Raúl Mendoza Cánepa
Antonio Sepúlveda tenía
la piel curtida y los pómulos hinchados, los suyos no eran los rastros de una
vejez amargada, por el contrario, traslucía las largas resolanas de las
playas del sur. Tenía una complexión atlética y las mandíbulas de acero de los
estibadores del puerto. Apolinar Montufar no podía creer que ese hombre
de huesos prominentes, alguna vez moriría.
Los
ojos fijos como un pescado en la mesa, inmóvil, absolutamente quieto. Montufar,
se deshizo en llanto por su cuñado. Las mariposas aleteaban sin tregua, a lo
lejos los automóviles atravesaban la ciudad, las chimeneas vertían sus humos
oscuros. El reloj señalaba las tres menos diez.
Miguelito
Sepúlveda observaba, perplejo, el féretro dorado. El cementerio parecía un
juego de claroscuros violáceos. Un potente rumor irrumpió.
—¡Silencio!
—dijo el tío Apolinar frotándose
el rostro con un pañuelo. Tenía un rictus de furia. Su voz era un trueno
en medio de aquel barullo. El hombre que venía picando el terral a su lado
parecía dormirse en medio de la faena, con las botas de cuerina impecables y
las manos firmes sobre el mango, no gesticulaba. El ataúd cayó en seco
sobre el fondo de la fosa. Una multitud se apiñaba en los alrededores. El niño
Miguelito miraba todo sin pestañear, la frente empapada de un sudor helado.
Cementerio de San Hilarión. Tres de la tarde.
Montufar
se arqueó para verificar que la lápida fuera la acordada. Echó una flor sobre
el féretro. Medió un minuto antes que los enterradores descargaran los
montículos de tierra sobre el hoyo. El niño se secó el sudor con un pañuelo y
se cerró el botón superior de la camisa, siempre en silencio, fijando la mirada
en aquellas letras escritas sobre el filo de la muerte. “Aquí yace….Aquí
yace…”.
Los
cargadores desfilaron marciales alejándose hasta convertirse en un punto en el
horizonte verde, a un ritmo desesperadamente lento. Una multitud se agolpaba en
la reja sin poder acercarse. Matilde Montufar, que se había quedado sola,
observaba otro cortejo, silencioso, solitario, enrarecido por el contraste con
el adiós multitudinario al cuerpo de uno de los hombres más prominentes en la
Lima de fines del siglo veinte.
Miguel
divisó a lo lejos una cruz en lo alto, rutilaba como un incendio en la cumbre
del Morropote. Una compacta masa de sombra se vertió sobre el cementerio. Se
oían aún los cánticos adoloridos y los pasos acompasados sobre el empedrado. Una
ráfaga de aire frío acarició su frente.
Las
floreras se echaron sus bultos sobre las espaldas antes de marchar. Ya era
tarde. Al filo de las cuatro los muertos reposan y la gente se va a su casa.
Martínez, el chofer, echó llave y prendió el motor, miró por el espejo
retrovisor y movió el auto rápidamente hacia a atrás para ganarle espacio
a aquella procesión que, ya medio dispersa, se alejaba con lentitud. Miguel, su
madre y el tío Apolinar abordaron el vehículo con solemne parsimonia.
—Un
señor entierro —dijo lacónicamente Martinez sin volverse– aunque eso ya no
importa.
El
calor arreció y Miguelito abrió la ventana. Lucía triste, con las comisuras
caídas y los ojos inyectados. Aterrado, miró las múltiples hileras de cruces
que le advertían que, como todos, él también moriría alguna vez. Nunca había
reparado en el destino inexorable de los hombres ni en la rigidez de una
congregación mortuoria. Trató de recordar su último viaje a Miami para disipar
las sombras densas que lo habían capturado. El BMW volteó intempestivamente en
la Avenida La Molina y enrumbó raudo por la calle de las palmas.
—
Deberás escribir sobre todo esto en el reportaje escolar y que quede constancia
que este gran hombre, tu papaíto, se merece, el más descomunal laudatorio, pues
fue un señor de señores —le susurró Montufar— firmarás la nota e irá en las
primeras páginas de tu nuevo cuaderno. Ese será el tema de tu tarea de Personal
Social. Lo quiero en mis manos para mañana en la tarde.
— No
es el tema de la clase, señor –reparó el niño.
El
tío Montufar no se inmutó. Chupó el pitillo del habano y exhaló con gran
fuerza.
— No quiero literatura, Miguelito, quiero periodismo escolar. Tu padre fue un
gran periodista y cubrió muchas guerras. Luego fue parlamentario, y de los que
merecen hijos disciplinados y correctos que le sigan los pasos. Deberás ser
como él alguna vez. No me sorprendas con esas cojudeces que sólo leen las
abuelas. Documéntate, pero ten en mente que Antonio Sepúlveda, tu fabuloso
progenitor fue un señor de señores.
Matilde
se restregó el pañuelo por las sienes, repantigándose en el asiento. Desenrolló
un pañuelo de flores que extrajo de su cartera. Tenía un bordado azul en uno de
los márgenes con el nombre del viejo héroe. Era una atmósfera de humo. La mujer
canturreaba muy bajito para que no la oyeran. Los ojos parecían salírsele de
las cuencas. Apolinar escuchaba impávido, prendido a su habano, tratando de
distinguir el misterioso paño. La mujer sacó otro cigarro del bolso, lo prendió
y luego de una pitada echó una enorme bocanada de humo. Extrajo un espejito y
un peine de la cartera y se alisó la cabellera. Miguel arqueó las cejas, no
podía creer que el mundo siguiera girando y que las noticias tuvieran aún una
órbita tan precisa y distante de ese universo que al gran Sepúlveda ya le era
ajeno. Por qué los hombres y las mujeres se morían. Se hizo diez veces esa
pregunta en el trayecto y pensó por primera vez que su madre, Matilde la
“inmortal”, también moriría.
Montufar
lo observaba callado, por ratos concentrado en el tráfico que a esa hora
parecía arreciar. Subraya esto, no pierdas de vista la sintaxis, Miguelito: “El
Congresista Antonio Sepúlveda, falleció. Se nos fue un hombre probo”.
— Miguel, tu padre era un hombre que
valía su peso en oro.
Martínez
giró en redondo sobre el Ovalo Cáceres y enrumbó hacia el mar. Los ojos
de Matilde se mantenían firmes en el perfil de su hijo, que no dejaba de
gesticular.
— El tribuno era tan saludable y todo ocurrió tan abruptamente -añadió Montufar.
— Así son los accidentes vasculares –musitó Matilde.
La
mujer permaneció impávida, aferrada a sus memorias y, al mismo tiempo, crispada
por la enésima irrupción de aquel hombre que, aun muerto, no la dejaba
respirar. Su sola mención era como el tajo de pequeños cuchillos en su carne.
Lo había odiado toda la vida y lo odió al final cuando, presa de sus furias, la
golpeó casi hasta morir. Tenía un malhumor endemoniado. Le temía y cada tarde a
las seis, al llegar, le temía. Pero aun extrañaba su viejo rostro. Habían sido
veinte años desde la primera vez que lo vio en Buenos Aires. Desde entonces se
tornó en una extraña para sí misma.
Miguel
carraspeó. ¿Por qué se murió de buenas a primeras? -preguntó,
sin aire.
Matilde
continuó revisando los diarios, sin inmutarse por las palabras que el niño
pronunciaba sin ningún concierto.
El
cortejo fue apoteósico y los discursos laudatorios abundantes. Miguel nunca
antes había escuchado que alguien se muriera, todos pasaron a ser mortales
desde ahora y en la cadena de sucesión aleatoria él también lo sería. El tío le
alcanza el diario y luego un lapicero y un papel doblado que extrajo de su
saco. El Universal: “El ilustre y honrado Antonio Sepúlveda, un modelo de
nobleza para las generaciones futuras”. Lee Miguelito y apunta bien –musitó
Apolinar.
Matilde
empezó a juguetear con un pequeño paquete, era a simple vista una caja de
remedios. Tosía nerviosamente, sacudía las manos.
— Rombirón, me lo recetó el doctor Gutiérrez –musitó, para que apenas Apolinar la
escuche.
Montufar
quedó gélido, con un aire casi mortal. Tomó abruptamente la caja que Matilde
apretaba fuertemente con sus dedos. “Rombirón para las enfermedades
degenerativas”. ¿Ha oído hablar usted de eso, tío Apolinar? ¿Qué es
“degenerativa”? –Interrogó Miguel, sin obtener respuesta. Imaginó a su madre
descompuesta en diez pedazos, arrugada como un papel, medio muerta en el
término del plazo. De allí la razón de los cadáveres. “Mamá morirá” farfulló,
tembloroso. Ya tiene las manos de una vieja.
Enero
del 2010, algunos años después: “Matilde descorre el velo para ver a su hijo,
la bala le atravesó el lado derecho. Había crecido desmesuradamente desde la
muerte de su padre. Yacía en un basural. Veinte años no es nada, todo un joven
echado al abismo sin más, susurra el sargento. Molicie carne de cañón hijo mío
en grandes trancos y con un revólver en la mano como un criminal qué diría tu
padre socavón en el lomo apretado en mí en mi seno como la primera vez
entrañable mío el desgarro no es de esos que se expresan en vocablos profundos
la veta de una mina dentro hasta el fuego que esconde la tierra. Han pasado
tantos años desde la muerte de tu padre, qué diría él de verte tendido así
socavado por infinidad de balas de acero yerto mientras aun respiro condenada a
la memoria a la vil conciencia yo vieja viejísima ensimismada quebrada sin
hablar bajo los troncos añosos del jardín”.
— Mamá, estamos llegando a casa
¿Volveremos alguna vez para ponerle flores al viejo?
— Sí, Miguelito, volveremos, pero tras
la misa del mes. Acelera, Martinez –ordenó Matilde.
Una
sombra densa ganó la avenida. La noche ya tendía su telón oscuro sobre los
hombres y las cosas. Miguelito miró fijamente el horizonte, sospechaba que
pronto retornaría para trasladar el cuerpo de su madre. Matilde, apenas
canturreaba ensimismada. Ya no tenía nada más que decir.
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