martes, 13 de noviembre de 2012

Universo


Anthony Velarde Arriola


Mi nombre es Valentín Sánchez y lo que siento ahora no lo puedo sacar de mi cabeza. Hace siete horas estuve sobre las piernas abiertas de Liseth. Ella grita como una desquiciada, como si mi pene fuera demasiado grande. Mientras le subo la falda, siento que la amo como a ninguna; cuando termino, todo lo contrario. Le grito y la empujo fuera de mi cuarto, es el Hulk que llevo dentro. Si tengo la oportunidad de acostarme con otras chicas, lo hago, pero Liseth me sigue a todos lados. En vano me quejo, después de todo siempre le pido disculpas. Debe quererme mucho para soportar tanto maltrato, sobre todo después de eyacular dentro de ella. Cuando pasa eso, la odio con todo el odio almacenado en el universo. No me conmueven sus lágrimas, sus súplicas. Hoy después de nuestra sesión matutina, no quiso irse. Tuve que gritar y golpearla y aun así no se marchó. Pasó dos horas echada sobre mi cama, desnuda, mostrando su cándida sonrisa de niña boba.

Cuando la conocí ambos teníamos dieciséis años. Fue en una discoteca, me miraba mucho, y bueno pues, empecé a mirarla igual, después de todo no es fea. Siempre me gustaron las chicas de piernas largas y piel canela. Esa noche me convidaron dos líneas de polvo de diamante; estaba durísimo, así que en ella vi un rostro promiscuo y me le acerqué. Hablamos cojudeces: cómo te llamas, qué edad tienes, dónde vives, ¡qué bien bailas!, ¿quieres estar conmigo? Así empezó todo. Yo la enamoré gracias a mi colección de discos de música; esperaba que eso me rinda buenos resultados pero no quiso abrirme las piernas la primera noche. Aquel día, se pasó toda la tarde hablando de un viaje que nunca hizo, de estudiar derecho como si eso fuera para niñas. Tuve ganas de golpearla pero me contuve para no perderla, recién la estaba conociendo; la llamé entonces “mi princesa”. Así pasaron ocho años. Ya estamos acostumbrados a este ritmo; sexo, drogas, sexo y de vez en cuando, un par de golpes.

Esa mañana se puso a revisar las fotos de su celular; yo me encerré en el baño para rasurarme; hacía días que mi barba crecía. Cuando tuve la pasta de afeitar sobre mi rostro, observé que a la maquina le faltaba la hoja; así que me lavé, salí del baño, crucé la habitación y fui a comprarla. Al salir del callejón donde vivo, encontré en el camino cinco perros que se peleaban entre sí; o a lo mejor eran dos bandos. A uno de ellos le colgaba una baba flemática por la rabia y en un movimiento, esta terminó en mi pantalón. -¡maldito hijo de perra!-, lo patee tan fuerte que la pelea se disipó. Aquel perro maldecido se fue aullando. Las personas en la calle me gritaban: ¡abusivo!, los mandé a la mierda, a la maldita mierda. Volví a mi cuarto con más odio que nunca; encontré a Liseth probándose mi ropa, me enfurecí más.

-Lárgate de aquí maldita perra.

Como si no notara el odio en mis ojos me dijo:

-Ay Valentín mi amor, no te enojes, mira que bien me queda…- no le dejé terminar la oración y le volví a gritar; ahí fue que, por primera vez, me levanto la voz –háblame bonito que no soy tu perra.

-Eres mi perra, qué más eres, eres mi perra, mi maldita perra- gritaba con tanto odio que empecé a desvestirme, aún no sé por qué- ahora lárgate, lárgate o te saco tu mierda.

-Vete a la mierda Valentín -me gritó- no sé por qué aguanto tu matonería, ya no eres el chico de la buena onda, el de la buena música; ahora eres un pobre mierda, el mierda que me jodió la vida –llegaron a sus ojos unas cuantas gotas de lágrimas; alzó su pantalón y una blusa, luego se calzó las zapatillas-. Si no te hubiera conocido ahora ya habría terminado la universidad, qué imbécil fui al enamorarme de ti.

En un impulso incontrolable, lancé un golpe a Liseth cuando se disponía a salir; el golpe le reventó el pómulo derecho y esta cayó al suelo. Su cabeza se estrelló con el filo de la puerta del baño, su cuerpo quedó al pie del catre y las piernas sobre las sábanas sucias. No se movía; estaba tiesa como un roble. Lo que sentí ese momento empezaba a gustarme. Entonces me acerqué a ella para comprobar si estaba muerta y lo estaba. En todos mis años de odio hacia la humanidad, esta fue la primera vez que sentí desconcierto. No supe que hacer, mientras lo pensaba, decidí terminar de rasurarme. Había olvidado la hoja de afeitar, ¡maldita sea! Alcé lo que tenía más cerca y me cubrí. Salí a la calle. Al volver, moví su cabeza junto a la mesa donde está la cocina eléctrica para poder ingresar al baño con libertad. Mientras me rasuraba mis pensamientos viajaban en cómo sacarla de mi habitación. Ahí descubrí la forma de hacerlo. Tenía en mis manos la hoja con la que me quité la barba y el bigote; parecía otra persona. En efecto lo era: amaba y odiaba a esa mujer, era mi único universo y ya no estaría conmigo. Nunca más podré odiar a nadie, tampoco amar. Al cabo del tiempo, descubrí que el odio es una pasión tan interesante como el amor, ¿cómo es posible que dos sentimientos tan opuestos conduzcan al mismo comportamiento?

Le quité la ropa, la arrastré hasta el baño con dificultad y la metí en la ducha; dejé en el camino una línea gruesa de sangre. Encendí el equipo de música e inserté el disco de Billie Holiday, subí el volumen al máximo. A Foggy Day me regaló el primer corte en el hombro izquierdo. Emanaba tal cantidad de sangre que no me dejaba ver donde había que cortar. No fue fácil encontrar las uniones, tampoco separar el brazo del cuerpo. Lavé mis manos y volví a salir. A dos puertas vecinas hay un taller de mecánica donde eventualmente trabajo, de ahí extraje una caja de herramientas: una sierra, una tijera de podar y una cizalla de mano me serían muy útiles. Salí del taller y volví a mi labor. Desde entonces todo fue más fácil. Una vez terminado el brazo izquierdo empecé con el derecho. Las piernas demandaron más problema; los tendones que unen la cabeza de fémur con el trocánter y el ilíaco son gruesos y difíciles de romper. Me tomó quince minutos cada extremidad. Lo que resta de ella está inmerso en sangre. Abrí la ducha para limpiar el cuerpo. Tomó cerca de diez minutos descubrir el estado de la nueva Liseth; al verla sentí repulsión por ella, empecé a extrañarla, un llanto me devolvió a la realidad.

-En que te has convertido mi dulce princesa, dama de mis días, de mis caricias... Pobre puta porqué te has muerto -acariciaba sus senos salpicados de sangre. Besé sus amargos labios; mis lágrimas caían gota a gota sobre su cuerpo descuartizado- sigues aquí ¡no te dije que te largaras!, ¡lárgate perra!

El trance en el que estaba no me dejaba ver las cosas con claridad. Yo la amaba, la odiaba también. Cuando desperté, ella no estaba a mi lado como todas las mañanas. Un olor extraño despertó mi atención; las sábanas, mis manos, mi cuerpo, la habitación entera, el baño, todo estaba inmerso en sangre. La cama donde dormí estaba húmeda, todo era extraño. Con mucha dificultad me puse de pie; al dirigir la mirada sobre el colchón descubrí el objeto del horror. Ella estaba ahí, su cuerpo su cabeza yacía en el mismo lecho. Su rostro tenía borrada la sonrisa. Tenía vagos recuerdos de la noche anterior. Quise salir y huir, pero su mirada me retuvo unos momentos; tenía los ojos abiertos, impávidos sin saber qué sucedió. Preso del pánico grité, salí corriendo callejón afuera; corrí con la única fuerza que me restaba, corrí sin dirección alguna, corrí lejos del fantasma de su recuerdo. 

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