miércoles, 11 de marzo de 2015

Segundo bisiesto

José Luis Aragón



A pesar de estar amenazado de muerte, Mario solo pensaba en conocer a su hijo. Justificaba sus acciones con la idea de darle un mejor futuro, y sentía que los riesgos valían la pena. Comprobó que su reloj marcaba exactamente las 23h03m, sacudió su cabeza y se obligó a concentrarse en el plan para la noche. Volvió su mirada hacia la parte de atrás. Las tres cajas plateadas, en el fondo de la furgoneta sin ventanas traseras, estaban colocadas en el orden en que serían utilizadas. Tenían distintos tamaños y proporciones, siendo la tercera la más grande. Se fijó en Diego, dulce y apacible a pesar de la tensión del momento, con una mano posada en la tercera caja. Pedro no dejaba de ver fijamente la vía, con una mano en el volante y otra en un crucifijo de madera gastada que colgaba en su pecho.

El desplazamiento hasta el primer punto programado les tomaría entre siete y nueve minutos, dependiendo de las condiciones del tráfico. Llegaron a una explanada detrás de un centro comercial y Pedro guio el auto hacia un rincón sin iluminación. Mario retiró la manga negra de su antebrazo y miró el reloj: 23h12m. El plan se cumplía. Sin perder tiempo, Diego extrajo de la primera caja una tableta negra, reforzada en sus esquinas por cauchos gruesos, y encendió la pantalla pulsando un botón con un movimiento preciso. Se abrió la puerta, colocó la primera caja fuera del auto, pasó dos dedos nuevamente sobre la pantalla y tres drones pequeños silenciosamente se encendieron y elevaron en pocos segundos. Cerró la caja, la colocó en su lugar y la furgoneta partió.

―Bien hecho Diego ―Mario no volteó a ver a Diego para felicitarlo. Pedro giró la cabeza hacia la ventana sin disimular su disgusto.

― ¿Vas a seguir así toda la noche? ―dijo Mario en voz baja, sin llegar a susurrar.

― ¿Por qué traes un retrasado para algo tan complicado? No lo conoces. No podemos confiar en él ―respondió Pedro sin importarle que Diego lo escuchara.

―No podíamos tener todo listo sin él y tiene que ser hoy. No habrá otro 30 de junio 2015.

En pocos minutos llegarían al siguiente punto programado, a poca distancia de la Agencia Nacional de Inteligencia, ANI. El sector se encontraba en el límite de la ciudad, por lo que la ANI tenía zonas boscosas frente a ella y varios edificios a los costados, algunos todavía no acabados. El edificio principal estaba rodeado de jardines vigilados por guardias fuertemente armados a pie y en motocicletas, con alambrados electrificados y cámaras giratorias colocadas en altos postes negros de metal. En la parte frontal un camión antimotines apuntaba hacia la calle sus cañones. En cada esquina se ubicaba una garita, y en cada una se encontraba un guardia que iluminaba aleatoriamente con un reflector el espacio interior y exterior del recinto.

Las seguridades eran extremas, por lo que deberían ser muy precisos a partir de ese momento. Habían ensayado y revisado el plan hasta la extenuación, pero en varias ocasiones Diego había obviado o equivocado algún detalle que comprometía el éxito de la operación. Aparentemente se colgaba y no lograba regresar de su encierro mental con suficiente rapidez. Pedro gritaba los errores a Diego cada vez, desviando luego su cólera hacia Mario por haberlo llamado. Sin embargo, a criterio de Mario, su conocimiento en temas de seguridad y tecnología lo hacía indispensable. Y, a pesar de todo, Pedro confiaba en Mario.

Pedro miró por primera vez su reloj: las 23h17m. Los relojes habían sido provistos por Diego y estaban perfectamente sincronizados. También había adquirido la tableta que cargaba, donde no dejaba de ver los drones que volaban a poca distancia del auto. Se sentía orgulloso de ellos, por ser tan rápidos a pesar de su reducido tamaño.

— ¿Tienes la confirmación de que el código está funcionando? —preguntó Mario.

—Sí, tengo la confirmación de Ramiro—dijo Pedro.

Mario notó que Pedro no soltaba su crucifijo, regalo de su tío militar, muerto en alguna guerra. En realidad casi no lo conoció, y de lo que sabía no era buena persona. Pero era el único recuerdo familiar que le quedaba. Siempre pensaba que era todo lo que necesitaba como familia, de hecho le recordaba que era libre y no tenía obligaciones.

Mario era lo más parecido a una familia para él. Se conocieron veinte años antes, todavía muy jóvenes. Pedro había escondido muy mal un juego electrónico en su camisa, siendo alertado por Mario y juntos salieron de aquel almacén. Trabajaron como equipo después de eso por quince años, hasta que Mario fue apresado durante un robo a un depósito de computadoras, mientras que Pedro logró escapar. Esta era su primera operación conjunta en mucho tiempo, después de varios rechazos de Mario.

Pedro realizó un quiebre brusco, esquivando un bache en la vía. Diego, que tenía ambas manos ocupadas, cayó junto con la tableta al piso. Con parsimonia, se recuperó y la levantó.

―Uno de los drones chocó con un poste, ya no sirve ―dijo Diego mirando la pantalla, sin ninguna entonación especial.

― ¡Maldito seas! ¿Para qué sirven los juguetes caros si no los sabes usar? ¡No podemos depender de él! ―gritó Pedro girando hacia su ventana.

―Ya tranquilízate, no fue su culpa y podemos seguir con dos drones ―Mario esta vez asentó su voz—. Me preocupa menos él que tú y tu amigo.

Mario se refería a Ramiro Íñiguez, un viejo amigo de barrio de Pedro que trabajaba en la Agencia. Se habían puesto en contacto y hablaron sobre una falla mínima en la seguridad de la información de la ANI. De acuerdo con varios planos de los circuitos de comunicación, una conexión pasaba junto al sótano del edificio de oficinas contiguo. Este edificio, aunque se consideraba de “protección anexa” por estar junto a la ANI, no llegaba a tener las seguridades del edificio principal y se podría acceder a él desde el siguiente edificio, todavía en construcción. Si bien los mensajes de la conexión estarían encriptados, los retazos que se lograran descifrar tendrían mucho valor, si se los vendía a la gente apropiada. Para otros quedaba la tarea de detective, uniendo pistas sueltas por aquí y por allá. El plan era poner el transmisor y nada más, aunque Mario sabía que los sistemas de seguridad informática podían detectar una intromisión de este tipo de inmediato.

Mario y Pedro se reunieron con Ramiro Íñiguez y planearon toda la operación en tres días. Había algo en Ramiro que intranquilizaba a Mario, pero decidió su participación en la operación pensando en la paga al final. Después de su tiempo preso no conseguía ningún trabajo decente, siendo un mal pagado guardia de seguridad en los peores horarios y lugares. No dejaba de pensar que tenía un hijo que nunca se atrevió a conocer después de salir de la cárcel, aunque lo había seguido en numerosas ocasiones. Pensaba que luego de esta operación podría llegar con algo más que una disculpa y compensaría el tiempo perdido de padre e hijo. Y si aliarse con tipos como Ramiro era lo que se requería, lo haría.

—Les va a salir caro —solía decir Ramiro con un dejo sarcástico mientras intercambiaban ideas.

Su única condición fue que no participaría el día de la operación. En cambio, se le encomendaron tareas imprescindibles que solo él podría cumplir, como disimular un acceso al cableado a través de la pared, lo que según él demoró varias noches. También compartió información sobre las múltiples seguridades del edificio de oficinas. Viéndose excedido por las posibilidades de activar las alarmas de la ANI, Mario contactó a Diego, sin que Ramiro lo supiera. Diego era un nerd con algún problema de autismo, reconocido en los foros de internet que hablan sobre últimas tecnologías, que solo pensaba en utilizar los juguetes que pusieron a su disposición.

Un mes antes Ramiro introdujo un bloque de código en los sistemas de seguridad que se autodestruiría inmediatamente después de ejecutarse. El objetivo era sencillo: obligar al sistema al llamado “error del segundo bisiesto”, el 30 de junio. Este error tuvo consecuencias graves en 2012, con el anterior segundo bisiesto, cuando varios sistemas colapsaron por no entender la hora 23h59m60s proveniente del horario internacional. La mayoría de sistemas crearon parches para evitar el error. El código de Ramiro anulaba el parche de la ANI, haciendo inminente la caída de las seguridades a media noche.

―Llegamos. Las comunicaciones se codificarán de ahora en adelante. Diego será el ángel de la guarda —dijo Mario.

Mario y Pedro abrieron la segunda caja cuando llegaron a la azotea del edificio contiguo al edificio de oficinas, todavía en construcción. Pedro y Mario no hubieran elegido la opción de saltar desde un edificio a otro, ellos hubieran preferido la oscuridad y su pericia para ingresar por vías más convencionales, como una entrada trasera, luego ejecutar y escapar. Sin duda este era un trabajo sin precedentes para ambos, tanto por las seguridades que enfrentarían, como por el objetivo que perseguían y por la carga de tecnología que debían usar y sufrir. Sus contratantes, que a Mario le parecieron rusos por el acento, nunca dieron la cara, sino que demostraron su interés mediante un maletín lleno de billetes. Entre los billetes habían dejado fotos de Pedro y Mario en sus casas, en sus trabajos, donde comían. Y sobre todo, dejaron varias fotos del hijo de Mario.

—Queremos que se encarguen del trabajo. Si no tienen éxito, mueren. Si no aceptan, mueren.

No demoraron en aceptar, después de evaluar sus opciones.

Había restos de materiales regados y colgados en columnas sin enlucir que estorbaban el paso. De la caja extrajeron un lanzador de aire. Mario lo apuntó y un gancho metálico salió disparado hacia el alambrado del edificio de oficinas, aterrizando en una torre de metal y quedando firmemente asido. Pedro aseguró el otro extremo de la cuerda sintética a una columna y la tensó mediante un sistema de palancas.

―A lo que vinimos ―dijo Mario.

Sacó de la caja una funda de tela que colocó como mochila, en su espalda. Encendió su comunicador en el oído derecho y se paró en la cornisa. Aseguró un mosquetón a la cuerda y comprobó la firmeza de su arnés. Inclinaba ya su peso hacia el vacío cuando sintió un jalón hacia atrás.

―Algo no está bien Mario. Veo movimiento en los pisos intermedios. Se encendieron todas las luces de los jardines.

Mario habló por su comunicador.

― ¿Colega qué sucede? —esperó tres segundos hasta obtener una respuesta.

―Uno de los drones se estrelló contra las ventanas y ya anulé su memoria —respondió Diego, que demoró hasta recordar que él era “Colega”.

—Contesta inmediatamente Colega —dijo Mario antes de cortar la comunicación.
Pedro empezó a maldecir en voz baja pero gesticulando con fuerza. La precisión en esta operación era crucial, no opcional. Los drones debían supervisar, desde diferentes ángulos, el movimiento del área circundante, ante cualquier indicio de activación de los protocolos de seguridad del edificio o de los sistemas de seguridad de la ANI. Pero por culpa de Diego uno de los drones había encendido los sistemas, antes de cualquier intento de ingreso.

―Vámonos, nos descubrirán si nos quedamos más tiempo ―balbuceó Pedro guardando lo que podía en la caja.

―No podemos Compañero, la operación ya está en marcha. Nuestros jefes no estarán contentos —dijo Mario, que pensó en su hijo y sin perder tiempo se lanzó al vacío.

―Maldito imbécil ―balbuceó Pedro. Agarró su crucifijo y miró a Mario que entraba ya al edificio.

Pedro recordó lo mucho que deseaba regresar por su amigo, el día que lo apresaron en aquel depósito de computadoras. Huyó porque lo perseguían, pero cuando se sintió seguro ya estaba muy lejos para volver. Tuvo remordimientos por un tiempo, pero estos se transformaron en autoafirmación de que no había tenido opción, de que había hecho lo correcto. De nada hubiera servido que ambos pasaran tiempo encerrados. Se vio solo en aquella azotea, y sintió inminente el fracaso de la operación. Y si fracasar significaba ser asesinado ¿valía la pena quedarse?

— ¿Compañero, molestias en la vía? — preguntó Mario por el intercomunicador, esperando escuchar a Pedro.

—Sin molestias Amigo —respondió Diego.

Mario insistió una vez más con la pregunta pero Pedro no contestó.

Comprobó la hora, las 23h40m. El movimiento había disminuido en los pisos intermedios pero se mantenía en los jardines. Mario, siguiendo el plan, evitó los corredores y descendió por el ducto de la basura, a esa hora sin actividad ni vigilancia, hasta el sótano. Miró alrededor suyo, abrió la puerta del sótano y entró. Desde ese momento su suerte dependía de otros.

Diego miraba el video del último dron en su tableta y pudo encontrar guardias moviéndose solo cerca a la entrada principal. Pensaba que sus compañeros estarían haciendo la parte que les correspondía, y seguir un plan le tranquilizaba. Por otro lado, participar en la operación le permitiría disparar un misil y destruir parte de un edificio y esto le llenaba de expectativa. Siempre había tenido curiosidad sobre cómo las armas causaban daño, en las cosas y en la gente. Su actual alianza le permitiría ver por él mismo.

Colocó el contenido de la tercera caja junto a la puerta trasera de la furgoneta. Se demoró unos minutos en preparar los equipos. Un cañón sobresalió de la furgoneta, dándole la apariencia de un extraño tanque. Pulsó un par de botones y la pantalla de la tableta cambió a la imagen del edificio de oficinas con un objetivo en el centro. Movió y ajustó el objetivo hasta que estuvo conforme. Pulsó otro botón en la parte inferior de la pantalla y el video del dron volvió. Dejó la tableta en el piso, estiró lentamente sus piernas, sus brazos, movió en círculos su cabeza. Miró su reloj, las 23h55m34s. Empezó a imaginarse cómo explotaría un humano alcanzado por un misil.

Mario había activado sus lentes de visión nocturna y vio al final del sótano una marca luminosa preparada para que él la encuentre. Caminó en esa dirección entre los anaqueles llenos de carpetas de varios años, evitando las cajas arrumadas. Cambió la funda negra de su espalda a su pecho y dejó la tapa abierta. Notó un movimiento en un rincón, se detuvo y empezó a escuchar. Una fracción de segundo después tuvo que quitarse los lentes ante la abundante luz que llenó la habitación.

—Amigo, ese eres tú, ¿cierto? —un enorme cincuentón en uniforme militar, con la insignia de capitán en su pecho, caminó hacia él. Su piel y contextura evidenciaba una vida de pruebas físicas extremas. Ramiro Íñiguez estaba a su lado. Un grupo de al menos diez enormes soldados pesadamente equipados apareció y cerró todas las salidas.

—Ramiro, no puedo decir que me sorprende —dijo Mario. Ramiro no contestó, solo moviéndose en su sitio con incomodidad.

—No lo culpes, él estuvo esperando tu acercamiento, y no podía sino seguir nuestras instrucciones. Conocimos todos sus planes, escuchamos sus conversaciones, estuvimos con ustedes en cada uno de sus movimientos. Fue divertido en realidad, preparar todo para recibirlos. Y por cierto, no habrá error en los sistemas hoy, y nunca hubo ningún código. De todas formas la conexión que buscabas fue deshabilitada. Creo que solo puedes ponerte de rodillas con tus manos atrás de la cabeza.

—No pensabas que iba a ser tan fácil, ¿cierto Amigo? —Ramiro se había envalentonado después de las palabras del militar.

—Faltan treinta segundos para la media noche. En realidad tu plan tenía muchas fallas, si te pones a analizarlo —completó el cincuentón, con expresión de boxeador acorralando a su contrincante.

—Tal vez la lección de hoy es que siempre hay un pez más grande —dijo Mario con tranquilidad—. Va a ser una noche larga.

—Vas a tener algunos años para reflexionar sobre tus palabras —el militar empezó a avanzar hacia Mario antes de acabar la frase, con Ramiro a su lado.
Eran las 23h59m50s. Mario puso una rodilla en el piso, levantó las manos mostrando a todos que en ellas no había nada, y las llevó a la nuca. Dos militares se le acercaban después de una orden del capitán. Mario bajó las manos y tomó la funda con fuerza, quedándose inmóvil. Por un instante su tranquilidad se transformó en pánico, y de pronto las luces se apagaron por completo. Diego había cortado la energía eléctrica para todo el edificio.

— ¡Permanezcan en sus sitios, y enciendan sus visores nocturnos! —gritó el capitán.

De inmediato obedecieron y encendieron sus dispositivos, alcanzando a ver que Mario había sacado dos objetos de la funda: con una mano se estaba colocando una máscara que cubría todo su cráneo y con la otra lanzaba una esfera luminosa contra el piso. Inmediatamente la esfera se abrió y, simultáneamente, emanó una intensa luz amarilla que encegueció a todos al instante, dejó escapar varias esferas más pequeñas que rodaron soltando un gas hiriente por todo el sótano, y proyectó un fuerte y estridente sonido. El caos fue inmediato para todos los presentes, excepto para Mario que seguía encogido en su sitio, protegido por su máscara. Una puerta que nadie pareció notar se abrió con violencia, empujando a todos quienes se encontraban cerca y Pedro apareció; tomó a Mario por el brazo y salieron del sótano. Subieron y ya estaban dejando el vestíbulo cuando volaron por una explosión que hizo desaparecer la esquina del edificio.

Diego había disparado y miraba en la pantalla la esquina del edificio que se había esfumado. En la parte superior de la tableta se leía “Objetivo alcanzado con éxito”. Acercó la imagen y trató de ver si algo se movía entre los escombros, con curiosidad. Sonrió mientras las puertas de la furgoneta se cerraban. Se bajó y caminó hacia el edificio, concentrado en la tableta.

El capitán se recuperaba de la segunda explosión mientras intentaba comprender lo que había sucedido. Recordaba, todavía aturdido, que había agarrado su radio con la intención de dar aviso de la fuga de Mario, pero la explosión por el disparo de Diego lo tumbó sobre el suelo de nuevo. Se sacudió y corrió hacia el piso superior.

— ¡Atención a todos los escuadrones disponibles, están escapando por la esquina noroeste! ¡Todo el personal de seguridad no esencial que se encuentre en el área debe presentarse de inmediato! —gritó el capitán al radio.

Diego y Pedro se habían reincorporado con dificultad.

— ¡Diego casi nos mata! —gritó Mario a Pedro que se limitó a mirarlo a los ojos. Mario imaginó su muerte y cómo su hijo jamás hubiese conocido a su padre ni sabido que lo amaba, que estaba dispuesto a hacer lo que sea por su bienestar, cualquier cosa para que no siga sus pasos. Nunca sabría nada de él. Sin darse cuenta tenía los ojos rojos y lagrimeando.

Pedro imaginó que las lágrimas se debían al gas hiriente. Sacudió a Mario, lo levantó y salieron de la sala.

El disparo del misil debía alejar la atención de las fuerzas de seguridad de Pedro y Mario, en cambio fue dirigido hacia ellos. Diego no había seguido el plan. Mario trataba de entender pero no dejaba de moverse, dirigido por Pedro. Encontraron una bodega, se metieron con dificultad en un conducto que encontraron y aparecieron en las cloacas. Avanzaron con precaución extrema porque las salidas, incluida esta, debían estar resguardadas. Aunque no lo sabían, no encontraron guardias porque todos habían acudido al llamado del capitán. Al cabo de diez minutos subieron unas escaleras oxidadas, removieron una pesada tapa y salieron. Empezaron a caminar paralelamente a un camino lastrado.

—Gracias por no huir —dijo Mario.

—No te abandoné hoy, tampoco en el depósito —respondió Pedro.

El capitán se encontraba en los escombros dando instrucciones. Un soldado llegó casi sin aliento, saludó y entregó su mensaje sin esperar que se le diera permiso para hablar.

—Recibimos una comunicación desde el edificio de la ANI, se produjo una intrusión hacia las bóvedas de servidores, y se llevaron varios contenedores de discos. El ataque fue preciso Capitán, sabían lo que querían.

—Y el personal de seguridad está acá… —el capitán frunció sus cejas, dándose cuenta de que había sido engañado—. Encuentren esos servidores, y olvídense de este edificio. ¡Vamos!

Pedro y Mario se habían alejado de la ANI, caminaron entre la maleza en la oscuridad por diez minutos, cuando la furgoneta llegó a poca velocidad y sin luces. Se escondieron lo mejor que pudieron esperando que esta pase, sin embargo se detuvo justo a su lado.

—Fui a recoger el dron que chocó con la ventana —dijo Diego. Mario empuñó una daga que cargaba como única protección, mirándolo fijamente.

— ¿Cómo nos encontraste? —preguntó Pedro con severidad.

—Con los localizadores de sus relojes.

Pedro y Mario se miraron con expresión de sorpresa y confusión. Sin decir más, rápidamente quitaron de la furgoneta la calcomanía negra que la cubría, dejando al descubierto ventanas y una pintura blanca con adornos verdes, dándole a una apariencia de vehículo familiar. Diego encendió el motor y se marcharon.

Mario recibió un mensaje en su celular, que leyó en voz alta.

—Trabajo completo. Pago en sitio acordado. Gracias.

— ¿Son los jefes? ¿Entonces nunca sabremos quiénes son? —preguntó Pedro, recostado en el suelo de la furgoneta.


—Solo sabemos que vamos a ser muy bien recompensados y que tenemos que desaparecer. Ese fue siempre el plan —respondió Mario, demorándose en continuar—. Creo que Ramiro no se dará cuenta todavía de que él fue un títere, como nosotros, pero nuestros jefes eran el pez más grande. Otra vez se demoró en continuar. Miró a Diego y subió la voz— debías disparar el misil al sexto piso, casi nos matas.

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