Raúl
Mendoza Cánepa
El almirante Agapito Bermúdez se sirve un vermouth,
parece ebrio, gesticula muy despacio y lee reposadamente. Tavito, su hijo, lo
observa atento, para él es un héroe mitológico, admira esa mirada letal,
penetrante, aterradoramente fría.
Agapito sigue absorto, pestañea algo
fastidiado. Una fina nube de polvo lo invade. Puede contener el aliento y
escribir algunas frases entreveradas. El Ingeniero Medina, ensimismado,
continúa revisando los papeles; parece no poner atención en el marino. Son
muchos números y guiones, puntos y comas, rayas y fechas. "La construcción
de una barrera antisísmica en el jardín, al fondo, para la familia, requerirá
la participación de diez obreros, una escalera, dos tablones de metal. El gran
terremoto de Lima es inminente.”.
El invierno ha llegado y se cuela por las rendijas.
Nadie se libra del viento helado de junio. Un olor putrefacto consigue penetrar
hasta la sala, emerge del baño, de una tubería rota, carcomida por los años,
oxidada. El aire pútrido se distribuye en la atmósfera fría de la casa.
-La chola no ha llamado al gasfitero como le ordené
esta mañana, deberá también ver la estructura interna de la casa –dice el
almirante.
-Despreocúpese –acota Medina, rascándose la
barbilla– esas cosas pasan, pero estamos atentos a los materiales nobles, la
casa no caerá por efecto del terremoto.
El rostro de Bermúdez se tensa. El resplandor de la
lámpara del techo permite distinguir con mayor nitidez las líneas que se marcan
en su frente mientras conversa. El entrecejo apretado, la bilis matizando el
rubor del hombre de mar. El rojor de la alfombra contrasta con el mobiliario
oscuro, ordenado, dispuesto en trazos geométricos cuidadosamente estudiados.
Agapito cree que todo tiene un lugar y una orientación adecuada, es el cosmos,
su propio cosmos personal y la ley universal bajo su techo. Bajo su
dominio nadie morirá. Frente a frente, el niño y el almirante se contemplan
estáticamente sin hablar.
-¿De qué terremoto hablan? -interroga Tavito, con
los ojos fuera de sus órbitas.
-Es una predicción del doctor Adrien Holster, es
inevitable -señala el marino- pero conmigo estás a salvo.
Tavito no cree que su padre detendrá la furia de
los elementos. Vuelve a su refugio en la esquina del corredor, guarecido toma
el sobre que hacía un mes había llegado de Europa, está caliente y huele a
papel limpio, a escritorio antiguo. Revisa entre las notas de su padre, deja de
poner atención a lo que el almirante dice abajo en la sala. La carta hallada
entre papeles viejos es como un tesoro por descubrir a sus ojos. Está
maravillado por la estampilla, jamás alguien le había escrito a alguien algo
tan intenso, a sus años, el claroscuro de una vela y los contornos de una
carta, son la revelación de la vida, de la vida y la muerte, del horror y la
tragedia. La carta la había escrito Cristina antes de morir en el naufragio del
"2 de Mayo". Debajo de todo hay un cuaderno azul, es el diario del
almirante. Página siete. En un cuadrante inferior de La Prensa una nota muy
pequeña. “Se hunde el 2 de Mayo en las aguas frías del sur. No hay
sobrevivientes”. Más al extremo en líneas rojas: “Terremoto en Santiago, miles
de casas destruidas. Una onda de terror se aproxima a las costas del Pacífico”.
Más abajo aún: “Un alud sepultó a una familia en Rivadeneyra” y en una página
estrujada, casi al margen “El silencio sísmico, al decir de Adrien Holster, es
también una carga de energía descomunal que al liberarse detonará en Lima,
epicentro, con un estrepito y una agitación tan bestial que destruirá todo a su
paso”. Un papel roto en su extremo inferior “Carta a Cristina”, la firma
Agapito, el gran almirante de nuestra armada. Es una caligrafía extraña que el
niño no alcanza a descifrar del todo. Un resplandor asoma desde una vela,
encima del altar. Tavito torna el rostro nuevamente a la página de Cristina, le
parece imposible que su hermana mayor se hubiera muerto. Apenas pudo arrancar
el pliego con sus dedos mojados por el sudor.
Es una compleja relación entre el naufragio y el
terremoto, el almirante fija los ojos en el rostro de su hijo que se aproxima
desde el final del corredor, con la respiración tenue, el rostro impávido
debajo de los escombros, estrangulando el aire los ojos cerrados bajo los
trozos de piedra y las columnas pétrido el aire todo sobre su cabeza cortada
pietra petra polvo desmesurado que lo ahoga y el sobrecogedor ruido inicial
sobre las sombras pasajeras correr hacia donde el instinto guíe con su vasta
sabiduría ágil con la pierna quebrada padre piedad y al tercer día tampoco
vienen por mí ni por él distraídos todos por esta ciudad destruida y así yo el
almirante sin previsiones y su hijo como cuando conocía de las deficiencias del
navío y dejé abordar a Cristina y ahora urdo planes para que la sacudida letal
no nos toque o al menos no nos toque lo suficiente como para trozar nuestras
tripas debajo de la tierra. Así es Tavito, qué haremos mientras tanto.
El niño lo observa sin pestañear. Y papá que choca
y choca, golpea con el martillo golpea duro sobre la madera y chas chas han
venido unos señores para golpear más en el jardín y él escribe con su Faber.
Es junio y las lucecillas rutilantes en la ventana,
prolijamente enredadas, anuncian el cumpleaños del marino. Como tantas veces,
el rostro ceñudo del presidente de la república lo mira de reojo desde el
retrato del pasadizo superior. Agapito Bermúdez, apodado “Noé” está dispuesto a
cumplir con una de sus promesas, salvar a su familia de la catástrofe
anunciada, todo desaparecería de la faz de la tierra menos él, su hijo y su
mujer. Las profecías coinciden en la fecha. Dos de julio. Sospecha que en
muchas de las chácharas del doctor Holster, se esconden claves ocultas de un
designio mayor, el de sobrevivir a la tragedia y dar pie a una nueva
civilización. El estudioso ha cotejado los movimientos de la corteza
terrestre sobre las placas tectónicas con la ubicación de los astros en aquel
año que Lima será sacudida. El almirante ha ampliado la casa hacia el terraplén
de los jesuitas.
Por primera vez, Tavito ve que su casa corre
peligro, que su vida dará fin pese a la férrea voluntad de su padre. El
almirante cree percibir mensajes cifrados en los diarios para confundirlo y por
eso nunca los lee. Mira el reloj y permanece contemplando por la ventana el
pequeño parque donde juguetean los niños. Siempre luce nervioso.
Habré de morir y la oscuridad tan densa tan
profunda que esconderá los helechos de mis ojos hijo el soldado de plomo con el
rifle en ristre es recto y duro y tu cuerpo se dobla las palmas tienen grietas
y las heridas cicatrizan para volver a abrir y se va poniendo el sol mientras
tan niño tú hurgo en la buhardilla las cosas que habré de llevar las raras
cosas como en aquella vieja casita al final de la calle cuarenta en el norte de
Bogotá aquel quince de septiembre del año anterior la matraca y el origami y
tantas formas y colores que dieron a su fin con la explosión las canicas
servirán a la vista esfera de vidrio azul verde la china absolutamente blanca o
el trébol con sus tres pinceladas mientras la bola ojos de gato me observa
desde su centro y en la alforja será lo que llevaré al umbral de los maderos
desportillada roca magma volcán que eructa en medio del silencio Tavito estate
cerca el temor me arredra arrebato de tierra. Pero nada peor que el naufragio…
El almirante pasa revista a los papeles sin reparar
en la presencia de su hijo. “Vestidos húmedos en el templo de Neptuno yo
conocía de la frágil embarcación y me detuve en el puerto para contemplarla
mientras ella abordaba y guardé silencio y la mar guareció la nave en la
distancia un punto azul acero daño sin reparar en el casco. El mar helado de
Friedrich el Esperanza entre el fragor de la espuma de plata y la intemperie
fría de brisas y metrallas su voz distante capturada la Marina de Guerra y la
Oficina de Aeronavegación al habla el teléfono bermejo carraspera asfixia
aquella condena desgarradora a esa falta de previsión maleficio fatal torna del
océano niña que mis ojos vuelan de sus concavidades a recorrer las millas te
extraño hada y aleteo al norte en busca de tu cuerpo y se sobrecoge la señora
de gris el viejo de la mirada parda lloran por mí por ti por tu ausencia
maléfica por mi torpe imprevisión mecánico de altamar el almirante”.
Callado, sujeto a una disciplina autoimpuesta, el
niño suele colarse por un respiradero en el pasadizo que conduce al jardín.
Permanece así hasta bien entrada la tarde y luego se va por el mismo socavón
hacia la planta alta. Por semanas escucha decenas de conversaciones entre unos
extraños hombres dados a planear la construcción de aquella planta revestida de
acero que los pondría a salvo de la más grande hecatombe de tierra desde la
muerte de los dinosaurios. El niño lo atisba todo con los ojos azorados.
Entre el colegio y la casa, Tavito encuentra en esa salita una suerte de gran
libro abierto que le revela la fragilidad de los cuerpos y de las cosas, la
fragilidad del equilibrio mental de su padre desde aquel día del naufragio.
Lima, sismo de gran magnitud con epicentro en el
Océano Pacífico. 7 grados y algunos daños en los templos antiguos. Cincuenta
muertos, ciento veinte heridos. Diario El Comercio. Nos tomó por sorpresa
Tavito, justo justo en las galerías de los Hermanos Gutiérrez. Todo intacto, yo
el almirante también me equivoco…
Muchos años después del terremoto,
contemplando el centro comercial, erigido sobre la vieja casona de su padre,
Gustavito habría de recordar aquella vez que vio al viejo por última vez,
carcomido por aquella prolongada enfermedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario