lunes, 20 de abril de 2015

Una luz queda

Carlos Reynafé


Lalo vive en la casa paterna. Su madre falleció hace tiempo. El padre, don Arturo, al quedar solo, hombre mayor; le pide que vaya a vivir con él para tener compañía y se instala junto con su mujer y dos hijos adolescentes: Martín y Alicia.

Una casa modesta en un barrio obrero. Ocupó su dormitorio de soltero. Los hijos se acomodan en la galería de manera provisoria, inventan una habitación con camas cuchetas, hasta construir otra que nunca llega a realizarse. 

La mezcla de incomodidad, diferencia generacional, celos, disputas, aprietos económicos y otras yerbas, actuaron como oxido en el hierro, carcomieron el matrimonio. Una cosa trajo otra. La cuestión es que los hechos se fueron dando inexorablemente. Fijar la fecha en que comenzó el empeoramiento, es bastante difusa, pero se puede marcar como un hito el día que su mujer lo abandonó.

La cosa venía mal. Su mujer, empezó a mirar con buenos ojos los verdes prados vecinos, mientras que el propio, decaía mostrando una imagen mustia, seca, descuidada. Un pequeño amague, una señal, fue suficiente para sonreír a uno de esos vecinos. Armó el petate y se rajó. Lalo quedó con sus dos hijos y el padre enfermo.

El trabajo de Lalo es un reparto de fiambres y lácteos que no da lo que daba. Una recesión económica se ha instalado con alta inflación. Esto provoca caída en la venta, aumentos de costos, pérdida del poder adquisitivo, disminución del consumo. Los costos de distribución crecen y los medicamentos suben todos los días. Fórmula perfecta para una tormenta en puerta. Intentar sostener el mismo nivel de vida, cumplir con los preceptos de cuidar al viejo, atender las necesidades de la cría en soledad y no ser escuchado por su hermano, desentendido del padre que está cuidado, terminaron de sazonar el estofado.

Primero un resfriado leve. No se cura. Llamó al médico. Como no alcanzó para la farmacia, no compró los remedios. El cuerpo pasó factura. El malestar fue creciendo. “Ya se me va a pasar” se decía. Mientras sus días continuaban entretejiendo enredos.

Dejó de cumplir con algunos pagos, los reclamos crecieron. Perdió su pequeño capital de trabajo tapando huecos. No alcanza para reponer lo que vende, la espiral se pone en marcha. Sale a trabajar, necesita dinero, lo toma de donde no debe, se endeuda. Viene el reclamo, “ya te pago” pero no paga y la rueda sigue sin detenerse. El padre empeora, se preocupa, lo lleva al hospital, no está tan grave como para dejarlo internado, lo vuelve a traer. Los hijos se cansan, se van a la casa de su madre.

En el trayecto conoce a Lita, una morocha casada con un tipo recio, machista, golpeador y manipulador. Se relaciona en el momento que su marido cumple una condena por robo. Ella pasa a ser un oasis en su desierta vida. Actúa como un remanso en el tormento cotidiano de Lalo que acumula meses sin intimidad femenina. Copa va, copa viene, un roce, miradas, toqueteo…  final tortuoso entre sábanas mugrientas. Consuelo, placebo de la carne ante tanta penuria.

“No te metas, vas a tener quilombos serios” le dicen sus amigos. Él no da bola.

El marido de Lita sale de la cárcel y vuelve a tomar posesión de su hembra. Ella se retrae, solo quedan mensajitos, visitas furtivas en lugares insólitos, una que otra lengua en un beso fugaz, ningún otro contacto.

Lalo queda sumido en desesperación. La necesidad de afecto, carencia de apoyo más abstinencia; incrementan su frustración y sensación de abandono. Impotente, nada resuelve.

El marido de Lita algo sospecha pero cae preso de nuevo. Esta vez por una riña a la salida de una cancha de futbol.  Lalo de fiesta, obtiene sexo solo cuando el marido está preso.

Y los días se suceden lentos pero inexorables, donde cada uno es distinto a otro, cada problema se suma, no hay nada que reste. No aparece salida, su cuerpo siente el castigo, acumula estrés como vapor en una olla a presión. Cae al abismo con una brújula empastada mirando al este, sin encontrar un norte. Se siente perdido, extravió la ruta. Sin luz que muestre algún horizonte.

Vuelve al médico y luego de una parafernalia de análisis le confirma lo que sabe. “Tienes que cuidar la máquina, ya no resiste más” palabras pronunciadas por el facultativo que entran por un oído y salen limpiamente por el otro, sin manchar siquiera las neuronas de Lalo.

Esa mañana partió temprano, procurando encontrar la calma en los brazos de Lita. Está enredada en otros más joven y musculoso. “La historia se repite” se dijo y desaparece. Don Arturo llama a sus nietos preocupado, no ha tomado la medicación. Martín llega, se hace cargo, llama a su hermana Alicia, con indiferencia contesta: “Ya voy” pero no viene. Sale en busca de su papá. Entrada la noche, al filo de la madrugada, él logra que responda el móvil luego de muchísimas llamadas. Balbuceando dice donde se encuentra.

El hijo lo descubre debajo de un eucaliptus, sobre la banquina, en un camino secundario, afuera de la ciudad. Abrazado al volante de su camioneta, llorando. Abre la puerta, quiere sacarlo, no puede. Hecho encima, mojado, oloroso, moscas zumban a su alrededor. Trozos de pan, fetas de fiambre y queso en el asiento del acompañante, improvisada mesa en banquete de hormigas. Esa pistola en el piso del vehículo indica que no tuvo la valentía de volarse la cabeza.

Una ambulancia lo traslada al hospital de urgencias. Practican los primeros auxilios y exámenes de rigor. Se encuentra desquiciado, descompensado físicamente. Hay trastornos circulatorios y respiratorios. Tiene un deterioro muy avanzado con diagnóstico preocupante. Está mal, lo derivan a un nosocomio para dementes.

Alicia vestida de fiesta perfumada en vahos de alcohol y cigarro, andrajosa y mal humorada increpa a su hermano por haberla molestado. Este sentado en la sala de espera es llamado por el médico que lo atendió para darle el parte.

─Si quieres enterarte, ¡acompáñame! ─arrastra a su hermana del brazo al consultorio.

Un habitáculo iluminado por la luz del medio día expone descarnadamente las ojeras de su hermana, en claro contraste a la brillante mirada del médico, reposado, atento, sabio y contenedor. Sin preámbulos les dice:

─Esto es para rato, no va a ser fácil, no hay muchas esperanzas, pero una luz queda, deben armarse de paciencia.

Desolados, deben lidiar ahora con dos enfermos. Uno en casa, otro internado.

En la vereda del hospital Martín dice a su hermana:

─Aplicaremos la receta de ajo y agua…

─¿Cómo es eso?

─A joderse y aguantar… Aunque una luz queda.


─¿Queda… te parece? ─incrédula pregunta.

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