viernes, 26 de octubre de 2012

Telúrico


Raúl Mendoza Cánepa



El almirante Agapito Bermúdez se sirve un vermouth, parece ebrio, gesticula muy despacio y lee reposadamente. Tavito, su hijo, lo observa atento, para él es un héroe mitológico, admira esa mirada letal, penetrante, aterradoramente fría.

Agapito sigue absorto,  pestañea algo fastidiado. Una fina nube de polvo lo invade. Puede contener el aliento y escribir algunas frases entreveradas. El Ingeniero Medina, ensimismado, continúa revisando los papeles; parece no poner atención en el marino. Son muchos números y guiones, puntos y comas, rayas y fechas. "La construcción de una barrera antisísmica en el jardín, al fondo, para la familia, requerirá la participación de diez obreros, una escalera, dos tablones de metal. El gran terremoto de Lima es inminente.”.

El invierno ha llegado y se cuela por las rendijas. Nadie se libra del viento helado de junio. Un olor putrefacto consigue penetrar hasta la sala, emerge del baño, de una tubería rota, carcomida por los años, oxidada. El aire pútrido se distribuye en la atmósfera fría de la casa.

-La chola no ha llamado al gasfitero como le ordené esta mañana, deberá también ver la estructura interna de la casa –dice el almirante.

-Despreocúpese –acota Medina, rascándose la barbilla– esas cosas pasan, pero estamos atentos a los materiales nobles, la casa no caerá por efecto del terremoto.

El rostro de Bermúdez se tensa. El resplandor de la lámpara del techo permite distinguir con mayor nitidez las líneas que se marcan en su frente mientras conversa. El entrecejo apretado, la bilis matizando el rubor del hombre de mar. El rojor de la alfombra contrasta con el mobiliario oscuro, ordenado, dispuesto en trazos geométricos cuidadosamente estudiados. Agapito cree que todo tiene un lugar y una orientación adecuada, es el cosmos, su propio cosmos personal y la ley universal bajo su techo.  Bajo su dominio nadie morirá. Frente a frente, el niño y el almirante se contemplan estáticamente sin hablar.

-¿De qué terremoto hablan? -interroga Tavito, con los ojos fuera de sus órbitas.

-Es una predicción del doctor Adrien Holster, es inevitable -señala el marino- pero conmigo estás a salvo.

Tavito no cree que su padre detendrá la furia de los elementos. Vuelve a su refugio en la esquina del corredor, guarecido toma el sobre que hacía un mes había llegado de Europa, está caliente y huele a papel limpio, a escritorio antiguo. Revisa entre las notas de su padre, deja de poner atención a lo que el almirante dice abajo en la sala. La carta hallada entre papeles viejos es como un tesoro por descubrir a sus ojos. Está maravillado por la estampilla, jamás alguien le había escrito a alguien algo tan intenso, a sus años, el claroscuro de una vela y los contornos de una carta, son la revelación de la vida, de la vida y la muerte, del horror y la tragedia. La carta la había escrito Cristina antes de morir en el naufragio del "2 de Mayo". Debajo de todo hay un cuaderno azul, es el diario del almirante. Página siete. En un cuadrante inferior de La Prensa una nota muy pequeña.  “Se hunde el 2 de Mayo en las aguas frías del sur. No hay sobrevivientes”. Más al extremo en líneas rojas: “Terremoto en Santiago, miles de casas destruidas. Una onda de terror se aproxima a las costas del Pacífico”. Más abajo aún: “Un alud sepultó a una familia en Rivadeneyra” y en una página estrujada, casi al margen “El silencio sísmico, al decir de Adrien Holster, es también una carga de energía descomunal que al liberarse detonará en Lima, epicentro, con un estrepito y una agitación tan bestial que destruirá todo a su paso”. Un papel roto en su extremo inferior “Carta a Cristina”, la firma Agapito, el gran almirante de nuestra armada. Es una caligrafía extraña que el niño no alcanza a descifrar del todo. Un resplandor asoma desde una vela, encima del altar. Tavito torna el rostro nuevamente a la página de Cristina, le parece imposible que su hermana mayor se hubiera muerto. Apenas pudo arrancar el pliego con sus dedos mojados por el sudor.

Es una compleja relación entre el naufragio y el terremoto, el almirante fija los ojos en el rostro de su hijo que se aproxima desde el final del corredor, con la respiración tenue, el rostro impávido debajo de los escombros, estrangulando el aire los ojos cerrados bajo los trozos de piedra y las columnas pétrido el aire todo sobre su cabeza cortada pietra petra polvo desmesurado que lo ahoga y el sobrecogedor ruido inicial sobre las sombras pasajeras correr hacia donde el instinto guíe con su vasta sabiduría ágil con la pierna quebrada padre piedad y al tercer día tampoco vienen por mí ni por él distraídos todos por esta ciudad destruida y así yo el almirante sin previsiones y su hijo como cuando conocía de las deficiencias del navío y dejé abordar a Cristina y ahora urdo planes para que la sacudida letal no nos toque o al menos no nos toque lo suficiente como para trozar nuestras tripas debajo de la tierra. Así es Tavito, qué haremos mientras tanto.

El niño lo observa sin pestañear. Y papá que choca y choca, golpea con el martillo golpea duro sobre la madera y chas chas han venido unos señores para golpear más en el jardín y él escribe con su Faber.

Es junio y las lucecillas rutilantes en la ventana, prolijamente enredadas, anuncian el cumpleaños del marino. Como tantas veces, el rostro ceñudo del presidente de la república lo mira de reojo desde el retrato del pasadizo superior. Agapito Bermúdez, apodado “Noé” está dispuesto a cumplir con una de sus promesas,  salvar a su familia de la catástrofe anunciada, todo desaparecería de la faz de la tierra menos él, su hijo y su mujer. Las profecías coinciden en la fecha. Dos de julio. Sospecha que en muchas de las chácharas del doctor Holster, se esconden claves ocultas de un designio mayor, el de sobrevivir a la tragedia y dar pie a una nueva civilización.  El estudioso ha cotejado los movimientos de la corteza terrestre sobre las placas tectónicas con la ubicación de los astros en aquel año que Lima será sacudida. El almirante ha ampliado la casa hacia el terraplén de los jesuitas.

Por primera vez, Tavito ve que su casa corre peligro, que su vida dará fin pese a la férrea voluntad de su padre. El almirante cree percibir mensajes cifrados en los diarios para confundirlo y por eso nunca los lee. Mira el reloj y permanece contemplando por la ventana el pequeño parque donde juguetean los niños. Siempre luce nervioso.

Habré de morir y la oscuridad tan densa tan profunda que esconderá los helechos de mis ojos hijo el soldado de plomo con el rifle en ristre es recto y duro y tu cuerpo se dobla las palmas tienen grietas y las heridas cicatrizan para volver a abrir y se va poniendo el sol mientras tan niño tú hurgo en la buhardilla las cosas que habré de llevar las raras cosas como en aquella vieja casita al final de la calle cuarenta en el norte de Bogotá aquel quince de septiembre del año anterior la matraca y el origami y tantas formas y colores que dieron a su fin con la explosión las canicas servirán a la vista esfera de vidrio azul verde la china absolutamente blanca o el trébol con sus tres pinceladas mientras la bola ojos de gato me observa desde su centro y en la alforja será lo que llevaré al umbral de los maderos desportillada roca magma volcán que eructa en medio del silencio Tavito estate cerca el temor me arredra arrebato de tierra. Pero nada peor que el naufragio…

El almirante pasa revista a los papeles sin reparar en la presencia de su hijo. “Vestidos húmedos en el templo de Neptuno yo conocía de la frágil embarcación y me detuve en el puerto para contemplarla mientras ella abordaba y guardé silencio y la mar guareció la nave en la distancia un punto azul acero daño sin reparar en el casco. El mar helado de Friedrich el Esperanza entre el fragor de la espuma de plata y la intemperie fría de brisas y metrallas su voz distante capturada la Marina de Guerra y la Oficina de Aeronavegación al habla el teléfono bermejo carraspera asfixia aquella condena desgarradora a esa falta de previsión maleficio fatal torna del océano niña que mis ojos vuelan de sus concavidades a recorrer las millas te extraño hada y aleteo al norte en busca de tu cuerpo y se sobrecoge la señora de gris el viejo de la mirada parda lloran por mí por ti por tu ausencia maléfica por mi torpe imprevisión mecánico de altamar el almirante”.

Callado, sujeto a una disciplina autoimpuesta, el niño suele colarse por un respiradero en el pasadizo que conduce al jardín. Permanece así hasta bien entrada la tarde y luego se va por el mismo socavón hacia la planta alta. Por semanas escucha decenas de conversaciones entre unos extraños hombres dados a planear la construcción de aquella planta revestida de acero que los pondría a salvo de la más grande hecatombe de tierra desde la muerte de los dinosaurios. El niño lo atisba todo con los ojos azorados.  Entre el colegio y la casa, Tavito encuentra en esa salita una suerte de gran libro abierto que le revela la fragilidad de los cuerpos y de las cosas, la fragilidad del equilibrio mental de su padre desde aquel día del naufragio.

Lima, sismo de gran magnitud con epicentro en el Océano Pacífico. 7 grados y algunos daños en los templos antiguos. Cincuenta muertos, ciento veinte heridos. Diario El Comercio. Nos tomó por sorpresa Tavito, justo justo en las galerías de los Hermanos Gutiérrez. Todo intacto, yo el almirante también me equivoco…

Muchos años después del terremoto, contemplando el centro comercial, erigido sobre la vieja casona de su padre, Gustavito habría de recordar aquella vez que  vio al viejo por última vez, carcomido por aquella prolongada enfermedad.  

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