Paulina Pérez
Marielis
no se acordaba de los tiempos que en Montañita solo se escuchaba el ruido del
mar. Ahora era un poblado que crecía rápidamente por donde podía gracias a la
importante cantidad de turistas que recibía todo el año. Siendo ideal para el surf, se podía encontrar gente joven de
todas partes del mundo. Hubo quienes quedaron tan impactados por la belleza de
cada paisaje y sus gigantes olas que regresaron para quedarse.
Marielis
trabajaba en un restaurante ubicado frente al mar, todo abierto, con apenas una
pared alta que servía para colocar todo el menaje necesario, ollas, platos,
cubiertos, etcétera. Estaba construido con madera de la zona al igual que todo
el mobiliario. Uno de sus atractivos era la cocina; totalmente rústica, un
fogón de piedra, y las cacerolas con los alimentos colgando sobre él, enseguida
el horno para las pizzas y el pan artesanal y un lavadero de platos hecho de
barro con una especie de canaleta de caña guadua por donde salía el agua. Ella
se encargaba de los jugos, batidos, ensaladas de frutas, granizados, raspados
de coco, toda una serie de refrescantes delicias.
Marielis
era todo un misterio, tenía la apariencia de una mujer de entre veinticinco y
treinta años, nadie podía imaginar que se acercaba a los cuarenta. No se le conocía
un novio o pretendiente ni alguna amiga cercana, saludaba a todos sin intimar
con nadie, no aceptaba visitas y si alguien intentaba cortejarla le quitaba
todas las ganas de hacerlo. Su intrigante manera de ser y su exótica belleza
llamaban mucho la atención de los hombres. Difícil no sentirse atraído por un
cabello largo y brilloso sobre una piel bronceada que ondeaba al ritmo del
caminar de un cuerpo delgado, bien formado y unos ojos, grandes, profundos
rodeados por unas leves ojeras que los hacían aún más hermosos.
Trabajaba
desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde de martes a domingo.
Vivía en uno de los cuartos de servicio de un hostal en el que ayudaba al dueño
con los desayunos para sus clientes. Una cama de una plaza, la mesita de noche,
un pequeño escritorio con su silla, unos ganchos en la pared para colgar su
escaso vestuario y un baúl de madera cerrado con un gran candado.
Marielis
seguía con su rutina, sin cambiar ni de vereda para llegar al trabajo o al
hostal. Una mañana en que la playa estaba repleta de gente gracias a un feriado
nacional de tres días, preparaba un gran pedido de ensaladas de frutas y
batidos para servirlos en la playa, dos hombres maduros se sentaron en la barra
del restaurante y pidieron un par de piñas coladas. Marielis les sirvió el
pedido y regreso a lo suyo.
Mientras
picaba las frutas escuchó la historia que uno de ellos, un hombre bastante
atractivo sin ser muy agraciado de pelo entrecano, contaba:
—¿Seguro
te llegó el chisme de que me perdí por culpa de una mujerzuela? —preguntó.
—Sí,
algo de eso comentaron entre otras cosas, como que huiste por deudas o te
perdiste en las drogas y el alcohol.
—Pues
nada de eso es cierto, te voy a contar: una noche fuimos con gente del trabajo
a un bar, un club nocturno más bien, había un escenario, el ambiente era
bastante denso por la cantidad de fumadores y personas ebrias. La gente hablaba
a gritos pese a no ser necesario, el volumen de la música solo se elevaba
cuando comenzaba el show. Un
estruendo musical llamó mi atención y la vi; bailaba como una diosa, quedé
sumamente impresionado tanto con su danza como con su belleza. Así que volvía
cada vez que podía. Tenía que disimular, si mi esposa me pillaba en esas me
botaba a la calle.
Cada
día que pasaba sin verla era un tormento, inventaba mil pretextos para tener la
excusa de llegar tarde a casa por motivos de trabajo.
Una
noche estaba en el bar aquel y ella se me acercó, la invité a una copa, nos
hicimos amigos, conversamos algo sobre su danza. Tenía una sonrisa muy
cautivadora y su mirada parecía hipnotizarte. ¡Una diosa!
No
podía trabajar en paz y los fines de semana en casa se volvían interminables,
mi mujer empezaba a reclamarme mi mal humor, mi frialdad y mis ausencias;
entonces se me ocurrió el pretexto de problemas en el trabajo y el riesgo de
perderlo. Logré convencerla de que debía trabajar el doble e incluso hacer
horas extra sin cobrar para no dar pretextos a quienes querían despedirme. Eso
me ayudó a ver más a mi bailarina. Llegaba a la empresa temprano, no tomaba la
hora del almuerzo para llegar al club antes de la hora de apertura y poder
estar con ella. Su camerino se volvió nuestro nido de amor. Nos perdíamos el
uno en el otro, era una locura.
Cada
vez me costaba más esperar a que terminara el espectáculo. La miraba bailar y
me provocaba arrancarle el vestido y hacerla mía ahí mismo. Era como una droga.
Su cabello, la piel suave y fresca, el perfume que emanaba de su cuerpo, se
habían grabado en mi memoria y en mis poros.
Pasaron
varios meses de este amor clandestino, intenso y ella un día me dijo que
viviéramos juntos. Ya no quería trabajar en ese lugar donde un montón de viejos
babosos la miraban y peor tener que acompañarlos en sus mesas y oír
obscenidades.
Me
confesó su amor, quería iniciar una nueva vida conmigo. Esa propuesta me
despertó.
Yo
no podía dejar a mi esposa, mi familia nunca iba a perdonarme el que cambiara a
una mujer de familia por una bailarina de cabaret, era impensable.
Me
sentía acorralado, no quería perderla. Le dije que esperáramos un poco para
ganar algo de tiempo. Empecé a frecuentarla cada vez menos.
Extrañaba
el satín de los velos de sus vestidos, su entrega apasionada, las caricias y
los besos, el perderme en sus caderas y sus pechos. Hacía grandes esfuerzos por
apartarla de mi mente pero la llevaba clavada en el alma.
Una
noche llegué al club y el show ya
había iniciado, esperé en su camerino y apenas me vio rompió en llanto. Estaba
embarazada, lloraba de alegría. Para qué esperar, debíamos partir lejos y ser
felices. No pude contestarle nada. En ese momento me di cuenta de que ninguno
de los dos sabía nada del otro. Nuestros cuerpos se encontraron y fue todo.
Ni
siquiera conocía su nombre real, la llamaba Jade que era su alias y ella sabía
que yo era Sebas pero nada más. Jamás hablamos de nuestra familia, o de mi
lugar de trabajo. Nos dejamos llevar por una pasión desmedida y las
consecuencias estaban ahí.
Le
dije que tenía que salir y que la buscaría al día siguiente para analizar las
cosas y tomar una decisión. Pero no volví.
Un
par de semanas después, le pedí a un amigo que fuera al bar y se fijara si ella
seguía bailando. Jade ya no estaba. Dejé pasar un par de meses y volví una
noche. Una de las meseras me reconoció y se acercó para entregarme un paquete que
Jade me había dejado.
Subí
a mi auto, mis manos temblaban tanto que me costó abrirlo, en el interior había
una carta y una parte de uno de los vestidos que usaba para su danza.
La
carta decía que no le fue difícil entender mi desaparición, leyó en mi rostro
la decepción que me causó saber que estaba embarazada. Para desgracia o
felicidad perdió el bebé de manera espontánea y decidió que esa era una
advertencia que la vida le hacía para empezar en otro lado de nuevo. Se iba muy
lejos.
No
la volví a ver. Decidí dejar a mi esposa
y buscarla pero es difícil cuando alguien no quiere ser encontrado. Solo me
quedó el dolor de saberme amado intensamente y haber huido.
—¿Y
dices que solo sabías su nombre artístico? ¿Jade? —preguntó su amigo.
—Sí
Jade, Jade —lo dijo casi gritando.
Marielis
regresó la mirada hacia aquellos hombres por un segundo y se cortó un dedo, dio
un grito y al ver que ellos se le acercaban salió corriendo.
Llegó
al hostal donde vivía y abrió su baúl. Sacó un pequeño botiquín, desinfectó la
herida y se puso un par de venditas. Al querer poner las cosas en su sitio se
dio cuenta de que había manchado una ropa que tenía acomodada, sacó una a una
las piezas de un ajuar de bebé y un gran vestido de satín de colores cálidos y
muy suaves al que le faltaba una parte.
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