viernes, 2 de noviembre de 2012

Impostergable


Anthony Velarde Arriola


Las hojas que se desprenden de los árboles en otoño, los delataron. Tenían buscándolos tres semanas luego que en una ventana en el valle del río Santo Tomás una mujer pidiera auxilio. Habían asesinado al hijo de esta, quien sólo llegó a oír gritos y golpes antes de que se diera el disparo. No pudo hacer nada. Los asesinos lograron escapar. Cuando llegó la policía, ella agotaba sus lágrimas sobre el cuerpo caído de su único hijo.

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En agosto de 1976, un abigeo se había apropiado de cuatro ovejas y un asno. Las había robado de una familia humilde, menesterosa. Les arrebataron su único capital: cuatro de las cinco ovejas que alimentaban y criaban para luego venderlas y con ello sostener a una familia de cinco. Pablo y los animales caminaron toda la noche bajo esa fría y copiosa lluvia hasta el distrito de San Miguel de Haquira, donde una hermana lo acogió. Guardaron el ganado robado en un patio interior junto a otras ovejas marcadas de anilina rosa sobre la pelambre. Apenas comió un bol de sopa caliente de papas y chuño, descansó una hora, y luego continuó. El camino al que ahora se enfrenta es un descenso de quinientos metros, cruzando el río Santo Tomas, hasta el pueblo de San Juan de Llac-Hua. Su plan era avanzar lo más rápido para evitar ser descubierto, dependía de las veinte patas que arreaba por caminos estrechos.

El abigeo no robó por fullero, sino por necesidad. Tenía un compromiso saldable que le quitaba el sueño. Había intentado, sin efecto, el suicidio. Probó vendiendo sus pertenencias, pero no valían lo que necesitaba. Mientras hilvana una solución, decidió abstraerse en casa de una tía, en las alturas de la comunidad de Huanccasca, en un caserío que recibe el nombre de Puñuwayra –donde descansa el viento. Su tía, hermana de su madre, nunca se enteró de la contrariedad de su sobrino; pero su tío, un campesino dedicado a la agricultura, notó los ojos de su sobrino inyectados de sangre producto de las últimas noches sin sueño. La mañana siguiente, estaba cantado en el destino que Pablo desgraciaría a una familia; acompañó a su primo a la escuela en el pueblo de Huanccasca, una comunidad de veintiocho familias que se extiende sobre un ladera accidentada, sin calles ni esquinas; con casas de adobe, techo de paja y una cruz y hojas de retama al medio. Las viviendas en pueblos como ese comprenden dos o tres bloques distribuidas en forma de U: una destinada para habitaciones, otra para cocina y almacén de productos frescos, y el tercer bloque es múltiple, ahí conservan costales de abono, semillas, tallos y ramas de eucalipto y bosta seca para el fuego, cueros y lana de oveja, adobes secos, y en temporada de cosecha: papa, chuño, oca, maíz, trigo y todo aquello que la tierra brinda; no faltan fetos de llamas o charqui –carne almacenada con sal- y las herramientas de trabajo: chaquitaqlla o arado de pie, gavilla, pico, pala. El olor preponderante es a bosta de ganado y el humo que desprende el eucalipto quemado. Por las mañanas, muy temprano, las señoras de casa preparan té de yerbas, cuecen trigo, alimentan a los cuyes que corretean chillando mientras el humo crece y desaparece por una de las esquinas de la cocina. En el jardín, corretean perros y gallinas. Junto a la casa, hay un seto de piedras levantadas en círculo que protege el ganado. Pablo aguarda a que su primo ingrese a su escuela. Levanta la mano y le dice adiós. Camina en dirección a la carretera, tiene sobre sus hombros una mochila celeste, de ella saca un frasco de agua y la bebe. De pronto, ve salir de una de las casas a una niña: guapa y despreocupada; cargando una muñeca de plástico en sus manos. Ella deja la puerta de su vivienda entreabierta, se aleja dando pequeños brincos. Pablo observa el rebaño en resguardo. Lo piensa. Guarda el frasco de agua nuevamente en su bolsa y camina mirando hacia todos lados. Traza en su mente la ruta que seguiría para no ser descubierto. Cuánto tiempo le tomaría llegar hasta Velille, a noventa y dos kilómetros, y si llegaría a vender el ganado antes que su deuda lo encontrase a él. No lo sabía. La niña volvió a su casa, lo miro sin observarlo y cerró la puerta al mismo que las ovejas balaban.

En Quiñota, a treinta kilómetros de San Juan de Llac-Hua, es día de feria; el sol proyecta una sombra extensa. En el pueblo, las personas están de pie desde muy temprano, trasladan los productos que venderán o intercambiarán en la plaza principal. La noche anterior han marcado con un trozo de teja los puestos que ocuparán según previa inscripción. A las seis todo está listo, llegan los primeros compradores, de comunidades y pueblos cercanos. Se ofrecen papas, maíz, cueros de oveja, lana de alpaca, q’aytus –lanas- de colores, mantas tejidas a mano. En uno de los extremos se exhiben ganados de distintas razas: ovejas, corderos, alpacas, cerdos, vacas, gallinas, pollos, patos. La gente camina evitando los bultos. Todos llevan poncho y sombrero, están vestidos elegantemente, según la comunidad de donde vengan. Las mujeres llevan sobre su sombrero un ramo de pillipilli -flores amarillas que crecen en las alturas-, las llevan para evitar el cansancio. Hay niños y perros correteando entre las piernas de los compradores. En uno de los extremos hay k’aperos tocando y cantando huaynos y harawis de la zona. Pablo intenta vender los animales; quiere deshacerse de las cuatro ovejas pero no del asno. Tiene mucha hambre. Lo que llevaba en su morral no le duró mucho. Nadie quiso comprarlas: la gente del lugar desconfía de los extraños, más si los animales en venta no tienen lanillas de colores pendiendo de las orejas y él no está con su ropa de feria; saben que los robaron pueblos atrás. Prosiguió su camino con el hambre orquestando en su estómago. Las ovejas, a su paso, levantan mucho polvo, se detienen a cada instante por una mata de pasto; arrearlas no es fácil, sobre todo si nunca se había vivido en el campo. El asno, sin embargo, no trae problemas; tiene sobre su lomo una frazada doblada en cuatro y una soga sujetándola. No tiene estribos, pero si el correaje de donde hala Pablo. Cruzan una ridícula vertiente del río Santo Tomás por un puente carrozable de cemento. Por ratos se detiene a descansar, consume muchas energías arreando a los animales. Tiene mucha hambre. El camino que se extiende a su paso es una cuenca con abundante agua y tierras fértiles. Bebe agua pura y limpia que encuentra en su camino. El implacable sol lo aturde. Vuelve a él la imagen de la niña, piensa si lo vio con su primo, si conoce a su primo; por él podrían reconocerlo. No debió entrar a esa casa. La imagen de la niña golpea su remordimiento: la imagina azotada por sus padres por el descuido de haber dejado la puerta abierta a los ladrones. Lleva dos días pensando en ello y en el tiempo que le queda para saldar su deuda. No tenía otra opción, si no cogía las ovejas qué otra solución tendría para enfrentar semejante problema. Piensa en su madre. Piensa en el amigo quien compra cabezas de ganado para llevarlas a ferias. Piensa en él de niño. Piensa también, si podrían encontrarlo en el camino, por la ruta que sigue. No, no era posible, desde Quiñota que viaja alejado de la carretera, pero ¿será esta la ruta hacia Santo Tomás?, tiene pensado descansar una noche ahí, en casa de su madre; dejar a los animales atados en el monte. ¿Y si los encuentran?, no importaba. Tenía tantas cosas en su cabeza que se olvidó del hambre que lo domina.

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La policía entrevistó a la señora Julia, la madre del joven asesinado. Una señora entrada en años, con algunos cabellos blancos. Habla el español mezclando palabras con el quechua. Tiene un olor en particular, de tanto chaqchar coca. Por ella averiguaron los últimos lugares donde su hijo había estado. En la ciudad del Cusco había trabajado como peón en la hacienda Rinconada desde Setiembre de 1974 hasta Noviembre de 1975. No se conocen las razones porqué lo dejó. Había probado trabajar en otra hacienda, luego en el municipio del Cusco, pero la paga no le satisfacía en ninguno de los dos. Supieron de los amigos que conoció en Cusco, de la chica esa con quien andaba, del auto que le dieron, de los viajes a la capital, del asalto que le marcó la ceja o al menos eso dijo en casa. El joven asesinado, era un muchacho de veinte años, espigado, afable, mostraba sus dientes y encías al hablar, sublime en todo lo que hacía, hasta que cometió aquel error, la del robo; su personalidad desde entonces era otra. Había sido asesinado por otros dos jóvenes de su misma edad.

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Los señores Uscamayta, golpearon a su hija. Su descuido llevo a que el ladrón robase las ovejas y el asno. La familia cayó en una insondable depresión. Habían perdido su pequeño capital, más ahora que venían las lluvias. Los padres viajaron a la primera dependencia policial, en Haquira, y sentaron la denuncia. El hijo mayor visitó la casa de uno de sus amigos con el fin de convencerlo para ir en busca del ladrón. Partieron esa misma noche preguntando pueblo tras pueblo, viajaron en la misma ruta por donde el abigeo había recorrido. La niña y su otro hermano, que apenas contaban con siete y once años se quedaron al cuidado de la casa. Lloraban en un rincón de la cocina abrazando a la oveja que habían dejado; una oveja famélica y enferma, con motas negras en las patas y lomo de lana blanca. Los vecinos, alarmados por la desgracia de los Uscamayta resguardaron su ganado.

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Cuatro días y cuatro noches después, Pablo divisa las postrimeras casas de Santo Tomás. Ha conseguido comer en el camino y sin embargo algo no está bien. Los techos de calamina de la ciudad recogen la luz del sol y a la distancia, ciegan los ojos de Pablo, de las cuatro ovejas y del asno. El asno rebuzna, pisa a una de las ovejas y esta, balando huye hacia el monte. Arrea las ovejas en busca de la desaparecida, minutos después, regresan. Procura mayor cuidado desde entonces. De repente, Pablo cae de rodillas sobre el pasto seco; un reprimido llanto advierte su culpa, su actitud maldita. Había descuidado la fe en sí mismo, traicionado la confianza de sus amigos. Tuvo, por momentos deseos de regresar los animales a sus dueños en Huanccasca. Pensó nuevamente en la niña: la vio llorar, la vio desgraciada. Que maldita vida lleva desde que robó los animales: huyendo de la gente, evitando todo tipo de contacto, sintiendo hambre cuando no debería. Pensó regalar las ovejas. Sospecharían. La policía debe estar tras de él. ¿Se habrá enterado su madre ahora que estaban en la misma ciudad? Después de tanto frenesí, encontró una casa que había sido construida y luego destruida y abandonada, como muchas que encontró en su camino; era el lugar adecuado para abandonar a los animales. Iría a visitar a su madre y ver si todo estaba bien. Luego podría regresar y proseguir con el viaje hasta Velille; no podría desaprovechar al amigo quien le compraría los animales y así pagar la otra deuda.

Evitando las calles principales y las que normalmente frecuenta, Pablo se adentra en la ciudad. La ciudad de Santo Tomás, a vista de águila parece una explosión. Las calles van en dirección cualquiera: algunas en zigzag, otras en semicírculo, unas diagonales, pero ninguna es paralela a otra. Un olor a eucalipto quemado envuelve la ciudad. En la calle Siglo XX, en una casa de adobe sin estuco, puerta de lata, vive la madre de Pablo; divisa a la distancia, un patrullero estacionado en la misma puerta. Descubre también a dos policías saliendo de ella, ¿habrán interrogando a su madre? ¡No hay más remedio, lo están buscando! Dio media vuelta y se marchó. Tenía que detenerse a pensar, qué haría ahora, donde iría, iría por los animales o los dejaría al abandono. Mientras divaga, aparece en su camino una amiga de la niñez a quien trata de evitar, luego descubre que ella no sabe nada; conversan unos minutos, luego se van a comer. Pasó unas horas con ella, inventó una historia de lo que hacía y luego se marchó. Caminó de vuelta junto a los animales. Caía la noche, aprovechó la casa destruida para descansar ahí; la noche la pasó sin dormir, pensando, hilvanando soluciones, si tal vez la amiga podría ayudarlo, la buscaría al amanecer.

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La mañana que lo asesinaron, Pablo había ido en busca de la amiga de su niñez; al no encontrarla, pasó por su cabeza visitar a su madre; explicarle cómo sucedió todo: desde el problema con el amigo en Cusco hasta el momento de coger las ovejas. Su madre tampoco estaba. Había sido citada en la policía, el motivo era advertirla sobre los jóvenes que iban en busca de su hijo para vengar el robo de unos animales. La madre se sorprendió al oír eso. No tenía idea de lo que hacía su hijo ni los lugares donde camina. Pensó en viajar a Cusco y buscarlo. Se despidió amablemente de los policías y se fue para su casa, triste, con una lágrima que dudaba en salir.

Pablo, en casa de su madre, solo, se calentó agua en la cocina de kerosene para prepararse una infusión de hojas de valeriana fresca con flores de manzanilla. Todo esto le ha causado malestares, sobre todo en la zona occipital de la cabeza. Cuando el té hubo estado listo, echó una cucharada de azúcar y luego lo bebió en sorbos pequeños, aspirando ruidosamente para evitar quemaduras. Después tomó un descanso en uno de los muebles de la sala y se quedó dormido. Habrían pasado unos minutos o unas horas cuando oyó un ruido en su casa. Pablo despertó feliz de volver a ver a su madre pero no era ella; eran dos hombres, ambos jóvenes. 

Se trenza una discusión.

-Hasta que te encontramos desgraciado –dijo Cesar, el agredido.

-Que hacen aquí.

-Qué crees que hago aquí maldito ladrón.

Uno de ellos sostiene un tallo largo de eucalipto, el otro una escopeta.

-No me hagan nada por favor –dijo Pablo sintiendo los intensos latidos de su corazón- podemos arreglar las cosas.

-No hay nada que arreglar pendejo –gritó el hombre del tallo de eucalipto- lo único que hay por arregla es cómo quieres morir, a palazos o de un balazo.

-P…por favor, no me hagan nada, mi madre debe estar por llegar, debe haber alg…

-Cállate mierda, sólo hemos venido para matarte, ya que no pudiste ser un hombre en devolver lo que habías robado.

Pablo no podía contener el temblor en su cuerpo; era una sensación parecida al deseo sexual. Cesar, irritado, observa a su rededor; ve una imagen de la sagrada familia sobre una de las paredes, luego dirige su mirada a la habitación de la madre: un cuarto sencillo, una cama cubierta con una frazada con siluetas de leones; un televisor sobre un mueble de aluminio, una cortina de plástico cubriendo la ventana. Al costado izquierdo observa la cocina: las paredes son de adobe, hay una mesa con cuatro sillas; tiene una cocina pequeña a gas y otra a kerosene que despide un olor que marea. Sobre una de las paredes hay un reloj que marca las nueve de la mañana. Todo eso lo vio en cortos segundos; luego su atención se concentró en Pablo, quien mira también hacia todos lados, buscando inútilmente con qué defenderse. Afuera se escucha el motor de una camioneta, luego la voz de la madre de Pablo. Tuvo miedo de que le hicieran daño. Los hombres armados se miraron, debían terminar esto. Uno de ellos levantó el tallo grueso de eucalipto, dibujó una parábola en el aire que cayó sobre el hombro derecho de Pablo, este fue a dar en el suelo. El ruido que ocasionó el golpe despertó el miedo en la madre que abría la puerta principal. El otro cargó la escopeta y le apuntó, el amigo gritaba que le dispare, que le dispare ¡ya! El otro bajó el brazo, no tenía pensado dispararle, él no era un asesino. Colgó el arma sobre uno de sus hombros, abrió una de las ventanas para escapar antes que entrara la madre. Cesar, quien llegó a Santo Tomás buscando venganza, le ordenó que dispare. Haciendo caso omiso se disponía a salir por la ventana cuando el agredido estiró el brazo derecho y lo detuvo, le quitó el arma del hombro y lo empujó contra la pared. Pablo, en el suelo, frotaba su hombro herido, lo miraba con gran terror; dos gotas de sudor surcaban su piel, como una hoja de navaja. La madre había entrado en la casa, caminaba todavía por el patio delantero; alertada por el ruido en su casa gritó: “¿hijo?, ¿estás ahí?”, lo único que llegó a oír fue un disparo que la sobresaltó, un estallido seguido de una ráfaga que ensordeció sus oídos. La madre de Pablo, atemorizada, corrió hacia donde oyó el disparo; su hijo estaba ahí, tendido en el suelo de la sala, al pie del mueble cubierto de sangre. Su cabeza había dado con una mesa de centro. Sobre el suelo de tierra corría sangre maldita, sangre de venganza. El ambiente quedó impregnado con pólvora. La manecilla del segundero se mantuvo perversamente estática.

Los vecinos que también oyeron el estruendo y los lamentos de su vecina, fueron a llamar a la policía. Cuando estos llegaron, doña Julia estaba tendida sobre el cuerpo yaciente de su único hijo. A los policías y a doña Julia se les pasó por la cabeza sospechar de los hijos de la familia Uscamayta, aquellos a quien Pablo hurtó las cuatro ovejas y el asno.

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La noche que los encontraron, fue la noche más negra en Santo Tomás. Los tenían persiguiendo las seis horas que ocupa una tarde, hasta que fue uno de los perros entrenados para dicho fin que mordió la pierna del asesino. El asesino justificó su delito basado en un robo. Ellos se conocieron trabajando como peones en la hacienda Rinconada, eran buenos amigos, los domingos salían a buscar mujeres para enamorarlas, hasta que su amigo, Pablo, lo traicionó: tomó sin permiso los ahorros de toda la vida de la madre de César, el asesino. Con ese dinero se compró un carro de segunda, viajó varias veces a la capital del país. Hizo unos negocios que no le fueron bien. Al volver a Cusco se encontró accidentalmente con César, este, impulsivamente, le lanzó un golpe certero sobre la ceja izquierda, luego lo amenazó con llevarlo a la cárcel o simplemente matarlo si no devolvía el dinero. Su madre no pudo recuperarse de la pérdida de sus ahorros, murió pensando que fue su propio hijo quien los extrajo; por eso quiso vengarse y así lo hizo. Podrían llevarlo a la cárcel por asesinato, eso no le preocupaba. Lo único que alimentaba desde que murió su madre, era el deseo de asesinar al que fue su amigo, al ladrón quien le desgracio su vida. Al otro amigo, cómplice de César, lo dejaron libre y sin cargo alguno.

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El hijo de la familia Uscamayta y su amigo asomaron la ciudad de Santo Tomás. Los campesinos en el camino daban fe de haber visto un hombre con cinco animales. A lo lejos advirtieron cuatro ovejas retozando alrededor de una casa destruida y un asno atado sobre un tronco de molle. El hijo reconoció sus animales, corrió hacia ellos. Comprobó que en la casa no había nadie. Descansó junto a sus animales y luego partieron de regreso hasta su pueblo, contentos, arreándolos a donde pertenecían.

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