viernes, 16 de diciembre de 2016

Ingrid

Marcos Núñez


Más por deseo que por curiosidad llegué a Cholula sin otro ánimo que volver a encontrarme con Ingrid. Después de haber recorrido algunos sitios turísticos estaba ahora al pie de la Gran Pirámide. Ese día, ocho de septiembre de dos mil quince, olía a pólvora por las celebraciones que se llevaban a cabo en honor a la Virgen de los Remedios. Frente a mí pasaron una procesión de fieles católicos y los recuerdos que me hicieron sentir inseguro. ¿Cómo la iba a reconocer? No es lo mismo verla en persona que en Facebook. ¿Sería similar a la que conocí hace años? ¿Sería yo el mismo para ella? Estaba intrigado por el reencuentro, me sudaban las manos, sentía escalofrío y no sabía en qué momento ella iba a llegar. Es más, no sabía si en verdad cumpliría con nuestra cita.

            Todo empezó hace quince años en un viaje universitario de despedida. Ingrid y yo nos graduábamos en derecho; éramos amigos y presentíamos, como todos nuestros compañeros, un futuro promisorio. En aquel tiempo ella tenía un novio que la maltrataba, un tal Rafael Quiroz, y yo sostenía una relación intensa con Mayra. La pareja de ella y la mía no pudieron acompañarnos, porque el grupo decidió que el viaje fuera exclusivo, la idea era disfrutar nuestros últimos días juntos, por eso organizamos un recorrido en autobús por los estados de Puebla y Oaxaca. Teníamos un día turisteando, anduvimos juntos por la capital, recorrimos museos, el centro histórico y terminamos en un antro nocturno entre baile, cigarros y cervezas. Todo iba normal, y para mí un tanto cursi al estar con amigos que ya se sentían abogados, hasta que viajamos a Cholula.

            En el autobús vi subir a Ingrid y pensé que siempre me había gustado su cuerpo delgado, sus muslos, su piel blanca; me encantaba su elegancia, ese día llevaba una chamarra de mezclilla y una bufanda gris. Yo estaba con tres amigos de parranda, vacilando en los asientos del fondo. Recuerdo que les hablé de Ingrid, de lo buena que se veía y que me hubiera gustado cogérmela. Ellos me respondieron que quizá esta era mi última oportunidad, que ya después no se sabría. Les respondí que a mí me alejaba su aire de chica bien, su carácter conservador y religioso, aunque en el fondo lo que yo tenía era miedo al rechazo. Nunca me sentí digno de ella por mi extracción humilde que me hacía sentir menos. Mis amigos me animaron diciéndome que no tenía nada que perder, que más valía no quedarme con la frustración de no haberlo intentado.

          La oportunidad se dio a las siete de la mañana, al pie de la Gran Pirámide, un montículo grande, aparentemente natural, pero que en la cima tiene construido un santuario con estilo barroco del siglo XVI. Digo que la montaña aparenta ser natural, porque en realidad es una pirámide sobre la cual los españoles construyeron su iglesia, como símbolo de exterminio y dominación. Ingrid tenía un problema con su mochila, el cierre se le trabó y yo me acerqué para ayudarla.

—Gracias, Betiño —me dijo sonriente mientras subíamos al santuario.

—¿Qué tal el viaje? ¿Te está gustando? —pregunté.

—Un poco. Cholula es hermosa.

—Sí, lo es.

—¿Y tú qué tal?

—¿Yo? Contento de verte, aunque sea por última vez, siempre me caíste bien. No sé por qué no coincidimos durante la carrera. Ahora que ya se termina lo lamento un poco.

—¿En verdad, Betiño? ¿Yo te caigo bien? Pensé que me veías como los demás, como una presumida.

—Nunca te quité la vista de encima. Creí que eras tú la que me veía inferior. Después te buscaste un novio y me desanimé.

Ingrid se me quedó viendo y detuvo nuestro ascenso en el camino empedrado. El viento soplaba y aunque faltaba para llegar a la cima, se podía apreciar el paisaje de la pequeña ciudad. En eso un cohete tronó en el cielo y una banda tradicional comenzó a tocar. Era la fiesta del ocho de septiembre.

—Esa procesión ha de venir a misa —dije.

—¿Hablas en serio, Betiño?

—Bueno, creo que sí, siempre me gustaste. Yo te quería para mí. Luego me empecé a llevar con Mayra y ahora ella me quiere mucho.

—Ya falta poco para llegar —respondió.

Subimos en silencio durante unos minutos. En ese momento creía que estaba ofendida o indignada por mi atrevimiento. Sentía la necesidad de declararle mis sentimientos y quizá motivado por mis amigos lo hice. Cuando llegamos frente al santuario, nos maravillamos ante la iglesia que estaba pintada de amarillo, olía a cera, nos encantó la abundancia de adornos dorados, las imágenes de santos y el altar, cargado de motivos barrocos. Ingrid sonriente sacó su cámara fotográfica al igual que lo hacían varios de nuestros compañeros. Mis amigos de parranda me miraban desde cierta distancia y me hacían señales pícaras respecto a Ingrid, me recordaban, eso creo, que estaba ante una oportunidad valiosa. Por eso mismo traté de no separarme de ella, le sacaba conversación sobre algún detalle del templo. Con aire intelectual hablé de la historia de Cholula como un experto, a pesar de que me había documentado en internet. En el año dos mil el turismo en el lugar era menor que hoy, nuestro grupo de derecho era al momento el único visitante. Al salir al atrio Ingrid se detuvo para decirme.

—Betiño, ¿por qué nunca me hablaste?

—Ya te dije, tenía miedo.

Al decir eso me puse nervioso, me di cuenta de que respiraba de prisa. Ingrid se me quedó mirando y también respiraba algo ansiosa. Caminé hacia la sombra donde había una pila bautismal, junto a unas bancas de concreto. Ingrid me siguió y nos sentamos.

—Aquí parece ser el lugar donde los españoles bautizaron a los antepasados —dije por decir algo.

Nos miramos frente a frente sin decir nada. Ingrid tenía el cabello largo, se lo amarraba como cola de caballo, vi sus ojos cafés de cerca, su piel y su nariz chica, faltaba muy poco para sentir su respiración. Ella me miraba al rostro con una leve sonrisa, no sé qué fue lo que pensó de mí en ese instante.

—Eres un miedoso —alcanzó a decir.

Mientras nos besábamos, escuchamos la banda filarmónica acercarse, tronaron dos petardos en el cielo, Ingrid se estremeció y eso me sirvió para abrazarla, después se oyó el repique de la campana que anunciaba la primera llamada. Por un breve lapso dejamos de besarnos. Ella me tocó con el dedo el labio inferior y nos reímos juntos. Nos volvimos a besar, fue entonces que comencé a acariciar su cintura, su espalda y ella me envolvió con sus brazos a la altura del cuello. Si estábamos nerviosos al hablar, ahora que nos tocábamos el sudor nos delató la necesidad de ir cada vez más allá. Ingrid se detuvo y me miró a los ojos. Entonces la tomé y nos metimos en un rincón, al lado de una columna de la iglesia, donde no parecía haber nadie, ya nos ubicábamos prácticamente en la zona trasera del inmueble. Allí había un espacio sombrío. Un cohete retumbó sobre nosotros, después escuchamos que la procesión entraba en el recinto. Nada nos importó. Ingrid y yo continuamos lo que comenzamos. Ahora con más confianza metí las manos bajo su chamarra y su blusa, sentí su piel suave, lisa. Ingrid se pegó más a mi cuerpo y comenzó a besarme el mentón, alzó su pierna derecha y con ella me envolvió. Confieso que mi verga ya estaba húmeda y no dudé que Ingrid se había dado cuenta. Entonces ella se giró de tal modo que sentí la redondez de sus nalgas y le acaricié la cadera. Después seguí debajo de su blusa, toqué sus senos, los aplasté suavemente mientras ella se movía y volteaba el rostro para besarme. Todo esto iba bien mientras se escuchaban los cánticos de los feligreses adentro del templo, hasta que una compañera de nombre Dalia, que tenía una cámara en la mano nos encontró, se llevó la otra mano a la boca y se fue de prisa. Creímos que nos había tomado una fotografía, por eso salimos corriendo tras ella sin saber qué decirle, solo queríamos alcanzarla. En ese momento sonaba la campana anunciando la segunda llamada.

Como Dalia en ese tiempo era gordita y usaba lentes, no nos fue imposible alcanzarla al otro lado del atrio, sostenía sus lentes y la cámara le colgaba en el cuello. Había mucha gente, mujeres llevando rebozo o velo en la cabeza y algunos hombres con huaraches y sombrero de palma en la mano. Dalia se veía agitada y sonrió cuando nos dijo: «¿Se dieron cuenta de que por un momento me persiguieron tomados de la mano?». Para entonces ya nos habíamos soltado, pero tuve que responder que efectivamente no me di cuenta.

―No tomaste fotos, ¿verdad? ―preguntó Ingrid.

―Sí, una.

―Debes darnos el rollo, no queremos armar un escándalo ―dije.

―¿Y por qué se los voy a dar? Aquí tengo fotos que son mías y no es justo que por una destruya treinta más.

Ingrid opinó que Dalia tenía razón. No estaría bien que al abrir su cámara se echaran a perder sus fotos. Al escuchar eso le pedí hablar un momento a solas.

―Ya se los llevó la tiznada, compañeritos, eso les pasa por infieles, ya sé que los dos tienen pareja ―dijo Dalia con tono irónico mientras nosotros nos apartábamos unos metros para hablar. En la iglesia la banda de música amenizaba la entrada de la gente.

―Creo que Dalia nos va a chantajear ―le comenté a Ingrid.

―Me está cayendo gorda. ¿Y ahora qué vamos a hacer? No te he dicho, pero estoy comprometida con Rafa, en dos semanas nos casaremos. Este viaje es también mi despedida de soltera.

―¡Vaya situación! Ahora con mayor razón no conviene hacer un escándalo. Mi novia tampoco se merece algo así.

―¿Qué haremos? ―Ingrid preguntó angustiada―. Tengo que pensar.

            La campana daba la tercera llamada. Nuestros compañeros ya descendían rumbo al autobús y yo pensaba qué hacer mientras veía a Ingrid. Aún estaba excitado por lo que acababa de ocurrir con ella, quería que nuestro encuentro no acabara, pero presentía que no se volvería a repetir. Por otro lado, estaba Dalia, con una fotografía comprometedora y yo quería arrebatarle la cámara para acabar de una vez por todas; sentía ganas de aplastarla con el pie. En eso Ingrid habló.

―Hay que convencerla de que nos dé la foto y no diga nada, no creo que sea tan mala, además yo le ayudé con muchas tareas y le compartí mis apuntes para los exámenes, entenderá.

―Bueno, hagamos el intento ―dije.

Al volver, Dalia seguía frente a la entrada de la iglesia, levantaba la cabeza y se paraba de puntitas para alcanzar a ver lo que sucedía en el interior. Una vez que Ingrid le pidió la devolución de esa foto cuando revelara el rollo, ella respondió.

―Sí, te la doy a ti, Ingrid, pero los dos me tienen que dar algo a cambio. Lo que estaban haciendo era bochornoso y no quieren que se enteren los demás, ¿verdad?

―Te lo dije, Ingrid, que Dalia nos iba a chantajear, siente que tiene un poder sobre nosotros.

―¡Está bien! ―dijo Ingrid―. Que así sea, ¿pero cuándo nos veremos?, al volver a la capital será la graduación y para entonces no tendremos oportunidad de vernos.

―¡No! ¡Que no sea allá! Tiene que ser en otro lado. ―Luego de decir eso, Dalia se quedó callada un momento, fue así que escuchamos la voz del sacerdote que impartía la misa, un de repente dijo―: Que sea aquí.

―¡¿Aquí?! ―expresamos asombrados Ingrid y yo al mismo tiempo.

Tas loca ―le dije―. ¿Por qué aquí?

―Simple, aquí les tomé la foto, aquí se las doy; de otra manera no es posible, he dicho, que les sirva de castigo por andar de infieles y cachondos.

―¡Tú no eres nadie para juzgarnos! ―respondí enfurecido, pero Ingrid me contuvo al tocarme la espalda con una de sus manos. Ella también estaba molesta, se notó en la manera que miró a Dalia, pero supo contenerse y contenerme.

―Déjala, Betiño, ella nos tiene a su merced, hagamos lo que dice.

―Sí, Betiño, hagan lo que digo, no les queda de otra ―intervino Dalia irónica.

―Está bien, ¿cuándo quieres que nos veamos?

―Ah, eso sí no sé, ustedes me avisarán, tienen mi correo, mi número y cuando decidan, nos organizamos y yo les entregaré su foto, mientras no se preocupen, yo la tendré bien guardadita.

Una vez que dijo eso, Dalia nos guiñó el ojo, se dio la vuelta y se dirigió al autobús. Nos había dejado allí, con una decisión pendiente. Estuvimos unos cuantos minutos inertes, mientras veíamos que al pie de la montaña los compañeros subían al autobús. Estuvimos mirándonos fijamente, con una mezcla de coraje e intimidad al compartir la misma causa. Cuando finalmente bajamos al camión, cada quien se fue a su asiento.

Nuestro destino era Oaxaca, otra ciudad colonial. El asiento de Ingrid estaba a la mitad del pasillo, el mío al fondo. Dalia iba hasta adelante. Por un rato los compañeros echaron relajo y mis amigos me preguntaron cómo estaba mi asunto con Ingrid. No les dije nada, pero a ratos le echaba un vistazo a su asiento, ella parecía mirar a través de la ventanilla. Después vi el asiento de Dalia y en silencio la maldije porque lo había echado todo a perder. En eso estaba, con mi frustración, cuando el conductor puso un casete en el estéreo. La música me agradó, era un instrumental de Carlos Santana del cual supe después que su título era Bella. Tal vez su ritmo cadencioso, su melodía de guitarra eléctrica y las emociones que me surgieron motivaron que me levantara del asiento y fuera por el pasillo rumbo al asiento de Ingrid. Ella al verme cerró el libro que leía.

―¿Qué lees? ―pregunté para iniciar la charla. Recuerdo que me gustó mucho su reacción, parecía contenta de que yo me haya animado a buscarla.

―Un libro de Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor ―respondió sonriente.

―¿De qué trata?

―De un amor imposible entre un adolescente y su tía, ella es catorce años mayor que él y además está divorciada.

―Suena interesante, ¿es en verdad un amor imposible o se consuma?

―Hasta donde voy, pienso que entre ellos hay mucho más que atracción.

―¿Y entre nosotros? ―pregunté mientras me sentaba a su lado.

―Betiño, te dije que me voy a casar, amo a Rafa y no sé qué me pasó ―respondió algo titubeante―. Creo que siento mucha atracción hacia ti, me di cuenta.

―Ingrid, ¿por qué se han dado así las cosas?, yo también amo a Mayra, mi novia, y no me gustaría dejarla, pero tú me das tentación, siempre me gustaste, siempre quise tocar tu cuerpo. No sé, creo que debemos hacer algo ¿Y si dejamos a nuestras parejas para intentarlo tú y yo?

―Entre nosotros tal vez solo es atracción, dejémoslo así. Sabes, no me malinterpretes ni pienses que soy una cualquiera, pero quisiera que nos diéramos el gusto.

―¿De verdad? ―dije sintiéndome excitado.

―¡En serio! Tonto, si te lo estoy diciendo ―expresó en voz baja, mientras yo miraba su hermoso rostro de pícara.

Todo se estaba conjugando. Hasta la música de Santana que ahora interpretaba Samba Pa Ti, una pieza que sí reconocí. Empezaba a atardecer, haciendo el camión más oscuro.

―Ingrid, estoy asombrado ¿Quieres que lo hagamos en Oaxaca?

―No. Quiero que sea cuando Dalia nos entregue la foto, porque si nos vuelve a encontrar ahora sí se armará el escándalo. No sé si estás de acuerdo.

―¿En Cholula? Debes estar loca.

―¿Y qué es lo que está pasando entre nosotros?, dime, Betiño, ¿no es una locura?, dejemos que esto sea plenamente lo que es. Quizá debemos hacerlo allá porque es nuestro lugar, comprende.

―Está bien. Que sea en Cholula, pero cuándo.

―La fecha también tiene que ser loca, solo no te vayas a echar para atrás. Que sea dentro de quince años, en este mismo día.

Me quedé callado. Miré a Ingrid convencida, pero no niego haber sentido desilusión.

―Suena imposible. Creo que todo esto lo dices para alejarme, porque en verdad no quieres que pase nada, me estás dando el cortón de tal modo que no me duela.

―¡No! Hablo en serio. Hasta el tiempo tiene que ser así, lo primero que me vino a la mente fue el número quince ¿Qué dices?

―La verdad sí estás bien loca, yo quería que nos diéramos gusto ahora.

―Confía en mí, como sea nos veremos en esa fecha y comprobaremos si la atracción sigue, será divertido.

―Trato hecho. Solo falta ver qué hacemos con Dalia.

―Ella ha sido más lista que nosotros, nos encontró en una locura y por eso nos chantajeó con una tontería. Sigámosle el juego.

Me sentía desilusionado, pero acepté. Lo nuestro era una aventura y como tal había que vivirla. Nos paramos del asiento y fuimos a ver a Dalia. Solo le dijimos que le regalaríamos un disco de Carlos Santana y una novela de Mario Vargas Llosa dentro de quince años, a cambio de la foto. Ella, con algo de sorpresa aceptó y nos dijo: <<Picarones, ya los veré, se han puesto de acuerdo para que el chisme no se difunda por mucho tiempo, está bien, les doy mi palabra que allí estaré>>. Cuando volvimos al asiento de Ingrid nos dimos un largo beso y nos acariciamos un rato. Después me dijo que me fuera, que ya teníamos una cita y un trato.

El trato me parecía increíble, quise resignarme de que todo era para dar por terminada la aventura, mas una pequeña esperanza me quedó. Quise sentir que entre ella y yo había comenzado una relación, un noviazgo extraño. El viaje duró tres días más y en todo ese tiempo Ingrid y yo nos miramos, nos sonreímos, pero apenas hablamos. Al volver a la capital, ella se casó con Rafa y en dos años más Mayra y yo terminamos. Durante cinco años le escribí a Ingrid infinidad de correos electrónicos y siempre me respondió cosas como: <<Mi amado Betiño, nunca olvides nuestra promesa, sigo sintiendo lo mismo por ti>>. También me mantuvo al tanto de cosas que le iban pasando, supe que tuvo una hija y que se le murió un niño recién nacido; me contó que Rafael la engañaba y que seguido la golpeaba; yo en cambio le confesé que salía con Matilde. Para el año dos mil diez me casé, se lo dije a Ingrid y ella me felicitó; para entonces ya nos habíamos creado cuentas de Facebook y fue así que la volví a ver en fotografías, sin embargo, a partir de ese año casi no conversamos sobre nuestra cita. Eso me hizo creer que a lo mejor ya no quería saber más de eso y no se atrevía a decírmelo, porque ella lo había tramado todo. Al entrar el dos mil quince, me puse nervioso y se lo dije a Ingrid en correos y en mensajes del Facebook, pero ella no me respondió y así pasaron los meses con incertidumbre.


Allí estaba, en la cima de la Gran Pirámide, esperando con un cd original de Carlos Santana, The Ultimate Collection, y mi mochila al hombro. Mientras la gente ingresaba en la iglesia, advertí que ya no se veían personas con huaraches y sombreros como hace quince años. Ahora había numerosos turistas tomando fotos con sus celulares, grabando videos y enviando mensajes. Lo que sí me alegró fue ver que ascendía, amenizando y alegrando la mañana, una banda filarmónica, seguida por un pequeño contingente. Cuando ya estuvieron cerca, vi que de entre el montón salió Dalia, saludándome alegremente y, después, apareció quien esperaba con tanta ansiedad: Ingrid. Se veía feliz, hermosa. Ellas ya se habían encontrado y decidieron darme la gran sorpresa. Ingrid se veía delgada, con algunas arrugas en el rostro y canas en el cabello. Dalia había bajado de peso, pero seguía con sus lentes. Yo estaba un poco más gordo y seguramente lo notaron ¿Qué puedo decir? Ingrid y yo estábamos emocionados, nos miramos fijamente y nos sonreímos, sabíamos que por fin nos daríamos ese gran gusto. Dalia, nos observó y dijo: <<Sabía que entre ustedes había algo, son unos infieles, los dos seguramente han de tener familia y hasta hijos, pero se ve que se gustan>>. Ingrid y yo sólo escuchamos y nos reímos. Entonces nos tomamos de la mano. En eso, Dalia sacó la fotografía de su bolso, la imagen estaba algo movida, olía a papel viejo, pero vimos lo que hace quince años habíamos comenzado. Dalia nos dijo que por mucho tiempo se divirtió con la foto. Nosotros hicimos comentarios al respecto y también nos divertimos. Dalia se la entregó a Ingrid y entonces nosotros le dimos su CD y su libro. Después de un rato, conversamos, paseamos en Cholula los tres, comimos juntos en un restaurant y nos contamos nuestras vidas. Cuando dieron las seis de la tarde, Ingrid me dijo al oído que era hora de cumplir nuestra promesa. Yo estaba sorprendido, me sentía raro por estar con ella, una mujer con familia y yo, que también tenía la mía. Después de tanto tiempo, siento que Ingrid no se equivocó, en verdad todo era divertido. Entonces nos despedimos de Dalia, ella con picardía nos dio un beso y se fue. Una vez que estuvimos, por fin solos, Ingrid y yo nos dimos un beso y tomados de la mano, fijamos nuestro rumbo hacia el centro de la ciudad, en busca de un hotel. 

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