miércoles, 4 de enero de 2017

Puntos de vista

Eliana Argote Saavedra


Era temprano para la entrevista. El local hacia donde me dirigía quedaba en plena avenida Javier Prado y a esa hora se llenaba de muchachos que salían de clases, de las diferentes casas de estudios de la zona, así que decidí hacer hora en el área verde, detrás del moderno edificio revestido de lunas. Las calles que bordeaban el parque lucían ajenas a la modernidad: una larga hilera de casas de dos plantas con jardín exterior y maceteros con geranios a la entrada, fachadas de suaves colores, puertas curvas de madera, y amplios ventanales también curvos, a pocos metros de la base donde se desplegaba una corta escalera de peldaños anchos. Una manguera sobre el césped vertiendo agua despertó mi atención.

Mi madre. Al ver la manguera, fue imposible no recordar aquella tarde soleada de mi infancia. Regresaba del colegio y la vi en el jardín regando las plantas y estirando de tanto en tanto la cabeza vigilando la calle, seguramente para verme llegar. Me escondí tras unos arbustos y desde allí la observé: vestía pantalón corto y polo ancho, llevaba el cabello sujeto en una cola. Yo sabía que podría ir corriendo a sus brazos y ella me recibiría encantada aunque terminara sobre el pasto húmedo. Así era ella.

Me introduje en la casa cuidándome de no ser visto, llené un pequeño balde con agua y salí de puntillas intentando contener la risa. A cada paso que daba las gotas caían sobre las losetas del piso de la cocina, «Lo que me esperaba». De pronto estaba tan cerca que no dudé en arrojarle el agua encima y ¡Zas! Mamá mojada. No podía contener la risa pero al ver su rostro mirándome por encima de los anteojos y juntando los labios en una media sonrisa, comencé a correr, anticipando el chorro de la manguera que mamá dirigiría sin duda sobre mí. 

¿Cómo pudo cambiar tanto tras la muerte de mi padre? Ese hombre era su vida, pero para mí ella lo era todo y, sin embargo, se ensimismó en su dolor dejándome al margen. Casi no me hablaba y yo la necesitaba para seguir jugando, para seguir bromeando. Se convirtió en una persona ausente con la mirada perdida y tuve que ingeniármelas para adaptarme cuando vinieron mis tíos a hacerse cargo de la casa, y de nosotros. Ellos eran una pareja formal, llevaban veinte años de casados y no tenían hijos. Todo cambió desde su llegada. Mi tío, una persona seca y distante, pensó que sería bueno que yo dejara de comportarme como un niño mimado, debía hacerme un hombre responsable e independiente, decía, y comenzó a llevarme a su oficina luego del colegio. Al comienzo, extrañaba mi vida anterior pero pronto descubrí lo que significaba ser “un hombre responsable e independiente”

Él cumplía con su labor de esposo dedicado cuando estaba en casa, pero en horario de oficina se desaparecía con una secretaria para hacer gestiones. Su asistente, una mujer algo mayor, conversaba con las otras empleadas mientras yo hacía mi tarea; así me enteré de que mi tío tenía sus amoríos con aquella secretaria y debía divertirse mucho con ella porque regresaba con golosinas y hasta me palmeaba el hombro con agrado. Luego de dos meses de su llegada, trasladaron a mi madre a un centro siquiátrico porque necesitaba cuidado especializado. La distancia entre nosotros, con el tiempo, se había afianzado a tal grado que la sentía como una completa desconocida; eso fue lo que experimenté al verla partir, y luego de muchos años, cuando nos reencontramos, nada.

Un chillido me trajo de vuelta a la realidad. Era un petirrojo que saltaba sobre la cerca de fierro. Lo vi alejarse llevando consigo aquel recuerdo. Desde que terminé mis estudios universitarios y comencé a trabajar, me hice cargo religiosamente de los gastos de mi madre y de la pensión en el asilo donde ingresó al ser dada de alta. Le escribí una carta cada mes, no necesitaba nada más. Creo que cumplí como hijo. Ahora cada quien vive su vida, ella en el asilo y yo en mi pequeño departamento, sobre una librería en el centro de la ciudad. Estoy un tanto hacinado pero esta es mi oportunidad, conseguiré este trabajo y una mujer con la que formaré una familia, no importa si es mayorcita y algo fea, las jovencitas ya están “fuera de mi liga”. 

Pero dejémonos de historias tristes que nada aportan. Yo iba distraído cuando la bocina de un auto me hizo girar la cabeza hacia la pista, y fue entonces que apareció en medio de la calle una hermosa visión en azul. Cruzaba en dirección a mí con una sonrisa de labios pintados. El viento de la tarde le alborotaba el cabello dibujando ondas rojizas en el horizonte. Yo, que jamás hubiera esperado que una mujer de ese tipo pudiera mirarme, al tenerla cerca me aparté fingiendo una absurda gentileza, «pase usted, señorita», dije, para no ponerme en evidencia. En ese instante, un auto apareció a toda velocidad salpicando un charco de agua que había a unos metros, «Maldición», como si fuera poco lo nervioso que me sentía para que fuera a añadirse a mi tragedia, un baño de agua sucia en plena calle. Para mi sorpresa, lejos de voltear hacia otro lado me regaló una sonrisa traviesa mientras se mordía el labio inferior. Aún recuerdo el vuelo de su vestido azul acoplándose al ritmo de aquellas piernas morenas tan bien formadas, el aroma penetrante que dejó al pasar y su rostro volteando para regalarme una última mirada mientras se acomodaba un mechón de cabello. Estaba anonadado. Tenía un aire especial que me recordaba la escena de una película, aunque no lograba definir cuál. La mirada de esa mujer era penetrante, subyugante. Yo solo era una hoja de otoño flotando a merced del viento. ¿Acaso estaba loca?, una mirada seductora para mí, un hombre mayor con el mismo aspecto de ratón de biblioteca que conservaba desde la secundaria, una muchacha como ella que solo miraba a hombres como yo, para no tropezar con ellos, claro, debía de estar loca, eso fue lo que pensé al menos aquel día.

Ahora lo recuerdo con cierta nostalgia mientras una sonrisa estúpida se dibuja en mi rostro al evocar nuestro primer encuentro, sí pues, el tiempo le resta dramatismo a los hechos. Es como si se hubiesen borrado de mi memoria los acontecimientos posteriores que me llevaron a refugiarme en una afición tan solitaria como esta: escribir.

Tal vez debiera narrar los hechos comenzando en el verano de 1985, cuando en la radio sonaban canciones edulcoradas que hacían soñar a los románticos como yo: Largas jornadas en la oficina amenizadas con la voz apacible del locutor, quien colocaba uno tras otro aquellos temas que hablaban de amor y desamor, y me hacían olvidar que me sentía frustrado en aquel trabajo. En fin, cincuenta y cuatro años, copas después de la oficina y el convencimiento de que aún podía conseguir un trabajo donde pudiera desarrollar una carrera, le otorgaron un toque de ensoñación a ese verano que se marcharía tan pronto, llevándose consigo mucho más que recuerdos.

Como ya dije, era 1985. Gracias a un compañero de secundaria con quien coincidí en un café, conseguí una entrevista con uno de los socios de un consorcio de importación de autos. En esa reunión, le hablé de mis capacidades, de la seguridad que tenía de llegar muy lejos, de mi deseo de aportar las ideas que desarrollé los últimos años, solo necesitaba una oportunidad. El señor Benavente se mostró bastante desinteresado, me observó de pies a cabeza con una expresión de incredulidad, y dijo, algo incómodo, que tendría que comenzar desde abajo y que una persona de mi edad seguramente tenía cargas de familia y un estatus al que debía estar acostumbrado. «No creo que le convenga», concluyó cerrando la agenda que hojeaba mientras me escuchaba. Le respondí que jamás me había casado y que el único familiar que tenía era mi madre, una anciana que vivía de su fondo de jubilación, y de “un sencillo” que le enviaba cada mes, que confiaba en mis capacidades y que quería la oportunidad, que no lo decepcionaría. Para mi sorpresa, el señor Benavente se conmovió a tal punto que se puso de pie y me estrechó la mano. «Creo que usted encaja perfectamente en el cargo», dijo. 

Así fue que obtuve el puesto de asistente administrativo, compitiendo con más de veinte candidatos jóvenes, claro está que las funciones de mi puesto me relegaban al almacén, por lo que mi trato con los clientes era nulo, algo me decía que debido a mi falta de carisma, pero quise tomarlo como un entrenamiento. Aprendería de los mejores: esos muchachos con tan buena presencia y gran empatía que sabían sacarle una sonrisa a quien quisieran.

Pronto me encontré saliendo de fin de semana con ellos. Entre los miembros de este grupo iban Rafo y Susana, los hijos del señor Benavente; en una de esas fiestas la conocí a ella y hubo un clic instantáneo; Susana, con apenas veintiocho años, de naturaleza reservada y muy bonita, parecía sentirse segura a mi lado, y a su hermano, gran amigo mío, no pareció importarle que congeniáramos tan pronto, es más, en alguna oportunidad me sugirió que haríamos una “bonita pareja”.

Salimos unos meses durante los cuales sentí que mi seguridad se afianzaba, lo mismo debió de sucederle a ella porque cambió su forma de vestir, se inscribió en un gimnasio y comenzó a maquillarse, su transformación era notoria. La diferencia de edad entre nosotros no fue ningún impedimento para que iniciáramos un romance. En el trabajo comencé a asomarme por la sala de ventas y los clientes me trataban con la misma empatía que a los demás, y debo agregar, con una cuota de respeto que hacía que los clientes mayores me buscaran. No pasó mucho tiempo para que el padre de Rafo me llamara a su oficina para felicitarme por el desempeño que había mostrado en todas las áreas. Me comunicó lo satisfecho que se sentía conmigo y anunció que en poco tiempo tendría un ascenso.

La noticia se regó por toda la empresa y despertó celos entre los empleados de mi línea jerárquica, muchos de los amigos que tenía dejaron de invitarme a sus escapadas de fin de semana y los que continuaron haciéndolo me trataban con desconfianza, hablaban a mis espaldas, decían que mi ascenso no se debía a mis méritos sino a mi relación con la hija del jefe. Los hechos sin embargo, continuaron su rumbo fijado. Apenas a tres meses de aquella conversación me encargaron abrir una nueva sucursal en la que estaría a cargo. Cualquiera hubiese tenido suspicacias al respecto, pero yo no; sabía que me lo merecía. Tomé mi trabajo muy en serio, ayudó mucho el alejarme de ese ambiente asfixiante de la central y puse en marcha algunas ideas que resultaron innovadoras y productivas. El señor Benavente volvió a citarme, pasados otros tres meses; esta vez para comunicarme que había decidido ponerme a cargo de la gerencia de proyectos con un sueldo muy por encima de mis expectativas y grandes beneficios que incluían un paquete de acciones.

Todo marchaba muy bien, y así hubiese continuado si no fuera porque apareció en mi vida Elisa. No era desconocida para mí, la recordaba de aquel primer encuentro cuando iba a la entrevista. Todavía estaba fresca en mi mente la escena en que apareció con su vestido azul, aquella vez del baño con agua sucia. Claro que yo había evolucionado y aunque sentí el cosquilleo de nuestro primer encuentro, exhibí aplomo y confianza. Se presentó como asistente, me entregó un currículum de lo más interesante, parecía la persona perfecta para el cargo. En ese momento no me pregunté cómo había llegado, ni quién le dijo que estaba buscando una persona con tales referencias. Me abrumó con su cabello rojizo y los ojos caramelo que de dulce no tenían nada, la forma en que cruzó las piernas que bien recordaba, las uñas largas y rojas, y la coquetería con que se acomodaba el cabello detrás de la oreja.

No es difícil imaginar que fue muy eficiente, no solo en el trabajo sino en los encuentros semanales que tuvimos a partir de entonces en lujosos hoteles cada viernes por la tarde; solo los viernes porque el resto de la semana, ella coqueteaba conmigo pero no permitía que la tocara, lo que por cierto, hacía que la deseara aún más. No estaba enamorado de Elisa, la verdad es que disfrutaba regresando a casa con Susana, pues para esa época ya nos habíamos casado, aunque solo por civil, el matrimonio religioso no estaba en nuestros planes a corto plazo. Vivíamos en un departamento en Miraflores. La tímida muchacha que conocí y que hice mi mujer era perfecta para mí, pero eso no significaba que debiera privarme de ese bocado delicioso que se me ofrecía en horas de oficina, la vida ya me había robado muchas cosas. Mientras mi mujer no se enterara, todo podría marchar de maravilla, ella tenía sus actividades propias y no era celosa, jamás se presentó en la empresa para buscarme, y a pesar de que recibía mensajes de números desconocidos en los que le decían que yo tenía una amante, mi mujer creía en mí. Me enseñaba los textos y reíamos comentando lo envidiosa que podía ser la gente. Yo era muy amoroso, cada sábado le enviaba rosas rojas y ella me esperaba con una hermosa mesa adornada con velas y champán. Susana era mi remanso.

Una tarde casi a fines del verano, un cliente canceló a última hora la cita que tenía programada conmigo. Había quedado con mi mujer para cenar con sus padres, pero la cancelación dejó un espacio apropiado para un encuentro con Elisa, así que no lo dudé ni un instante, fui a buscarla porque luego de cada uno de nuestros encuentros me sentía renacido, afloraba en mí una tremenda energía, era la droga perfecta. Se lo debía a Susana, ella merecía al hombre feliz y satisfecho en que Elisa me convertía después de cumplir cada una de mis expectativas.

Llegué al imponente y moderno edificio con vista al mar donde vivía, era una gran ventaja que viviera tan cerca de mi departamento; de Miraflores a Magdalena solo había un relajante recorrido por la Costa Verde, así que no me tomaba mucho tiempo cumplir con mi esposa. Claro que no iba muy seguido por allí porque, según me decía Elisa, su pareja era muy celosa, pero esa semana estaba de viaje así que no habría problema. Encontré al conserje, a quien había visto en algunas ocasiones. Él me reconoció en el acto y se acercó con esa sonrisa socarrona que exhibía cuando me saludaba; siempre temí que en el fondo se burlara de mí. Me preguntó en tono confidencial si buscaba a “la señorita”, por supuesto premié su iniciativa con una jugosa propina y no dudó en decirme que Elisa guardaba una llave extra en la caja para correspondencia que ya nadie usaba pero que permanecía en el corredor. 

Subí por las escaleras. Al llegar al cuarto piso casi sin aliento me crucé con una empleada de limpieza, «Caray», también la conocía; al verme soltó una risita que me molestó un poco, pero acto seguido, me saludó muy respetuosamente así que decidí ignorar aquel gesto grosero, debió de ser porque notó que estaba exhausto, o porque tenía la edad suficiente para ser un padre y no un amante, pero ya estaba acostumbrado a las miradas impertinentes de la gente cuando me exhibía con Elisa, su exuberancia de diosa morena contrastaba con mi elegancia de hombre maduro. Le llevaba treintaidós años y sin duda, se notaba.

Por fin llegué al departamento y abrí la puerta. Un aroma conocido me dio de golpe en la cara: incienso de canela, el mismo que inundaba los ambientes de mi casa. De pronto escuché risas e intenté no hacer ruido, no vaya a ser que el marido hubiese vuelto. El departamento estaba apenas alumbrado con una lámpara, el sillón de cuero blanco de la sala tenía los cojines desordenados, y el rostro de un niño con facciones andinas parecía observarme desde un cuadro sobre la chimenea artificial. Dos copas vacías reposaban en la mesa de centro, y por la puerta semiabierta del balcón ingresaba una corriente de aire frío. Seguí avanzando y casi tropiezo con algo. Agucé la visión y vi prendas regadas en el suelo: una blusa, sandalias, una falda que me pareció familiar, no pude precisar si se la había visto a Susana o a Elisa, «Bah, qué haría una falda de Susana aquí. Debo tener cuidado—pensé—, no vaya a ser que a estas alturas comience a confundirlas» 

Las voces sonaban más claras a medida que avanzaba, una era de Elisa pero la otra me dejó anonadado, era Susana, mi Susana, mi dulce mujercita. Una punzada se me clavó en el pecho. Me acerqué tanto como pude para escuchar pero de pronto todo quedó en silencio; dudé entre seguir avanzando o retroceder sobre mis pasos hasta que oí un gemido. «¿¡Qué está pasando aquí!?», me pregunté, y avancé decidido hasta la entrada de la habitación. Lo que vi, me marcó hasta el día de hoy: dos mujeres desnudas disfrutando una de la otra con una pasión que yo, a pesar de mis años jamás había experimentado. El cabello rojizo de Elisa enmarañado sobre los pechos blancos de Susana, sus manos de uñas pintadas recorriendo aquellas formas que tan bien conocía, dos cuerpos jóvenes de piel tersa confundidos bajo la suave luz de la luna que se filtraba por entre las cortinas, las dos mujeres a las que les entregué: a una toda la pasión que era capaz de sentir y a la otra el amor. Pero ¿qué clase de pervertidas había dejado entrar en mi vida? Retrocedí asqueado, claro, si hubiera sido otra mujer y no la mía, tal vez hasta hubiese contemplado unirme a la fiesta pero, ¿Susana?, cómo podía fingir conmigo de esa manera.

Ya iba de salida cuando escuché la voz de mi mujer: «Debo irme, amor —, dijo—, nuestro marido me espera. Esta noche mi padre le va a dar el manejo total de la empresa». «Sí, gatita, —respondió Elisa—, yo mañana me encargo de los pormenores». Salí completamente abrumado, no podía creerlo, ¿los pormenores? ¿A qué se refería?

No sé cómo llegué a casa, por momentos la visión se me nublaba, me pasé un par de luces rojas del semáforo y casi atropello al perro de una vecina al estacionarme. Susana se apareció media hora después. Yo estaba en el recibidor tomando vino directamente de la botella, mientras la voz de Sabina desde el reproductor hablaba de una tal “Magdalena”. Al verme, solo atinó a decir: «Es tarde, querido, vámonos». ¿Querido? Jamás me había llamado así, a lo mucho me decía “viejito” con cierta picardía, por qué de pronto esta expresión de cercanía. Quise ver hasta dónde era capaz de llegar, me tragué la rabia y subí al auto sin decir palabra. Por la ventana, la ciudad iba transformándose, dejando atrás los edificios para dar paso a una exclusiva zona de residencias. La miré dos veces sin que ella lo notara, ¿cómo podía estar tan serena?, en un momento incluso cogió mi mano y la puso sobre su pierna, se acercó y recostó la cabeza en mi hombro. Llevaba la misma falda que usaba cuando estuvo en casa de Elisa: una falda lila con abertura al costado que dejaba expuesta la piel blanca de su pierna y que casi me hace olvidar que debía odiarla. «Estás algo tenso», me dijo. Tuve que hacer un esfuerzo para no retirar mi mano. «Zorra». 

Por fin llegamos. En la cena, sentado a una mesa primorosamente adornada y ante un suculento festín, su padre sirvió champán y me comunicó, copas en alto, la noticia que ya conocía. Todos brindaron pero yo no pude seguir fingiendo y luego de tres raciones de licor seguidas, le dije al señor Benavente, padre de Susana, con toda la indignación que me agobiaba, que su hija era una pervertida, una lesbiana, que tenía una relación con mi asistente. «¡Sí!, —agregué completamente iracundo—, ¡es lesbiana!, la he visto revolcándose en la cama con otra mujer». 

El señor Benavente, sin mostrar expresión alguna, se acercó a mí con la copa en la mano y me dijo con el mayor desparpajo: «¿Elisa?, la queríamos para Rafo pero le gustó más a Susana, ¿qué creíste?, ¿que un mediocre con aires de grandeza iba a hacerse cargo de la empresa que yo construí? Mis socios no permiten que mis hijos asciendan, exigieron que la persona que me suceda sea alguien ajeno a la familia y tú encajabas perfectamente en el cargo. Cuando le propuse a Elisa el plan dijo: “El tío es simpático, un poco mayorcito pero está bien conservado y tiene cara de enamoradizo, será fácil”». 

El padre de Susana bebió de su copa y levantando la voz me dijo: «Mañana vas a hacerte cargo de todo el consorcio y mi hija va a compartir tus derechos. Tu madre, esa anciana que has dejado atrás por conseguir el éxito, está internada en una clínica y yo tengo el control de su estadía; ella va a estar bien mientras tú cooperes con nosotros. Luego de unos meses renunciarás y mi hija, por ser tu esposa, te representará en la titularidad de las acciones que obtuviste con tu nombramiento hasta que pueda arreglarse lo del divorcio. Pero no te preocupes ―agregó con sarcasmo—, se te dará una buena indemnización que te permitirá vivir sin problemas».

Y así fue que llegué hasta este punto, vivo bien, la salud de mi madre es estable. Me dieron una jugosa indemnización que invertí en una tienda de ropa deportiva. Ahora escribo. Mis experiencias me han servido para contar historias. Hay una mujer que vive en mi edificio, es joven y suele coquetear conmigo. Me pregunto si lo que le atrae es mi estilo de vida; esta mañana vino hasta mi puerta, llevaba un polo escotado que exhibía unos pechos generosos; me pidió café, se lo di por supuesto y me dijo que me esperaba esta tarde para tomarlo conmigo, como cada semana.

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