Raúl Mendoza Cánepa
I
Un charco espeso refleja mi rostro
partido en la mitad. Mi vieja cicatriz hoy repoblada de sangre. El hombre y el
látigo que se repite, que impregna una hilera rojo vivo rojo vivo. Mi herida se
puebla, ardor, ardor, temor, infierno o cielo entre dudas, el señor Comisario
del Santo Oficio, tan cerca, la tortura y el dolor, dolor, dolor. Aguardo
resignada, percibo los chicotazos y el ardor, ardor de la piel.
El dominico me empuja hacia la
habitación donde anoche oí gimotear a los espectros. El polvo ha cubierto los
surcos de mi cara, el espejo, una vajilla de metal en la que
contemplo mi gesto reposado, congelado en el tiempo. Maese, señor fraile, quién
me auxilia, mi garganta crepita. Entreabro la puerta que cerré a mi paso. Las
luces se trenzan por primera vez en medio del corredizo y abren un prisma entre
las columnas del fondo. Sobre las repisas del salón, tan remota la casa vieja,
se yerguen las estatuas aún incólumes en mi memoria. Mi habitación en
Burruyacú, Tucumán, año de 1655, distantes recuerdos de una niña que me asaltan
en la hora postrera, yo, la Ángela de papá. La mayor de todas las estatuillas
del corredizo es una Venus cromada de rojo, la más pequeña un Poseidón
adormilado, empuñando un tridente. El sillón azul del Virrey.
La casa. En la cocina, sobre un
armario destartalado, cuelga una colección de cuchillos de Aragón. Relumbran
ante la luz que se precipita sobre los agujeros del techo. En la mesa reposa
una cazuela llena de sopa. Las yerbas prestan a la casa un aroma extraño.
Atisbo un ramo de culantro en un plato pequeño y varios trozos de cebolla
circundando un tomate partido en cuatro. Plato de losa sevillana del XV, madre,
si es la guayabarina dulce a esta distancia de infierno. Papá, me rescatarías
como lo hiciste tantas veces de las fauces del río. El plato que me ha
alcanzado el dominico luce sucio en sus contornos, es la grasa de un guiso rojo
amarillento.
Las cosas mal apenas si puedo
respirar y reconocer mi cara en el reflejo que se triza y sólo puedo ver un
lado como si la mitad de mi semblante desapareciera como si estuviera muriendo
de a pocos cuarteada en los fragmentos del vaso y desaparecer fuera el designio
de mi Señor que aparece desde el mirador y que aparecía a mis ojos en un
lugar bellísimo donde el mantón divino del cielo se unía al valle minúsculo y
donde los cerros a lo lejos herían los ojos con una extraña dureza sí sí padre
celeste yo me habitué al rumor del río que ya casi me era imperceptible me
confesé y comulgué como no lo hacía desde hacía dos meses y odio a quienes me
arrebatan la vida ahora y a los que me han cargado de esta ignominia es
que si confesé fue a fuerza de la tortura del dolor infinito de mis vertebras y
mis pulmones cortados inquisidores y escribo en la hora final letras torcidas
filudas tinta difusa contraigo los labios mordisqueados por la impaciencia hago
a un lado mis hojas Leandro ya casi no recuerdo tu rostro veo mi entrecejo
partido en el reflejo de una jarra que deforma mis contornos me observo por
última vez en las facciones duras que me abandonan se relajan todos mis actos
pronta a ser juzgada y en mi fuero interno el juramento ante las alturas que
dije la verdad que es la verdad que reverencio y por la que me juzgan como
ilusa bruja maledicente el punto final nos iguala monstruosamente mi rostro
tiene tramos desiguales que se sujetan unos a otros es mi visión un
amasijo de formas y colores de ligamentos que se estiran soy ese colgajo
ese respiro cortado que se acerca al umbral esa mano despedazada aferrada a una
de las vigas de la casa Jesús continúa la plática que comenzaste porque fue
verdad y cada palabra que escribí fue verdad y cada revelación fue verdad y
cada visión porque apareciste tras la mampara y no fue un sueño vano aunque
esta noche no distingo las sombras ni los crucifijos que el espejo pretende
ocultar es mi perspectiva bifronte el malestar el fraile que acaricia mi frente
con un ungüento extraño un chisguete frío muy frío “Va a sanar” olores, malos
olores desde la urdimbre de sabanas húmedas melosas crema para la aspereza de la
piel moribunda calidez del útero mamá y fue verdad lo que tracé en mis
cuadernos Cristo deslizo la tinta por el papel y dispuesta a morir en batalla
pero hoy la arenilla garúa sobre mi cabeza es casi imposible respirar Fray
Natalio antes de morir toda la vida corre frente a tus ojos ni siquiera
imaginas cómo es la prensa que atenaza tus sienes las bocanadas del aire que se
cuela delgadísimo en los intersticios de tu tráquea el polvo denso formando
figuras en la intemperie los dedos alfilereteados que pierden progresivamente
la textura de las cosas y aparecen frente a ti cada pasaje de la memoria las
tazas de té cordobés en las manos de la mamá Ana el rictus de dolor de la
Inesita Carranza en sus últimos segundos la luna llena sobre Tucumán asoman
infelices los rastros moteados de sombras azules las descomunales y las
pequeñas tristezas las que se diseminaron y las que se quedaron en las
comisuras del labio para siempre la sonrisa grácil de mi Señor Jesús JESÚS
JESÚS...
II
En los anales de la Inquisición, capítulo
tercero, el tradicionalista Don Ricardo Palma se detiene en el muy comentado
proceso de Ángela Carranza, una iluminada criolla tucumana radicada en Lima. Se
dice que obró milagros y que gozó de gran fama y que, dictadas por Dios, trazó
las letras de un grueso cúmulo de páginas. Sus cuadernos místicos fueron
quemados en una hoguera por la Inquisición luego de ser acusada de blasfema,
ilusa, exhibicionista y hereje. Entre los cargos se subrayaba el de repartir
baratijas y reliquias entre los crédulos. Confesa tras dos meses de llevar en
la cintura un ajustado cincho y cinco años de penitencia, Ángela fue condenada
a prisión perpetua por un Auto de Fe. Encerrada en el convento de Santo Domingo
para protegerla de la turba, fue conducida a un calabozo donde habría de morir
poco tiempo después. Se conoce de su deceso en 1696 y no hay mayores datos que
los que registran algunos historiadores y el compendio de cien folios escrito
por el inquisidor en la causa, Francisco Valera, guardado en uno de los
anaqueles del Archivo Histórico Nacional de Madrid. En la quinta cuarteta,
Valera escribió: "Tuvo engañado al género humano en este reino, sin
reservarse Virreyes, Arzobispos, Obispos y Prelados...”.
Entre las humaredas de cigarro
y la densa neblina limeña reviso cada pliego de las crónicas inquisitoriales
tratando de precisar el destino exacto de los cuadernos. La neblina cruza por
el ventanal y se difumina pronto. Me seco el sudor helado de la frente y me
cierro otro botón, siempre en silencio, fijando la mirada en aquellas letras
escritas sobre el filo de la muerte. “Del divino amor de mi señor se trazaron
estas palabras y de asperezas y rigores, lo juro…”. Por momentos tengo la
impresión de ser observado.
Ángela no me persuade en lo absoluto
y debió de ser como la Inés de Velasco aquella que, se dice, sobrevolaba la
ciudad. Barroquismo extremo, fábula en demasía para un historiador. Por lo
demás, la beata que precedió a Ángela parecía haberse inspirado en el Flos
Sanctorum. En la denuncia del Santo tribunal se lee: “habiendo tanto número de
mujeres que muy de ordinario se suelen arrobar y aún alguna volar en esta
ciudad de Lima, que cómo el Santo Oficio de la Inquisición no hacía información
y examen, si era negocio divino o embuste suyo o arte del demonio…(Lima, 1625)”.
Leo el último tramo de “Vida
virreinal: beatas y putas”, de Arturo Bailetti. El historiador bonaerense
asegura haber leído en algún manuscrito dentro de una oscura biblioteca
londinense una nota que resume algunas de las páginas teológicas de Ángela Carranza
y que da señas de las otras siete mil aparentemente salvadas por un
sacerdote dominico y cuidadosamente escondidas en uno de los pasadizos de las
catacumbas del centro histórico de Lima. Se menciona que a fines del siglo XIX,
Don Gaspar del Río empaquetó las hojas y las trasladó a Lisboa. Hace un mes,
precisamente, entrevisté a un prelado de la Orden dominica, quien me manifestó
desconocer del asunto y que la Carranza era una ilusa que mantuvo en el
error a obispos y virreyes. No voy a entrar en detalles de los diálogos
siguientes ni de las investigaciones que se sucedieron luego, pero sospecho que
no está en mis alcances encontrar el manuscrito ni conocer más que todo lo que
ya se había registrado en los libros sobre el proceso y la vida de la beata.
Tras revisar algunos estudios que dan
cuenta de un personaje apresado por la histeria y la desazón, descubrí, en
efecto, que en el Diccionario Histórico Biográfico de Manuel de Mendiburu,
Ángela es una desquiciada sin mayores luces para interpretar la palabra de Dios
ni para elucubrar teorías en torno a la inmaculada concepción. Según su autor,
las frases de los cuadernos trasuntan ingenuidad y sencillez por lo que la suya
no es una visión iluminada sino la de una beata que siempre aspiró a ser Rosa de
Santa María y que, como ella, planificó cada tramo de su existencia para morir
en santidad. Los temas en boga durante el siglo XVII, las doctrinas de la fe,
debieron ser materia inasible para una mujer que lindaba la necedad. Al decir
verdad, Mendiburu especulaba, pues carecía de la documentación suficiente que
le permitiera definir el carácter de la beata. Todo no pasó de la única versión
asequible, la de un Inquisidor ávido de gloria mundana.
III
Debo reconocer que tras hojear
los cientos de papeles acumulados en mi escritorio me invadió una profunda y
bien delineada sensación de derrota. Aquella investigación que durante dos años
había preparado meticulosamente entre bibliotecas limeñas y españolas no tenía
el rigor para demostrar sin atisbos de duda que las autoridades religiosas de
aquel entonces perpetraron una injusticia y que aunque Ángela no era un ser de
cualidades superiores, era víctima de algún despecho o malevolencia.
Precisamente, anoche, un hombrecito
de tez oscura y con un acento provinciano se presentó en mi casa para
interrogarme sobre aquella dama virreinal. Lo conduje hasta mi estudio en la
segunda planta. Mientras exhalaba humos y fruncía el ceño, reparé que la suya
era una necesidad que superaba el discutible objeto de esbozar una biografía.
Había escrito hacía una semana solicitando audiencia. Me ganó la curiosidad.
- Ángela Carranza fue condenada
en un Auto de Fe ¿Me entiende? -me dijo, repantigándose en el sillón.
- Sí -asentí algo confundido.
- La beata vio a Nicolás Ayllón, un
hombre santo y milagrero, en el paraíso -advirtió- con lo que el proceso de
beatificación de Ayllón en Roma se detuvo. Han transcurrido 300 años desde
entonces.
- La visión de Ángela interrumpió la
vista de esta causa ¿Es eso lo que me quiere decir? -pregunté.
-Así es, solo descubrir la buena fe
de Ángela nos daría luz verde en el Vaticano.
El hombre me observaba
fijamente, detuvo sus ojos en mis fichas, extendidas sobre la mesa. Miraba todo
sin pestañear. Prendí un cigarro, una corriente de aire frío se coló por la
ventana de la habitación, tenía la frente empapada de un sudor helado. Le
mostré algunas de las páginas copiadas y otras transcritas que solo confirmaban
la veracidad de los cargos contra Carranza y la inutilidad de continuar con la
indagación. Solo los miles de folios de sus escritos místicos la podrían
reivindicar frente a la historia oficial, replicó el sujeto. El texto y cada
una de las revelaciones allí contenidas podían dar algunos visos de la
profundidad del pensamiento teológico de la beata. Si bien los libros y la
abundante investigación histórica no habían llegado más lejos, un estudioso
español daba cuenta de la sobrevivencia de los cuadernos de la Carranza sin más
fundamento que un diálogo entrelíneas en una de las crónicas perdidas de Don
Agustín de Salvatierra.
- No hay más que eso, señor
–musité– y yo soy un investigador bastante riguroso.
- La beatificación de un verdadero
santo como Ayllón depende de la existencia de esos escritos -dijo, elevando el
tono de voz- mi misión es elevar a Nicolás Ayllón a los altares.
- Los cuadernos de Ángela fueron
quemados por el inquisidor -aduje para dar término a la conversación.
El hombre me miró con firmeza, arqueó
las cejas y advirtió: "No lo de todo por finiquitado, señor Mendiola,
viajé a Lisboa en el verano e hice muchos trámites para acceder a esos
documentos secretos. Tengo un hermano en el archivo de Actas de las Indias
españolas en Portugal, él me abrió el camino para acceder a los
anaqueles". El sujeto apretó el maletín contra su torso y comenzó a hablar
muy despacio. Exhaló una gran bocanada de humo.
- Es poco probable, amigo, que
usted haya adquirido ese material histórico, las crónicas y el testimonio del
inquisidor sostienen que fue sometido a las quemas públicas. Incluso en los
anales de Rivadeneyra se describe el hecho con absoluta precisión.
- No dé por sentado lo que cuentan
las crónicas -rugió con los ojos inyectados- he pasado más de diez años
hurgando entre bibliotecas y casas antiguas para tener las miles de hojas que
guardo en estos cartapacios.
El hombre extrajo un paquete
muy bien hilado, ribeteado en sus contornos por una cinta platinada.
- ¿Usted ha leído esos cuadernos?
–pregunté.
-Sí, en su integridad, estaban
guardados en una zona de reserva bibliográfica. Antes que yo, solo dos
hombres han accedido a su lectura. Estos cuadernos revelan que la Inquisición
imprimió toda su furia contra una genuina santa - aseveró, mientras limpiaba la
caratula con sus dedos.
- Una santa -musité- no está en mis
planes darle un giro teológico a mi investigación.
El hombrecito hizo una pausa
mientras escrutaba mis anaqueles– ahora están en sus manos -dijo.
- ¿Pretende que lo lea?
- Pretendo que escriba. Su
pluma es inigualable y sus dotes de historiador imparcial son tales que todos
le creerán.
- Si los cargos contra la Carranza
eran justos no intervendré –dije.
-El propio inquisidor Valera nos dio
algunas luces sobre la injusticia de los cargos- advirtió- Él dijo lo
siguiente: “lo que más horrible fue era lo que ocultaba al pueblo y solo
manifestado a sus confesores. Que lo aspirase una mujer, sin luces como un
hombre para leer la santa voluntad del creador”. El hombre se contuvo y siguió
leyendo: “Esto es, sus copiosos escritos en materias teológicas; en quince años
escribió quince libros, compuestos de quinientos y cuarenta y tres cuadernos,
con más de siete mil y quinientas fojas, cuyo asunto principal, decía, se
encaminaba a que por sus escritos había de declarar la Santa Sede Apostólica
por de fe, el misterio de la Concepción purísima de Nuestra Señora, y que para
este fin la había Dios elegido singularmente, constituyéndola maestra y doctora
de los doctores. Inquisidor Valera. 1694”
-Me encargaré de interpretar su texto
sin darle a Valera vela alguna en este entierro – aclaré – pero aún no tengo
claro qué es lo que pretende de mí.
-En aquel tiempo - insistió - toda
mujer estaba sometida al silencio. Quizás haya leído sobre el caso de Mari
Sánchez, de 1579 a quien su cura párroco denunció por desobediencia. El sujeto
desenrolló un pliego de papel y acomodó sus anteojos para leer una pieza muy
antigua: “ni quería obedecer ni reconocía perlado, diciendo que á solo Dios se
debía la obediencia, y otros muchos errores”. ... -Mari había sido demasiado
insolente para treparse al púlpito y rebatir al cura- insistió.
- Revisaré los textos de Ángela por
el puro goce histórico de hacerlo, yo mismo me pasé muchos años indagando por
ellos y usted asoma en mi estudio con esta discutible revelación. No me ha
dicho aún su nombre...
- Volveré en un año – musitó mientras
exhalaba los humos del cigarro.
Antes que pronunciara otra palabra,
el extraño tomó sus cosas y se despidió rápidamente con un mohín.
IV
Hojeé los primeros documentos,
reparando en las ligerezas del lenguaje dentro del introito. Descubrí que, en
efecto, Ángela, como cualquier mujer de la colonia, estaba desprovista de una
cultura que le permitiera entender a cabalidad el lenguaje de los grandes
teólogos. La letra era menuda y corrida, como corresponde a la época. Se
percibía en ella el nervio con el que fueron trazados los párrafos. Un detalle
que llamó mi atención es que en el quinto cuaderno, las notas iban adquiriendo
nuevas grafías, la letra se tornaba en desmesurada y el texto era invadido por
un extraño desorden. Alguien adhirió a destiempo las últimas cinco páginas de
ese cuaderno, por lo que me costó acceder a su lectura. Lo sorprendente es que
Ángela se tornaba desde entonces en una gran prestidigitadora de la palabra.
Anoté al margen: “Ensaya palabras no escritas en los cuadernos anteriores y la
sintaxis se vuelve más elaborada y culterana. La impresión es que no fue Ángela
quien, desde este tramo, trazó las frases de ese documento”. Lo más
sobrecogedor era la narración de la beata acerca de un posible mundo del
futuro: “pedes in terra ad sidera visus”. La mística logró descifrar algunos
pasajes oscuros de los tiempos postreros y los nombres de los últimos diez
papas. La exactitud era desgarradora.
Me temblaban las manos. Tenía la
frente empapada. Una corriente de aire helado golpeaba mi nuca y me contuve.
Sabía que los tramos siguientes eran la hechura de un ser fantasmal, de un
espíritu que superaba los límites de la mujer, la voz de Dios en métricas y
signos, un dictado divino que me sobrecogía. Una de aquellas noches una
pesadilla me turbó, el hombrecito extraño sobrevolaba la casa y se detuvo en la
azotea, sigilosamente descendió hasta la primera planta para atisbar en mi
estudio. Tenía aún aquel rictus extraño. Cejijunto y de rostro apretado,
visiblemente nervioso, me apuntaba con un arma. Una sombra densa se deslizó por
el corredizo. El hombrecito tenía los ojos anegados y el pescuezo entumecido,
tenía dificultad para articular palabras. Era el ejecutor que venía por mí,
presa de un incomprensible designio. Debo confesar que abandoné la redacción
del libro y la lectura de los textos por veinte días.
Cuando las imágenes del mal sueño se
diluyeron persistí. Tecleé cinco páginas y tramé la estructura de los nuevos
capítulos. “La luz del entendimiento solo provista a los minúsculos personajes
de una obra que concebí con extrema atención”. En algunas frases, Ángela
parecía ser dominada por otra voz, como si un narrador puntilloso dominara su
pluma y le ordenara escribir sucesivamente lo que habría de venir. Deslicé mis
dedos por dos páginas consecutivas sin leer una sola palabra, presa del temor.
Era una atmósfera de humo. Los ojos
parecían salírseme de las cuencas. Leía impávido, prendido de mi habano,
tratando de distinguir el misterioso giro lingüístico y las extrañas
cacofonías. Saqué otro cigarro del saco, lo prendí y luego de una pitada eché
el humo como una chimenea.
Debo admitir que en algunos segmentos
me era particularmente difícil interpretar y revelar algunos de los
razonamientos teológicos. La altura de los pensamientos, para el Inquisidor
Valera, debió ser demoledora. Los virreyes quedaban mal parados y las
autoridades eclesiásticas aparecían negadas para dilucidar de las letras la
genuina palabra pronunciada por el mismísimo Dios.
En otro sueño, que me distanció por
algunos días de la lectura de los textos, moría, pero, a la vez, era testigo de
mis funerales. Las chimeneas de las fábricas, muy cerca al camposanto, vertían sus
humos oscuros, densos. Mi hijo observaba, perplejo, el féretro ocre. El
cementerio parecía en esa hora un juego de matices. Un rumor irrumpió la marcha.
-¡Muerte a la ciencia! -dijo el
enterrador secándose el rostro con un pañuelo -¿Qué significado tenía?
Nunca antes había reparado en mi
destino inexorable ni en la rigidez de una congregación mortuoria. “Su cuerpo
se habrá de corromper, aquí acaba todo, Agustín Mendiola. In Fine”, advirtió.
Cuando me repuse varios días después
retomé la lectura de los cuadernos. Ángela fue desmesuradamente crítica con las
costumbres de su tiempo y se encaramó como un adalid de la libre
interpretación. En uno de los cuadernos descubrí que no hizo industria de sus
reliquias, como usualmente se dice, que vivió en el rigor de continuos
ejercicios espirituales. Quienes la visitaban llevaban consigo objetos que la
Carranza solía bendecir. Velas, prendas, candelabros, aros, todo aquello que la
beata tuvo a bien tocar fue devuelto al Tribunal y almacenado como prueba
sustentatoria de la acusación.
“La Doña de Almenara me buscó en la
hora que los espejos se cierran y las brumas deshacen la luz. Ella odiaba las
velas porque odiaba de estas noches y, sin embargo, trajo consigo un cirio de
la Santísima Cruz. Le advertí que yo, Ángela Carranza, soy solo una sierva del
Señor y que apenas me cabe abrazar los cachivaches y darles mi bendición sin
que exista en el objeto mayor atributo que el que el santísimo le da. Solo os
doy mis parabienes, todo a quienes portan estas cosas con esperanza de cielo y
gratitud. Me han traído telas y quesos, algunas vajillas y me he resistido a
conceder mi bendición porque soy no más que una turbada esclava de Jesús y solo
a él le corresponde la bendición de las almas y de las cosas. Os lo repetiré y
lo repetiré. Todos se apretujan en torno a esta mísera que no se afana en los
bienes terrenales y muchos son los que creen que en aquellas baratijas que
restriegan a la mala por mi cuerpo hay una dote mágica. No es así, Señor mío.
En ocasiones me han asaltado para apropiarse de lo que me corresponde, he
perdido unos vasos manchegos, la espadaína de los Carranza de Tucumán, una
correa encuerada de arreglos moros. Todo se lo han llevado, no les he reclamado
un justo precio y yo os imploro ahora que no abrumen a esta humilde sierva…”.
Avancé sigilosamente algunos folios.
Uno de los párrafos había sido subrayado con una tinta liliácea. Calculé, por
la intensidad del matiz y por la rugosidad del consolidado del color sobre el
papel que aquella línea databa del siglo XIX.
“No os lo he aclarado, pero sábeme de
cierto que yo, Ángela Carranza, no dispenso mi tiempo entre mancebos ni
demonios. Fábula de Doña Manuela, que es su marido quien frecuenta mi casa y lo
he resistido y la carne se me inflama en esta pasión inverosímil. Dios me
aparte del pecado, pues no hay lugar para el amor carnal y la entrega
misericordiosa a mi Señor, pero no soy más que una mujer, crispada en mi mal
hechura, sin magia”. En el Compendium Maleficarum del Padre Guazzo, conforme
constato en “Inquisiciones Peruanas” de Fernando Iwasaki, se lee todo un
capítulo dedicado a los comercios carnales con espíritus súcubos e íncubos y se
explica en el documento cómo Satanás puede tornarse en hombre y animal para
copular en sueños con brujas, ilusas, perversos y mujeres. Ángela, precisamente,
fue acusada de súcubo y como tal recibió ciento cinco azotes. En el expediente
de Valera se lee: “…En otra ocasión, comunicándole una persona las tentaciones
de carne que padecía, le dijo: yo también las padezco; sábete que muchas veces
estando durmiendo, sueño que estoy con un hombre en grandes gustos,
complaciéndome en ellos”.
V
Fray Natalio Sifuentes o Fray Nata,
como ella le solía decir, era un hombre maduro, regordete, dado a la disciplina
monástica. Había llegado a la habitación de la beata para advertirle que los
inquisidores irían por ella, que la orden había sido rubricada a media mañana.
-Ángela, os mando callar de estas
cosas, que el mundo no está preparado sino para hacer líos con las mujeres de
esta cristiana villa. Solo a mí dirige tus palabras, que nadie entiende bien
que una mujer lea las escrituras y la haga de Doctora de la divina palabra.
-Descuide Fray Nata. Solo a su merced
irán mis confesiones – dijo la beata.
- Ni a la Manuelita Fernández de
Córdova, deberéis contar, sé de buena fuente que andabais auxiliándola en unos
versos de amor prohibido –farfulló el fraile.
- Fueron, en apariencia, unas cartas
de amor para un poeta del Madrid, Epístola de Manuela a Sigisfredo, la
titulamos. Amor imposible, extrañísimo y de estos reinos. Pero no, mi Fra, es
la palabra de una mujer que canta su paciente y prohibida admiración por un
escritor, hoy en Montilla y que es la imagen terrena del Cristo crucificado. No
más.
- Mal hadado gesto, mi Ángela, la
Doña es una mujer casada – dijo el religioso, sorbiendo del té- además no os
fieis de ella.
-Ni tanto, además la paciencia la
coronó con la indiferencia de este señor.
Ángela tomó una daga y se la mostró a
su confesor. “Estas cosas me traen, Fray Natalio, cuentas, rosarios, medallas,
campanitas y hasta algunas piedras y armas. Me las traen para bendición y yo
las resisto y la Manuela guarda algunas baratijas en el almacén de los garetes
solo para contemplarlas, esa es la razón por la que le he prohibido buscarme y
me traen libros para que les lea, pese al índice que rige y nos impide leer. He
pasado de reveses para dictarle a Doña Manuela el Perfecto Cristiano de Juan de
Critana y con esa joya de las letras castellanas el Libro de las santas
confesiones de Ángela de Baradino del 1500 y antes aún que el equino español
doblegara al hermano indio”.
La Carranza asomó por el balcón. Por
uno de los agujeros de la estructura de madera observó el carruaje verde que
venía por ella. Sospechaba que al llegar la noche, aquellos hombrecitos
encapuchados irrumpirían en la casa. El hábito agustino no los contendría. El
Inquisidor había dado señas durante los últimos meses de haber ultimado los
planes para vengar todas las afrentas de la beata a su creador. “Ella había
tenido la desvergüenza de sostener una y otra vez que viajó a Roma con
Jesucristo para visitar al Papa y que sobrevoló el purgatorio en búsqueda de
almas generosas. Hace unos días afirmó en la plaza que se bañó en las aguas del
Jordán”. Para Valera, Ángela había consumado todos los crímenes contenidos en
las sagradas prohibiciones. Desde el carruaje verde un comisario del Tribunal
atisbaba sigilosamente. Un dominico apuntó con su pluma: “Vende su cuerpo como
reliquia”. Testimonio de Doña Manuela Fernández de Córdova: “Conservo de la
Ángela Carranza algunas reliquias, uñas, dientes, sudor y cabello. Tengo por
oferta un pañuelo empapado de sangre. Además lee, guarda textos non sanctos y
disfruta de su lectura”.
- Debes someterte o fugar muy lejos,
hermana. El Santo Oficio ya viene por ti – dijo Fray Natalio.
- Me entregaré, no tengo culpa alguna
ante mi Señor. Si habré de seguir el Gólgota, lo haré de pie, Fra – dijo
Ángela, secándose el sudor – son ellos los privados de fe, es la letra la que
mata, hermano Natalio, no el espíritu.
Tenía el recuerdo aún fresco del día
aquel en que la Manuela cortó sus uñas y sus pelos casi por la fuerza, “que una
santa no debe tenerlos en demasía”. Fue por aquella vez que el Sigisfredo
Nuñez, poeta madrileño, rechazó el amor de la Fernández de Córdova. Escribió
entonces: “Mi adorable dama, lamento excusarme, pero sus frases alambicadas no
me tocan”.
En el carruaje, Lorenzo, el dominico
mayor, siguió leyendo algunos de los cargos: “Ángela Carranza se ha desviado de
todos los propósitos de la santidad. Prescinde de toda orientación de las
autoridades eclesiásticas y vive holgadamente de los ingresos de su industria
de velas y pañuelos”.
- Te acusan, hermana, de tener por
riqueza todo este mobiliario y las lámparas de Doré y las alquipurnias de
plata- dijo el fraile – esos hombres leen los cargos ahora, cuando culminen
vendrán por ti.
- Conozco los cargos, Fra –dijo ella–
nada de lo que ves es de esta sierva pobre. La Manuela es quien tiene por
propiedad cada objeto y estos muros y el balcón y los jardines. Se me dio como
un hospicio temporal. En la huerta es que vivo y me lio a mi Señor y me desvivo
entre plegarias e indulgencias.
El inquisidor Monteagudo reposó su
vista en el balcón, corrigió algunas tildes y anudó algunas frases: “Es una
posesa y hay señas de tal condición. Su abstinencia fue ninguna y ninguno su
recato, porque come, bebe y se regala como fina señora de la villa. Cocina para
los que visitan el caserón de Merced, pescado, abundante carne, huevos,
conserva de frutas, almendras azucaradas, hierbas aromatizadas y guindones
secos. Merienda por la tarde y por la noche. No hay vistas de sacrificio ni de
imitación de Cristo. Cuando lleva el cilicio prescinde del ayuno y los días de
azote no usa el cilicio ni ayuna. No es el sacrificio total que se espera de
una beata”.
-Están prontos a subir, Ángela,
debéis prepararte –advirtió el fraile.
- Mi alma resistirá, hermano, que ya
he pagado con mi sangre y me he fortalecido con el chicote. He dado todo a los
pobres, mis hijos amados, de estas cadenas me librará mi Señor, que todo lo
conoce. Sabedlo, digno mío. Tengo en el cuarto de la cocina, algunas piezas,
aves de corral para los Quispe y los Azola, son muy pobres y no saben
sostenerse. Procúrales este alimento.
-Así será, hermana –dijo el fraile,
mientras observaba los movimientos de los dominicos desde los orificios del
balcón.
El inquisidor Morales de Mejía tomó
el pliego esta vez y lo abrió ante sus ojos azorados. “Se orinaba en la calle,
la plaza o donde quiera. Levantaba demasiado las faldas y se da testimonio de
su desnudez cuando en el sismo que asoló la capital en la noche de los reyes,
invadió estas calles sin la ropa de dormir. Se le acusa de bañarse en sitios
públicos o en casas grandes. Los criados de Doña Manuela Fernández de Córdova
aseguran haberla visto y tiene la temeridad de hacer gala de su cuerpo y de
culpar a otros por verla sin desviar la mirada”.
- Oremos para que en estos años de
encierro por venir, el Señor os de fortaleza en la prueba –dijo el fraile
atisbando a los inquisidores.
- El Señor me la ha dado para
resistir todas las tentaciones del demonio –replicó ella– me arrebataron mis
prendas a la fuerza en la santísima semana. El criado Antonio, de la señora
Manuela, lo guardó todo en un cofre. Ella me odia desde la epístola a Sigisfredo.
Pero me precio de vestir el hábito de San Agustín y de vivir en la piedad. El
cuerpo solo es una vasija deforme, mi Fra.
VI
Me hice a un lado. De espaldas al
cadáver, frente a la ventana, observé Lima. Masas compactas de sombra me
impedían ver la plaza a esa hora. Volví el rostro hacia Ángela. No podía dar
crédito a lo que veía. Su rostro amoratado, cubierto por un ramaje de venas.
Las imágenes se arremolinaron en mi mente, no creía que ese era el fin. Avancé
unos pasos para tomar mi cruz y blandirla frente a ella.
Me senté en su viejo escarfeo a
esperar a los comisarios del Santo Oficio. Valera venía en camino. Sabía que
eran puntuales y que no tardarían en llegar para certificar la muerte de la
mujer. Hace diez años, cuando Ángela divina me confesó de sus diálogos con
nuestro señor me convencí que detrás de ese rostro aporcelanado y la celestía
de esos ojos profundos había una santa. Yo era su Fraile y me confiaba sus
palabras. Valera me mira con firmeza y se detiene ante mí. Tiene el entrecejo
apretado, la bilis matiza su rubor, tiene el rictus melancólico de quien carga
una pena muy antigua.
El fraile confesor se siente acorralado
por una verdad que solo él conoce y que se niega a admitir. Me observa
temeroso, me conoce como el malévolo inquisidor de esta ciudad. Su perfil,
capturado por la luz, da señas de una gran desolación.
Es ella, inquisidor. Asoma a tu
memoria el tul azulino y las montañas del Sasaipata. Confiesa Valera, ese
puerto te trae ahora reminiscencias de algunos versos de nuestra Carranza, que
recitabas a escondidas y que aún pronuncias muy despacito para que nadie te
escuche. Su rostro, al final, ya no era el de ella, era el de una dama curvada
por el dolor del chicotazo y demolida por tus odios. Sorbiste del té de
azucenas frente a mí. Acariciaste durante algunos minutos el marco dorado que
le daba prestancia a un retrato de Ángela pintado por Sebastián de Garmendia.
Te fascinaba su piel glacial llena de cremas y la forma tan extraña como
gesticulaba aún de muerta.
“...habiéndose quitado toda la ropa,
se andaba de unas partes a otras como Eva en el paraíso antes del pecado, y así
a los temblores salía como Dios la crió y en pelo, a vista de los demás”.
Reparaste, Fra que la celebrada
“tucumana”, amante del hidalgo Leandro Fernández de Córdova, quien desposó a la
Manuela, era Ángela. La Manuela la odiaba, pero le obsesionaba el rostro
amelocotando de la Señora Carranza. Adoraba el supremo candor de esa mujer que
solo entonces y con su marido no conoció de límites. Fuiste tú, fraile,
quien leíste las primeras líneas de una bien hilvanada carta de la Carranza al
Leandro tal.
“Escondida entre mis hojas de hilo te
extraño, Leandro. Diría que te adivino más que verte, esta distancia de mi
mundo te hace a veces inasible. Pero sé que todo sigue igual, en mi corazón
nada ha cambiado, aunque tú mundo tenga otras lunas siempre entre mi viento de
niña seguiré soñando.... Tú en lo tuyo, con esa obsesión de decapitar tus
memorias. Sí, no hay puertas entreabiertas para este juego”.
Sí, pero tú la amabas, Valera, tú más
que nadie y en secreto, tú más que el Fernández de Córdova, burlado por su
Manuela a las finales con un poeta español. Y la contemplabas en esa jaula y
morías por ella, mientras Ángela se deshacía por aquel cordobés. Presa,
procesada del Santo Oficio, ilusa y descaminada, 402.“De esa blancura, de esas
piernas de contornos pronunciados, de esas flamas inverosímiles que en los ojos
destilan el profundo y endiablado azul, de ese tallo que se pronuncia y se
alinea en perfección suprema solo puede brotar la tentación y del pecado de la
lujuria libéranos, Señor, que ella, Ángela Carranza de Seminario es la hija de
Satanás”. Sentencia del Tribunal, agosto de 1694, previo al Auto de Fe.
Inquisidor Valera..
Hace ya varios días que no podía
caminar, rengueaba. Le quebraron la pierna a golpes. Aún percibes las
impresiones de los puños en su rostro. La despertaron muy temprano, un chorro
helado la empujó violentamente hasta el muro. Jadeando y con la garganta
cerrada se desmoronó. La llevaron hacia un salón oscuro. Con un garrote esta
vez, le dieron duro en el lomo. Observas su rostro yerto ahora que se te anegan
los ojos y clamas perdón. Valera has sobrepasado el linde de la culpa.
La noche relumbraba en los arbustos y
la aguardabas, Fra, como aguardabas las cartas de Carranza, las cinco que le
hiciste llegar a Leandro, sigilosamente, eludiendo la vigilancia de la Doña
Manuela.
“Extraño la casa y cada una de sus
habitaciones, a Natividad, el jardín y la barricada de mierda de caballo.
Sangré por las fosas nasales, por la comisura de mis labios. Me partieron la
boca. Total, he perdido cuatro dientes. Nada volverá a ser lo mismo y ya no
resisto, los obsequiaré con la confesión que pretenden de mi boca, Leandro. Me
rompieron una costilla y, con la respiración cortada, me introdujeron en un
cuarto repleto de charcos y telarañas. Por primera vez sentí la muerte cerca”.
Ella, con las manos entumecidas tomó
el rostro de Leandro, así ocurrieron las cosas, Valera, y, sin mayor
apuro, le besó en los labios. Tú los observaste. Los gemidos de Ángela eran
como un remolino de murmullos extraños alrededor de un leño quemándose. Los
podías oír desde lejos en el fragor de la pasión. La cuerina del retapizado
sillón crujía mientras ella y el hidalgo se retorcían entre las sombras de la
habitación con los cuerpos alumbrados por el sudor. Comprendiste entonces que
era el momento preciso de su muerte.
“Y se le acusa de enseñar sin pudor
el grueso muslamen, los abultados glúteos y sus buenos y delicados pechos.
Protuberantes senos blancos y la geografía de unos labios que inducen a pecado.
Vista del cuerpo confirmada en revisión ocular antecedente al potro y el
cincho. Valera- 1694. Novena audiencia -cargo décimo cuarto del Auto de Fe”.
VII
Ha transcurrido un año desde la
visita de aquel extraño sujeto de los cartapacios marrones He delineado los dos
capítulos restantes de la investigación. El penúltimo acápite es definitorio e
inusitado.
En el cuaderno XII, Ángela llega a un
paraje imaginario, describe el rostro del redentor resurrecto en uno de las
explanadas cercanas al santo sepulcro. Descarga todos sus arrebatos místicos y
desde entonces sus palabras se tornan en incomprensibles, tanto que solo un
docto de Roma podría interpretar las elucubraciones teológicas que prescinden
de toda consideración para este lector lego cuya filosofía nunca llega a
rebasar la profundidad de la Carranza. En el último tomo, cuyo lomo registra
una frase en latín que no consigo leer por los manchones impregnados en la
tela, la beata admite pecado, “luxuria brevis y engaño mal avenido”. Expía en
duras pruebas su arrepentimiento. "Fefellit amicus".
Se puede conocer al detalle lo que
Ángela vivió en el último tramo de su existencia. En el Auto de Fe de 1694 fue
condenada a desfilar por las calles de una neblinosa Lima “en forma de
penitente, vela verde en las manos y soga a la garganta”. Impedida de escribir,
no obstante, trazó secretamente las líneas de su última visión.
“Aparecí en un auto público como
penitente y lo hice cuando el cincho me ahogaba y la vida se me iba toda en
cada exhalación. Debí confesar con falsedades. Me golpearon en las vértebras y
lo hicieron hasta que escupí sangre. Aparecí con vergüenza ante ese gentío que
antes me aclamaba o me arrancaba el pelambre por un milagro. Aparecí, digo, sin
la coroza para abjurar de vehementi. Desde allí me recluyeron a perpetuidad en
esta celda en que vivo recogida y sin hábito de beata desde hace dos años. En
la proximidad de la muerte, un hermano, me alcanzó esta pluma y lo que serán
los últimos folios de este testimonio y revelación que obra ya en manos de un
dominico. La exégesis completa será escrita por un sabio doctor y servirá
para rescatar del olvido el trámite de canonización de un santo que lo era y
cuyo crimen fue ser descubierto por estos ojos beatos en los jardines altísimos
de mi divino amor. La fama póstuma del historiador y de su tratado sobre esta
sierva de la providencia habrá de servir para alentar el trámite del Nuncio
Apostólico y del purpurado de Roma. Mi canonización correrá, desde allí,
a cuenta de Dios magnífico”.
Es todo lo que tengo que escribir y
leer, casi a tientas y sin entender la causa de este singular designio.
Mientras tanto percibo un perfil que la luz captura en la calle de enfrente.
Viene por mí. Es mi ejecutor o la sombra de mi miedo, las advertencias de una
profecía que debe cumplirse y que me desgarra, que me impide culminar el decimotercer
capítulo de esta investigación. Abandono la ruma de papeles en blanco, el
último pasaje, cierro el cuaderno In Fine de Ángela y dejo pendientes las
páginas que hoy, por última vez, me tocaban escribir. Era el tramo final de
este enigma, el más sorprendente y arrobador. “Conozco las claves de lo que
habrá de venir, pero estoy impedido de anunciarlas”, dijo el comendador de
Sevilla Gonzalo Rioja al viejo Hidalgo de Castilla, que plasmó en una página
solo el primer fragmento del compendio de la profecía mayor antes de morir y
que un historiador peruano a ultramar habría de descifrar y completar algunos
siglos después. Guardo cuidadosa y definitivamente mis apuntes. Escucho los
pasos de aquel hombre extraño que desde ayer, un año después de su perturbadora
visita, me vigila sigilosamente desde la arboleda. Percibo su presencia casa
vez más cercana, son como taconazos sobre piedras huecas, está cerca, pronto se
detiene. Una densa niebla se escurre por los intersticios de las puertas, una
tenue y extraña bruma discurre por el vaho de las ventanas para luego
difuminarse. Un silencio absoluto invade la habitación.
VIII
El extraño sujeto empuñó el arma,
frunció el ceño y aceleró el paso. Mendiola sintió un sudor frío, una corriente
de aire helado que lo descuartizaba como un cuchillo. No podía respirar.
Escondido detrás de un estante, examinó a través de uno de los espacios huecos
los ojos negrísimos de su ejecutor, el resplandor de su arma. No podía
explicarse la razón precisa por la que aquel hombre habría de asesinarlo.
- Estas
notas, las páginas de su estudio tan prolijo habrán de servirme. Seré yo, por
tanto, y no usted, el autor de todas aquellas líneas. Lamento tener que darle
fin, señor. No es un asunto personal.
Al primer disparo una ráfaga de luz
cruzó el lomo de uno de los libros como un espectro. Era el último pliegue de
imágenes que aparecía a sus ojos. Un punzón le perforaba la garganta.
Me he pasado la vida tapando los
agujeros en los zócalos y la vida transcurre en todas partes en este nivel
donde la vida se me cuela la herida poblada y el terror que me produce morir
morir y después de todo ella tenía razón ya que no es el dios Shikoló de los
alhelíes naranjas sino un padre celeste y de dimensiones descomunales arriba
ella era al decir verdad una santa y la suprema verdad de sus letras quedará en
estos ojos que se desmenuzan en un cuerpo deleznable en vía al infierno
aterrador tantas historias transcurrieron en este patio amores que se quedaron
truncos mi centro de gravedad lo único que me ata a la tierra las apariencias
cuando el divino amor es lo que más importa es que somos cometas que se
deshacen en el aire en el aire que se me trepa hasta la comisura y apenas pasa
por un agujero de la boca ese jarro azul lo conservo como un signo sí un signo
que es como un lienzo de Miguel Ángel esa premura y me asalta la muerte y lo
único que queda es la casa en el albor de la mañana las rocallosas de la ribera
sobre el Mantaro el rostro de Cristo crucificado cuento tarde las sólidas
columnas de humo que se levantan desde el múltiple jirón adyacente atrapado
entre los barrotes que comunican desde ahora un mundo con el otro y repaso la
fisonomía de los transeúntes que van y vienen por el pasadizo mi padre mamá la
ita Alicia y su rosario de cuentas verdes que hoy adquiere un nuevo significado
y ese hombre que irrumpió hace un año me quedo tieso lúgubre me arqueo sobre la
explanada de la mesa fatigado con los puños apoyados en una esquina debajo de
la madera astillada por mi peso abrumado por los ojos gráciles y descomunales
de mi Señor.
Cuento que me hizo acordar a la novela LA GESTA DEL MARRANO de Marcos Aguinis (argentino) tanto por la temática como por la cantidad de información específica.
ResponderEliminar¡Felicitaciones!