jueves, 3 de diciembre de 2015

La novia del oficial

Paulina Pérez


Celeste viviría dos vidas, una para los demás y una para ella, sin poses ni disfraces.

Celeste, una joven muy hermosa, de cabellos lacios negros y abundantes, piel blanca, alta y una figura casi perfecta, era hija de Cecilia quien la tuvo en los tiempos que ser madre soltera era el peor de los pecados y por tanto muy bien castigado. Apenas sintió a su pequeña entre sus brazos juró que su vida sería muy diferente a la de ella. Trabajó y estudió sin descanso. Estaban solas y no dejaría que su hija creciera en medio de privaciones. Cuidó cada detalle de su formación y con solo tres años asistía a un colegio con un sistema educativo estricto. Ni bien obtuvo su título de bachiller, fue admitida en la carrera de Relaciones Internacionales en una universidad privada muy exigente con media beca por su excelente récord estudiantil.

Como Celeste se había pasado siempre estudiando, no tenía muchos amigos. Le hacía falta relacionarse. Cecilia pensó que debía resolver esos pendientes y la inscribió en una reconocida academia de modelaje, donde las señoritas de sociedad concurrían para aprender a bailar, caminar, maquillarse y conocer las reglas de etiqueta. Las dos quedaron contentas con el lugar. Era una casa grande, adaptada para su uso actual, con un amplio jardín en la parte posterior que se ofrecía para recepciones y al frente un cómodo parqueadero. En uno de los salones se había construido una pasarela para las clases de modelaje. Y en el otro se había colocado una pared de vidrio y madera para crear dos ambientes. El decorado era moderno y sin excesos. Una pequeña cafetería y una boutique que ofrecía productos cosméticos importados completaban todo la estructura. Lola, la propietaria, les enseñó las instalaciones mientras mencionaba los ilustres apellidos de las jovencitas a las que ayudó a brillar en sociedad.

La primera clase inició con una serie de ejercicios de calentamiento y respiración y un anuncio. Lola había aceptado dar un curso intensivo a un grupo de nuevos oficiales del ejército. Y les pidió a sus alumnas compartir con ellos las clases de baile. Nadie se opuso. Ese día Celeste conoció a Göring.

Se hicieron amigos y a veces compartían un café o él la acompañaba hasta que pasaran por ella.

Las dos horas en la academia sumadas a las clases y  las tareas universitarias la dejaban agotada pero Celeste era muy responsable  y asumía todo sin quejas. Aunque a veces, sola en su habitación renegaba de vivir entre tantas reglas y obligaciones.

Göring era lo único que alteraba su rutina, era muy amable y le gustaba bailar con él. Se cuidaba mucho que él lo notara. Su madre siempre le advertía:

—Una mujer decente no se insinúa Celeste, no lo olvides. Es el hombre quien debe dar el primer paso.

 Habían pasado tres meses desde que inició la universidad y su curso en la academia cuando Göring le preguntó si le gustaría acompañarlo a una gala muy importante en la escuela de oficiales. Él le pediría permiso a su madre, pues así se comporta un caballero.

Estaba emocionadísima, sin demostrarlo claro, una mujer debía ser muy discreta en sus emociones. Otro consejo materno.

A su madre le agradó mucho que Göring pidiera permiso para salir con su hija y el hecho de que era un oficial le gustaba más todavía.  

El día del baile llegó. Vestido largo, delicados accesorios que apenas y se notaban, como recomendaba la etiqueta y cabello recogido en un moño del que escapaban a propósito un par de mechones traviesos. A Göring le gustó Celeste desde la primera vez que la vio, pero la disciplina militar le había enseñado a ser muy cauteloso en cuanto a iniciar una relación. Un oficial tenía que escoger una mujer que le ayudara a brillar. Celeste estaba deslumbrante y él no pudo disimular su impresión.

La escuela de oficiales tenía una capilla donde previo a la fiesta se ofreció una misa. Luego pasaron a un gran salón de recepciones decorado hasta el exceso en base a los colores dorado y rojo. Grandes floreros, cubiertos, platos y cristales brillaban en tonalidades áureas, en tanto que en tapices, servilletas y flores campeaba el grana. Como centro de mesa una vela que tenía la forma de la gorra que complementa el uniforme de los oficiales. Lola se habría infartado si hubiera visto esta decoración tan alejada de lo que ella llamaba elegancia y distinción, pensaba Celeste.

Hubo entrega de diplomas y reconocimientos, enseguida la cena y por último el baile.

Göring  y Celeste conversaron y bailaron toda la noche. Él la presentó con todos sus amigos, se sentía muy orgulloso de su acompañante. Callada, discreta, hermosa, dócil. Mientras bailaban una balada romántica la besó, ella respondió tímidamente y con delicadeza se apartó, pero él insistió logrando vencer sin esfuerzo aquella pequeña resistencia.

Regresó a casa y no pudo aguantar la emoción contenida. Saltó sobre su madre para contarle que desde esa noche era la novia del guapo oficial Göring Rodríguez. Su madre todavía aturdida por el susto no alcanzaba a reaccionar ante el “¿qué te parece?” insistente de Celeste. Ella también se acababa de enterar que el corazón de su hija tenía dueño.

Los días transcurrieron y una relación prometedora iba surgiendo. Ella perdidamente enamorada de su caballero de uniforme. Si él no pasaba a recogerla o la esperaba, volaba a su casa para esperar su llamada.

Una noche Göring llegó de visita a casa de Celeste y las invitó a cenar fuera. Quería poner fecha para la reunión en la que presentaría a Celeste a su familia y la pediría en matrimonio.

Cecilia estaba emocionada, si bien su hija era muy joven, su novio era un hombre con un futuro asegurado y al casarse con él, ella también lo estaría. En dos semanas su gema preciada, se comprometería con un apuesto oficial.

Celeste estaba muy nerviosa.  Era consciente del gran paso que iba a dar. Y fue en casa de sus futuros suegros donde sufrió la primera decepción, bien disimulada, desde luego. En el recibidor había una foto familiar junto a un retrato de Hitler delante de la bandera nazi y su espeluznante esvástica. La decoración de la sala se parecía a la del salón de la escuela de oficiales, el rojo y el dorado predominaban, así como los adornos en exceso.

Permaneció más callada que de costumbre. La sonrisa siempre en su rostro. Mientras buscaba minimizar aquel retrato en la casa de su amado, la voz del padre de Göring pronunciando su nombre la trajo de regreso a la sala en la que en aquel momento pedían su mano en matrimonio.

Brindaron por los novios y luego degustaron una deliciosa cena preparada por la madre de Göring en un comedor adornado al igual que la sala. Será que en la escuela de oficiales les obligan a olvidar el resto de colores, se preguntaba. La mesa estaba cubierta con un mantel blanco nacarado y una enorme lámpara de lágrimas de cristal iluminaba la habitación. Grandes aparadores a ambos lados de la mesa, contenían unas hermosas vajillas en miniatura. Nuevamente en una de las paredes un retrato del dictador alemán. Celeste empezó a sentirse incómoda y hacía un gran esfuerzo por disimularlo.

Regresaron a casa y antes de bajar del auto, Göring le preguntó:

—¿Te sientes bien?

—Si amor, solo algo cansada. Fueron muchas emociones por hoy —contestó.

La madre de Celeste estaba tan emocionada que ni siquiera notó el malestar de su hija.

Al día siguiente Celeste fue a clases de educación física como cada sábado y por primera vez desde que inicio la universidad, decidió quedarse un rato con sus compañeros de aula. Empezaba a necesitar aire.

Pablo, era la pareja de proyectos de Celeste en la facultad. Un muchacho muy alegre, se destacaba mucho en los frecuentes debates que se proponían en clases sobre algún tema socio político. Le gustaba mucho reunir a los amigos en su departamento, hacer comidas, jugar naipes, tardes de cine que siempre acababan en cantatas. Vivía solo porque era la única manera de estudiar, según decía. Tenía siete hermanos menores y la casa de la familia era como una guardería. Sus padres habían accedido a financiarle a más de los estudios, un pequeño departamento cerca a la universidad con la condición de mantener excelentes calificaciones. Tres veces por semana daba clases de historia y geografía en un colegio católico para pagar los gastos que la paternal mesada no cubría. Pablo estaba loco por Celeste, pero siempre le pareció fuera de su alcance. Conversaban muy poco y generalmente sobre temas académicos.

Celeste se sentía cada vez más cómoda con sus compañeros, algunos días llegaba a casa solo hasta la noche, faltaba con frecuencia a la academia y dejó de importarle estar a tiempo para esperar la llamada del novio.

La primera en reaccionar fue su madre. La reprendió por olvidar  sus prioridades y  el que ahora era una mujer comprometida. Luego fue Göring, no estaba de acuerdo que pasara más tiempo del necesario en la universidad. Celeste lo seguía amando, pero algo que no lograba definir había cambiado en ella. Llegaron las vacaciones de semestre y su madre se encargó de mantenerla llena de actividades para que no perdiera de vista lo importante, según ella, claro.

Un sábado Göring pidió permiso para llevarle de paseo como premio por haber terminado su primer semestre con excelentes calificaciones. Irían a comer en un pueblo donde todos los sábados  había una feria de artesanías y regresarían en la noche. Era época de lluvia y frío. Salieron muy temprano, desayunaron en la carretera en una cafetería que ostentaba una preciosa vista de montañas nevadas, siempre y cuando estuviera despejado. Se quedaron en el lugar hasta media mañana y luego continuaron viaje hasta la feria artesanal.

Las horas fueron pasando entre ponchos, joyas de plata, gorros, sombreros, bufandas, pañoletas. Hasta que el hambre pudo más y decidieron ir a comer. Llegaron a una hostería que Göring conocía y ni bien entraron cayó un torrencial aguacero, no había manera de salir, así que pasaron la tarde ahí. En vista de que la lluvia no daba tregua, los dueños del lugar improvisaron un pequeño grupo musical con ayuda de algunos comensales y la tarde se volvió amena, entre canciones y una que otra copa de vino hervido al calor de una gran chimenea. El sitio era muy acogedor. Grandes y mullidos sillones alrededor del fuego y las paredes llenas de antigüedades que en otros tiempos fueron muy útiles en la elaboración de todo tipo de artesanías. Planchas de carbón, viejos telares transformados en lámparas, máquinas de coser, pailas de bronce invitaban a imaginar la historia de otros tiempos.

Enfrió tanto que Göring salió a buscar los abrigos. La lluvia no cesaba y viajar en esas condiciones era muy peligroso, así que llamó a la madre de Celeste para que apoyara su decisión de pasar la noche allí. A Cecilia le pareció acertado esperar a la mañana para regresar a casa. Confiaba ciegamente en él. Su hija no podía estar en mejores manos.

Después de cenar se quedaron un rato más acompañando a los cantantes. Nadie cometió la locura de salir con semejante temporal. Cerca de la media noche Göring decidió que era hora de ir a dormir y de camino a la habitación trató de convencerla de pasar la noche juntos. Al final estaban comprometidos, pronto iban a casarse. Pero Celeste no cedía, la voz de su madre resonaba en su cabeza. Él le estaba pidiendo algo que una mujer decente no debía hacer jamás. Por otro lado su madre había aceptado que se quedara sola con él toda una noche, ¿dónde quedaba el discurso de evitar las tentaciones que surgen al estar a solas con un hombre? Como si él adivinara sus pensamientos, le juró que desde el día en que se comprometieron, para él ya estaban casados, nada iba a cambiar, ella era la mujer que había elegido como esposa y Celeste acabó cediendo. Había pensado que su primera vez sería muy especial, pero no lo fue. No logró liberarse de la sensación que sentía al recordar las palabras de su progenitora sobre el pecado de entregarse a un hombre antes del matrimonio y el presentimiento de que su madre estuvo de acuerdo en que Göring la metiera en su cama de una buena vez para comprometerla aún más.

Celeste se levantó muy temprano, una vez lista se sentó en un sofá parte del mobiliario de la habitación y esperó en silencio hasta que él despertara. Göring se levantó le mandó un beso volado y fue directo a la ducha. Notó a Celeste incómoda pero prefirió no preguntar. Inmediatamente luego del desayuno iniciaron el regreso a casa sin decirse nada durante todo el trayecto.

Antes de entrar a casa de Celeste, Göring no soportó más el silencio de ella y le preguntó:

—¿Estás molesta, te ofendí?

—No —dijo Celeste.

—No has dicho nada, —reclamó Göring.

—No me siento muy bien —dijo Celeste—. Creo que no debimos hacerlo. Tengo miedo.

Göring la abrazó y le repitió que para él, ella ya era su esposa. Y que lo que había pasado era esperado en dos personas que se amaban tanto como ellos. Para ella no había sido nada normal lo sucedido, él había disfrutado de algo en que ella no había participado y ni siquiera lo notó.

Se acercaban las matrículas para el  nuevo período lectivo en la universidad y Celeste sufrió una nueva decepción. Göring le insinuó que ya no era necesario que continuara sus estudios. Pronto se casarían y ella debía dedicarse a los preparativos de la fiesta. Una vez casados, él trabajaría por los dos y ella en muy poco tiempo estaría cuidando a los hijos. Para Celeste fue la gota que derramó el vaso. La niña callada, obediente, discreta se transformó en una fiera. Amenazó a la madre y al novio con suspender la boda si se les ocurría insinuar nuevamente que debía dejar la universidad y sin más salió.

Göring y Cecilia demoraron en reaccionar ante semejante reacción.

Celeste llegó a la facultad, se encontró con algunos de sus compañeros, entre ellos Pablo, pagaron la matrícula y fueron a un bar de universitarios a tomar cerveza y bailar. Celeste se sentía liberada, era la primera vez que enfrentaba a su madre. No había nadie que le recordara las reglas ni los modales. Bailó, bebió y besó a Pablo como si de una travesura se tratara.

Cuando llegó a casa su madre la esperaba, no podía creer que su hija tan bien educada llegara a casa oliendo a cerveza y a tabaco. La cacheteó y la metió a la ducha con todo y ropa, mientras le gritaba que agradeciera que Göring no estuviera ahí para ver semejante espectáculo.

Celeste dejó de oír a su madre. Mientras ella la secaba con la toalla como queriendo arrancarle la piel ella pensaba en Pablo, en el beso que le robó. En como con ellos, era otra, una mujer sin temores. Podía decir en voz alta lo que pensaba y sentía.

Cuando despertó su madre estaba sentada frente a ella con los ojos rojos e inflamados. Había llorado mucho.

—Estaba esperando que despertaras, tenemos que hablar muy seriamente tú y yo —acotó.

—¿Qué quieres mamá?, ¿acaso no fue suficiente ya?

—¿Quieres arruinar tu felicidad, tu futuro? ¿Por qué?

—No es mi felicidad mamá… es la tuya. Estoy cansada de actuar, de tanta hipocresía. Me voy a casar, sí, pero no por eso voy a renunciar a tener una carrera, una vida. ¡No lo voy a hacer!

Cecilia salió de la habitación y llamó a Göring. Había que adelantar la boda.

Sin la participación de Celeste decidieron celebrar las nupcias en un mes. Y mientras ella estaba en la facultad, su madre preparaba todo con ayuda de su futura consuegra.

Buscaba miles de pretextos para quedarse lo más posible en la universidad. Y cada vez se sentía más cercana a Pablo. Él era un chico muy sencillo, educado, apasionado por la historia. Le gustaba estar cerca de él, ir a su departamento, tan distinto de su casa o de la de su novio. Pabló había  decorado su apartamento con muebles que él mismo había diseñado. Hacía el dibujo y en un mercado de muebles en el centro de la ciudad buscaba quien se los confeccione. Todo estaba casi al ras del piso, su argumento era que le gustaba estar cerca de la tierra. En las paredes colgaban acuarelas en marcos de madera natural, la misma de sus muebles. Y en una pared, una especie de collage de diversos afiches sobre temáticas sociales que le gustaba coleccionar, lo llamaba el muro de la memoria. Cocinaban juntos y luego ella pedía que le leyera, se acurrucaba a su lado hasta quedarse dormida. Se sentía cansada. En su casa, su madre solo hablaba de la boda que cada día estaba más cerca.

Una tarde mientras ella dormía sobre su pecho, Pablo no resistió más y empezó a besarla. Ella le correspondió y se dejó llevar por las caricias, el calor de los besos y la ternura con la que él la iba desvistiendo. Se entregaron mutuamente con la inocencia y los temores propios de la primera vez en que dos cuerpos se encuentran y dos almas se reconocen. Celeste partió sin despertar al Pablo.

De camino a casa pensaba en su madre, la obligaría a cumplir su compromiso como fuera y en el remoto caso que no lo lograra se encargaría de que no viera a Pablo nunca. Jamás permitiría que ella uniera su vida a la de un muchacho sin un futuro claro.

Celeste regresó a casa muy confundida. Las advertencias de su madre estallaban en su cabeza. Estaba a quince días de casarse con un hombre que ya no amaba. No sabía si debía romper el compromiso o seguir adelante.

Una vez más sus temores y su madre le ganaron la partida. Asumió el matrimonio, la luna de miel como algo inevitable. Una conveniente amnesia volvió  borrosos, casi inexistentes los recuerdos de aquellos eventos donde estuvo sin estar.

Su nueva casa, era igual a la de su madre, paredes blancas, cuadros de colores delicados, al igual que los muebles. Por suerte la familia política no había influido para nada. Pero ella tampoco. Esa casa era de cualquiera menos de ella.
Mientras seguía ordenando y buscando lugar para cada uno de los regalos de boda, encontró un obsequio que permanecía cerrado. Era una caja de madera con los colores de la bandera nazi y en su interior un folleto sobre la vida de Göring, uno de los hombres de confianza de Adolfo Hitler. En la dedicatoria decía: «Para mi nueva hija, siéntete orgullosa de ser parte de nosotros. La familia, la tradición y el nombre tienen una historia a ser preservada. El nombre de tu esposo fue escogido como homenaje a un gran hombre, mano derecha de quien debió gobernar el mundo para el bien de la raza humana».

Celeste lo entendió todo: Göring la había elegido, nada había sido casualidad y su madre, sin saberlo, ayudó para que aquel meticuloso plan no fallara. Recordó a su suegra, una mujer guapa a pesar de los años, callada, dócil y abnegada ama de casa. La esposa ideal para un oficial.

La sangre le hervía de indignación, se sentía engañada, utilizada y traicionada. Era tal su enojo que no lograba articular una idea.

Hizo los ejercicios de respiración que Lola le había enseñado para controlar las emociones, al parecer había llegado el momento de usar todo lo aprendido a su favor.


Terminó de arreglar su departamento hasta dejarlo como si fuera a ser fotografiado para una revista de casa y muebles y llamó a Pablo. Todos habían sido complacidos. Ahora le tocaba a ella.

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