martes, 17 de enero de 2017

Radices

Rosario Sánchez Infantas

Paloma suspiró con desesperanza. «Tener que dictar clases a estudiantes que no quieren recibirlas.», pensó la joven profesora española. No podía distinguir los auténticos de los fingidos en el interminable concierto de estornudos de sus estudiantes. Avanzaba el mes de marzo y en el Valle del Jerte (Extremadura), la temperatura subía día a día, los campos se llenaban de verde, los días eran más luminosos y se derretía el poco hielo restante del pasado invierno; estaba próxima la Semana Santa. Ella evadió aquellos rostros aburridos mirando a través de la ventana las miríadas de flores de cerezo que, semejando nieve, cubrían de blanco al valle; unos meses después aquel millón y medio de árboles producirían las mejores cerezas del mundo.
Durante la semana, los estudiantes habían ido reportando los avances de sus monografías acerca de las diez ciudades más contaminadas del planeta. Este viernes lluvioso le tocó el turno a Hugo, un soñador y despistado adolescente.
El muchacho dio algunos datos pertinentes sobre esa ciudad empresa ubicada a cuatro mil metros de altitud, una temperatura promedio de ocho grados, y una importante planta metalúrgica. Leyó los valores de contaminantes en sangre de los niños lugareños, el contenido del humo despedido por las chimeneas, y los residuos que se vierten al río. Paloma lo escuchaba en un segundo plano, pues nítidamente oía preguntarse a sí misma: «¿A qué hora termina esta bendita clase?». Con gran esfuerzo disimuló un bostezo. Hugo seguía leyendo sus apuntes y algunas noticias policiacas del lugar. La profesora miraba el reloj una y otra vez deseando que sonara el timbre de la salida.
«La verdad, después empecé a explorar los diarios de esa ciudad. ¡Pasan cosas tan inusuales en ese lugar! Escuchen lo que encontré…». Mientras Hugo describía un rito pagano con visos prehispánicos, Paloma meditaba sobre su vocación como docente. ¿Era un bajón anímico, una crisis existencial o no servía para docente? Hacía mucho que todo tenía sabor a rutina; sentía que duraba y no que vivía.
Antes que ser interrumpida por los estornudos atribuidos al polen primaveral, la profesora decidió que Hugo siguiera contando acerca de un homicidio sin resolver en La Oroya, pues los muchachos parecían estar atendiendo. Instruyó a sus alumnos presentar, al final del relato, un listado de cinco inferencias deducidas de la narración de su compañero. Volvió a dar la palabra al muchacho, instándolo a ser sintético.
«¡No, la falta de motivación no es solo en el colegio! Aparentemente tengo todo para ser feliz. Mis padres me adoran, estoy nombrada como docente, amo a Eduardo y me siento amada por él, tengo pocos pero buenos amigos. Sin embargo, he llegado a sentirme como un animal enjaulado. Dentro o fuera de casa me he sentido desubicada. Sigo viviendo, pero la rutina es como una pesada capa que arrastro por el mundo».
«Entonces decidí usar mi cerebro»  –comentaba Hugo en ese momento, produciendo una gran carcajada entre sus compañeros–. Es decir, quise hacer deducciones a partir de lo que sabía –precisó ante el ceño fruncido de Paloma–. Me pregunté a dónde habrían llevado los policías los dos cráneos hallados. ¡A la morgue! Si había desaparecido un cráneo, lo habían sustraído de la morgue».
El tedio se apoderaba de Paloma, miraba anhelante el gran reloj en la pared.
…«los niños de una escuela de La Oroya habían ido de paseo a la Hidroeléctrica de Malpaso y se disponían a regresar pues se anunciaba una tormenta eléctrica. Un estudiante de ocho años trepó por una torre de alta tensión para rescatar a su cometa y cayó fulminado por un rayo. Los peritos de la policía, informaron que la descarga eléctrica había dejado expuestos unos restos óseos que fueron llevados a la morgue de La Oroya para ser investigados. Trascendió que existen tres hipótesis: serían restos de la Matanza de Malpaso, de un asesinato reciente o de algún entierro precolombino» –leía Hugo.
«¡La matanza de Malpaso! ¿Qué es eso? ¿Dónde he sabido yo de ella? ¿Por qué siento esta opresión en el pecho?» –Se preguntó Paloma mientras sentía un sudor frío.
Hacía mucho que sus alumnos habían dejado de estornudar y atendían a Hugo. Paloma doblegó su espíritu del deber: «No va a pasar nada porque Hugo hable los diez minutos que quedan. Pero, ¿qué dijo este muchacho? Malpaso… la matanza de Malpaso…yo he sabido de ella… ¿por qué me siento al borde de un abismo? ¡Eh! ¡Por fin algo me vuelve a interesar!»  
Hugo elucubraba sobre el destino de un joven estudiante desaparecido en La Oroya. Sus compañeros hacían hipótesis al respecto. Paloma se esforzaba en recordar dónde había escuchado sobre Malpaso. Solo escuchar ese nombre, la estremecía.
Cuando por fin sonó el timbre que anunciaba la salida, la profesora pidió a los chicos entregar las listas solicitadas. Todas las hojas estaban en blanco; dispensó la tarea pendiente, los instó a estar más atentos en clases y a terminar sus monografías en las vacaciones de semana santa.
Hugo ya se retiraba cuando Paloma lo alcanzó y le ordenó que cada noche, a más tardar a las nueve, le enviara los avances para su monografía. No supo exactamente por qué lo había hecho. Haber escuchado sobre la matanza de Malpaso, le generaba una desazón que no se acababa de explicar.

Ya de vacaciones, Paloma sintió aflorar con fuerza el malestar que venía experimentando soterradamente. Siempre había tendido a la introversión pero era sociable y equilibrada; se sabía feliz y estaba segura de que lo iba a ser más aún casándose y teniendo su propia familia. Trató sistemáticamente de identificar desde cuándo sentía el agobio de la rutina.
Fue recordando indicadores sutiles que mostraban que no disfrutaba como antes la forma de vida que llevaba. «¡Claro! Cuando viajamos a Cabezuela del valle a conocer a los padres y a la familia numerosa de Eduardo, ¡sentí una gran orfandad! Como si no me bastara el amor de mis padres. Lamenté no haber conocido a los abuelos, muertos antes de que yo naciera».
Mientras Hugo y su primo Marcos aprovechaban la semana santa jugando en la casa de este, el padre del primero abrió por error la carpeta “La Oroya” que el adolescente guardaba en la carpeta Escritorio de la computadora familiar. Le impresionaron los nombres de los archivos: La tumba del relámpago, Matanza en Malpaso, Contaminación: 2,300 km2, Linchado obispo ecologista, El culo del mundo, Gigante en agonía, entre otros. Había actualizaciones de blogs, artículos científicos, noticias, archivos de fotografías, etcétera. Sorprendido abrió un archivo, y otro y otro.  Leyó pasmado sobre osamentas robadas en el cementerio para ser empleadas en rituales de magia, robo de joyas en recientes entierros o la extracción de grasa humana con fines kinesiólogos y curanderismo; así como información sobre asesinatos y desapariciones en la ciudad peruana llamada La Oroya. Terminada la semana santa fue a buscar a Paloma y le llevó virtualmente dicha carpeta que le perturbaba tuviese su hijo. La profesora lo tranquilizó justificando el interés del muchacho en la monografía que debía realizar y en su espíritu soñador. Leer aquella información no hizo sino incrementar la desazón que experimentaba la profesora.  No se explicaba bien lo que sentía respecto a esa ciudad y a la represa de Malpaso que la abastecía de agua. Durante el día, Malpaso aparecía en su mente en cualquier momento; en las noches tenía problemas de sueño, pues se ponía a elucubrar y se despabilaba totalmente. Creyó que se le había movilizado algún asunto irresuelto de su propia vida. Pero ¿qué podía ser? Hasta antes de la visita a los familiares de su novio, ella siempre había ido por el mundo sabiéndose ave de cielo abierto.
Buscó mucha información sobre La Oroya y sobre Malpaso. Los médicos enfatizaban acerca de la salud: los trabajadores estaban expuestos al plomo y sus secuelas cerebrales, hepáticas, renales y óseas; al sílice que destrozaba sus pulmones; al arsénico que carcomía sus neuronas; o a los diversos tipos de cáncer, fáciles de ser confundidos con la temprana muerte natural de un obrero a inicios del siglo veinte. Supo del sindicato de trabajadores, muy bien organizado, que había arrancado beneficios en grandes luchas pero las condiciones de vida de los obreros eran todavía muy insalubres. Los sociólogos veían en esa ciudad un modelo de estratificación social: El staff lo integraban los administrativos, los jefes de planta de la empresa metalúrgica y los directivos de su hospital. Casi todos ellos eran extranjeros, ganaban en dólares, vivían en hermosas residencias en una villa exclusiva distante de la fundición de metales. Tenían su propia iglesia, clínica, clubes, campo de golf, educación en inglés para sus hijos, movilidad personal y hasta cementerio de élite. Los cinco mil obreros, cuando tenían suerte, se hacinaban en los campamentos de la empresa: cuartuchos, compartidos con sus esposas e hijos. Cuando no la tenían habitaban tugurios que trepaban por los cerros sin saneamiento básico. Alrededor de ellos, profesionales y empleados de diversas partes del Perú y muchos comerciantes para las diferentes y abundantes necesidades en una ciudad ubicada en el páramo
Paloma conoció de las marchas de sacrificio, desde La Oroya hasta la capital del Perú, a lo largo de casi doscientos kilómetros pasando por lugares inhóspitos cercanos a los cinco mil metros de altitud para ser reprimidos violentamente por la policía, una y otra y otra vez. Imaginar esa represión contra los obreros le produjo un profundo desconsuelo llegando a pensar que se trataba de un déjà vu. Por ello, compulsivamente, siguió buscando información sobre La Oroya y sobre la matanza de Malpaso.
Revisó papers, noticias, fotos e historia. Conoció la cotidianidad de esa, la empresa metalúrgica más grande de Latinoamérica del siglo XX. Supo que tras la guerra Perú-Chile, trabajar en dicha compañía era un anhelo de los campesinos pobres, aunque su esperanza de vida fuera de cuarenta años. La historia oficial peruana, en nombre del desarrollo y los valores democráticos y católicos, justificaba que los sucesivos mandatarios defendieran a los inversionistas, en contra de los campesinos y obreros. La literatura y la historia no oficiales, le mostraron que la empresa norteamericana inició la gran minería usurpando tierras, contaminando ríos, lagos y cultivos agrícolas; obligando así a los comuneros a terminar siendo asalariados suyos. Conocer que los obreros sufrieron condiciones de vida insalubres, confinamiento, persecución y muerte ante los intentos de organización y lucha por sus derechos, le produjo una honda tristeza. Mientras más sabía Paloma, se profundizaba la inquietud que sentía. Mientras más sabía, se profundizaba su inquietud. ¡Cuánto la indignaron el rol de la policía, el ejército y la Iglesia!
Las redes sociales le mostraron que nadie tiene recuerdos ingratos de esa ciudad. Se recuerda a la familia, los amigos, los amores, las abundantes fiestas en cada estrato social, las procesiones, los campeonatos, los desfiles, la mercantil y los rodeos de los “gringos”. Solo la academia recogía las quejas, estudios y recomendaciones para enfrentar la contaminación y sus efectos. Paloma se afligió al saber que de poco sirvió, al pueblo peruano, independizarse de los conquistadores españoles: los gobiernos aristocráticos mantuvieron por mucho tiempo una minería tan rudimentaria como en la colonia y en el virreinato. Así, escuchó conmovida la música latinoamericana que recogía el triste destino del obrero andino por las condiciones inhumanas de trabajo.
Entre el abundante material leído, Paloma accedió a la actualización de un blog sobre poesía y narraciones de La Oroya. Un fragmento del relato de un lugareño la impactó sobremanera: …«En esas noches que pasaba sola doña Amanda, se encerraba en el diminuto cuartucho de materiales reciclados colindante con el corral, se encomendaba a la calavera de su padre, la que guardaba en un viejo baúl, y se disponía a dormir. Había muchos a quienes temer: los ladrones de ganado, los asesinos que buscaban la grasa humana para abastecer a los aviones, las almas de los que murieron en accidentes de esa carretera, y los antecesores de los incas, cuyos huesos resecos a veces habían encontrado en las cuevas aledañas. Todos ellos eran conjurados por aquel cráneo recuperado por su abuela, la viuda del minero atravesado por una bayoneta en la represa de Malpaso. Había sido fácil desenterrar el cráneo pues, los veintisiete obreros masacrados en la huelga de 1930, no pudieron ser enterrados dentro del cementerio. Lo impidió el sacerdote administrador, por haber muerto sin confesión.»
Investigó sobre la I Huelga general de trabajadores de la Cerro de Pasco Corporation y del I Congreso Minero en La Oroya, en 1930. Era la primera vez que los peruanos se enfrentaban a la omnipotente empresa. Cuando los trabajadores de la represa de Malpaso marchaban a festejar esta victoria, veintisiete de ellos fueron muertos por la policía y funcionarios de la compañía. Le sucedieron el encarcelamiento y el exilio de los dirigentes regionales y nacionales.
Mientras su compañero imaginaba que ella dedicaba su tiempo a un amante, Paloma se decidió a estudiar un postgrado en historia. En tanto empezaban sus clases leía desordenadamente sobre el Perú: acerca de la conquista española del imperio incaico, sobre los cuarenta años de la resistencia inca y el triste destino de las princesas incas. En el otoño disfrutó mucho las Jornadas sobre Extremeños en América en los siglos XVI y XVII. Con algunas pistas y estrategias ad hoc los sábados comenzó a explorar el archivo de Trujillo.
En tanto profundizaba sobre estos hechos se fue sumiendo en una franca depresión. Con la ayuda de un psicólogo llegó a la conclusión de que, la peculiar y trágica historia de los incas había incidido en su desarrollada sensibilidad. Además experimentaba culpa porque sus compatriotas conquistadores hubieran colapsado dicha sociedad tan próspera, y dejado a sus súbditos expuestos a cualquier vasallaje. Se convenció de que eran sus características de personalidad y valores prosociales los que la habían llevado a este estado. No había más, eso era todo.
La víspera del día de la Epifanía, por un error, Paloma abrió el archivo virtual de las partidas de nacimiento del siglo XX en lugar de las del siglo XVI. Molesta por el error, pulsó un año al azar y se dio con una inscripción de nacimiento por adopción con adquisición de la nacionalidad española. Anexado a ella aparecía una acta visada por la Oficina de Migraciones del Perú, la cual daba cuenta de «la adopción y posterior salida del Perú de la niña Catalina Carhuaricra Poma, nacida en Malpaso - La Oroya - Junín el 21 de marzo de 1925». Según el manuscrito, la madre de la menor murió al nacer esta, y su padre fue victimado en la masacre de Malpaso el 12 de noviembre de 1930. Al pie del documento aparecían los pertinentes nombres, firmas y huellas dactilares. «Testigos de la adopción: José Montero, dirigente obrero de Malpaso, natural de Concepción; y Esteban Pavletich, político, Presidente del Comité Revolucionario del I Congreso Minero de La Oroya, natural de Huánuco. Padres adoptantes, casados y naturales de Trujillo-Cáceres-España: don Pablo Solís Ávila y doña Leonor Trejo de Solís».

«¡La abuela Catalina!» –dijo conmovida Paloma. Recordó, entonces, su inexplicable gusto por las aves silvestres de un libro de cuentos, que luego supo eran andinas, recordó cómo la conmovía el aroma de los muebles heredados de la abuela, algunas expresiones atípicas que usaba su madre. «Palomitay, decía y el corazón se me inundaba no sé de qué. Mis padres me dieron alas, ¡faltaron las raíces!» –dijo Paloma. Sintió una gran paz. 

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