viernes, 2 de diciembre de 2016

El duelo

Nancy Oviedo


Entonces sucedió. Fue fulminante como una gran bola de fuego o una luz cegadora y desapareció. Eso tiene la muerte, es total. No es que uno se pueda morir unos días y luego volver, no, es tajante e inflexible. No pude hacer nada, se quería morir, y se murió. Ahí quedó con todas las esperanzas ajenas rotas y toda esa gente que lo lloró en el velorio. Yo no lloré.

Días antes parecía haber tenido mejoría. Aunque comía poco, no se le puede culpar. La comida de los hospitales es siempre insípida y no solo por el sabor, sino por las texturas y las presentaciones «Te sientes mejor» pregunté. No me respondió, empero me miró con aquellos ojillos casi por cerrarse, se recostó despacio en las mullidas almohadas que se desinflaron como si suspiraran. Miró por la ventana las gotas de lluvia en el cristal, estiró el brazo y luego como convenciéndose de lo inútil de su esfuerzo lo dejó caer sobre las mismas almohadas que resignadas volvieron a suspirar.

Nos conocimos poco tiempo, pero qué es el tiempo sino una suma de momentos significativos y los nuestros lo fueron así. Los paseos diarios por el Parque Hundido después de la comida, le gustaba mucho ese lugar, no comprendí por qué, es un parque como cualquiera: árboles, juegos infantiles y una pista para correr, aunque como particularidad tiene un reloj de flores en el medio de gran tamaño que lo hace atractivo, aunado al hecho de que realmente está hundido y por la noches se convierte en el punto de reunión para las transacciones sexuales «Antes era una fábrica de ladrillos, escarbaron mucho, por eso está hundido» me dijo con mucha seguridad.

Como extranjero desconocía mucho sobre el país, pero él me tenía siempre al tanto de todo. Me contó que el día que colocaron el reloj en el centro del parque llovía mucho y los trabajadores apenas podían ver bien qué manecilla iba dónde, así que las pusieron al revés. Luego de un mes de repetidas quejas por parte de los jefes de las oficinas cercanas que alegaban que los trabajadores llegaban tarde por no saber la hora «¡No es que los mexicanos seamos impuntuales por gusto –recalcaba con enfado– es que no nos dicen qué hora es, así uno llega tarde a todos lados!».

Antes de la luz cegadora y la bola de fuego estaba ausente. Hablaba menos y casi siempre sin un antecedente previo. Un tarde pasamos por la avenida Insurgentes, casi oscurecía y la primera trabajadora sexual se arreglaba en una banca y nos miraba de reojo con cierta cautela.

–¿Para qué tanta pintura? –gruñó.

–Con una capa no se alcanza a cubrir la vergüenza –respondí.

–Eso siempre me gustó de ti –dijo ausente, como si le hablara a alguien más– viste siempre lo profundo en los demás.

Habló como si ya no estuviera ni él ni yo. Tal vez así era; que por momentos no estamos, pero ese día sentí que de verdad se había ido y todas sus historias con él. Como la del parque y por qué estaba así.

Nos unió, al contrario de las amistades convencionales, el mutuo repudio que ambos sentíamos por el fútbol, la música popular, las manifestaciones, la gente escandalosa, la odiosa melodía de las mañanitas en la voz de Pedro Infante, sin embargo en su último aniversario, cumplía cincuenta años, le llamé por teléfono.

–¿Qué haces? –pregunté.

–¡Esperándote! –respondió– ¿Dónde diablos estás? Tenías que llegar hace una hora.

–Es tu cumpleaños, pensé que querías estar con tu familia –respondí.

–¡Tú eres mi familia! –dijo y colgó.

No supe qué hacer, me quedé en casa reflexionando sus palabras, luego de unos minutos tocaron la puerta, corrí la cortina para ver quién era y ahí estaba: firme y resuelto con un paraguas en la mano. Abrí.

–En septiembre llueve mucho, en realidad llueve todo el tiempo, ya no entiendo el clima –dijo extendiéndome  un impermeable rosado– era el único color, no pongas esa cara.

Salimos a pasear como todos los días, al mismo lugar: el Parque Hundido. Miramos pasar los autobuses rojos del metrobús atascados de gente, a los niños jugar entre los charcos, luego cenamos tacos al pastor, sus favoritos, aunque no comía más de tres. No recuerdo de qué hablamos o si lo hicimos. Al día siguiente nos encontramos en la banca cerca de la avenida Insurgentes. Hacia viento y el ruido de los cláxones llenaba el ambiente. Dimos un par de vueltas y recordé que no lo había felicitado.

–¡Felicidades! –dije antes de despedirnos.

–El día que uno nace es un día como cualquiera –dijo mientras metía el último botón de su abrigo en el ojal– no te lo tomes tan a pecho. Solo es un día más cerca de la muerte –dijo sin mirarme y se fue sin despedir.

Dos años de amistad no son una vida, pero son algo, fuimos algo. No supe todas las cosas importantes que le sucedieron, pero estuve en algunas, esas son las que me interesan.

Cuando llegó al hospital con la mano en el pecho, la mirada perdida y el pelo despeinado yo estaba ahí. Todos los días estuve ahí. Sostuve su mano, le conté los mejores chistes de gallegos.

–Está muy débil –decía muy serio el médico– no lo haga reír.

¿Qué iba a saber el doctor? Seguí las bromas. Miré cómo se apretaban sus ojos «Se ríe», pensé. Luego, sin advertirlo, el silencio de su corazón, la luz cegadora de las batas blancas de los médicos, un zumbido, yo en un rincón.

–Ha muerto –escupió el médico.

«Otra vez no se despidió», pensé. Durante el velorio muchos lloraron, gritaron entre mocos y flores apestosas de culpa. Recordé cuando íbamos al cine y veía dos personas en las butacas delante de nosotros «¡Mucha gente, vámonos», me tomaba del brazo y salíamos.

Lástima que ahora no puede irse de aquí y tampoco puede correrlos, yo lo haría, pero claro, ellos no saben que también soy de la familia, entonces aquí me quedo mirándolos. Memorizo cada detalle por minúsculo que pueda parecer, tal vez pronto nos volvamos a encontrar y podré contarle con lujo de detalles, como a él le gusta.

–Ring, ring –me decía molesto cuando iniciaba yo cualquier relato– cuéntame bien –Hazlo como cuando te llaman por teléfono, desde el ring ring.

La primera vez que me dijo eso me sorprendí de lo infantil que se puede ser independientemente de la edad, fue la primera vez que sentí por él una inmensa ternura. Tenía nombre para todo lo que le daba miedo nombrar.

–Tengo sed –me decía.

–Toma agua –respondía yo.

–No; tengo ganas de algo delicioso de beber –respondía.

Yo sabía que era su forma de decir «quiero refresco» pero no se atrevía, lo mismo sucedía con la comida. Era un hombre de límites y a su vez un limitado.

Después de tres calendarios no puedo llorarte aún, no te siento lejos, no lo estás, aunque te hayas muerto, qué caray.


¡Mira, el Parque Hundido, se inundó! 

No hay comentarios:

Publicar un comentario