Juan Carlos Camacho
«¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible!»
Guy de Maupassant (Le Horla)
Aquel
viernes santo de 1966, en el puerto de Mollendo, se extinguía el verano. La
brisa marina del véspero hacía oscilar los floripondios de la plaza Grau, desde
donde se divisaba parte del malecón con
su balaustrada de cemento pintada de verde ajenjo. Al borde del malecón, desde lo alto se veía, a la derecha, la dársena construida por los ingleses de la
Peruvian Corporation que habían levantado la línea férrea Arequipa-Mollendo
hacia finales del siglo XIX; el vetusto puente de madera, que unía el malecón con la zona de playas y, más allá, los islotes en los que se estrellaban,
inclementes, las olas que acababan por deshacerse en espumarajos; a la
izquierda, destacaba el promontorio en
cuya cima se ubicaba el Castillo Forga, mayestático
vigía del Océano Pacífico y, aún más
allá, la sucesión de playas de arena gris que se perdían en el horizonte. A esa hora de la tarde aún quedaban, en la primera
playa, algunas carpas de estilo veneciano a franjas azules y blancas y unos
pocos veraneantes dispersos que se
aprestaban a retirarse. En la fugaz claridad que precede a la noche, como
anticipando un trágico suceso, pasó
rasando sobre el malecón una bandada de gallinazos de plumaje negro pizarra y
colorado cuello hacia su nocturnal morada.
Aquella súbita aparición simultánea al resuello envolvente de los floripondios
me produjo un estremecimiento opresivo.
Había
una incongruencia entre la percepción que tenía de Mollendo (puerto balneario-lugar
de diversiones-“sun-sand-sex”) y la liturgia propia del drama, la pasión y el
misterio del sacrifico de Cristo. Por el
contrario, la pacata ciudad de Arequipa, en la que mis más tempranos recuerdos
se relacionaban con hombres mojigatos y devotas mujeres, gazmoñas ancianas que se arrastraban de rodillas detrás del
féretro del Cristo muerto, hasta hacérselas sangrar, profiriendo lamentos en
una escenografía indescriptible de
encapuchados, cirios encendidos, patéticos llantos de plañideras y nubes de
incienso. Era como retroceder en el tiempo, hasta la misma edad media. Pocas
ciudades en el mundo expresaban, como Arequipa, tal sentimiento y contrición la
fe católica ante el misterio de la pasión
de Cristo en viernes santo. Mollendo
era lo opuesto, diáfano, alegre, de
gente sencilla, liberal. Sus casas ligeras de madera, con balcones y
balaustres, sus plazas llenas de niños
jugando, los vacacionistas tomando sus cervezas al aire libre, si dar mayor
importancia a las fechas sagradas. ¿Cómo era posible que a poco más de cien
kilómetros de distancia que separaba ambas ciudades pudiera haber tal
diferencia de costumbres y de cultura? La
una, con macizas casonas de albo sillar
con apariencia de fortalezas, y docenas de iglesias abarrotadas de fieles,
capillas, cruces, callejas retorcidas, una
población que se persignaba cada vez que pasaba por delante de alguna de ellas,
que portaba rosarios, misales, velos, hábitos y que prendía cirios diariamente. La misa diaria, antes que despuntara e sol, con el corazón
contrito y una absoluta certeza de la vida eterna, de la gracia de Dios y de
los horrores del infierno, eran parte de la cultura de Arequipa. La otra, con sus calles amplias y rectas, desde donde
se veía el mar, su brisa salada, su sol radiante y sus balcones que miraban
los parques verdes y floridos, y su gente alegre y liviana, compuesta en su
mayoría por pescadores (pecadores) irreverentes que vivían el presente y que
nunca torturaban su mente con pensamientos sobre el más allá.
Me
sentía mejor en Mollendo. Mis vacaciones estaban por concluir y no quería
desperdiciar una última noche de bohemia. La zona propicia era la de los bares
de la segunda playa. Crucé el puente cuyas viejas tablas crujían a mis pasos, viendo abajo el mar enfurecido
que arrastraba grava con el sonido de
las uñas que arañan el metal. Inconscientemente me roía la culpa. “Soy un
apóstata, ¿Qué destruyó mi fe? ¿Fueron mis nutridas lecturas de los libros de
ciencia en mi adolescencia? ¿Fue mi educación primaria en colegio evangelista y
luego la secundaria en colegios laicos? ¿Fue la influencia agnóstica de mi
padre?
Todas
esas preguntas sin respuesta punzaban mi mente, cuando llegué al puente desde donde
podía otear, a lo lejos, las luces de neón de los bares, algunas verdes
y otras rojas difuminadas por la niebla.
Se oían, borrosos, los sones de una vieja guaracha que emergía de
alguna rokola Würlitzer que los pescadores alimentaban con monedas de a sol.
“Ay primo Nando
Quiero amanecer, con la manta en el hombro
Quiero amanecer, con mis amigos parrandeando
Quiero amanecer, cantando….”
Arribé
a los bares de la segunda playa, una zona en la que se distribuían una docena de locales, todos de apariencia provisional, con
estructuras de palos de eucalipto y techos de estera, mostrando divisiones de paja brava o totora
y piso de arena marina a la cual iban directamente los puchos de los
cigarrillos que casi todo el mundo fumaba y la espuma de la cerveza que quedaba
en el fondo de los vasos. Aquellas cantinas tenían por habitués a hombres y mujeres del puerto, morenos, que
lucían profusos tatuajes en la piel de los hombros y los brazos; las mujeres
vestían ajustadas minifaldas y reían con estrépito. De cuando en cuando, a lo lejos, se escuchaba el reventar de los tumbos del mar
que en esa zona explotaban cual bombardas.
Una
espigada morena vestía una blusa a franjas blancas y negras, con generoso
escote y un short negro que dejaba ver unas piernas de gacela, musculosas pero
finas y una cintura firme que se
cimbraba al compás de la guaracha.
“Que es lo que baila caliente
Pero que suena el bongó
Que es lo que toca tu mano
Con ritmo en el corazón”
Aunque
estaba con su grupo de amigos, la morena
dio una mirada a mi mesa en la que reposaba mi cuba libre. A la distancia, pude intuir un destello de curiosidad en sus
ojos de ébano. En un instante tenía la
morena delante de mí, sus ojos grandes y
oscuros, sus labios carnosos, su cuello fino. Se acercó y empezamos a conversar
–¿Qué haces solitario? ¿No tienes un
cigarrillo? Me dijo susurrante, mostrando su blanca dentadura.
Sentí
el pinchazo del deseo. El desfile de cubas libres empezó y, algo picado, le propuse bailar una guaracha, colocando mi
mano en su esbelta cintura. La morena se contorneaba con la voluptuosidad de la
diosa Kali. Pasó el tiempo y, cansados,
nos sentamos por un rato. No recuerdo bien en qué momento se acercó a mi
mesa un hermoso perro pastor alemán, que luego de observarme detenidamente se
sentó en el suelo, a mi lado. Intuí, que se había extraviado, por su pelaje
bien cuidado. Tengo una especial
predilección por los animales, sean estos domésticos o salvajes, con los que establezco una rápida
amistad, pero en especial con los
perros.
El
perro permaneció echado a mi lado, la chica seguía conversando y riendo,
lanzándome, de cuando en cuando, miradas atrevidas. En cierto momento, llamé al mozo.
–Hazme el favor de traerme un poco de pan
para el perro-le pedí.
–Cómo
no señor- respondió el mozo con gentileza.
Al
darle un pedazo de pan, el can, antes que comerlo, lo enterró en la
arena; luego le di otra porción, y la enterró
en el extremo opuesto y así sucesivamente, dos pedazos más que fueron
enterrados, formando con todos, ante mi sorpresa, una cruz perfecta. Al darme
cuenta de la disposición del entierro del pan, en forma de cruz, me acordé que
era Viernes Santo, el día que Cristo fue crucificado. “Dios ha muerto, cavilé,
y el perro al formar la cruz, le está rindiendo homenaje. Es el Bien.”
Cuando
me disponía a seguir bailando con la morena escuché un gruñido sordo y noté,
sorprendido, que el perro le mostró,
unos afilados colmillos. Inmediatamente el animal me miró, y se calmó, empezó a jalarme de la mangas del saco, como diciéndome
“ya es suficiente, anda a descansar”. “Este perro busca mi protección, se ha dado
cuenta que ya he bebido lo suficiente y ahora quiere llevarme al hotel”. Inútil
fue mi intención de pararme y tomar de la mano a la morena, el perro muy
delicadamente me sujetó de la manga y me obligó a volver a sentarme, haciendo
él lo mismo en el suelo.
–Perdona,
mi perro es muy posesivo- le dije, azorado, a la mujer. Ella retrocedió,
sonriendo con indulgencia y retornó a la mesa donde sus amigos la esperaban. Yo
aproveché para pedir la cuenta al mozo. Una vez que hube pagado, me dirigí a la
salida seguido por el perro. “Como es de sabio el instinto de protección de los
animales, pero este perro es raro, tiene algo que va más allá de lo que yo
puedo comprender”. Me sentí algo cansado y
empezamos juntos la marcha del
retorno.
En
el camino el perro tomó la delantera y en una zona oscura, un grupo de porteños
bastante ebrios intentó cercarnos pero, de
pronto, mi acompañante salió raudo en mi defensa, ladrando y blandiendo sus poderosos colmillos, que
destellaron a la luz de la luna. En un instante los presuntos atacantes retrocedieron
espantados. En su fuga creí escuchar “¡El
lobo!, ¡el lobo!” De nuevo traté de explicar lo sucedido “Es que este animal
quiere protegerme de todo mal. ¡Pero lo han visto como lobo! ¿Es que ha aparentado
ser lobo para correrlos? ¿Qué cosa está pasando?” Para salir de dudas, me agaché, y le acaricié
la cabeza al sentir su pelaje suave y parejo, me tranquilicé y continuamos la marcha hacia el hotel de la
plaza Grau. De regreso, el puente de madera me pareció más viejo y triste que
nunca y las lenguas de agua que fluían por abajo eran las más negras ha había
visto en mi vida.
Casi
amanecía, cuando al llegar frente a la puerta del hotel y no pudiendo hacer entrar
al perro al local, me quise despedir con la última palmada sobre
su cabeza. Al presentir que lo dejaba, la
lucha entre el bien y el mal, que se daba al interior del animal se definió. Al
pasar mi mano, sentí que el pelaje, antes suave,
se había tornado duro como hecho de cerdas. De pronto escuché un gruñido
sobrenatural, sin tener el valor de mirar nuevamente, trepé
despavorido las gradas del hotel en tres trancazos, no sin antes cerrar y asegurar la puerta de
entrada. Sentí la presencia del mal. Al llegar al rellano del segundo piso, casi sin aliento, encontré durmiendo al cuartelero,
quien me dijo al despertar abruptamente:
–Que
le pasa señor porqué está tan pálido.
–Ven
a la ventana conmigo - ordené -¿Qué ves?
Entonces,
juntos, espantados, vimos la posesión y oímos el aullido….
Los
primeros rayos del sol aparecieron en el
horizonte y a lo lejos pude observar nuevamente al perro pastor alemán, acompañante
de mi noche bohemia que corría despavorido hacia la primera playa, hacia el
mar.
El
día siguiente partí de retorno a Arequipa. El fin de semana no podía estar
tranquilo, pensaba y repensaba los sucesos que había experimentado. Empecé a
dudar de lo que me había pasado. No podía haber sido solo mi imaginación. Por
fin, después de dos semanas regresé con
la idea fija de interrogar al cuartelero del hotel para corroborar los hechos. ¿Habría
sido una alucinación mía, digna de un cuento de Poe?, o una terrible experiencia real en la que
inexplicablemente fui testigo de la lucha entre el bien y el mal en un ser
inocente como el perro. ¿En que quedaba
mi agnosticismo, mi verdad?
El
dueño del hotel me dijo que el sábado de gloria el hombre se había puesto mal y
lo tuvieron que conducir de urgencia al hospital, aparentemente había perdido
la razón. Más que eso, nadie sabía
nada. En abril, semanas después del
acontecimiento, leí en los diarios
locales varias noticias relacionadas a la bilocación de un perro en lobo en la zona
de las playas de Mollendo.
¡Conmovedor relato!
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