Nancy Oviedo
Entonces sucedió. Fue fulminante
como una gran bola de fuego o una luz cegadora y desapareció. Eso tiene la
muerte, es total. No es que uno se pueda morir unos días y luego volver, no, es
tajante e inflexible. No pude hacer nada, se quería morir, y se murió. Ahí quedó
con todas las esperanzas ajenas rotas y toda esa gente que lo lloró en el
velorio. Yo no lloré.
Días antes parecía haber tenido
mejoría. Aunque comía poco, no se le puede culpar. La comida de los hospitales es
siempre insípida y no solo por el sabor, sino por las texturas y las
presentaciones «Te sientes mejor» pregunté. No me respondió, empero me miró con
aquellos ojillos casi por cerrarse, se recostó despacio en las mullidas
almohadas que se desinflaron como si suspiraran. Miró por la ventana las gotas
de lluvia en el cristal, estiró el brazo y luego como convenciéndose de lo inútil
de su esfuerzo lo dejó caer sobre las mismas almohadas que resignadas volvieron
a suspirar.
Nos conocimos poco tiempo, pero qué
es el tiempo sino una suma de momentos significativos y los nuestros lo fueron
así. Los paseos diarios por el Parque Hundido después de la comida, le gustaba
mucho ese lugar, no comprendí por qué, es un parque como cualquiera: árboles,
juegos infantiles y una pista para correr, aunque como particularidad tiene un
reloj de flores en el medio de gran tamaño que lo hace atractivo, aunado al
hecho de que realmente está hundido y por la noches se convierte en el punto de
reunión para las transacciones sexuales «Antes era una fábrica de ladrillos,
escarbaron mucho, por eso está hundido» me dijo con mucha seguridad.
Como extranjero desconocía mucho
sobre el país, pero él me tenía siempre al tanto de todo. Me contó que el día
que colocaron el reloj en el centro del parque llovía mucho y los trabajadores
apenas podían ver bien qué manecilla iba dónde, así que las pusieron al revés.
Luego de un mes de repetidas quejas por parte de los jefes de las oficinas
cercanas que alegaban que los trabajadores llegaban tarde por no saber la hora «¡No
es que los mexicanos seamos impuntuales por gusto –recalcaba con enfado– es que
no nos dicen qué hora es, así uno llega tarde a todos lados!».
Antes de la luz cegadora y la bola
de fuego estaba ausente. Hablaba menos y casi siempre sin un antecedente
previo. Un tarde pasamos por la avenida Insurgentes, casi oscurecía y la
primera trabajadora sexual se arreglaba en una banca y nos miraba de reojo con
cierta cautela.
–¿Para qué tanta pintura? –gruñó.
–Con una capa no se alcanza a
cubrir la vergüenza –respondí.
–Eso siempre me gustó de ti –dijo
ausente, como si le hablara a alguien más– viste siempre lo profundo en los demás.
Habló como si ya no estuviera ni él
ni yo. Tal vez así era; que por momentos no estamos, pero ese día sentí que de
verdad se había ido y todas sus historias con él. Como la del parque y por qué estaba
así.
Nos unió, al contrario de las
amistades convencionales, el mutuo repudio que ambos sentíamos por el fútbol,
la música popular, las manifestaciones, la gente escandalosa, la odiosa melodía
de las mañanitas en la voz de Pedro Infante, sin embargo en su último
aniversario, cumplía cincuenta años, le llamé por teléfono.
–¿Qué haces? –pregunté.
–¡Esperándote! –respondió– ¿Dónde
diablos estás? Tenías que llegar hace una hora.
–Es tu cumpleaños, pensé que querías
estar con tu familia –respondí.
–¡Tú eres mi familia! –dijo y colgó.
No supe qué hacer, me quedé en casa
reflexionando sus palabras, luego de unos minutos tocaron la puerta, corrí la
cortina para ver quién era y ahí estaba: firme y resuelto con un paraguas en la
mano. Abrí.
–En septiembre llueve mucho, en
realidad llueve todo el tiempo, ya no entiendo el clima –dijo extendiéndome un impermeable rosado– era el único color, no
pongas esa cara.
Salimos a pasear como todos los días,
al mismo lugar: el Parque Hundido. Miramos pasar los autobuses rojos del metrobús
atascados de gente, a los niños jugar entre los charcos, luego cenamos tacos al
pastor, sus favoritos, aunque no comía más de tres. No recuerdo de qué hablamos
o si lo hicimos. Al día siguiente nos encontramos en la banca cerca de la
avenida Insurgentes. Hacia viento y el ruido de los cláxones llenaba el
ambiente. Dimos un par de vueltas y recordé que no lo había felicitado.
–¡Felicidades! –dije antes de
despedirnos.
–El día que uno nace es un día como
cualquiera –dijo mientras metía el último botón de su abrigo en el ojal– no te
lo tomes tan a pecho. Solo es un día más cerca de la muerte –dijo sin mirarme y
se fue sin despedir.
Dos años de amistad no son una vida,
pero son algo, fuimos algo. No supe todas las cosas importantes que le
sucedieron, pero estuve en algunas, esas son las que me interesan.
Cuando llegó al hospital con la
mano en el pecho, la mirada perdida y el pelo despeinado yo estaba ahí. Todos
los días estuve ahí. Sostuve su mano, le conté los mejores chistes de gallegos.
–Está muy débil –decía muy serio el
médico– no lo haga reír.
¿Qué iba a saber el doctor? Seguí las
bromas. Miré cómo se apretaban sus ojos «Se ríe», pensé. Luego, sin advertirlo,
el silencio de su corazón, la luz cegadora de las batas blancas de los médicos,
un zumbido, yo en un rincón.
–Ha muerto –escupió el médico.
«Otra vez no se despidió», pensé.
Durante el velorio muchos lloraron, gritaron entre mocos y flores apestosas de
culpa. Recordé cuando íbamos al cine y veía dos personas en las butacas delante
de nosotros «¡Mucha gente, vámonos», me
tomaba del brazo y salíamos.
Lástima que ahora no puede irse de
aquí y tampoco puede correrlos, yo lo haría, pero claro, ellos no saben que
también soy de la familia, entonces aquí me quedo mirándolos. Memorizo cada
detalle por minúsculo que pueda parecer, tal vez pronto nos volvamos a
encontrar y podré contarle con lujo de detalles, como a él le gusta.
–Ring, ring –me decía molesto
cuando iniciaba yo cualquier relato– cuéntame bien –Hazlo como cuando te llaman
por teléfono, desde el ring ring.
La primera vez que me dijo eso me
sorprendí de lo infantil que se puede ser independientemente de la edad, fue la
primera vez que sentí por él una inmensa ternura. Tenía nombre para todo lo que
le daba miedo nombrar.
–Tengo sed –me decía.
–Toma agua –respondía yo.
–No; tengo ganas de algo delicioso
de beber –respondía.
Yo sabía que era su forma de decir «quiero
refresco» pero no se atrevía, lo mismo sucedía con la comida. Era un hombre de
límites y a su vez un limitado.
Después de tres calendarios no
puedo llorarte aún, no te siento lejos, no lo estás, aunque te hayas muerto, qué
caray.
¡Mira, el Parque Hundido, se inundó!
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