lunes, 7 de diciembre de 2015

Pasillo infinito

Camilo Gil Ostria


La libertad, Sancho,
es uno de los más preciosos dones
 que a los hombres dieron los cielos;
 con ella no pueden igualarse
 los tesoros que encierran la tierra y el mar:
 por la libertad, así como por la honra,
 se puede y debe aventurar la vida.

Miguel de Cervantes


Treinta de octubre: ya habían pasado tres años desde esa tarde lluviosa en la que me secuestraron y en la que mi vida cambió en su totalidad para convertirse en un hueco de penumbras que no son mejor ejemplificadas por nada más que el dolor. Pero no cualquier sufrimiento, sino aquel que viene con la tristeza.

Lo bueno es que ahora soy libre.

Dejaré de ser tan emocional y relataré los hechos –he aprendido a ser frío, directo y calculador: Eran las cinco de la tarde y yo caminaba por la avenida Arce –una línea ancha e interminable, donde las personas van y vienen sin fin, con edificios tan altos y modernos que te hacen pensar que estás en el futuro; pero también con casas que son y te hacen sentir como en el siglo XIX; aunque ese día estaba vacía, hacía frío y las hojas de los verdes árboles se tornaban anaranjadas y caían– debo destacar que tenía veintiocho años, mi pelo estaba prolijamente recortado y peinado; mostrando pequeños y bien definidos rulos, semejantes a resortes o a la cola de un cerdo; mi piel era tan oscura como el chocolate amargo y mis ojos verdes estaban llenos de vida, de pasiones y de estrellas a alcanzar.

Me dirigía a la casa de un amigo, yo no era muy cumplido con las citas a las que me comprometía, esto hizo que posteriormente se llame tarde a mi familia y amigos, quienes a su vez tardarían en contactarse con policías. Ellos –según lo que se me contaba en ese lugar de monotonía infernal– identificaron a mis secuestradores cuando ya se encontraban lejos del país. Y el esfuerzo internacional jamás fue suficiente: fui lo que fui y ahora soy lo que soy.

Pero no adelantemos pasos en la historia.

Su método de secuestro no fue muy original, pararon un taxi justo a mi lado, me apuntaron con una pistola y dijeron que suba, eran dos hombres: uno conduciendo, otro atrás con el arma.

No tenía opción.

El taxi viajó por vías troncales, camuflándose entre las grandes multitudes, hasta una pequeña cabaña en un área rural que según yo ni existía. Ahí cenamos y dormimos –yo, obviamente, encerrado en un cuarto diferente, en el cual las ventanas tenían rejas– en el desayuno le pusieron algo a mi bebida y terminé inconsciente, de esta forma me llevaron hasta un lugar en la frontera en la cual desperté y ahí pasamos un buen tiempo –no podría especificar cuánto– y salimos una noche, casi en la madrugada. Después me golpearon y caí desmayado nuevamente.

Volví a ser consiente en un cuarto de tres por tres: plomizo, oscuro, sin ventanas y con un foco colgando al medio del techo, reflejando una luz amarillenta. Con un olor extraño, como a sudor. Un sonido lejano que parecía el caer de una gota de agua sobre otra de forma eterna. Y los pasos detrás de esa puerta gris. Al poco entró un hombre, me gritó que me desvista.

No lo hice.

Salió, y volvió a aparecer con una manguera de chorro a presión, con el tiempo yo la conocería de memoria. “La ducha o la manguera” sentenció con firmeza. “¿Me acompañaras a la ducha?” me burlé: mala idea.

Prendió la manguera.

Luego me dejó quitarme la ropa, secarme y me dio –a la fuerza– una pastilla.
Al poco entendí que era viagra.

Entró otro matón.

Ataron mis cuatro extremidades –como lo siguieron haciendo por mucho tiempo, ya que no cedería de otro modo– ingresó una mujer al cuarto, le dio un par de billetes al hombre, que se marchó con su compañero a los segundos y tuvimos relaciones sexuales: Yo no era fácil. Me movía como un lagarto a pesar de estar atado, hasta que por fin pudo lograr su propósito y me llevó al orgasmo como –sin querer– yo a ella, luego me dio un beso en la frente y se marchó.

Yo hubiera deseado marcharme tan fácil.

Entendí que la explotación sexual masculina existe, y que yo era parte de aquel mundo. Un mundo donde el ser humano es solo aquel con dinero, y que los otros son simples objetos que deben ser usados para el beneficio del resto.

Un mundo vacío.

Todos los días me sentía sucio, usado, un paño viejo que no vale más que unos cuantos dólares la hora. Pero también sentía miedo, los hombres que caminan –guardias del preso, que no son más que presos de sus jefes– con pistolas por el largo –e infinito– pasillo que había fuera de mi cuarto.

Todo gris.

Lo único que ocupaba mi habitación: cuatro paredes manchadas de humedad, un colchón viejo con dos sábanas aún más viejas que apestaban a sobaco, un interruptor blanco que encendía la luz amarilla y dos puertas de madera, pintadas de gris, una que llevaba al baño y otra que únicamente podía ser abierta desde afuera.

De vez en cuando entraba alguien a limpiarlo.

Talvez con la manguera y limpiaban “dos por uno” como me gritaba un gordo mientras me mojaba riendo. Cuando lo hacía yo sufría de frío. Después uno se acostumbraba y ni sentía algo.

Solo vacío.

El olor a humano jamás desaparecía.

Tenía la suerte de que se me dé desayuno, almuerzo y cena; “debes mantenerte fuerte”, dicen todos esos fantoches que; con sus grandes escopetas, metralletas y algunas pistolas; intentaban asustarme. Yo los miraba de forma despectiva, gritaba que son unos idiotas, ¡vaya las palizas que me he ganado! Incluso hacían que haga ejercicio “¡corre en círculos!” vociferaba otro cerdo. Cuando te apuntan con un arma hay pocas cosas que no harías.

Hasta que la esperanza volvió a mí.

Ella vestía unas botas largas, casi hasta las rodillas, de un color café oscuro. Antes pensaba que esas botas eran para chicas exploradoras, putas, militares, etcétera. Luego me di cuenta que son para mujeres de duro carácter. No todas pueden usar algo así.

Pero a ella le quedaban perfectas.

Con esos jeans negros y esa solera blanca que era un poco holgada, yo sabía que ella no sería una clienta común. Su cabello rojo le caía casi hasta los hombros, uniforme, casi como un casco.

En la mañana me dieron mi desayuno, después entraron a atarme, otra vez tener que resistir, moverse, pelear. Hasta que ellos ganan, o caso contrario, me apuntan a la cabeza con una pistola y es lo mismo:

Ganan haciendo trampa.

Posteriormente me daban una píldora –de las tres más o menos que me hacían tragar en todo el día– y entra la clienta. Ese día entró ella. Pagó, el guardia salió, se acercó a mí, puso su mano en mi mejilla, pensé que me iba a dar un beso, cerré los ojos e intenté esconder mi cara moviéndola a un lado. Ella dijo:

–Tranquilo, eres hermoso.

Fue la primera que me habló así. Su voz era suave, dulce, como una madre calmando a su hijo, una amante después de horas de pasión, una novia diciendo que “acepta” en el día de su boda.

Las otras –a veces eran otros– hacían sonidos, señas, algunos monosílabos. O cuando intentaban hablarme yo simplemente las ignoraba y no lo volvían a intentar. Me hacían sentir como un objeto.

Yo las hacía sentirse como un trabajo.

Ella me hizo sentir humano.

–Y no, no quiero abusar de ti. –Me dijo y empezó a desatar mis extremidades, pensé por un momento en golpearla y escapar. Pero no lo hice, tampoco sabía quién en verdad era ella y qué hacía ahí, ambos terminamos sentados en la cama–. Vengo a proponerte otra cosa…

–Te escucho. –Mi voz sonaba seca, hace ya tanto que no la utilizaba para hablar como alguien civilizado, a lo largo de esos casi tres años, solo la usé para gritar, insultar, maldecir o gemir.

Talvez dejé de ser humano hasta que ella llegó.

–Ambos queremos que salgas de aquí, ¿no? –hablaba con una sonrisa en los labios. Como una hermosa dama que planea conquistar a un príncipe azul. Pero me di cuenta que ella no era así, no era simplemente una hermosa dama.

Asentí con la cabeza.

–Puedo ayudarte.

–¿Cómo?

–Debes confiar en mí.

–No, no voy a confiar en nadie. –Lo dije de forma fría, con enojo, con odio. Recordando cuántos golpes me habían dado en tanto tiempo, cuántas mujeres parecían dulces y buenas, pero solo deseaban usarme. Eso no iba a volver a pasar, especialmente en ese momento en el cual yo estaba desatado– explícame a detalle qué es lo que quieres hacer, sino, no cuentes conmigo.

Uno no sabe cómo es una mujer en realidad, y en estos abusos no se discrimina por clase social, raza, altura o edad. Desde ancianas, hasta adolescentes que sientes que les estás quitando la virginidad. Porque en realidad, las mujeres, son más crueles: lo sienten todo y lo utilizan en tu contra. Se quieren sentir escuchadas, yo no les doy eso. Recuerdo a una niña, que era demasiado débil como para forzarme a hacer algo. Era mi primer año como esclavo sexual. Me miró, no tuvo que decir nada. Me dio un beso y luego yo cedí. Ella se fue y, aunque yo tenía la esperanza de que sería diferente, jamás volvió. Pocas vuelven conmigo: dicen que soy muy frío.

Incluso llegué a sentir que quería a esa pequeña mocosa.

–Muchos años encerrado te vuelven desconfiado –susurró ella. Era verdad.

–¡Concéntrate mujer!, no tenemos mucho tiempo. Dime cuál es tu plan.

–De hecho pagué por una hora, tenemos lo suficiente. –Ella tenía razón, mas yo quería que me diga todo y rápido.

–No creas, el tiempo pasa como el correcaminos.

–Ok. Para empezar mi nombre es Magela Reyes, soy activista por los derechos humanos y siempre luché contra la trata y tráfico de personas, de la cual tú eres víctima actualmente.

–No me digas… –agregué con sarcasmo.

–No seas insoportable, estoy aquí para ayudar. Yo me puedo ir de aquí perdiendo no más que una hora y unos cuántos dólares, pero si me voy sin hacer nada, tú pierdes el resto de tu vida.

Asentí con mi cabeza, arrepentido.

Todavía sin saber en qué creer.

–Continúa –le dije.

–Tengo todo un grupo de chicas, diciéndole exactamente lo mismo a todos los chicos encerrados a lo largo del pasillo. Volveremos en una semana, y la semana después de esa para darte diferentes herramientas, en un mes a partir de hoy tú serás libre.

Libertad: eso es lo quería.

–Se más específica, ¿qué tipo de herramientas?

–Una palanca de fierro, para que abras la puerta. Un cuchillo, para que puedas defenderte en caso de emergencia. Y un celular para contactarnos una vez fuera.

–¿Y ustedes qué ganan? –nada es gratis en la vida.

–Lo único que les pedimos es que cada semana le des a la activista que venga, una descripción detallada del guardia que te da tus alimentos, éste cambia de forma semanal, posteriormente nosotros los encerramos tras las rejas.

–¿Por qué lo haces?

–Por un mundo mejor.

–No mientas. –Nadie es tan bueno.

Ni siquiera ella.

Magela se quedó congelada por un segundo, casi como si le hubiera tirado un golpe en medio de su cara, no podía creer que alguien haya puesto en duda el argumento que, seguramente, había dado a miles de personas a lo largo de su vida.

–La verdad: deseo venganza. –Su mirada se ensombreció, su tono de voz fue más débil, casi como un susurro lleno de odio.

–Lo sabía. –Sonreí de una forma maliciosa– ¿buscas a alguien en específico?

–No. Los quiero a todos.

–Eres ambiciosa. –Eso me gustaba. No me importaba el porqué.

–Sin ambición la vida no sirve de nada –sentenció.

La vida es ambición.

–Ahora sí confió en ti. Nos vemos en una semana. –Ella sonrió, al principio sorprendida, un tanto extrañada. Luego de forma dulce, para mí, eso era suficiente. Ya era como un ángel mandado a salvarme.

–Gracias. –Se marchó.

A la semana siguiente comprobé que su promesa era verdadera.

–Volví –mencionó la pelirroja una vez el hombre salió del cuarto–. Me di cuenta de que jamás me dijiste tu nombre. –Empezó nuevamente a desatarme de la cama.

Pero con ella nada era monotonía.

–¿Por qué debería decírtelo? –Terminó de desatarme.

–Vamos, no vuelvas a ser tan cerrado. Yo te dije el mío.

Magela: me gustaba su nombre.

–Ismael. –Me senté en la cama, terminamos casi frente a frente, separados por pocos centímetros.

Su nombre era como fuerza, pasión, amor.

–Me gusta tu nombre, ¿sabes qué significa?

La aparté de mi lado, ella me apartó del suyo.

–Por lo que me dijeron: “al que Dios escucha”.

–¡Estás mal! Es: “el que sabe escuchar” y creo que es verdad…

No, yo no sabía escuchar. Pero a ella sí quería escucharla. Me esforzaba por hacerlo.

–Me gusta más ese significado.

–Al final –me dijo ella, siempre mirándome a los ojos, como hipnotizándome– cada uno le da un valor propio a su nombre.

También otros lo hacían, yo ya tenía el mío de Magela: valentía.

Sacó de su gran bolso la palanca de metal, la puso en una esquina, debajo de la cama. Los guardias jamás revisaban ese lugar. Eso tomó menos de cinco minutos, nos quedaban cincuenta y cinco minutos –claro que se podía salir un poco antes, pero esa vez no lo hizo–. Charlamos toda la hora y aparte de contarle de mis guardias, pudimos hablar sobre ella, acerca de mí, del destino, de la vida, del universo.

Cada vez ganábamos más confianza el uno en el otro.

Se creaba un vínculo.

Un momento dado, cuando aproximadamente habían pasado treinta minutos, ella me dijo:

–Una vez, me dijeron que ser es amar. –Ella estaba tan cerca de mí, que podía sentir su cálido aliento en mi cuerpo, el suave subir y bajar de su pecho al respirar, podía ver sus ojos, mirando a un punto fijo en el suelo, como si fuera una simple niña, tímida, miedosa, débil…– Pero yo creo que ser es en verdad sentir: odio, amor, tristeza. Todo eso es normal, todo eso está bien, no hay nada de malo en los sentimientos, jamás entendí por qué el ser humano se basa únicamente en el amor.

–Ahora mismo, yo no necesito más que amor para ser… –Nos besamos. Luego empecé a desvestirla como nunca antes había hecho en ese cuarto y por primera vez en mi vida hice el amor.

Ambos nos enamoramos; yo de su fuego, ella de mi frialdad.

Nos complementábamos en cada beso, en cada caricia. Y cuando terminamos, el guardia abrió la puerta, la vio vistiéndose y le gritó que ya era tiempo. Salió, guiñándome el ojo antes de irse.

Yo sabía que ella volvería.

Lo hizo. Esperó que el guardia se vaya, sacó el cuchillo de su cartera y me lo dio en mi mano.

–Ismael, espero no debas usarlo.

–¿Cuándo debo escapar? –Le acaricié la mejilla, no me importaba utilizar el cuchillo.

–Solo tú puedes saber cuándo es el mejor momento. Hay un guardia cuando estás con compañía, se sienta al lado de la puerta.

–¿Qué más debo saber?

–Estás en el sótano de un edificio, en Puno.

–¿Perú?

–Sí, la policía no es de confiar, todos son unos corruptos, por eso yo debo hacer justicia por mi cuenta.

–Eres valiente. –Mi tono de voz cambió, fue más apacible.

–Y tú tendrás que serlo.

–Contigo a mi lado, lo seré. –Empezamos a besarnos.

–Jamás te abandonaré… –me susurró al oído mientras me desvestía.

–Y yo tampoco a ti.

Se marchó, pero como era de esperarse, a la siguiente semana volvió.

El hombre cerró la puerta, ella me dio un beso, luego me desató.

–El celular. –Lo puso atrás nuestro, en la cama, como si en realidad no importara. Luego me sacó la polera. Nos besamos, con cada segundo que pasaba yo me sentí más lejos del amor, más cerca de la libertad.

Grité en el orgasmo.

Y recordé que era lo más importante para mí, y con certeza pude decir que no era el amor, no era ese sentimiento tan representado con corazones y pequeños detalles que llevan a la felicidad, sino que era la libertad.

Una vez vestidos, ella dijo:

–Recuerda, solo tú sabes cuál es el mejor momento para escapar. –Se acercó a la puerta como hizo las otras veces, pero yo sabía que algo era diferente. Agarré el cuchillo.

El guardia la abrió, ya estaba acostumbrado a verme desatado con Magela, él sabía que era especial, al fin y al cabo fue la única que volvió. Corrí con mi cuchillo escondido tras mi espalda, se lo clavé justo al medio del pecho, le quité su arma.

Y sin necesidad de usar la palanca o el celular escapé por el pasillo, ni siquiera vi a Magela o su cara, que, seguramente era de estupefacción.

Solo corrí.

Corrí por mi libertad.

Escuché un disparo a mis espaldas.

Un grito de desesperación.

Una risa.

Caí muerto al suelo.

Seguí corriendo.

Corrí por el pasillo infinito.

Fui libre.

¿O, solo cambié de cárcel?

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