Susana Arcilla
Ernesto Sandoval fue al mar una tarde
de mucho calor, se metió a nadar para pensar un rato y distenderse. El agua
fría le dio en el cuerpo como una cachetada. De repente, una ola gigante lo
envolvió y -a pesar de todos los esfuerzos- no consiguió salvarse. Murió
ahogado. La playa quedó muda; ni las olas ni la espuma avisaron que había un
accidente, las nubes siguieron su camino hacia el sur atravesadas por los rayos
del sol, la arena caliente fue testigo mudo de lo irremediable.
Adriana García decidió finalmente separarse de
su marido. Lamentando que no habían tenido hijos, se llevó todas sus cosas
personales y salió de la casa para no volver, dando un golpe fuerte a la puerta…
-¡Tenemos que resolver esto! -le había dicho a su marido el día anterior-
¡No podemos seguir así!
- ¡Hacé lo que quieras! ¡Ya no te
aguanto más! -su tono despreciativo y su cara amargada anunciaban el peor final.
La casa que habían compartido –esos
años- nunca alcanzó a tener el color y el olor de un hogar, por una cosa u otra
siempre los obstáculos prevalecían sobre las soluciones y se hacía muy difícil
el camino de a dos. ¿Para qué seguir sufriendo?
En el mismo momento -en otro lugar de
la ciudad- Ernesto decide separase de su
pareja. A pesar de todos los intentos no pudo salvar la relación, decidió irse
y de un portazo dejó atrás su pasado reciente. Por suerte no tenían hijos en
común, lo que facilitaba el desenlace.
- ¡Fuimos muy felices nosotros! ¡No sé
qué te pasa ahora! -su compañera no podía creer que tomara esa decisión.
- ¡Esto no va más! ¡Me cansé de remarla
solo! Lo lamento –le contestó Ernesto con tristeza, bajando su rostro para no
mirarla. Ya no había retorno.
No sé si había sido la inmadurez de
él lo que empañó el proyecto de vida que
tenían juntos, pero si algo era cierto es que la relación no daba para más. La
certeza que tenía en el momento de marchar lo consoló de alguna manera, pensó
que estaba obrando bien.
Tanto Ernesto como Adriana empezaron a
hacer “vida de solteros”, inaugurando una independencia ya olvidada. Cada uno
vivía solo en un pequeño departamento y después de trabajar toda la semana
disfrutaban de las noches de viernes y sábados como cuando eran adolescentes; no
se conocían, pero vivían en la misma ciudad. Ambos trabajaban en el comercio,
en la atención al público. Habían armado el departamento de solteros de acuerdo
a sus gustos, no tenían horarios ni presiones; con el tiempo creyeron que esa
era la vida perfecta y que nunca terminaría.
Adriana le dio paso al gusto personal
para decorar todo el departamento, eligió el rosa y blanco; contrató un delivery de
comidas para el mediodía y de noche se arreglaba con un té y galletitas.
Aprovechó para dedicarse a su persona: cosmetóloga, depiladora, peluquera,
compras de ropa, era el circuito acostumbrado cada mes, después de cobrar su
sueldo. Todo era una novedad para ella ahora; pensar que estuvo ahorrando con
su pareja anterior para comprar un autito nuevo… Lo recordaba y sonreía: eso ya
no existía ni existiría jamás.
Ernesto ni sabía que podía decorar su
departamento nuevo. Como caían las cosas ahí quedaban; se respiraba un desorden
“organizado” en función de sus necesidades. Amaba el deporte y entonces se iban
sumando en el piso: bicicleta, patines, aros de básquet, pelotas, raquetas…Comía
en forma esporádica y sin horarios, sus amigos lo invitaban a “asados de solteros y separados”
algunas noches; tenía la heladera llena de imanes de rotiserías[1]
para los apuros. No era la limpieza una gran protagonista de su pequeña casa,
pero era feliz.
Una noche de sábado –la menos pensada-
Ernesto y Adriana se encontraron de casualidad en un boliche, se sintieron
atraídos mutuamente a primera vista; tomaban alcohol mientras bailaban, las
luces fuertes como rayos y la música al
más alto nivel los ametrallaban en la pista resaltando sus cuerpos, danzaron
hasta quedar exhaustos. Vivir el momento en su máxima intensidad era la fórmula
que habían encontrado para sentirse bien.
- ¡Qué bien se te ve! ¿Cómo te llamás?
¿Dónde trabajás? ¿Nos hemos visto antes?- se apresuraba Ernesto, sin darse
cuenta que para conocer a Adriana
necesitaba más tiempo y menos ruido.
- ¡Todo bien!, pero no te escucho ni
te veo… ¿Por qué no vamos a un lugar más tranquilo? -contestó Adriana, tratando
de alargar las horas para quedarse con él; le había gustado.
Como los dos iban a volver –cada uno
por su lado- a dormir a sus respectivos departamentos
y no estaban tan sobrios como para conducir, decidieron tomar un taxi y pasar
el resto de la noche juntos en el departamento de Adriana. Ernesto dejó su auto
estacionado en el boliche con intención de volver al otro día a buscarlo. La
verdad era que no le preocupaba mucho su vehículo en ese momento.
La soledad, los fracasos anteriores y
el alcohol suelen ser una mala
combinación en la madrugada.
- ¿Querés que hagamos el amor? –preguntó
él seguro de la respuesta.
- ¡Nada me gustaría más para terminar
esta noche fantástica que hemos pasado! -le susurró Adriana al oído, en
apretado abrazo.
De ese encuentro furtivo, y salvador a
la vez, surgió un embarazo impensado. Fue un hermoso regalo que les dio la vida
sin que ellos se lo pidieran.
Por supuesto que Ernesto no estaba en
condiciones mentales ni espirituales de aceptar a la nueva vida que llegaba. No
estaba seguro de afrontar la responsabilidad de ser padre así de pronto, y
menos de una relación casual. Después de todo no la conocía. Así que amparado
en el anonimato –dado que de día nunca se habían cruzado- decidió no hacerse
cargo. Cuando Adriana le contó la “bendita novedad” por teléfono se mantuvo
firme y decidió no involucrarse. Pasó dos años trabajando de día y reventando
las noches de los fines de semana, como si todas fueran las últimas que iba a
vivir.
Adriana se hizo cargo del embarazo y después
de la crianza del bebé; el hermoso varón nació sano y alegró sus días.
Dedicarse a tiempo completo a su hijo le cambió la vida; tenía alguien a quien
amar, a quien cuidar, el sentido de la vida se le hizo manifiesto en esa
criatura divina. Se había realizado su sueño de ser madre y lo estaba
disfrutando sin grandes expectativas, sólo vivir el día a día al máximo nivel
le bastaba.
Al cabo de dos años, las autoridades
municipales consideraron que era necesario preparar a todos los vendedores de
la ciudad para la atención de los turistas. Hubo un curso de capacitación –obligatorio-
para empleados de comercio, que duró dos días completos, en la sala de
conferencias del mejor hotel de la zona. Para muchos era la primera vez que
entraban al lugar, un lujo impactante del que sólo disfrutaban los turistas más
ricos –especialmente europeos- que llegaban a la ciudad. Mucho confort, grandes
espacios alfombrados, arañas gigantes colgaban de los techos, sillones
mullidos, mesitas ratonas con revistas caras que mostraban más glamour todavía.
Allí se volvieron a ver; por supuesto que Adriana
llegó con Lautaro, su costumbre era llevarlo a todos lados con ella.
- ¡Ché! ¿No te das cuenta que el
pendejo tiene tu cara? ¡Los mismos ojos, boludo! –a la hora del descanso los compañeros
empezaron a sugerirle, de mil maneras, que sería bueno hacer un ADN a fin de
darle a ese niño un padre como Dios manda.
- ¡Hola! ¿Cómo estás? –le dijo Ernesto
acercándose a Adriana, a la vez que llevaba sus manos a los bolsillos del
pantalón- ¿Este es tu hijo?
- ¡Sí! Se llama Lautaro –el tono
perfecto que sólo una mujer puede poner cuando quiere parecer casual y hacer
como si nada pasara.
- ¡Ah! Es muy lindo… ¿Cuántos años
tiene? –Ernesto trataba de hacer cuentas rápidas sin traducirlas a su cara.
Quería acordarse en qué mes y en qué año fue aquella noche loca, pero no podía
a pesar de sus esfuerzos; las palabras de sus compañeros resonaban en su cabeza:
¡Los ojos, fijate los ojos!
- Ya cumplió los dos años –Adriana
mantenía su postura de relativa indiferencia, mezclada con una sonrisa gentil.
Una cosa trajo la otra y Ernesto y Adriana
acordaron finalmente hacer el ADN para poner las cosas en su lugar. Parecía que
había llegado el momento justo. El resultado del análisis filiatorio estuvo listo en unos días, dio positivo un
noventa y nueve por ciento. Con gran alegría llevaron a cabo todos los trámites
en el Registro Civil de la ciudad para cambiarle el apellido a Lautaro, que ahora
se llamaría Sandoval García. A pesar de ser un recinto administrativo, frío y
distante, las empleadas de la oficina le dieron la calidez que requería ese
trámite. Era tan importante como un casamiento, después de todo. Ernesto,
Adriana y Lautaro disfrutaron el momento en que la vida se encausaba para bien.
Las risas sonaban en el recinto, el nuevo documento de identidad ya estaba en
la mano de la madre orgullosa, alguien hizo algún que otro chiste para aflojar
la tensión del momento inaugural de sus vidas.
El universo se había ordenado para
Ernesto, no podía creer que tenía un hijo y
que era feliz. Ese día de tanto calor decidió ir al mar para nadar un
rato y pensar en el futuro de los tres. Era hora de tomar compromisos más
fuertes y duraderos.
El mar estaba espectacular ese día -de un azul profundo- y la espuma de
las olas bañaba la arena caliente de la costa. El sol picaba fuerte a esa hora
de la tarde, a lo lejos se veían unos barcos pesqueros con su característico
color amarillo y todas las gaviotas haciendo graznidos sobre los cardúmenes.
Siempre hay gente caminando por la costa tratando de ganarle días al verano;
pasó una pareja de jóvenes abrazados justo cuando Ernesto pensaba y pensaba antes
de entrar al mar. Se detuvo a mirarlos un momento.
Había pasado un mes desde que todo
estaba en regla, pensó por qué Adriana no había insistido en esos dos años para
que él pudiera tomar una decisión. El
frío del mar lo recibió como una cachetada y una ola gigante se acercaba…Su
último pensamiento fue para Lautaro
no siempre existen los finales felices.
ResponderEliminarlamentablemente Solanyi...
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