miércoles, 21 de diciembre de 2016

Hormigas

Rosario Allpas


Paré la motocicleta y puse los pies en la escasa grama que había fuera del hospital, muy cerca del servicio de emergencia. Calzaba unas sandalias por lo que mis pies estaban casi totalmente descubiertos. Al momento experimenté un dolor candente en el dorso del pie izquierdo, volví la vista a la extremidad y vi que decenas de hormigas rojas, muy pequeñitas, la habían tomado por asalto y presurosas subían por mi pantorrilla. Sentí una enorme picazón y comencé a frotar fuertemente mi piel con las uñas a la vez que ahuyentaba a los insectos hasta lograr que despoblaran mi pierna. Luego de la inusual embestida y aliviada por el rápido despeje de estos minúsculos animalitos, ingresé al corazón mismo del hospital donde hacía tres meses me encontraba laborando.
Al día siguiente, fui a mi trabajo habitual, pero al terminar el turno regresé a mi cuarto muy desganada y con fiebre.
—No tienes nada en la garganta. Y los pulmones están limpios —dijo el médico que fue a verme.
—Me duele un poco la pierna —respondí.
Para mi sorpresa, tenía tres tumoraciones rojísimas: una en el dorso del pie, otra encima del tobillo y la última en la pantorrilla.
—¿Qué te pasó? 
—Pues, no lo sé... —respondí y luego agregué—: ¡Oh!, ahora recuerdo, fueron unas hormigas rojas, minúsculas que me han picado, pero... ¿Eso me hicieron las hormigas? 
—Parece que sí —contestó el galeno.
Escudriñó las tumefacciones, las palpó calientes, me tomó la temperatura oral y me dio la receta.
—Debes guardar cama hasta finalizada la fiebre, después los antibióticos harán su trabajo.
—Bien, doctor. Gracias. No pensé que estas insignificantes hormigas me tumbaran al lecho. ¡Increíble!
En los días que siguieron, las tumefacciones se convirtieron en ampollas, luego en pústulas, para después transformarse en escaras infectadas. Estuve en cama tres días, tomé los antibióticos indicados y me puse una crema para el dolor, ardor y picazón.    
Recién al terminar la semana sentí mejoría, las heridas infectadas poco a poco se sanaron sin dejar cicatriz, pero me dejaron el mal recuerdo de saber que estas hormigas (*) habían sido inmensamente perjudiciales a pesar de su pequeñez. 
El incidente con las hormigas me hizo recordar otros momentos ocurridos tiempo atrás.
Corría el año 1970 cuando mi familia y yo vinimos por primera vez a Lima con el propósito de establecernos de manera definitiva en esta ciudad capital. Era verano y cada día la temperatura se incrementaba; sin embargo, el cielo casi siempre estaba gris. Había escuchado tantas veces decir que Lima no tenía cielo y… bueno, era una forma de decir, ya que se hacía muy difícil ver el vasto firmamento en su gama natural de azules y la mayoría del tiempo se encontraba cubierto. «¡Qué distinta a mi querida ciudad de Huancayo!», pensé. Allí, desde el amanecer se podía contemplar el sol asomando tímido por las quebradas y sus rayos imponiéndose en la límpida bóveda azul celeste donde se movían algunas nubes que parecían gordos corderitos. Esta tácita diferencia hacía que a mi juicio pensara que, efectivamente Lima no tenía cielo.
Me encontraba a escasos veinte días de haber llegado y vi caer una lluvia que alarmó a todo el barrio. Asustados por el temporal, los vecinos se movilizaban temerosos. La radio y la televisión anunciaban casi casi un diluvio universal. «¡Qué exagerados!», pensé. Yo consideré que se trataba de una precipitación normal, sin rayos, truenos ni relámpagos.
Sabía que en Lima llovía muy poco, incluso en invierno. Los limeños estaban acostumbrados a una lluvia menudita llamada garúa, era tan fina que ni mojaba y, por lo tanto, no había necesidad de usar paraguas; no obstante, ese 15 de enero de 1970 los noticieros sostenían que hacía cuarenta y cinco años que no se veía una lluvia de tal envergadura, menos en verano. La tempestad destrozó más de dos mil viviendas, la Vía Expresa, una importante arteria que unía distritos como Chorrillos, Barranco, Miraflores, San Isidro, Lince y Santa Beatriz con el centro de Lima, quedó inutilizada. Hubo apagones por doquier, las comunicaciones telefónicas dejaron de funcionar, los automóviles desaparecían bajo el agua y muchas de las instalaciones del Aeropuerto Internacional Jorge Chávez habían quedado destruidas, lo cual obligó a declarar el estado de emergencia en la ciudad. Dicen que, durante las primeras cinco horas de lluvia, de seis a once de la noche, cada metro cuadrado había recibido diecisiete litros de agua según el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrografía (SENAMHI), así lo refirió el diario El Comercio de aquella época.
A mí no se me prendieron las alarmas para nada, pues en mi tierra acostumbraba llover torrencialmente y con granizo. Los truenos hacían tanta bulla que hasta los animales se escondían, el resplandor de los relámpagos iluminaba totalmente la noche y los rayos partían en dos, en cuatro o en seis el cielo. Eso era lluvia para mí. Pero esa noche resultó inolvidable, Lima fue un caos. Nunca más hasta ahora se ha repetido algo así.
Después de aquella experiencia en que milagrosamente la casa donde vivía no había sufrido ninguna avería, centré mis esfuerzos en cumplir el objetivo por el que había venido a Lima. Mañanas y tardes estudiaba con ahínco, hasta que un mes después, una mañana fresca y con el cielo gris de siempre, crucé el Campo de Marte aspirando el olor rozagante de árboles y flores y, me encaminé presurosa al lugar donde iba a dar mi examen de ingreso. Tenía apenas diecisiete años y así como yo, otras mujeres jóvenes de Lima y muchas venidas de diversas partes del país esperaban inquietas la hora de la prueba. Llegué a la sede, miré en derredor, no conocía a nadie; algunas conversaban, otras se encontraban pensativas, ensimismadas. Apoyada a la reja del edificio vi a una chica alta, delgada, de cabello muy largo, de tez blanca, ojos grandes y nariz pequeña, muy bonita en general. Tenía un aire de solemnidad, quizás porque se encontraba distante, callada, sola. Di unos cuantos pasos hacia ella decidida a hablarle cuando de pronto alguien le preguntó algo y ella respondió con un acento raro. «¿Será extranjera?», pensé. «¿De dónde será?». De inmediato apareció una mujer que nos dijo: «A formar una fila, vamos a entrar calmadamente. Pasen, pasen». Nos mostró un salón grande, lleno de carpetas individuales. «Tomen asiento», nos ordenó. «¡Somos tantas y solo hay treinta y dos vacantes!», pensé un tanto turbada.
Nos repartieron el examen, eran pruebas objetivas. Ahuyenté mis pensamientos pesimistas y me puse a contestar. En los días que siguieron nos separaron por abecedario según nuestros apellidos, pasamos el examen médico y terminamos con la entrevista personal.
Días después vi mi nombre en una lista pegada en la puerta de la Escuela de Enfermería del Hospital del Niño. Algunas, como yo, teníamos el rostro pleno de felicidad, otras con lágrimas en los ojos festejaban el ingreso y en muchas, la gran mayoría, el hielo se licuaba en sus ojos llenos de tristeza y se iban cabizbajas, confundidas por no haber logrado su cometido.
La euforia duró muy poco, las treinta y dos nuevas ingresantes pensábamos en nuestro fuero interno tan optimista que habíamos logrado alcanzar la meta anhelada y sucumbido al fin todas las angustias y preocupaciones, pero no fue así. Resultó todo lo contrario, empezaron las responsabilidades y un sinfín de tareas; entre aquellas, la operación obligada de amígdalas, la visita al odontólogo porque dieciséis de mis dientes necesitaron curación u otro tipo de tratamiento para que no sean motivo de pérdida de clases.
Luego recibimos una lista interminable de ropa personal y de cama para ser comprada, a fin de traerla el día del internamiento, pues según los estatutos del Ministerio de Salud, debíamos estudiar internas; solo el sábado por la tarde y el domingo eran los días de descanso obligatorio. Las alumnas de provincias, que no tenían familia en Lima se quedaban en la escuela todos los días del año de todos los años de estudio. Felizmente, yo tenía a mi familia cerca.
Llegó el día de la internación, mi nuevo hogar me esperaba. El pequeño edificio de tres pisos de la Avenida Brasil se convirtió en mi guarida de estudiante donde conviví con mis compañeras los años de formación profesional. Mi cuarto estaba localizado en el tercer piso. Abrí la puerta con curiosidad y cierto protocolo. Había tres camas, tres clósets, tres escritorios y tres sillas. Nada más. Todo era sencillo, sobrio, muy limpio, con un suave olor a desinfectante. Las paredes celestes ofrecían una atmósfera de paz y armonía. Estaba de alguna manera feliz con la nueva experiencia cuando vi venir a mi compañera de cuarto. Ella era baja, gordita, risueña, de ojos pequeños, de cabello muy largo amarrado en una cola de caballo que dividía su espalda. Su nombre era Lía, sonrió y su sonrisa iluminó la habitación, se le formaban dos hoyuelos pequeñitos en la comisura de los labios. Le devolví la sonrisa. Luego, vino la otra compañera para completar el trío. Entró primero una pequeña maleta y entonces apareció ella, Rosa. ¡La extranjera! ¡Había ingresado e íbamos a ser compañeras de cuarto! Me instalé al medio, Rosa a mi derecha y Lía a mi izquierda. Así comenzó nuestra convivencia que duró hasta que nos graduamos.
Debo confesar que mi conjetura estaba muy lejos de ser real. Rosa, resultó que no era extranjera. Muy peruana ella, venía de Moyobamba, ciudad hermosa situada en la selva, donde la gente tiene un acento muy particular, cuando hablan lo hacen como cantando, pero en ella, el tonito se le hacía difícil, tenía una forma lenta y a ratos atropellada de decir las cosas, como que pensaba demasiado, como cuando uno va traduciendo poco a poco lo que quiere decir.
Rosa resultó ser una alumna muy metódica, organizada, seria, responsable. Estudiaba y completaba sus tareas siempre sentada en su escritorio; una vez culminada la faena diaria se iba a descansar a su cama. Lía y yo éramos más indisciplinadas, llevábamos el libro o cuaderno a la cama para estudiar. Pero yo sí estudiaba, mientras que Lía se enrollaba toda ella con las sábanas y solo los dedos de las manos sobresalían del envoltorio cogiendo el cuaderno o libro y, al momento, ya estaba dormida con el texto tapándole la cara.
—Lía, tú estudias por ósmosis, ¿no? —Le fastidiábamos Rosa y yo.
—Ja, ja, ja. —Reía Lía, sin molestarse. Entonces sus hoyuelos aparecían graciosos.
Ambas teníamos familiares en Lima, mientras que Rosa, no. Pero ella gozaba de una ventaja que nosotras no la teníamos. Muy seguido recibía encomiendas de Moyobamba. Le mandaban carne de cerdo ahumado y unas roscas blancas de yuca que ella llamaba rosquetes. La comida de la selva era muy distinta a la de la costa y de la sierra. El cerdo y los rosquetes eran deliciosos. Ella nos invitaba y nosotras no nos hacíamos de rogar.
Una noche, Rosa nos esperaba con una sorpresa, le habían enviado hormigas, específicamente hormigas fritas. Yo nunca había comido nada igual, ni siquiera las había oído nombrar, ni las había visto.
—Se llaman siquisapas (**) —dijo Rosa sonriendo— es la temporada. Comienza la caza en setiembre y culmina a fines de noviembre. Solo pueden cazarlas por la noche cuando salen de su escondrijo.
Eran enormes y negras, no sé si porque estaban fritas o porque eran de ese color. Su cuerpo asemejaba un ocho gordiflón. Sus patas largas también negras colgaban como con desgano.
—¿Y si invitamos a las chicas? ¿Tú crees que quieran? —Azucé a Rosa.
—Bueno, pero no creo que apetezcan —respondió ella, dubitativa.
Cargamos a las hormigas y fuimos a ofrecerlas cuarto por cuarto a nuestras compañeras. Lupe, Aydée, Amanda, Flor y demás las miraban con asombro y un poco de repulsión.
—¿Quieren? Están ricas, saladitas y crocantes. ¿A ver tú Paquita? —dijo Rosa.
—No —respondió ella.
Una a una fueron rechazando el ofrecimiento de tan singular manjar. Negaban primero con la cabeza, luego con las manos y por último terminaban manifestando su desaprobación con un rotundo no.
Yo me preguntaba si podría comerlas, pues siempre había guardado gran respeto por las hormigas ya sea por su popular característica de ser trabajadoras, o su singular modo de ser sociables e inteligentes, o quizás por la particularidad de anteponer el bien común delante del individual. Me llenaba de valor pensando en que todo un pueblo come hormigas, ¿por qué no podría hacerlo yo? Además, en otros países también las comen.
Rosa nos mostraba cómo comerlas, se llevaba a la boca un rosquete y lo acompañaba con una o dos hormigas que crujían al masticarlas.
—Están ricas —decía.
Pero no, no bastó verla, nadie se animó y regresamos a nuestra habitación con la remesa entera.
Ahora me tocaba a mí, Rosa me ofreció el plato lleno de hormigas, cogí una, me la llevé a la boca y no pude masticarla.
—Anda —me dijo Rosa, acercando el plato.
—Solo una, voy a empezar con una, Rosita.
Volví a coger el insecto negro, resbaloso por el aceite, duro al tacto, puse mi lengua y sabía salado, el aroma era exquisito. Quise morder y quitarle la cabecita de una buena vez, pero no pude. Después de algunos intentos más por saborear comprendí que no podía comerlas.
—Rosita, amiga mía, no puedo comer hormigas —le dije.
—No te preocupes, quizás para otra vez.
Ella no se molestó, creo que esperaba mi respuesta. Se sentó en la silla, porque para comer también utilizaba igual parsimonia que para estudiar. Comenzó a comerlas, sonaban fuerte las bandidas porque estaban crocantes.
Me alejé de la habitación pues no podía escuchar que se partían y desaparecían en la boca de mi compañera. «No puede ser», pensé. «Yo como cuy y es tan rico, ¿por qué no puedo comer hormigas?».
La vida, como siempre, tiene un gran sentido del humor, terminé yendo a trabajar a la selva exótica. Aterricé en Iquitos, precisamente donde se comen exquisitas variedades de comidas con animales estrambóticos que un habitante de la costa o la sierra peruana no se imagina probar ni siquiera en sueños.
Los potajes con tortuga eran muy sabrosos, lo mismo que las del majaz que era un roedor. Los sajinos y monos tenían un sabor especial. Los lagartos de textura suave y de color claro recordaban al pescado y eran deliciosos. Los gusanos blancos que se aplastaban y se comían con pan como si fuesen mantequilla, podía aún aceptarlos.
Probé incluso un pez prehistórico, de apariencia desagradable a los ojos, de color gris oscuro cuyo cuerpo estaba protegido por una resistente armadura de gruesas escamas, de cabeza achatada, triangular y ojos negros extrañamente hundidos. Su sabor y aroma compensaban su aspecto tenebroso, se llamaba carachama.
En fin, comí muchos animales del acervo charapa que otras personas hasta con el pensamiento descartaban. Pero…, felizmente y para dicha mía, en Iquitos no había ni se comían hormigas fritas.

______________________________________________________________________________
(*) Las hormigas coloradas, llamadas también hormigas de fuego, reciben el nombre científico de Solenopsis. Al picar introducen su veneno y a veces este puede causar la muerte si la persona es alérgica. 
(**) Siquisapas, su nombre científico es Atta Sexdens, son hormigas cortadoras de hojas, consideradas por algunos agrónomos como una plaga, dado que arrasan con los sembríos en determinadas épocas del año.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario