedada en el campanario —le dije mientras me ponía rápidamente pantalón y zapatos.

—¡Algo así imaginé! Escuché a tu papá hablando contigo por teléfono. Él mencionó «Lourdes». Por eso vine. Pensé que querrías ir —dijo mi amiga.

—¿Dónde está papá? —le pregunté.

—Él y sus compañeros van de camino al incendio. A mí me dejaron en la estación pues tuve un problema con un neumático. ¡Pero si supieran que puedo volar!

—¡Si supieran! —dije, mientras salía por la ventana, después de que Rubí quitara las celosías.

—Entonces vamos. El fuego nos llama y Perla nos necesita —dijo ella entusiasmada.

Subí a la cabina de Rubí, mi gran amiga la máquina extintora de incendios: un camión de bomberos bello de color rojo y capaz de transportar miles de litros de agua.

«¡Estoy lista!», grité. Y entonces nos elevamos rápidamente por el encima del techo de las casas del barrio y luego… hacia Lourdes. Mientras viajábamos me vestí con mi traje de bombera e instalé en mi espalda el tanque de oxígeno.

Por la radio escuchamos que los bomberos recién iban de camino pero un obstáculo en un puente les impedía pasar y por esa razón habían solicitado refuerzos de otras estaciones más lejanas. Rubí voló a gran velocidad así que llegamos muy pronto.

§

—Es Rubí —gritaron todos, al verla descender como si fuera un helicóptero.

—¿Cómo es que todo el mundo te conoce? —le pregunté, sintiéndome igual que cuando salgo con mami, a quien todos en la calle saludan.

—¡Ya sabes! Donde hay fuego siempre estoy yo. Antes estuve por aquí atendiendo otra emergencia —me explicaba mientras aterrizábamos.

Bajé de la cabina. Entonces puse atención a la gran cantidad de humo espeso que se levantaba frente a nosotros, saliendo por las puertas y ventanas de la iglesia.

—Rubí, Perla está en el campanario. Tengo que entrar a la iglesia y sacarla —dije a mi amiga.

—No, es muy peligroso. Recuerda que ningún bombero debe entrar solo al incendio.

—¿Y qué podemos hacer entonces? —dije angustiada, casi soltando las lágrimas.

—Espera, pensémoslo bien. Ante todo está la seguridad del bombero.

Rubí retrocedió un poco. Luego me dijo:

—¡Ya sé qué vamos a hacer! ¡La acción nos espera pequeña bomberita! Rescataremos a Perla juntas.

«¿Qué tendrá en mente?», pensé.

—¡Ya lo verás! —dijo, como si me hubiera escuchado—. Coloca tu mascarilla y abre la salida de oxígeno de tu tanque.

Acaté esas instrucciones y de inmediato ella se elevó. Cuando estuvo sobre mí me tomó con sus mangueras, me cubrió con ellas como si fueran un arnés de esos con los que a uno lo amarran cuando se lanza en el canopy y casi sin darme cuenta me descubrí a mí misma por encima de la cruz de la iglesia, sobre el campanario, colgando de ella.

—Abril, te bajaré hasta la base del campanario. Una vez allí busca a Perla y sin soltarte, cuando la tengas en tus manos, hala fuerte la manguera y entonces te subiré.

Sentía miedo. Pero al pensar que iba en rescate de mi amiga Perla me nació valor, ¡no sé de dónde!

Estaba apenas empezando a bajar cuando escuché sus ladridos.

—¡Perla! ¡Perlita! —la llamaba mientras descendía.

Mi amiga ya me había visto. Corría en círculos. Rasguñaba el muro del campanario que la separaba de caer al vacío y movía su rabo mostrándome alegría. Finalmente logré poner mis pies sobre el concreto. Perla vino corriendo y saltó a mi encuentro. Estaba nerviosa y me rasguñaba.

Halé con todas mis fuerzas la manguera de Rubí y de inmediato, con mucho cuidado, ella empezó a levantarnos.

—Tranquila. Te vamos a sacar de aquí —le dije suavemente tras mi máscara, abrazándola con firmeza.

Mientras nos balanceábamos de un lado para otro, guindando de aquel gran camión de bomberos volador, yo me sentía como una súper heroína. Rubí hizo ciertas maniobras en el aire y luego descendió en medio de la gente que nos veía con cara de preocupación y de asombro. Allí estaba Fabián quien, desesperado, recién llegaba.

—¡La encontraste! —gritó él mientras yo ponía mis pies en la tierra y Rubí se mantenía flotando sobre nosotros.

—Sí, aquí la tengo —le respondí.

—¡Perla! ¡Perla! Aquí estoy —dijo Fabián, tratando de consolarla, hablándole tiernamente en el momento que yo se la entregaba en sus manos.

Rubí aterrizó a nuestra lado y yo respiré aliviada. Por suerte todo había salido bien. Quité mi mascarilla. Creí que aquella aventura había tardado horas… pero sólo habían pasado unos cuantos minutos. Fabián y yo celebrábamos cuando escuchamos las sirenas de los bomberos que se acercaban.

—Bien, es mejor que nos retiremos —dijo Rubí a todos—. ¡Guarden por favor el secreto de que estuvimos aquí! —para sus compañeros de a estación ella siempre quiso ser una máquina extintora común y corriente.

—¡Sí! Tenemos que irnos —dije, muy orgullosa de lo que habíamos logrado.

Me despedí rápidamente de Fabián y de Perla, volví a la cabina y Rubí se elevó. Desde el aire observamos a los bomberos extendiendo mangueras para empezar a controlar el fuego. Ahora sí se veían llamas inmensas que abrazan a la iglesia como un gigante rojo.

Regresamos a casa. Al llegar descendimos y yo bajé de la cabina. Rubí se encargó de ayudarme a entrar de nuevo a la habitación y luego colocó en su sitio las celosías de la ventana. Nos despedimos como las grandes amigas que somos y yo me metí, en silencio, bajo las sábanas.

§

—Abril —me susurró mami al oído, y añadió—: Es hora de levantarse, ya salió el sol.

Sentía mucha pesadez. Poco a poco regresé del sueño. Estirándome y bostezando le dije:

—¿Habrán podido apagar el incendio?

—¿Qué cosa? —dijo, extrañada.

—El incendio en la iglesss… —Y ahí me detuve.

«Mejor no le cuento —pensé, estando más despierta— se lo dirá a papá y él no debe saber que Rubí salió anoche de la estación.» 

—No entiendo de qué me hablas, señorita. Después me lo explicas. Ahora hay que apurarse.


Y de un salto salí de la cama y me metí al baño. Otro día de escuela me esperaba.

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