Nora Llanos
El
ladrido de perros furiosos nos despertó bruscamente una madrugada… parecían ser
varios, tal vez peleando por un bocado para calmar el hambre o disputándose los
favores de alguna hembra en celo… los ladridos se escuchaban demasiado cerca,
parecían provenir de nuestro jardín delantero. Ya habíamos tenido una experiencia similar un
día cuando varios perros grandes atacaron a uno pequeño que se refugió entre
los arbustos y aunque con algunas heridas, felizmente salió bien librado gracias
a nuestro auxilio. En aquella oportunidad, mi gran cariño y respeto por los
perros fue puesto a prueba… ver al mejor amigo del hombre, actuar con tanta
violencia y saña, hizo tambalear mis convicciones.
- ¿Un animal siempre será un animal dominado
por el instinto? -me preguntaba.
El
recuerdo de ese episodio me sacó de la cama de inmediato, dispuesta a espantar a los perros y defender a
la nueva víctima; en ropa de dormir,
descalza y aun con ojos cargados de sueño, salí al jardín e inmediatamente vi a
cuatro perros, de ésos que llamamos callejeros, casi rodeando uno de los
árboles, en una de las esquinas; rabiosos, alterados, ladrando a más no poder…
uno pequeño, de carita graciosa y pelo encrespado, luciendo un absurdo chalequito
de colores, prueba irrefutable de que se trataba de una mascota, permanecía
fuera del jardín, en actitud expectante y temerosa… ¿cómo fue que este pituco pequeñín se había
unido al grupo de pandilleros y había logrado que lo aceptaran?... seguramente había demostrado ser muy sumiso y
se había resignado a ser el último eslabón en la manada… ¿no era tal vez el
mismo que rescatamos de aquella pandilla y de la cual ahora formaba parte?
Un
poco sorprendidos por mi presencia, los perros se dispersaron al oír mis
gritos, pero no se fueron muy lejos… se apostaron a unos quince metros de la
casa y desde allí observaban fijamente mis movimientos, como una jauría en
espera, listos para el ataque… midiendo a su víctima. Sentí un poco de temor, no eran mascotas del
vecindario (excepto por pituquín) eran fieras acosando a su presa.
Revisé
el jardín y no encontré nada –qué extraño– me dije, tal vez un ratón, una rata
o un pájaro… pero en ese momento escuché un gemido lastimero… -maoooou- era un
gato –pobre, tremendo susto que le han dado- pensé -menos mal que los gatos son
ágiles y rápidos… no son presa fácil. Más tranquila, regresé a la casa y me dispuse
a volver a la cama, un poco enojada con los perros, repitiéndome una y otra vez
–son perros… son animales… es su
instinto… no son malos.
Ya
bajo las mantas y dispuesta a retomar el sueño, sentí nuevamente los
ladridos y ésta vez salí aún más rápido…
dos, huyeron seguidos por “pituquín”… los dos más grandes, de raza indefinida, todavía
estaban en la esquina del jardín, podían
ser peligrosos, pero mi pena por la pobre víctima pudo más que la prudencia y
me acerqué un poco, pensando que este gato estaba siendo muy tonto al quedarse
en un lugar tan inseguro -¡FUERA, FUERA!
–gritaba lo más alto que podía, pero los perros no obedecían, respiraban
agitados y me lanzaban miradas amenazadoras… de pronto me di cuenta de la
situación… no era un gato, ¡era una gata
defendiendo a sus gatitos!… los ojos brillantes, las pupilas dilatadas, el pelo
erizado y el pequeño cuerpo encorvado, protegiendo a los recién nacidos que se
agitaban inquietos en medio de unas ramas, sobre un montón de hojas secas, papeles
y trapos… la joven madre exponía su vida
en lugar de huir, lista para soltar el
zarpazo a la nariz y ojos del perro que se acercara más de la cuenta, así como
dicen que hacen los gatos cuando se ven acorralados; la gata emitía ese sonido peculiar que parece
un murmullo sordo, seguido de un chispazo…
el corazón me dio un vuelco y me recorrió un escalofrío… ¿cómo me
sentiría yo si mis hijos estuvieran en semejante peligro? y el solo pensarlo,
me estremeció de pies a cabeza…. a mi alcance había una rama y la azoté contra
el suelo y los arbustos cercanos para atemorizar a los perros que, ésta vez sí
salieron huyendo… pero llevando, uno de ellos, un gatito negro que se retorcía
entre los dientes malvados, en los últimos estertores de su cortísima y trágica
vida. ¿Cuántos gatitos le robaron?... no
lo sé… solo sé que la gata, asustada y temblorosa, maullaba desconsolada,
incapaz de hacer nada. Por un breve
instante nuestros ojos se encontraron en la semi penumbra… los suyos
desorbitados, todavía brillantes… los míos húmedos y espantados; cerré la reja del jardín y me quedé quieta,
con un nudo en la garganta.
-Michi, michi, michi…. ven michi… ¿estás
bien?
-Maaaoooouuuuu…auuuuu
–contestó ella…
… ya
no volví a la cama… me quedé atenta, dentro de la casa, al pie de la ventana,
lista para salir, pero los perros no volvieron a terminar la matanza…
Temprano
al siguiente día encontramos a la valiente madre, cómodamente instalada en una esquina
del jardín interior, protegido por el muro que resguarda la casa. Ahora
podíamos verla bien… era una gatita romana, pardo-atigrada, con hermosos ojos
verdes. La observamos, desde lejos,
amamantar a sus hijos, procurando no acercarnos para evitar asustarla y
dejándole a cierta distancia, comida y agua, evitando así toda relación directa
con ella o los gatitos. Allí estuvo
algunos días, pero tal vez encontró un lugar más seguro y un buen día, no la
vimos más… se llevó con ella a los dos hijitos que logró rescatar.
Pasaron
cuatro o cinco meses desde aquel triste momento y una noche, después de una
caminata, ya en la recta final que
conduce a mi casa, sorpresivamente una
sombra me salió al encuentro, sobresaltándome; me quedé paralizada en mitad de
la pista; era sin duda un gato techero…
permanecía inmóvil, a escasos tres o cuatro metros, la mirada fija en mí… al principio no me
atreví a dar ni un solo paso, temiendo que pudiera atacarme, pero luego me di
cuenta que su actitud era de sumisión y espera…
-¿Eres
tú? –pregunté
-Miau,
miau –respondió… se quedó unos breves segundos mirándome y luego de un ágil
salto trepó al muro más cercano, de allí a un techo y se perdió en la distancia. Aquella
noche, en un programa de televisión presentaron a una cantante de moda llamada Mischa,
joven de mirada penetrante y voz arrulladora…
y así, sin pensarlo dos veces, la
valiente madre quedó bautizada… MISHA… perfecto.
Durante
un tiempo Misha rondaba por los alrededores de nuestra casa, sin acercarse
demasiado, pero dejándonos saber que allí estaba…
-¡Hola
gatita!... ¿ya crecieron tus hijitos?... ¿dónde están?
-Miau,
miau –respondía alegremente Misha.
… un
día la encontré sentadita en el jardín, esperando mi llegada… estaba muy quieta
y callada.
-¡Misha…viniste!…
¡qué bien estás, has engordado!… ¿la vida es buena?
-purrrrrr,
purrrr –responde y se acerca confiada...
-Ven
acá gatita… ven…. ¡Oh no, no estás gordita… estás preñada!... ¿otra vez
Misha?... acaso no has aprendido la lección?... ¿no sabes que ser madre es muy
doloroso, además de difícil?; ¿qué vas a hacer?... ¿dónde tendrás a tus hijos y
cómo los defenderás de los perros? Ya sé, no me digas, te encontraste a un gato
muy guapo y no pudiste resistir la tentación… la misma historia de siempre… un
rato de diversión, nueve meses (¿o son tres?) de sacrificio y otros tantos de
angustia… pobre Misha… tienes hambre, ¿cierto?... sí, cuando estamos esperando
un hijo sentimos hambre todo el tiempo y mucho sueño… menos mal que eres gata y
puedes dormir todo el día… te voy a dejar un platito con comida en el jardín de
atrás, bajo el árbol grande, como antes… pero no hagas ruido… es un secreto
entre tú y yo.
-Miau,
miau… prrrrr –responde Misha y me rodea con pasitos delicados, frotando su
cuerpo suave y flexible contra mis piernas y levantando la cabeza para mirarme.
Le acaricio la frente y se rinde confiada, se tiende en el suelo, dejando a mi alcance y
descubierta la panza palpitante de vida.
A
partir de ese momento, Misha nos visita todos los días… el platito de comida
nunca falta… come y duerme entre las ramas del palto, mientras la naturaleza
hace su tarea y la panza crece, crece. Ya no se aleja mucho, cada día está más
pesada, trepar al muro le cuesta trabajo; sabe que ya no puede confiar en su
agilidad felina y opta por quedarse entre los arbustos del jardín, esperando la
noche.
-Pobre
Misha, ¿qué pasará con ella ahora que nos vamos de vacaciones? –le dije a mi
esposo.
-Ella
sabe cómo sobrevivir… pero le encargaremos al jardinero que le llene el platito
cada vez que pueda.
Una
semana después partíamos de viaje, dejando un gran frasco lleno de comida para
Misha y el encargo al jardinero… también una vieja canasta con algunos
trapos, estratégicamente ubicada entre
las ramas del palto… tal vez le serviría para proteger a los gatitos que ya
estaban próximos a nacer. Era inevitable sentir pena y preocupación… ¿la
atacarían los perros?... ¿podría defenderse?...
Tres
semanas después volvíamos a casa después de unas largas y descansadas
vacaciones… el primer pensamiento cuando abrí la puerta de nuestra casa, fue MISHA…
salí al jardín y con ayuda de un banco revisé la canasta… estaba vacía y no
parecía haber sido ocupada… pobre Misha, ¿qué habrá sido de ella?...
Algunos
días más tarde, apareció en el jardín interior… ¡qué delgada estaba!... daba
lástima mirar el pequeño cuerpo mostrando las costillas, el pelaje opaco y la
mirada huidiza…
-¡Misha!...
¿cómo estás?... ya no tienes panza… ¿dónde están tus hijitos?... no me digas
que te los robaron otra vez… mírate, estás tan flaquita… ¿tienes hambre?…
espérame, te traigo un platito y un poquito de agua…
-Miau,
miau, miau –responde Misha mientras repite el ritual de rodearme y frotarse
contra mis piernas.
-Mañana
vienes, ya sabes donde dejo el plato… ¡a ver si engordas un poquito y a ver si
aprendes la lección, Misha!... ser madre es solo para valientes, especialmente
si eres gata… ¡ya estuvo bueno!
Durante
tres o cuatro días la gata puntualmente me esperaba en el jardín interior,
sentadita en el muro contra el cual se recuesta el enorme palto. Come con
avidez, toma un poco de agua y luego igual que siempre, me rodea como una
delicada bailarina ejecutando una danza, antes de tenderse para recibir unas
cuantas caricias, dejando a mi vista las mamas henchidas, rebosantes de leche, en señal de absoluta confianza. – ¡Estas cargadita de leche, Misha!... eso
quiere decir que estás amamantando… ¿dónde están tus hijitos?
Nada
nos había preparado para la sorpresa que nos daría una semana después. Temprano
en la mañana sentí su llamada suave –miauuu, miauuu- y al abrir la puerta que
conduce al patio trasero, quedé muda de sorpresa… allí estaba Misha sentadita
justo delante de la puerta, con dos gatitos pequeñísimos idénticos a ella… uno
a cada lado, como posando para una fotografía.
-¡MISHA!...
-Miau,
miau, miau –aquí están mis hijitos- parecía decir la orgullosa madre -mira qué bonitos
son, se parecen a mí ¿cierto?
-Qué
lindos gatitos Misha… son igualitos a ti… ¿solo tuviste dos o te los volvieron
a robar?...
¿Dónde los tenías?... escondiditos seguramente ¿no?... todavía no
saben comer… tú tienes que comer bastante y tomar mucha agua para que tengas
leche… espérame que te lleno los platitos. ¿Como los has traído si aún no saben
saltar, ni correr?... uno por uno, claro… y ahora tendrás que volver a
llevarlos al mismo sitio… seguramente es un buen lugar… ay, qué dura es la
vida, ¿no?
-Miau,
miau, miau…
Misha
come hasta saciarse y luego se tiende sobre el pasto, casi a mis pies y
amamanta a sus hijos, permitiéndome gozar de uno de los actos más hermosos de
la naturaleza… alimentar con el propio cuerpo a un ser vivo absolutamente
indefenso, para mantenerlo con vida, en un acto de amor increíblemente
maravilloso e incondicional. La emoción
me embarga y no puedo evitar recordar mi propia experiencia de madre y vuelvo a
vivir la sensación incomparable del líquido alimento, tibio, incontenible como
un río que se abre paso dentro de mi pecho y se desborda ante el reclamo del
hijo hambriento.
Las
sorpresas no habían terminado con Misha… una semana después nos esperaba en el jardín
con ¡cuatro gatitos!… por alguna razón
que solo ella sabe, había esperado una
semana para traer los otros dos que ahora nos presentaba, entre ellos el único
totalmente negro y con los bellos ojos verdes de Misha. Pero eso no era todo… detrás del palto,
agazapado y expectante, un hermoso gato negro de ojos azulados nos observaba
con desconfianza… Misha, qué buena madre y qué buena compañera eres… luchadora
y protectora hasta el fin – pienso.
-¡MISHA!...
¡ahora sí que la hiciste!... no solo son cuatro críos, sino que además trajiste
al padre… y la verdad que está bien guapo… ¡estamos en problemas!
-Miauu,
miauu- responde con voz tierna y ojos dormilones, la pequeña sinvergüenza.
Esta
vez, mi esposo me miró muy serio… yo sabía que no quería que tuviéramos
mascotas y los gatos no son sus preferidos (tampoco los míos), pero ¿cómo no conmoverse ante la imagen de la
joven y valiente madre y sus cuatro crías, rodeándome con sus pasitos delicados,
la cola en alto, sus ronroneos y mirada tierna, en tanto los mininos tratan de
imitarla, ofreciéndome un espectáculo absolutamente encantador? ¡Yo ya estaba perdida!... no podría
ignorarlos.
Pocos
días después Misha se instaló con sus hijos en nuestro jardín, debajo de unas piezas
de madera que les proveían seguridad contra los perros. El gato negro se
mantenía cerca, pero no le permitíamos comer con Misha y los mininos… -Ya es grande, fuerte y está acostumbrado a
buscarse la vida –decía mi esposo- cuando la madre deje de amamantarlos también
tendremos que evitar darle comida para que no olvide como buscarla por sí misma.
Han transcurrido ya casi cinco meses desde que Misha trajo a sus hijos y los dejó en nuestro jardín… durante ese tiempo gozamos de verlos crecer, de sus travesuras y ternezas… y sufrimos cuando dos de ellos desaparecieron sin dejar rastro… y también cuando MISHA se fue, dejando a Negrito y Mishita, los sobrevivientes, a su suerte… tal vez sabiendo que de alguna forma, nosotros los protegeríamos.
Ya
están fuertes, corren velozmente por los muros y se trepan al palto, aún no han
aprendido a conseguir su alimento… duermen acurrucaditos en una esquina de
nuestro patio, en una cajita de cartón, sobre una silla mullida, muy juntitos
para darse calor. Han aprendido a
cuidarse de los perros y tan pronto sienten un ladrido, se trepan al muro o se
esconden entre las ramas del palto y desde allí observan a su alrededor, con
las orejitas tiradas para atrás, a fin de captar el más leve rumor y las
naricitas respingadas al viento, en
busca del olor a peligro. Cuando notan
nuestra presencia, se sienten más seguros y se aventuran a corretear por el
jardín, suben hasta una pequeña ventana que da a la cocina y desde allí nos
observan, siguiendo cada uno de nuestros movimientos dentro de la casa.
Misha,
todavía ronda por nuestro jardín… algunas veces seguida por el gato negro. Nos
observan a cierta distancia, saben que no recibirán comida… deben continuar
luchando por sobrevivir… libres, dueños de su mundo. Los observaremos a la
distancia, deseando siempre que estén a
salvo y si llega el caso, dispuestos a
salvarlos de cualquier peligro. El
tiempo vuela, pronto Mishita y Negrito serán adultos y deberán partir… o tal
vez escojan vivir como hasta ahora, no
tan cerca… no tan lejos…. recibirán afecto, protección y alimento, pero solo lo
suficiente para que su instinto de sobrevivencia no se pierda… deben aprender
a luchar por su vida y disfrutar su
libertad…
Qué tierna historia. Deja una sensación de calidez. Me encantan los gatos y tengo un cuento sobre Caruso, que lo mataron 4 perrazos. Escribes muy hermoso. Un mensaje sobre el buen trato a los animales indefensos. Optimista y con feliz final!
ResponderEliminarQué tierna historia. Deja una sensación de calidez. Me encantan los gatos y tengo un cuento sobre Caruso, que lo mataron 4 perrazos. Escribes muy hermoso. Un mensaje sobre el buen trato a los animales indefensos. Optimista y con feliz final!
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