Rosario Sánchez Infantas
Se
había pagado para ser feliz; los cuatro coloridos boletos lo aseguraban.
Un par de días antes, desde el megáfono de un automóvil, se
prometía en la pequeña ciudad: magia, hermosura, fuerza y fascinación. El tono
con el que sus padres anunciaron que, el fin de semana, la familia iría a la
función del circo reforzó las expectativas de todos los integrantes. A Laura,
de nueve años, le resultó difícil reconocer el descampado polvoriento y sin una
brizna de yerba. Ahora lo poblaban varias carpas pequeñas, jaulas con tigres,
leones, osos pardos, chimpancés e incluso un cóndor andino. Hermosos niños y
jovencitas, con vestimentas que parecían salidas de un libro de cuentos de Charles Perrault, vendían
palomitas de maíz, algodón de azúcar, manzanas acarameladas y otras golosinas.
El protagonismo se lo llevaba la gran carpa multicolor con sus banderas al
viento, muchas bombillas y una banda interpretando una melodía alegre y pegadiza.
Se instalaron en la improvisada gradería de madera. Ella
se maravilló con los
atuendos elegantes de los presentadores, la gracia de los payasos y con la actuación de los magos y ventrílocuos que le hacía dudar de sus
sentidos. Sufrió intensamente
cuando tras el anuncio con redoble de tambores salieron a la pista las
delicadas acróbatas. Creía entender la perspectiva de ellas y sintió la
tristeza y el desamparo que imaginaba había detrás de sus hermosas sonrisas.
Admiró, en un segundo plano, el equilibrio, la precisión y la destreza en el
trapecio a
gran altura. En las noches, en la ciudad ubicada a cuatro mil metros
sobre el nivel del mar, la temperatura lindaba los cero grados. Laura sentía frío pese a su ropa de abrigo. Aquellas jóvenes, además del
miedo a fallar en sus acrobacias, debían enfrentar la tensión y orfandad de no estar en el lugar apropiado. Imaginó
que ellas, desde allí arriba, notaban que solo un tercio de asientos estaban
ocupados. Vivió la aflicción de estas personas para comprar alimentos para
ellos… ¡y para sus animales!
Y cuando salieron las fieras, descritas como grandes amenazas
para sus domadores, temió por el riesgo que estos enfrentaban. Pero, sufrió
muchísimo el desconcierto absoluto de un león africano en esta tundra frígida.
Pensaba que nadie, y menos el tigre traído desde la India, se acostumbra a
vivir en una jaula de dos metros por cuatro. Los animales tenían que sentir que
este no era el lugar apropiado y sintió su desarraigo. No es que los observara
tristes, abatidos; su fantasía, o quizás su memoria, le facilitaron comprender,
ser sensible y compartir las experiencias emocionales de estos seres
lastimados.
Así fue por el mundo Laura, compartiendo el desconsuelo de
los demás como si fuera propio. Lloraba por los toreros y por los toros, por
los perros abandonados, por los mendigos sin pan, por los niños sin futuro, por
los bosques arrasados y las criaturas que quedaban sin hogar. Leía historias
que le hacían sentir la soledad del patito feo, la esperanza vana de Vanka,
el dolor y desarraigo del tío Tom, las humillaciones a Quasimodo, la
indiferencia que sufren la golondrina y el Príncipe feliz pese
a ser solidarios, y tantos otros seres que acompañó. Todos ellos le
recordaban su propia condición: no estar en el lugar apropiado.
Sus padres, empleados públicos, garantizaron educación y
salud a Laura y a su hermano Lucas; sin embargo, al no estar preparados para
hacerlo, no promovieron la expresión de sentimientos y emociones entre los
miembros de la familia. En su afán de garantizar que tuvieran éxitos en el futuro,
los padres motivaban a sus hijos hacia logros académicos, no mostrando afecto y
aceptación incondicional. En la escuela los niños recibieron una educación
católica tradicional. Interpretaba la realidad mediante las virtudes que las
monjas incluían en la libreta de notas: piedad, urbanidad, caridad, puntualidad
y obediencia en las que obtenía notas excelentes al igual que en el
aprovechamiento académico.
Laura no pudo relacionar su especial sensibilidad con sus
lecturas tempranas, las frecuentes discusiones que devinieron en el divorcio de
sus padres, el que su querido hermano estudiara en un internado en otra ciudad.
Tampoco podía saber que tenía un temperamento emotivo. El control mediante la
culpa y la falta de estímulo a la creatividad, marcaron su infancia, tanto en
la escuela como en su hogar. Nunca había logrado lo suficiente como para
congratularse y disfrutar. Siempre había algo por alcanzar.
Por los años ochenta, Laura bordeaba los cuarenta años
cuando, ante el delicado estado de salud de su hermano, debió contratar un auto
que la llevara a otra ciudad, distante cuatrocientos kilómetros, en la costa
peruana. Viajó de noche y aprovechó para dormir. Un gran golpe la despertó. Se
habían salido de la carretera, el auto impactó contra una cerca de protección y
se desplazaron en el aire unos segundos para caer unos tres metros abajo en una
explanada de arena. Salvo unos golpes, ella y el chofer estaban bien. Tras las
revisiones respectivas el conductor señaló que debía regresar al poblado más
cercano por ayuda y comunicar al propietario del vehículo. Laura lamentaba que
lo agreste del lugar donde estaban no le permitiera subir a la autopista y
seguir su viaje.
La angustia la invadió cuando pensó que su hermano podía
morir sin atención médica oportuna. Lucas y su esposa Marcia habían tenido un accidente
automovilístico el día anterior cuando empezaban a disfrutar sus vacaciones en
un balneario. Antes de ser auxiliados unos delincuentes juveniles les habían
robado sus pertenencias, dinero y documentos. En el hospital estatal solo les
dieron la atención de emergencia. Él requería una resonancia magnética que no
se realizaba en dicho nosocomio.
Lucas siempre que pudo había estado con ella. Apenas dos años
mayor, la asistía con los deberes escolares, la ayudó a
elegir una profesión y el centro de estudios, la instruía en la toma de
decisiones importantes, había estado con ella cuando enfermaba, cuando debía
enfrentar una entrevista de trabajo y cuando se instaló en otra localidad.
Nunca se expresaron implícitamente que se querían, pero sus actos silenciosos lo demostraban.
La agobió imaginar su dolor, el peligro que corría su vida, la angustia de
Marcia, la impotencia de no poder acudirlos a tiempo. Más aun, por su demora,
deberían pensar que algo malo debió ocurrirle a ella en el viaje. No estaría en
el lugar apropiado cuando la requerían.
De pronto tuvo una comprensión súbita de su último
pensamiento. Se preguntó: «¿Cuándo
estaré en el lugar apropiado para mí? ¿Cuándo me pondré en mi lugar? ¿Cuándo
entenderé mis emociones, seré sensible a ellas y tendré una respuesta solidaria
y apropiada a esa otra persona, que soy yo? Recién entonces tomó conciencia que
le dolía mucho el cuello. Pensó que podía tener una lesión medular y verse
afectada su sensibilidad y movimientos. Lloró al notar que su mano derecha
estaba adormecida y tenía muy adolorida la cabeza. Se dio cuenta que siempre
había minimizado lo que a ella le pasaba.
Cobró
significado lo que su hermano muchas veces dijera: «¡No hay que ser tarugo! ¡Es
cuestión de punto de vista!». Sabía de la
urgencia de llegar a acudir a sus familiares; sin embargo, cuando el conductor
le pidiera quedarse cuidando el vehículo “un par de horas, para que no se lo
roben”, había aceptado inmediatamente. Respiró profundo y pensó: «Falta poco
para el un nuevo día. Ahora solo puedo descansar y
cuidarme… especialmente de mi imaginación».
Seis horas después una Laura más serena se encontró con su hermano y su
cuñada, estables en el hospital. Ella estuvo en observación unas horas.
Siguió
siendo una persona sensible, altruista y solidaria; ello unido a sus lecturas y
una, no consciente, vocación por escribir convergieron en un taller literario.
El exceso de empatía e imaginación lo convirtió en cuentos.
Fue una gran compañera de sí misma desde que se ubicó en el lugar apropiado: al lado de sí misma.
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