miércoles, 11 de julio de 2018

La selva tiene sus encantos


Rosario Allpas


Había llovido copiosamente la noche anterior, sin embargo, el sol blanquecino e hiriente apareció con su imprudente resplandor luminoso al amanecer. Salté de la cama y me preparé para ir a mi cita con el oftalmólogo, pues debía de actualizar mi licencia de conducir motocicleta. Tenía el día libre y aún era temprano, así que recorrí el pasadizo que me llevaba hacia la biblioteca, el silencio del lugar invitaba a la lectura, encontré una revista: La Selva Tiene Sus Encantos, me senté cómoda y me puse a leer. Los minutos pasaron sin sentir, como vuelo de pájaro, pedí prestada la revista y salí a la calle; tomé un taxi y me dirigí al consultorio médico; se trataba de un examen de agudeza visual por lo que el oftalmólogo me indicó el uso de anteojos para manejar, ver televisión o ver películas en el cine.

En el taxi, retornando de la consulta, abrí la revista y seguí leyendo: «Iniciado el gobierno del presidente Juan Velazco Alvarado puso en marcha el proceso de nacionalización de algunas empresas extranjeras en el país, la International Petroleum Company (IPC) filial de la Standard Oil de New Jersey, que operaba en Talara (Piura), fue expropiada y se creó la empresa estatal Petróleos del Perú (PETRO-PERÚ S.A.). De esta manera el estado empezó las labores de búsqueda, perforación, explotación y comercialización del petróleo, básicamente en la selva de Iquitos. Entonces, en 1971, Trompeteros se convierte en el primer lugar donde encontraron este líquido viscoso y negro para alegría de todos los peruanos y sobre todo para los pobladores de la selva. Luego seguirían otros hallazgos: Pavayacu, Corrientes, Capirona, Yanayacu, Chambira, Valencia y Nueva Esperanza. Otra compañía halló también petróleo en Andoas, por el río Pastaza, dando lugar a los campos petroleros de San Jacinto, Bartra, Shiviyacu, Dorissa, Tambo, Jíbaro, Forestal, Carmen, Huayuví y Copahuarí. Entonces, el sueño de construir el oleoducto se hizo realidad. Para 1974 se inició la obra en el caserío San José de Saramuro, cerca del río Marañón, constituyendo la estación número uno del primer tramo y se prolongó hasta la estación cinco. Luego se hizo el segundo tramo con las estaciones seis, siete y ocho que terminó en la costa del Océano Pacífico, en el Puerto Bayóvar en Piura, donde se encuentra la Refinería de Talara. En total ochocientos cincuenta y cuatro kilómetros que de manera horizontal unió la selva con la costa por el norte del país. Otro ramal fue construido en Andoas, por el río Pastaza, que se extendió doscientos cincuenta y dos kilómetros hasta llegar a la estación cinco para juntar el crudo del primer tramo y continuar su recorrido hasta Bayóvar. En época de mayor intensidad se llegó a necesitar siete mil ochocientos trabajadores».

«¡Vaya! Es así como Iquitos pasó a ser una ciudad dinámica», pensé y continué con la lectura: «Sin embargo, trabajar en la selva, no era fácil, los trabajadores de los campos petroleros laboraban tres semanas en la jungla por una de descanso. Todo el tráfico de personal lo hacían por medio de helicópteros, así, los pilotos de la Fuerza Aérea del Perú (FAP) estaban íntimamente ligados al trabajo petrolero».

Cerré la revista y me apresté a salir del taxi cuando vi a Mirna, enfermera del Programa Ampliado de Inmunizaciones, saliendo del Hospital General, precisamente con dos pilotos de la Fuerza Aérea del Perú.

—¡Hola, Mirna! ¿Adónde vas?

—¡Hola! Voy a vacunar a los trabajadores de los campos petroleros. ¿Estás libre?

—Sí.

—Entonces puedes acompañarme. Ellos —señaló a los pilotos— nos llevarán. Son varias zonas. Estoy transportando todo el equipo de vacunación contra la fiebre amarilla. Te cuento camino a la base.

—¡Bien! Te ayudo. ¿No necesitamos algo más?

—No, nada más. No te preocupes.

Me presentó a los pilotos y todos juntos caminamos hacia un todoterreno y enrumbamos hacia la base aérea. En el camino Mirna empezó a contarme por qué requerían de la vacunación:

—¿Sabes? La selva posee muchos encantos, es acogedora y maravillosa por su extensa vegetación, pero tiene también sus inconvenientes, el calor excesivo aunado al aumento de tráfico de personas por la actividad petrolera y la deforestación causada por la construcción del oleoducto han producido un rompimiento del sistema ecológico alterando el desplazamiento de la fauna silvestre y aumentando el contacto de seres humanos con especies portadoras de enfermedades infecciosas, por lo que las enfermedades tropicales han tenido un pico de elevación.

—¿Qué quieres decir?

—Hubo un brote de fiebre amarilla —comentó bajando la voz.

—¡Oh! Por ello la vacunación.

—Sí, pero no solo ha ocurrido un brote, sino que un piloto de la fuerza aérea ha sucumbido al mosquito Aedes aegypti, agente causal de la enfermedad y dos pilotos más están con pronóstico reservado; por ello, la Región de Salud Oriente me está enviando a vacunar contra la fiebre amarilla a la población de los campamentos petroleros.

—¿No estará mal que yo vaya?

—No. Yo voy a informar que me has acompañado.

—Bien. Parece que llegamos.

Bajamos del todoterreno y vimos que el helicóptero nos estaba esperando, sus grandes hélices producían bastante viento y ruido. Nos dotaron de cascos amortiguadores y de inmediato entramos al aparato donde otras personas también iban a ir con nosotras. Éramos un total de nueve contando al piloto y copiloto. En los asientos había paracaídas y salvavidas.

—Son para casos de emergencia, no creo que los utilicemos —manifestó el piloto.

Nos ubicaron en unos asientos laterales. Había que hacer el contrapeso. Viendo los paracaídas y salvavidas pensé por un segundo: «Espero no llegar a necesitarlos». Recordé la primera vez que fui en un deslizador y me puse un salvavidas; en esa oportunidad rogué para no tener que utilizarlo.

Una vez sentadas, Mirna trató de contarme a gritos cómo debíamos organizarnos para la vacunación, pero desistió, pues el ruido que provenía de las hélices era ensordecedor. El aparato comenzó a moverse y en cuanto ganó altura nos olvidamos del ronroneo.

—Un helicóptero no es como un avión, se siente la inestabilidad, el movimiento es continuo — comentó uno de los pasajeros.

No teníamos correas que nos fijaran a los asientos, así que el viento movía el armatoste y a nosotros en él. Pronto nos acostumbramos y hasta el ruido de las hélices dejaron de molestarnos. Como el helicóptero no volaba a gran altura, nos asomamos a la ventana para ver la ciudad desde arriba. Me hizo sentir con cierta facultad de poder, de dominio sobre la ciudad. Se veían sus calles rectas, las casas amontonadas en cuadrados o en rectángulos. Me causó extrañeza que siendo Iquitos una ciudad de la selva no se visualizaran grandes áreas verdes; solo en plazas, avenidas grandes y en algunas calles se perfilaban árboles alineados. Podríamos pensar que Lima no fuese la ciudad jardín que alguna vez la llamaron, ya que la zona donde se levanta es un desierto; realmente toda la costa peruana es desértica, pero Iquitos no. Sentí tristeza mirando la ciudad desde arriba, pues parecía un conglomerado de edificaciones con algunas áreas verdes y rodeada de agua, abundante agua convirtiéndola en una pequeña isla; sin embargo, cuando nos fuimos alejando comenzamos a ver la espesura del bosque, una gran mancha de verdes de variados matices: un verde claro brillante a modo de lechugas apretujadas, más allá un verde oscuro como coles rizadas aglutinadas, otros de un color morado cual si fuesen achicorias apelmazadas; todas danzando pegaditas con el viento sin dejar ni un pedazo de tierra a la visión aérea, un inmenso bosque aprisionado y herido solo por los ríos que desde el cielo se veían plomos simulando una ondulante carretera asfaltada. Cuando el aparato bajó en altura se visualizaron ramales pequeños que se iban engrosando para desembocar a un inmenso río que se iba moviendo en su recorrido, parecía una anaconda gigante, sinuosa, en busca de comida. Empezaban a verse balsas o canoas siguiendo el curso de los ríos, otras a motor que surcaban veloces elevando las aguas y dejando las huellas de su paso como si fuesen encajes blancos en las siluetas del oleaje. Al fijarnos bien, en las orillas había grupos de casas y actividad humana.

—Qué hermosa es nuestra selva, ¿verdad? —balbuceé.

—Cierto —afirmó Mirna—. ¡Qué bella es verla de lejos!, no parece amenazante.

—¿Por qué dices eso?

—Estoy pensando en la cantidad de animales salvajes que habrán escondidos bajo esa espesura hermosa.

Entonces vi una línea desierta, pelada de verde, empero no parecía río.

—Ese es el oleoducto —reconoció el piloto—. Ya vamos a llegar.

El helicóptero fue perdiendo altura tambaleándose levemente y comenzamos a ver inmensos tubos a modo de una gran carretera, casas de madera en línea y otras aglutinadas.

—Es el campamento Trompeteros —anunció el copiloto.

Por un instante el helicóptero se mantuvo en el aire, estático cual abeja, para luego aterrizar suave. Nos quitamos los cascos y nuevamente escuchamos el ruido de las hélices que poco a poco se iban inmovilizando. Ya estábamos en tierra. Fuimos recibidas por los ingenieros que enseguida nos mostraron parte del campamento mientras los jefes reunían a los trabajadores. El lugar era fenomenal, muy bien construido, tenía una sala de estar bastante amplia, una cocina bien equipada, un comedor acogedor con mesas y sillas de buen material resistente al calor y humedad y un bar. Había aire acondicionado y artefactos eléctricos como refrigeradora, congeladora, cocina. Los dormitorios eran pequeños, simples pero cómodos, los baños bien acondicionados. Nos mostraron una sala de entretenimiento con mesas de juegos de ajedrez, cartas, mesas de pimpón. ¡Quedamos maravilladas! Luego fuimos hacia un ambiente que lo habían acondicionado para la vacunación y mientras llamaban a formar filas a los primeros que llegaban, nosotras fuimos a lavarnos las manos. Nos pusimos unos mandiles cortos, sin mangas y abiertos por la espalda. Organizamos el equipo de vacunación.

Mirna, antes de aplicarles la inyección y estando todo el personal reunido, habló:

—Les vamos a vacunar contra la fiebre amarilla. Esta vacuna es segura y eficaz. Una sola dosis es suficiente para conferir inmunidad y protección de por vida, sin necesidad de dosis de refuerzo.

Los rostros de las personas mostraron complacencia. Ella siguió hablando:

—Sin embargo, los que se sientan mal, con fiebre, dolor muscular o sean alérgicos a los huevos de gallina deben avisarnos.

Todos callaron.

—Después de la vacunación pueden presentar fiebre o quizás dolor en la zona de aplicación; para ello hemos traído analgésicos. —Les mostró los frascos.

—Pueden pedir las pastillas a sus respectivos superiores —acoté y di los frascos al ingeniero que estaba a mi lado y agregué—: Primero procederemos a vacunarlos a ellos.

Los trabajadores esbozaron una sonrisa.

—Claro, para que nos den el ejemplo —manifestó uno de los trabajadores que estaba adelante.

Estallaron las risas de los demás.

—Por supuesto —puntualizó el ingeniero.

Mirna empezó a vacunar, una inyección en el brazo del ingeniero, luego siguieron los jefes y después los obreros. Se hizo una segunda fila y vacuné a otro grupo hasta que terminamos.

El ingeniero se dirigió a nosotras y expresó:

—Realmente es temprano, pero este campamento es el más grande y la comida está lista. Pueden ir a descansar un poco. El jefe las guiará a un dormitorio donde podrán asearse y si desean descansar unos quince minutos mientras ordeno el almuerzo.

—Gracias —repuso Mirna—, pero antes vamos a dejar las vacunas en la refrigeradora. Es importante la cadena de frío.

—Muchas gracias —aprobé.

Ya en la habitación nos sacamos los mandiles. El agua y jabón corrió por nuestras manos y antebrazos. Probamos las camas del campamento dándonos un pequeño descanso. Vinieron a buscarnos y nos llevaron al comedor. Almorzamos con los pilotos, ingenieros y jefes.

—Queremos decirles también que aparte de la vacuna, deben tener en cuenta de que la ropa que usen sea la apropiada, o sea, tiene que cubrirles casi todo el cuerpo y, por las noches, permanecer en lugares protegidos por mosquiteros o con aire acondicionado —puntualizó Mirna.

—Pueden usar repelentes de insectos —agregué.

—Los campamentos han sido diseñados para cumplir estándares de vida en la selva. Tenemos aire acondicionado, ni siquiera las viviendas en Iquitos lo poseen.

—Cierto —asentí.

—Hemos visto que sí, aunque no hemos observado las viviendas de los trabajadores. La recomendación sobre todo va hacia ellos, que no haya hacinamiento —acotó Mirna.

—Ahora no hay tiempo para mostrarles los dormitorios de los trabajadores. Lo haremos en otro campamento. ¿Les gustó la comida?

—Por supuesto. Gracias. Se come muy bien aquí —celebró Mirna.

—Esto es de costumbre. No hubo nada especial.

—Deliciosa, muchas gracias —aprobé.

—Nos vamos —anunció el piloto.

Fuimos a recoger las vacunas para continuar el viaje hacia los otros campamentos. Otra vez el helicóptero voló sobre la infinita selva. De pronto vi pequeños caminos de tierra que no conducían a ningún lado. Le pregunté al copiloto:

—¿Qué son esas líneas beis?

—¡Ah! —hizo una mueca— son pistas clandestinas.

—¿Clandestinas? ¿A qué se refiere?

—Son pistas que utilizan los narcos. Es peligroso ir a baja altura, pueden dispararnos.

¡Wow!

—Pero vean por este lado. —Señaló los grandes tubos que la espesura de la selva no lograba devorar—. Es el gran oleoducto.

Empezó a contarnos: «En 1974 en el caserío San José de Saramuro se inició la construcción…». Yo había leído toda la historia en la revista. Claro que la explicación en vivo era mejor, pero el ruido de las hélices del helicóptero no dejaba escuchar adecuadamente. Viendo la grandiosidad del oleoducto, mis pensamientos volaron a un día que acompañé a Diana al Club Tenis de Iquitos. Encontramos a un grupo de personas reunidas en el restaurante del club. Allí estaba Guillermo Gómez Vinatea, un coronel del ejército, quien era su amigo. Él era alto, buen mozo, de ojos verdes, un hombre que difícilmente pasaba inadvertido, parecía un playboy. Yo lo había visto muchas veces en el club rodeado de bastante gente, siempre vestido de civil. Ese día compartimos la mesa con él y su grupo. Era bastante simpático, extrovertido y poseía un gran sentido del humor por lo que fácilmente acaparaba la conversación. Diana me contó que Memo había sido uno del grupo de coroneles que pensaron dar un golpe de estado en contra de Morales Bermúdez y este los había enviado a la selva y sierra separándolos, de castigo. Estábamos comiendo y conversando amenamente sobre algunos tópicos de la selva, donde el petróleo y el oleoducto eran los favoritos, cuando Memo, con mucha soltura, dijo: «El presidente Morales Bermúdez sabe que no hay tanto petróleo en la selva. Hicieron excavaciones y encontraron en tres zonas distintas y pensaron que cada una tenía su propio bolsón, sin embargo, resultó ser uno solo, al que le hicieron diferentes huecos ja, ja, ja. Se equivocaron y nos trataron de imbéciles. ¡Pobre pueblo! Al menos servirá para llevar agua de la selva a la costa, en un futuro. Ja, ja, ja», celebró a carcajada tendida y fue seguido por todos. El helicóptero hizo un viraje y me sacó de mis pensamientos, al mismo tiempo que escuché al piloto que anunciaba: «Es hora de aterrizar. Llegamos a Chambira». Bajamos y procedimos a la vacunación. Luego hicimos lo propio en Capirona, continuamos ruta a Pavayacu y por último Yanayacu. Vacunamos a todo el personal que laboraba en esas zonas hasta que llegó el atardecer. En el último campamento fuimos a ver los dormitorios de los trabajadores, luego nos ubicamos en el comedor a tomar refrescos de cocona, nos dieron también una tajada de queque de naranja. El copiloto que nos contaba la construcción del oleoducto, terminó de hacerlo y yo recordando a Gómez Vinatea manifesté:

—Lástima que no hubiese tanto petróleo como se creía, ¿verdad?

Los que nos acompañaban en la mesa abrieron los ojos como platos, las miradas de sorpresa y hasta indignación me cayeron cual si fuesen espadas. Me asusté, pues incluso los que estaban en la mesa próxima y de espaldas voltearon a mirarme cual bicho raro al tiempo que me preguntaban duramente, tan fuerte y severo como oficial a soldado:

—¿Por qué dice eso? —increpó el copiloto.

—¿Cómo se atreve a decir tal barbaridad? —dijo ofuscado otro de los jefes.

—Disculpe. Yo…

—¿Dónde ha escuchado eso? —preguntó el piloto.

—No recuerdo —balbuceé.

Sabía que había hablado de más por la reacción de todos. «No diré nada más», pensé.

—¿Cómo no va a saber? —alegó de nuevo el piloto.

—Realmente… creo que fue en el Club Tenis de Iquitos, pero yo estaba en una mesa próxima, donde escuché hablar sobre aquello. No recuerdo si fue un hombre o mujer, pero fue hace mucho tiempo —mentí, sin convicción.

—Venga por favor. Vamos a la oficina para una… simple interrogación.

Las piernas me temblaron cuando me paré. En mi pensamiento repetía: «No diré nada, no diré nada».

—Tome asiento —me dijo de manera respetuosa el piloto.

—Gracias.

—Quiero que me diga cuanto recuerde, de aquello que acaba de decir.

—Solo eso. Yo estaba en una mesa almorzando en el restaurante del Club Tenis de Iquitos cuando escuché que alguien, de la mesa contigua, dijo: «¡Qué lástima que no haya tanto petróleo!». No me pareció importante. Tal es así que no recuerdo si la persona que lo dijo fue hombre o mujer, pues todos hablaban a la vez acerca del oleoducto, sobre los trabajadores. Pero han pasado quizás más de seis meses desde que escuché aquello.

—¿Está segura de que no puede identificar a la persona que lo dijo?

—Segurísima. No puse ningún interés.

—Nos vamos —dijo y se paró.

El viaje de retorno lo hicimos callados todos los tripulantes. Yo estaba temerosa y no quise hablar ni siquiera con Mirna.

Cuando bajamos del todoterreno en el hospital y nos despedimos de los pilotos, Mirna me preguntó:

—¿Quién dijo eso?

—No recuerdo.

—Tú lo sabes, pero no quieres decirlo ¿no?

—La verdad no recuerdo, lo escuché, pero no le di importancia. Dime sinceramente, ¿consideras que eso sea importante?

—No lo sé. Me pareció que sí, porque todos se alarmaron.

—Ojalá que estos militares me dejen tranquila.

—Nos dejen tranquilas —dijo sonriendo, Mirna.

Pasaron varias semanas hasta que fui al Club Tenis de Iquitos. En una mesa del restaurante estaba Guillermo Gómez Vinatea rodeado por dos de sus colegas militares vestidos de civil y algunas amigas. Yo lo había creído un fanfarrón, sin embargo, a raíz de lo sucedido, mi opinión cambió. Era mejor no ir a su mesa, ni mirarlo, ni saludarlo; aparentar que no lo he visto o que no lo conozco. Quizás podría haber ojos que estén espiándome. Incluso, pensé que era mejor salir del lugar.

Efectivamente fui a la piscina, me di un chapuzón y salí. Cogí mi motocicleta y manejé rumbo a la residencia con mis nuevos anteojos para ver de lejos.

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