Rosario Sánchez Infantas
Esta es la
historia de cómo Absalón Egoavil se hizo escritor de cuentos, cada vez más
prosaicos... ¡hasta morir! A los sesenta años su aporte a la cultura de la localidad
en la que nació lo había ubicado como uno de sus hijos predilectos. Treinta
años atrás empezó a publicar cuentos que llegaron a ser reconocidos
nacionalmente. En la ciudad situada en un cálido valle de la costa peruana,
disfrutando un clima apacible, el docente jubilado vivía con desahogo y sin
sobresaltos mayores. Disciplinadamente y con
tenacidad casi obsesiva, corregía
muchas veces sus escritos hasta lograr cuentos fatalistas y de una prosa
alambicada y precisa. Tenía un prestigio que conservar; debía preservar ese
ámbito donde era valorado como en ninguno otro. Decía optar por el minimalismo;
sin embargo, su inmediatismo le hacía odiosas las descripciones. Pese a que se
lo propuso muchas veces, no había podido escribir una novela. Cuando otros escritores lugareños y contemporáneos
suyos lo hicieron, ello le
planteó un reto, y el escritor perdió la paz. Las charlas de café que reunían a
los intelectuales, al caer el sol, se volvieron un recordatorio de su fracaso.
El escritor nunca
había tenido que enamorar a una mujer. Él y su esposa se habían conocido cuando
enfrentaban crisis diversas; se casaron a los tres meses tomando su matrimonio como
una mutua tabla de salvación. Anteriormente Absalón Egoavil se había enamorado
muchas veces y había sostenido varios tipos de relaciones. Consideraba a las
mujeres, individuos simples que complican sus vidas atendiendo minucias, siendo
muy sencillo estar siempre lindas y solícitas con sus protectores, los hombres.
Existiendo diversas representantes de este género, dedicando gran parte de sus tertulias
a hablar de ellas, y sobre todo sus ocasionales aventuras con mujeres de la mala vida, lo convencieron de que las
conocía lo suficiente como para sustentar el largo aliento que exige escribir
una novela.
Racional y
meticuloso como era, elaboró una estructura de la futura narración. Pensó
libremente en varias de las mujeres que había conocido. Descartó a sus
familiares; le molestaba reconocer que las relaciones con ellas eran
simbióticas. Seleccionó tres tipos de damas: las que había amado en forma platónica
hasta el paroxismo; aquellas con las que se había relacionado más físicamente; y
las intelectuales, interesantes pero incomprensibles. Podría caracterizar a
estos prototipos en sendos capítulos. Luego, sonrió al imaginarse describiendo
la caída de una de las mujeres inaccesibles que había idolatrado en su
juventud, hasta que ella lo requiriera a él. Otro capítulo, en esa misma línea,
podría describir el proceso en el cual dotara de otras habilidades a una de las
féminas ordinarias que obedecen sonriendo todo aquello que se les ordena. Más
adelante, se dijo, me dará mucho gusto crear la caída de una intelectual, cautivadora
pero autosuficiente; podría conservar su cultura y aficiones, pero ganaría en humildad.
En el último capítulo puedo describir mi encuentro con cada una de ellas en su
versión modificada. El epílogo nos mostrará satisfechos a ellas y a mí, sobre
todo a mí, porque unas no sabrán de la existencia de las otras; es decir, el
epílogo mostraría un proceso de crecimiento personal, pensó.
La
ansiedad por empezar lo puso de mal humor con su entorno. Ya en su estudio,
refugio inexpugnable en el que escribía, recordó su adolescencia en un pequeño pueblo,
cuando era un muchacho desgarbado, tímido y con una imagen muy pobre de sí
mismo. Había idolatrado a tres señoras muy distantes a él: mayores, de diferente
condición socioeconómica, hermosas, elegantes y citadinas. Nunca había cruzado palabra
con ellas, apenas si las miraba embelesado a prudencial distancia. Se concentró
en Elizabeth, la esposa del médico. Recordó su porte distinguido, su rostro
perfecto y su peinado sofisticado. Al ir bajando visualmente por ese hermoso
cuerpo imaginó las piernas desnudas y el pubis dorado. Acongojado sacudió la
cabeza. Intentó contactar con la imagen y veneración antiguas, pero solo sentía
la más mundana excitación al imaginar el cuerpo hermoso con todos sus detalles.
No pudo volver a sentir por ella el encandilamiento pasado.
Intentó
concentrarse en María, la joven esposa del comisario local, ante cuya imagen,
cuando adolescente, se le humedecían los ojos de la exaltación. Inició la
revista de aquella hermosa cabellera ondulada, los ojos claros, la naricita
respingada, pero cuando llegó a los carnosos labios, se le ocurrieron varios usos que le había dado a una boca femenina cuando el alcohol y mujeres baratas
eran su compañía. Se propinó un
golpe en la cabeza.
¿Qué demonios le pasaba?
Otro día empezaría
ese capítulo. Sonrió. Aún le quedaban aquellas mozas con las cuales había
creído ser feliz, con las cuales decía haber hecho el amor, aunque aquellos
besos, abrazos y gemidos tenían un precio. Recordó a Conchito. Sí que estaba
rica la desgraciada. Se le iluminó el rostro al recordar cómo la conoció. Una
madrugada cuando ingresaba ebrio a un bar y se sentía muy macho, experto,
poderoso y escritor exitoso, una sensual Conchito se apresuró a seducirlo. Pero
hoy, cuando pretendía actualizar el recuerdo de esa noche, se vio a sí mismo,
ebrio, tambaleante, balbuciente, viejo y ridículo; y vio a la muchacha descarada,
buscando sacarle dinero como lo había hecho antes con otros decrépitos. Trató
de ahuyentar estas imágenes, pero volvían, cada vez, con más detalles
prosaicos. Aquello fue un golpe a su autoestima.
Lanzó
una sarta de improperios. Pretextando estirar las piernas salió de su estudio,
tomó una copa de vino, se lavó la cara y fingió buscar un libro en la
biblioteca. Pensando que aún le quedaban las intelectuales, volvió a sentarse
frente al ordenador. Recordó a Guadalupe: hacía impensables asociaciones entre autores,
temáticas, imágenes, descripciones, y epílogos, de diferentes épocas y
latitudes. Graciosamente ilustraba lo que decía con citas ajenas; derrochaba un
fino sentido del humor e irreverencia total. Evocó la actitud de disfrute pleno
de la sexualidad de ella: “No hay mejor guerrero que una mujer excitada”, citaba
a Facundo Cabral.
Le costó reconocer
que disfrutaba la compañía de Guadalupe; el problema había sido cómo relacionarse
con la antropóloga, acostumbrado como estaba él a dar nalgadas o pellizcos, apenas
se le acercaba una fémina linda y obediente. Recordaba la lógica de Guadalupe;
pero le parecía absurdo reunirse solo para charlar con ella o cualquiera otra. Le
agotaba imaginar siquiera, tener que seducirla. Era tan fácil, decir: “quítate
la ropa, abre, vístete”.
–¡Puta
madre! –exclamó golpeando la mesa con el puño– ¿así soy yo?, ¿así me relaciono con
las mujeres? ¿El gran vate de esta región?
Una
semana estuvo con humor de los diablos. No escribió. Sin embargo, mientras
tomaba un café, miraba por su ventana el parque aledaño o se disponía a dormir,
tratando de imaginar la caída moral de una intelectual, llegaba a la conclusión
que una de ellas, ni siquiera caída en desgracia perdería la dignidad: no
habría llantos destemplados, amenazas de suicidio, chantajes de darse a conocer
como amante ante la esposa. Estas no necesitan a un hombre que las mantenga, que
las proteja, ni siquiera que las acompañe, concluyó contrariado. ¡Machonas de
mierda!, vociferó, pretendiendo vengarse.
Una mañana
radiante, puso un disco compacto de Buena vista social club, y convencido de superar
el mal momento como escritor, se dijo, imaginaría cómo se iba encontrando con cada
uno de sus personajes en su versión
mejorada por él. Escoge como escenario para dicho encuentro, un café desierto a las once
de la mañana. Cierra los ojos e imagina que ingresa al café Elizabeth la hermosa… ¿con
varios kilos de más?, con una simple cola de caballo, las líneas de expresión
muy marcadas, y… ¡Conchito detrás de ella! El escritor se sacude la cabeza, se
frota los ojos, los abre; cuando los vuelve a cerrar la escena permanece… y
continúa: Conchito con ropa de ejecutiva; nada de minifalda rojo carmín, blusas
transparentes, ni maquillaje escandaloso.
–¡Por un demonio!,
¿de quién es la puta novela? ¡Las mujeres siempre jodiendo! –gritó pateando la
papelera.
Va a tomar un
café, pero la angustia permanece. Sale a dar una vuelta por el parque próximo, lee los titulares de
los diarios, alguien lo saluda por su nombre completo, recuerda sus libros de
cuentos publicados, eso lo decide a emprender el camino de regreso a
casa con la intensión de ponerse a trabajar. Otra vez en su estudio cierra los
ojos, imagina aquel solitario café, al fondo ve que comparten mesa Elizabeth,
la ahora gordita, y Conchito, la ejecutiva. No acaba de asimilar la sorpresa
cuando ve ingresar a Guadalupe, quien saluda a las otras y lanza una arenga: “Así
me gusta verlas amigas, libres, con el mentón en alto preguntándose, qué hay
por conquistar”. La rabia lo desborda, se fuerza a imaginar que entra un
asaltante al café, escucha gritos destemplados, el delincuente apunta a
Guadalupe. Mira la bala impactando en el pecho de la mujer, y la sangre manchando
su blusa blanca. El escritor sonríe. Luego, con el ceño fruncido pregunta ¿qué
diablos estoy haciendo? Se levanta, frota sus ojos, da un puñete a la pared. Dice
en voz alta: “¡Carajo! Aquí yo soy el que crea todo lo que quiere”. Estira los
brazos mientras inhala profundamente. Nuevamente
toma asiento frente a la computadora. Comienza a imaginar otro escenario: un
parque solitario, día domingo, las seis de la mañana, él como personaje. Cuando
va a tomar asiento esperando la llegada de Elizabeth la hermosa, ve pasar
trotando en ropa deportiva a las tres mujeres. Piensa que no tiene sentido imaginar
un encuentro con ellas: Elizabeth no es más aquel ícono de belleza, el tiempo
pasa para todos; Conchito, ya tiene otra fuente de ingresos, el sueldo del bar
no le alcanzaría para mantener a sus hijos; y Guadalupe quiere un compañero,
que él no sabe ni puede ser. Pero, ¿Cómo diablos llegaron estas ideas ajenas a mi
cerebro? ¿Cómo seguir viviendo si se desmorona aquello en lo que creo? ¿En qué
maldita hora estuve leyendo a mujeres?
Pierde el sueño. Intenta
vanamente desarrollar otras ideas. Un escritor de la localidad publica una obra
de seiscientas páginas; otro contemporáneo suyo gana un concurso internacional en
el género esquivo para Absalón; y la editorial Alfaguara publica una novela a
un joven escritor que fue su alumno. Se deprime profundamente. En un duermevela
comprende que nunca enamoró a nadie, nunca planificó un proyecto de vida
compartido. No supo de aproximaciones sucesivas, de avances y retrocesos, de
sacrificios, paciencia infinita, ni sostenido esfuerzo por conservar la
seducción y la magia de la sorpresa. No mostró sus sentires más íntimos ni fue empático
con sentimientos y lógica ajenos. Egocéntrico, burdo e inmediatista, no quiso observar
los silencios ajenos, tampoco discriminar unas miradas de otras; no supo
atender a sutiles redes de eventos mínimos.
Surge
la comprensión súbita: ¡lo indispensable para amar a una mujer toda una vida, es
necesario para escribir una novela! ¡Mis lectores no esperarán a que yo
aprenda!
Se
emborracha, va a un burdel, escoge a la más joven y, mientras ingresa a la habitación,
piensa en escribir un cuento que se llamará: “¡Abre!”
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