lunes, 28 de agosto de 2023

En el lugar apropiado

Rosario Sánchez Infantas


Se había pagado para ser feliz; los cuatro coloridos boletos lo aseguraban.

Un par de días antes, desde el megáfono de un automóvil, se prometía en la pequeña ciudad: magia, hermosura, fuerza y fascinación. El tono con el que sus padres anunciaron que, el fin de semana, la familia iría a la función del circo reforzó las expectativas de todos los integrantes. A Laura, de nueve años, le resultó difícil reconocer el descampado polvoriento y sin una brizna de yerba. Ahora lo poblaban varias carpas pequeñas, jaulas con tigres, leones, osos pardos, chimpancés e incluso un cóndor andino. Hermosos niños y jovencitas, con vestimentas que parecían salidas de un libro de cuentos de Charles Perrault, vendían palomitas de maíz, algodón de azúcar, manzanas acarameladas y otras golosinas. El protagonismo se lo llevaba la gran carpa multicolor con sus banderas al viento, muchas bombillas y una banda interpretando una melodía alegre y pegadiza.

Se instalaron en la improvisada gradería de madera. Ella se maravilló con los atuendos elegantes de los presentadores, la gracia de los payasos y con la actuación de los magos y ventrílocuos que le hacía dudar de sus sentidos. Sufrió intensamente cuando tras el anuncio con redoble de tambores salieron a la pista las delicadas acróbatas. Creía entender la perspectiva de ellas y sintió la tristeza y el desamparo que imaginaba había detrás de sus hermosas sonrisas. Admiró, en un segundo plano, el equilibrio, la precisión y la destreza en el trapecio a gran altura. En las noches, en la ciudad ubicada a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, la temperatura lindaba los cero grados. Laura sentía frío pese a su ropa de abrigo. Aquellas jóvenes, además del miedo a fallar en sus acrobacias, debían enfrentar la tensión y orfandad de no estar en el lugar apropiado. Imaginó que ellas, desde allí arriba, notaban que solo un tercio de asientos estaban ocupados. Vivió la aflicción de estas personas para comprar alimentos para ellos… ¡y para sus animales!

Y cuando salieron las fieras, descritas como grandes amenazas para sus domadores, temió por el riesgo que estos enfrentaban. Pero, sufrió muchísimo el desconcierto absoluto de un león africano en esta tundra frígida. Pensaba que nadie, y menos el tigre traído desde la India, se acostumbra a vivir en una jaula de dos metros por cuatro. Los animales tenían que sentir que este no era el lugar apropiado y sintió su desarraigo. No es que los observara tristes, abatidos; su fantasía, o quizás su memoria, le facilitaron comprender, ser sensible y compartir las experiencias emocionales de estos seres lastimados.

Así fue por el mundo Laura, compartiendo el desconsuelo de los demás como si fuera propio. Lloraba por los toreros y por los toros, por los perros abandonados, por los mendigos sin pan, por los niños sin futuro, por los bosques arrasados y las criaturas que quedaban sin hogar. Leía historias que le hacían sentir la soledad del patito feo, la esperanza vana de Vanka, el dolor y desarraigo del tío Tom, las humillaciones a Quasimodo, la indiferencia que sufren la golondrina y el Príncipe feliz pese a ser solidarios, y tantos otros seres que acompañó. Todos ellos le recordaban su propia condición: no estar en el lugar apropiado.   

Sus padres, empleados públicos, garantizaron educación y salud a Laura y a su hermano Lucas; sin embargo, al no estar preparados para hacerlo, no promovieron la expresión de sentimientos y emociones entre los miembros de la familia. En su afán de garantizar que tuvieran éxitos en el futuro, los padres motivaban a sus hijos hacia logros académicos, no mostrando afecto y aceptación incondicional. En la escuela los niños recibieron una educación católica tradicional. Interpretaba la realidad mediante las virtudes que las monjas incluían en la libreta de notas: piedad, urbanidad, caridad, puntualidad y obediencia en las que obtenía notas excelentes al igual que en el aprovechamiento académico.

Laura no pudo relacionar su especial sensibilidad con sus lecturas tempranas, las frecuentes discusiones que devinieron en el divorcio de sus padres, el que su querido hermano estudiara en un internado en otra ciudad. Tampoco podía saber que tenía un temperamento emotivo. El control mediante la culpa y la falta de estímulo a la creatividad, marcaron su infancia, tanto en la escuela como en su hogar. Nunca había logrado lo suficiente como para congratularse y disfrutar. Siempre había algo por alcanzar.  

Por los años ochenta, Laura bordeaba los cuarenta años cuando, ante el delicado estado de salud de su hermano, debió contratar un auto que la llevara a otra ciudad, distante cuatrocientos kilómetros, en la costa peruana. Viajó de noche y aprovechó para dormir. Un gran golpe la despertó. Se habían salido de la carretera, el auto impactó contra una cerca de protección y se desplazaron en el aire unos segundos para caer unos tres metros abajo en una explanada de arena. Salvo unos golpes, ella y el chofer estaban bien. Tras las revisiones respectivas el conductor señaló que debía regresar al poblado más cercano por ayuda y comunicar al propietario del vehículo. Laura lamentaba que lo agreste del lugar donde estaban no le permitiera subir a la autopista y seguir su viaje.

La angustia la invadió cuando pensó que su hermano podía morir sin atención médica oportuna. Lucas y su esposa Marcia habían tenido un accidente automovilístico el día anterior cuando empezaban a disfrutar sus vacaciones en un balneario. Antes de ser auxiliados unos delincuentes juveniles les habían robado sus pertenencias, dinero y documentos. En el hospital estatal solo les dieron la atención de emergencia. Él requería una resonancia magnética que no se realizaba en dicho nosocomio.

Lucas siempre que pudo había estado con ella. Apenas dos años mayor, la asistía con los deberes escolares, la ayudó a elegir una profesión y el centro de estudios, la instruía en la toma de decisiones importantes, había estado con ella cuando enfermaba, cuando debía enfrentar una entrevista de trabajo y cuando se instaló en otra localidad. Nunca se expresaron implícitamente que se querían, pero sus actos silenciosos lo demostraban. La agobió imaginar su dolor, el peligro que corría su vida, la angustia de Marcia, la impotencia de no poder acudirlos a tiempo. Más aun, por su demora, deberían pensar que algo malo debió ocurrirle a ella en el viaje. No estaría en el lugar apropiado cuando la requerían.

De pronto tuvo una comprensión súbita de su último pensamiento. Se preguntó: «¿Cuándo estaré en el lugar apropiado para mí? ¿Cuándo me pondré en mi lugar? ¿Cuándo entenderé mis emociones, seré sensible a ellas y tendré una respuesta solidaria y apropiada a esa otra persona, que soy yo? Recién entonces tomó conciencia que le dolía mucho el cuello. Pensó que podía tener una lesión medular y verse afectada su sensibilidad y movimientos. Lloró al notar que su mano derecha estaba adormecida y tenía muy adolorida la cabeza. Se dio cuenta que siempre había minimizado lo que a ella le pasaba.

Cobró significado lo que su hermano muchas veces dijera: «¡No hay que ser tarugo! ¡Es cuestión de punto de vista!». Sabía de la urgencia de llegar a acudir a sus familiares; sin embargo, cuando el conductor le pidiera quedarse cuidando el vehículo “un par de horas, para que no se lo roben”, había aceptado inmediatamente. Respiró profundo y pensó: «Falta poco para el un nuevo día. Ahora solo puedo descansar y cuidarme… especialmente de mi imaginación».  Seis horas después una Laura más serena se encontró con su hermano y su cuñada, estables en el hospital. Ella estuvo en observación unas horas.   

Siguió siendo una persona sensible, altruista y solidaria; ello unido a sus lecturas y una, no consciente, vocación por escribir convergieron en un taller literario. El exceso de empatía e imaginación lo convirtió en cuentos.

Fue una gran compañera de sí misma desde que se ubicó en el lugar apropiado: al lado de sí misma.

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