martes, 6 de noviembre de 2012

Réquiem


Raúl Mendoza Cánepa

Antonio Sepúlveda tenía la piel curtida y los pómulos hinchados, los suyos no eran los rastros de una vejez amargada, por el contrario, traslucía  las largas resolanas de las playas del sur. Tenía una complexión atlética y las mandíbulas de acero de los estibadores del puerto.  Apolinar Montufar no podía creer que ese hombre de huesos prominentes, alguna vez moriría.
Los ojos fijos como un pescado en la mesa, inmóvil, absolutamente quieto. Montufar, se deshizo en llanto por su cuñado. Las mariposas aleteaban sin tregua, a lo lejos los automóviles atravesaban la ciudad, las chimeneas vertían sus humos oscuros. El reloj señalaba las tres menos diez.
Miguelito Sepúlveda observaba, perplejo, el féretro dorado. El cementerio parecía un juego de claroscuros violáceos. Un potente rumor irrumpió.
—¡Silencio! —dijo el tío Apolinar  frotándose el rostro con un pañuelo. Tenía un rictus de furia. Su voz  era un trueno en medio de aquel barullo. El hombre que venía picando el terral a su lado parecía dormirse en medio de la faena, con las botas de cuerina impecables y las manos firmes sobre el mango, no gesticulaba. El  ataúd cayó en seco sobre el fondo de la fosa. Una multitud se apiñaba en los alrededores. El niño Miguelito miraba todo sin pestañear, la frente empapada de un sudor helado. Cementerio de San Hilarión. Tres de la tarde.
Montufar se arqueó para verificar que la lápida fuera la acordada. Echó una flor sobre el féretro. Medió un minuto antes que los enterradores descargaran los montículos de tierra sobre el hoyo. El niño se secó el sudor con un pañuelo y se cerró el botón superior de la camisa, siempre en silencio, fijando la mirada en aquellas letras escritas sobre el filo de la muerte. “Aquí yace….Aquí yace…”.
Los cargadores desfilaron marciales alejándose hasta convertirse en un punto en el horizonte verde, a un ritmo desesperadamente lento. Una multitud se agolpaba en la reja sin poder acercarse. Matilde Montufar, que se había quedado sola, observaba otro cortejo, silencioso, solitario, enrarecido por el contraste con el adiós multitudinario al cuerpo de uno de los hombres más prominentes en la Lima de fines del siglo veinte.
Miguel divisó a lo lejos una cruz en lo alto, rutilaba como un incendio en la cumbre del Morropote. Una compacta masa de sombra se vertió sobre el cementerio. Se oían aún los cánticos adoloridos y los pasos acompasados sobre el empedrado. Una ráfaga de aire frío acarició su frente.
Las floreras se echaron sus bultos sobre las espaldas antes de marchar. Ya era tarde. Al filo de las cuatro los muertos reposan y la gente se va a su casa. Martínez, el chofer, echó llave y prendió el motor, miró por el espejo retrovisor  y movió el auto rápidamente hacia a atrás para ganarle espacio a aquella procesión que, ya medio dispersa, se alejaba con lentitud. Miguel, su madre y el tío Apolinar abordaron el vehículo con solemne parsimonia.
—Un señor entierro —dijo lacónicamente Martinez sin volverse– aunque eso ya no importa.
El calor arreció y Miguelito abrió la ventana. Lucía triste, con las comisuras caídas y los ojos inyectados. Aterrado, miró las múltiples hileras de cruces que le advertían que, como todos, él también moriría alguna vez. Nunca había reparado en el destino inexorable de los hombres ni en la rigidez de una congregación mortuoria. Trató de recordar su último viaje a Miami para disipar las sombras densas que lo habían capturado. El BMW volteó intempestivamente en la Avenida La Molina y enrumbó raudo por la calle de las palmas.
— Deberás escribir sobre todo esto en el reportaje escolar y que quede constancia que este gran hombre, tu papaíto, se merece, el más descomunal laudatorio, pues fue un señor de señores —le susurró Montufar— firmarás la nota e irá en las primeras páginas de tu nuevo cuaderno. Ese será el tema de tu tarea de Personal Social. Lo quiero en mis manos para mañana en la tarde.
 No es el tema de la clase, señor –reparó el niño.
El tío Montufar no se inmutó. Chupó el pitillo del habano y exhaló con gran fuerza.
 No quiero literatura, Miguelito, quiero periodismo escolar. Tu padre fue un gran periodista y cubrió muchas guerras. Luego fue parlamentario, y de los que merecen hijos disciplinados y correctos que le sigan los pasos. Deberás ser como él alguna vez. No me sorprendas con esas cojudeces que sólo leen las abuelas. Documéntate, pero ten en mente que Antonio Sepúlveda, tu fabuloso progenitor fue un señor de señores.
Matilde se restregó el pañuelo por las sienes, repantigándose en el asiento. Desenrolló un pañuelo de flores que extrajo de su cartera. Tenía un bordado azul en uno de los márgenes con el nombre del viejo héroe. Era una atmósfera de humo. La mujer canturreaba muy bajito para que no la oyeran. Los ojos parecían salírsele de las cuencas. Apolinar escuchaba impávido, prendido a su habano, tratando de distinguir el misterioso paño. La mujer sacó otro cigarro del bolso, lo prendió y luego de una pitada echó una enorme bocanada de humo. Extrajo un espejito y un peine de la cartera y se alisó la cabellera. Miguel arqueó las cejas, no podía creer que el mundo siguiera girando y que las noticias tuvieran aún una órbita tan precisa y distante de ese universo que al gran Sepúlveda ya le era ajeno. Por qué los hombres y las mujeres se morían. Se hizo diez veces esa pregunta en el trayecto y pensó por primera vez que su madre, Matilde la “inmortal”, también moriría.
Montufar lo observaba callado, por ratos concentrado en el tráfico que a esa hora parecía arreciar. Subraya esto, no pierdas de vista la sintaxis, Miguelito: “El Congresista Antonio Sepúlveda, falleció. Se nos fue un hombre probo”.
 Miguel, tu padre era un hombre que valía su peso en oro.
Martínez giró en redondo sobre el Ovalo Cáceres y enrumbó hacia el mar.  Los ojos de Matilde se mantenían firmes en el perfil de su hijo, que no dejaba de gesticular.
 El tribuno era tan saludable y todo ocurrió tan abruptamente -añadió Montufar.
 Así son los accidentes vasculares –musitó Matilde.
La mujer permaneció impávida, aferrada a sus memorias y, al mismo tiempo, crispada por la enésima irrupción de aquel hombre que, aun muerto, no la dejaba respirar. Su sola mención era como el tajo de pequeños cuchillos en su carne. Lo había odiado toda la vida y lo odió al final cuando, presa de sus furias, la golpeó casi hasta morir. Tenía un malhumor endemoniado. Le temía y cada tarde a las seis, al llegar, le temía. Pero aun extrañaba su viejo rostro. Habían sido veinte años desde la primera vez que lo vio en Buenos Aires. Desde entonces se tornó en una extraña para sí misma.
Miguel carraspeó. ¿Por qué se murió de buenas a primeras? -preguntó, sin aire.
Matilde continuó revisando los diarios, sin inmutarse por las palabras que el niño pronunciaba sin ningún concierto.
El cortejo fue apoteósico y los discursos laudatorios abundantes. Miguel nunca antes había escuchado que alguien se muriera, todos pasaron a ser mortales desde ahora y en la cadena de sucesión aleatoria él también lo sería. El tío le alcanza el diario y luego un lapicero y un papel doblado que extrajo de su saco. El Universal: “El ilustre y honrado Antonio Sepúlveda, un modelo de nobleza para las generaciones futuras”. Lee Miguelito y apunta bien –musitó Apolinar.
Matilde empezó a juguetear con un pequeño paquete, era a simple vista una caja de remedios. Tosía nerviosamente, sacudía las manos.
 Rombirón, me lo recetó el doctor Gutiérrez –musitó, para que apenas Apolinar la escuche.
Montufar quedó gélido, con un aire casi mortal. Tomó abruptamente la caja que Matilde apretaba fuertemente con sus dedos. “Rombirón para las enfermedades degenerativas”. ¿Ha oído hablar usted de eso, tío Apolinar? ¿Qué es “degenerativa”? –Interrogó Miguel, sin obtener respuesta. Imaginó a su madre descompuesta en diez pedazos, arrugada como un papel, medio muerta en el término del plazo. De allí la razón de los cadáveres. “Mamá morirá” farfulló, tembloroso. Ya tiene las manos de una vieja.
 Enero del 2010, algunos años después: “Matilde descorre el velo para ver a su hijo, la bala le atravesó el lado derecho. Había crecido desmesuradamente desde la muerte de su padre. Yacía en un basural. Veinte años no es nada, todo un joven echado al abismo sin más, susurra el sargento. Molicie carne de cañón hijo mío en grandes trancos y con un revólver en la mano como un criminal qué diría tu padre socavón en el lomo apretado en mí en mi seno como la primera vez entrañable mío el desgarro no es de esos que se expresan en vocablos profundos la veta de una mina dentro hasta el fuego que esconde la tierra. Han pasado tantos años desde la muerte de tu padre, qué diría él de verte tendido así socavado por infinidad de balas de acero yerto mientras aun respiro condenada a la memoria a la vil conciencia yo vieja viejísima ensimismada quebrada sin hablar bajo los troncos añosos del jardín”.
 Mamá, estamos llegando a casa ¿Volveremos alguna vez para ponerle flores al viejo?
 Sí, Miguelito, volveremos, pero tras la misa del mes. Acelera, Martinez –ordenó Matilde.
Una sombra densa ganó la avenida. La noche ya tendía su telón oscuro sobre los hombres y las cosas. Miguelito miró fijamente el horizonte, sospechaba que pronto retornaría para trasladar el cuerpo de su madre. Matilde, apenas canturreaba ensimismada. Ya no tenía nada más que decir.

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