viernes, 9 de noviembre de 2012

Un viernes santo


Juan Carlos Camacho


«¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible!»

Guy de Maupassant (Le Horla)

Aquel viernes santo de 1966, en el puerto de Mollendo, se extinguía el verano. La brisa marina del véspero hacía oscilar los floripondios de la plaza Grau, desde donde se  divisaba parte del malecón con su balaustrada de cemento pintada de verde ajenjo. Al borde del malecón,  desde lo alto se veía,  a la derecha,  la dársena construida por los ingleses de la Peruvian Corporation que habían levantado la línea férrea Arequipa-Mollendo hacia finales del siglo XIX; el vetusto puente de madera,  que unía el malecón con la zona de playas y,  más allá,  los islotes en los que se estrellaban, inclementes, las olas que acababan por deshacerse en espumarajos; a la izquierda,  destacaba el promontorio en cuya cima  se ubicaba el Castillo Forga, mayestático vigía del Océano Pacífico  y, aún más allá, la sucesión de playas de arena gris que se perdían en el horizonte.  A esa hora de la tarde aún quedaban, en la primera playa, algunas carpas de estilo veneciano a franjas azules y blancas y unos pocos veraneantes dispersos que  se aprestaban a retirarse. En la fugaz claridad que precede a la noche, como anticipando un trágico suceso,  pasó rasando sobre el malecón una bandada de gallinazos de plumaje negro pizarra y colorado cuello hacia su nocturnal morada.  Aquella súbita aparición simultánea al resuello envolvente de los floripondios me produjo un estremecimiento opresivo.

Había una incongruencia entre la percepción que tenía de Mollendo (puerto balneario-lugar de diversiones-“sun-sand-sex”) y la liturgia propia del drama, la pasión y el misterio del sacrifico de Cristo.  Por el contrario, la pacata ciudad de Arequipa, en la que mis más tempranos recuerdos se relacionaban con  hombres mojigatos  y devotas mujeres, gazmoñas ancianas  que se arrastraban de rodillas detrás del féretro del Cristo muerto, hasta hacérselas sangrar, profiriendo lamentos en una escenografía  indescriptible de encapuchados, cirios encendidos, patéticos llantos de plañideras y nubes de incienso. Era como retroceder en el tiempo, hasta la misma edad media. Pocas ciudades en el mundo expresaban, como Arequipa, tal sentimiento y contrición la  fe católica ante el misterio de la pasión de Cristo en viernes santo.   Mollendo era lo opuesto,  diáfano, alegre, de gente sencilla, liberal. Sus   casas  ligeras de madera, con balcones y balaustres,  sus plazas llenas de niños jugando, los vacacionistas tomando sus cervezas al aire libre, si dar mayor importancia a las fechas sagradas. ¿Cómo era posible que a poco más de cien kilómetros de distancia que separaba ambas ciudades pudiera haber tal diferencia de costumbres y de cultura?  La una,  con macizas casonas de albo sillar con apariencia de fortalezas, y docenas de iglesias abarrotadas de fieles, capillas, cruces,  callejas retorcidas,   una población que se persignaba cada vez que pasaba por delante de alguna de ellas, que portaba rosarios, misales, velos, hábitos y que prendía cirios diariamente.  La misa diaria,  antes que despuntara e sol, con el corazón contrito y una absoluta certeza de la vida eterna, de la gracia de Dios y de los horrores del infierno, eran parte de la cultura de Arequipa. La otra,  con sus calles amplias y rectas, desde donde se veía el mar,  su brisa salada,  su sol radiante y sus balcones que miraban los parques verdes y floridos, y su gente alegre y liviana, compuesta en su mayoría por pescadores (pecadores) irreverentes que vivían el presente y que nunca torturaban su mente con pensamientos sobre el más allá.

Me sentía mejor en Mollendo. Mis vacaciones estaban por concluir y no quería desperdiciar una última noche de bohemia. La zona propicia era la de los bares de la segunda playa. Crucé el puente cuyas viejas tablas crujían  a mis pasos, viendo abajo el mar enfurecido que arrastraba  grava con el sonido de las uñas que arañan el metal. Inconscientemente me roía la culpa. “Soy un apóstata, ¿Qué destruyó mi fe? ¿Fueron mis nutridas lecturas de los libros de ciencia en mi adolescencia? ¿Fue mi educación primaria en colegio evangelista y luego la secundaria en colegios laicos? ¿Fue la influencia agnóstica de mi padre?

Todas esas preguntas sin respuesta punzaban mi mente, cuando llegué al puente desde donde podía otear,  a lo lejos,  las luces de neón de los bares, algunas verdes y otras rojas difuminadas por la niebla.  Se oían,  borrosos,  los sones de una vieja guaracha que emergía de alguna rokola Würlitzer que los pescadores alimentaban con monedas de a sol.

“Ay primo Nando
Quiero amanecer, con la manta en el hombro
Quiero amanecer, con mis amigos parrandeando
Quiero amanecer, cantando….”


Arribé a los bares de la segunda playa, una zona en la que se distribuían  una docena de locales,  todos de apariencia provisional, con estructuras de palos de eucalipto y techos de estera,   mostrando divisiones de paja brava o totora y piso de arena marina a la cual iban directamente los puchos de los cigarrillos que casi todo el mundo fumaba y la espuma de la cerveza que quedaba en el fondo de los vasos. Aquellas cantinas tenían por habitués a  hombres y mujeres del puerto, morenos, que lucían profusos tatuajes en la piel de los hombros y los brazos; las mujeres vestían ajustadas minifaldas y reían con estrépito.  De cuando en cuando,  a lo lejos,  se escuchaba el reventar de los tumbos del mar que en esa zona explotaban cual bombardas.

Una espigada morena vestía una blusa a franjas blancas y negras, con generoso escote y un short negro que dejaba ver unas piernas de gacela, musculosas pero finas  y una cintura firme que se cimbraba al  compás de la guaracha.

“Que es lo que baila caliente
Pero que suena el bongó
Que es lo que toca tu mano
Con ritmo en el corazón”

Aunque estaba con su grupo de  amigos, la morena dio una mirada a mi mesa en la que reposaba mi cuba libre. A la distancia,  pude intuir un destello de curiosidad en sus ojos de ébano.  En un instante tenía la morena delante de mí, sus  ojos grandes y oscuros, sus labios carnosos, su cuello fino. Se acercó y empezamos a conversar

 –¿Qué haces solitario? ¿No tienes un cigarrillo? Me dijo susurrante, mostrando su blanca dentadura.

Sentí el pinchazo del deseo. El desfile de cubas libres empezó y,  algo picado,  le propuse bailar una guaracha, colocando mi mano en su esbelta cintura. La morena se contorneaba con la voluptuosidad de la diosa Kali. Pasó el tiempo y, cansados,  nos sentamos por un rato. No recuerdo bien en qué momento se acercó a mi mesa un hermoso perro pastor alemán, que luego de observarme detenidamente se sentó en el suelo, a mi lado.   Intuí, que se había extraviado, por su pelaje bien cuidado.  Tengo una especial predilección por los animales, sean estos domésticos o salvajes,  con los que establezco una rápida amistad,   pero en especial con los perros.

El perro permaneció echado a mi lado, la chica seguía conversando y riendo, lanzándome, de cuando en cuando, miradas atrevidas. En cierto momento,  llamé al mozo.

 –Hazme el favor de traerme un poco de pan para el perro-le pedí.

 Cómo no señor- respondió el mozo con gentileza.

  Al darle un pedazo de  pan,  el can, antes que comerlo, lo enterró en la arena; luego le di otra porción, y la enterró  en el extremo opuesto y así sucesivamente, dos pedazos más que fueron enterrados, formando con todos, ante mi sorpresa, una cruz perfecta. Al darme cuenta de la disposición del entierro del pan, en forma de cruz, me acordé que era Viernes Santo, el día que Cristo fue crucificado. “Dios ha muerto, cavilé, y el perro al formar la cruz, le está rindiendo homenaje. Es el Bien.”

Cuando me disponía a seguir bailando con la morena escuché un gruñido sordo y noté, sorprendido, que el perro le mostró,  unos  afilados colmillos.  Inmediatamente el animal me miró,  y se calmó, empezó a  jalarme de la mangas del saco, como diciéndome “ya es suficiente, anda a descansar”.  “Este perro busca mi protección, se ha dado cuenta que ya he bebido lo suficiente y ahora quiere llevarme al hotel”. Inútil fue mi intención de pararme y tomar de la mano a la morena, el perro muy delicadamente me sujetó de la manga y me obligó a volver a sentarme, haciendo él  lo mismo en el suelo.

 Perdona, mi perro es muy posesivo- le dije, azorado, a la mujer. Ella retrocedió, sonriendo con indulgencia y retornó a la mesa donde sus amigos la esperaban. Yo aproveché para pedir la cuenta al mozo. Una vez que hube pagado, me dirigí a la salida seguido por el perro. “Como es de sabio el instinto de protección de los animales, pero este perro es raro, tiene algo que va más allá de lo que yo puedo comprender”. Me sentí algo cansado y   empezamos juntos la marcha del retorno.

En el camino el perro tomó la delantera y en una zona oscura, un grupo de porteños bastante ebrios  intentó cercarnos pero, de pronto, mi acompañante salió raudo en mi defensa, ladrando y  blandiendo sus poderosos colmillos, que destellaron a la luz de la luna.   En un instante los presuntos atacantes retrocedieron espantados. En su fuga creí escuchar  “¡El lobo!, ¡el lobo!” De nuevo traté de explicar lo sucedido “Es que este animal quiere protegerme de todo mal. ¡Pero lo han visto como lobo! ¿Es que ha aparentado ser lobo para correrlos? ¿Qué cosa está pasando?”  Para salir de dudas, me agaché, y le acaricié  la  cabeza al sentir su  pelaje suave y parejo, me tranquilicé  y continuamos la marcha hacia el hotel de la plaza Grau. De regreso, el puente de madera me pareció más viejo y triste que nunca y las lenguas de agua que fluían por abajo eran las más negras ha había visto en mi vida.

Casi amanecía, cuando al llegar frente a la puerta del hotel y no pudiendo hacer entrar al perro al  local,  me quise despedir con la última palmada sobre su cabeza. Al presentir que lo dejaba,  la lucha entre el bien y el mal, que se daba al interior del animal se definió. Al pasar mi mano,  sentí que el pelaje,  antes suave,  se había tornado duro como hecho de cerdas. De pronto escuché un gruñido sobrenatural, sin tener el valor de mirar nuevamente,   trepé despavorido las gradas del hotel en tres trancazos,  no sin antes cerrar y asegurar la puerta de entrada. Sentí la presencia del mal. Al llegar al rellano del segundo piso,  casi sin aliento, encontré durmiendo al cuartelero, quien me dijo al despertar abruptamente:

 Que le pasa señor porqué está tan pálido.

 Ven a la ventana conmigo - ordené -¿Qué ves?

Entonces, juntos, espantados,   vimos la posesión  y oímos el aullido….

Los primeros rayos del sol aparecieron en  el horizonte y a lo lejos pude observar nuevamente al perro pastor alemán, acompañante de mi noche bohemia que corría despavorido hacia la primera playa, hacia el mar.

El día siguiente partí de retorno a Arequipa. El fin de semana no podía estar tranquilo, pensaba y repensaba los sucesos que había experimentado. Empecé a dudar de lo que me había pasado. No podía haber sido solo mi imaginación. Por fin,  después de dos semanas regresé con la idea fija de interrogar al cuartelero del hotel para corroborar los hechos. ¿Habría sido una alucinación mía, digna de un cuento de Poe?,  o una terrible experiencia real en la que inexplicablemente fui testigo de la lucha entre el bien y el mal en un ser inocente como el perro.  ¿En que quedaba mi  agnosticismo, mi verdad?

El dueño del hotel me dijo que el sábado de gloria el hombre se había puesto mal y lo tuvieron que conducir de urgencia al hospital, aparentemente había perdido la razón.  Más que eso, nadie sabía nada.  En abril, semanas después del acontecimiento,  leí en los diarios locales varias noticias relacionadas a  la bilocación de un perro en lobo en la zona de las playas de Mollendo.

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