jueves, 19 de octubre de 2023

Hera

Ruth Rosales


Tenía seis años cuando la vi por primera vez perder la cabeza. En esa época no se usaban los cinturones de seguridad cuando viajabas en coche y menos las sillas para menores. Ir de un lugar a otro en esa caja de metal y acero era toda una aventura en total libertad. A mí me encantaba acostarme en el espacio que se hacía entre la ventana trasera del maletero y los asientos. El carro de mamá era un Ford Pinto de 1972, una caja de zapatos aplastada con múltiples ventanas, perfecta para acomodarme como un gato en sus huecos, mientras tenía la mejor vista de todas: el cielo azul tapizado de nubarrones blancos.

Desde ese lugar de privilegio, le detallaba a la mujer encargada del volante las formas que las nubes iban adquiriendo conforme piloteaba esa nave desafiante de la velocidad. Mis relatos pasaban de ver elefantes con enormes orejas flotantes a girasoles volando de pétalos dispersos que viajan en forma de hadas, hasta posarse en árboles borrosos que se deshacían con la goma del viento.

Por lo general mi madre no me escuchaba. Decía que hablaba tanto que había adquirido el superpoder de cancelar mi voz y concentrarse en cualquier cosa que estuviera haciendo. Pero ese día, la radio dejó de sonar mientras los sonidos de la ciudad se sincronizaban con la inhalación y exhalación de nuestra respiración, y justo en ese instante, en donde el espacio se suspende entre el vaivén del aire, mi voz salió directa y fresca describiendo su último descubrimiento: «Y ahora el Jeep rojo de papá».

Mi mamá presionó el freno del Pinto blanco con tal fuerza que mi cuerpo rodó pasando de los asientos traseros a los tapetes del suelo, empotrándose entre los huecos de los lugares del piloto y copiloto. «¿Qué dices?» preguntó poniendo la reversa en el control de cambios. «¿Dónde? ¿Estás segura? ¡Salte de ahí, niña! ¿Dónde lo viste?».

No esperó a que respondiera a ninguna de sus preguntas, porque su mirada localizó lo que buscaba y, pasando de la reversa a la segunda velocidad sin ponerle mucha atención a las quejas del Pinto, se dirigió a su objetivo. Mi cabeza, por otro lado, trataba de evitar golpearse en las patas de los asientos delanteros y las posaderas acolchonadas que, segundos antes, habían amortiguado el impacto.

Cuando logré levantarme pude ver, a través de la ventana del copiloto, a mi mamá dirigirse al Jeep descapotado y tocar el claxon una y otra y otra vez. El lugar era un motel de esos que son descubiertos en donde todas las habitaciones y ventanas dan al estacionamiento, así que no tardaron en asomarse varias personas para ver qué estaba ocurriendo. Volteé a ver esos rostros desconocidos sintiendo vergüenza por lo que mi madre hacía. El movimiento rápido de la cortina de una de las habitaciones de la segunda planta llamó mi atención. Entonces lo ví. Apareció el rostro de mi padre por unos segundos para volver a desaparecer. Lo siguiente que recuerdo es a mi madre golpeando desesperada la puerta colorada de esa habitación.

Salí del coche casi a hurtadillas. Subí agachada las escaleras descubiertas que daban al segundo piso. Iba con cautela, procurando no ser vista. Mi mente recordaba las palabras que mi madre siempre me decía: «¡Si yo no te digo que te muevas, no te muevas!». Me sostuve del barandal que daba al estacionamiento y evalué la posibilidad de acercarme a esa ventana que segundos atrás me había mostrado el rostro de mi padre. Mi mamá no se había percatado de mi presencia, su cuerpo estaba ocupado en empotrar unos puños enérgicos sobre esa puerta colorada repitiendo sin cansancio: «¡Abre la puerta! ¡Abre la puerta maldita sea!». La rabia dilató sus pupilas. Por unos segundos sus ojos se cruzaron con los míos pero pareció no importarle que yo estuviera ahí. El impacto de los golpes era tan potente que mis ojos de niña solo veían estrellas multicolores que flotaban de un lugar a otro hasta caer al suelo. Me era difícil creer que esa mujer fuera el mismo ser paciente, calmado y amoroso que solía disfrazar sus frustraciones con suspiros y miradas ausentes.

Mi curiosidad fue más fuerte que el miedo a ser regañada, así que me paré de puntitas dispuesta a ver lo que había detrás de esa cortina casi transparente, pero no alcancé. Entre la puerta en donde estaba mi mamá parada y la ventana que yo quería espiar había unas macetas sin plantas. Las agarré, las volteé para formar un escalón y me subí.

Ahí estaba mi padre sentado en un sillón. Tenía el brazo izquierdo extendido en el respaldo, mientras su mano derecha sostenía un vaso con un líquido café cristalino y varios hielos bailando en su interior. «Dame una cuba», recordó mi voz interior. Así le pedía siempre la bebida a mi mamá. Sus pies descansaban arriba de una mesita en donde reposaba el aparato para cambiar los canales de la televisión. «¡Wow, la tele es de control remoto!» dije en voz bajita asombrada por la posibilidad de tener un lujo de ese tamaño. Al lado de mi padre había una señora de pie con un pelo rizado de color rojo espectacular cayendo sobre sus hombros. «¡Es una bruja! ¡Qué cool!» dijo esa voz que brotaba de vez en cuando desde mi pecho y retumbaba en mi frente. El cuerpo de la mujer estaba en posición de guardia sosteniendo la puerta, algo así como los jugadores de fútbol americano que mi papá veía todos los lunes sentado frente al televisor, con una bebida en la mano, muy parecida a la que tenía justo en esos momentos.

La escena en realidad era hermosa. Un par de leonas en plena batalla. Una atacando, la otra defendiendo, mientras el león reposa plácidamente en la sombra. «¡Abre la puerta maldita sea! ¡Abre la puerta!». Pero la puerta nunca se abrió.

Cuando se es infante, la percepción del tiempo se pierde. Vives en el presente, absorbiendo el pasado y futuro como espejismos borrosos que se confunden entre escenas en donde estás perdida en el bosque o cenando en un castillo medieval con vista al mar, mientras afuera pelean dos barcos piratas que han venido a robarte para luego pedir un jugoso rescate a tu padre el rey, el cual perderá su reino entero con tal de tenerte de vuelta en casa. Y es en esa confusión, entre la ilusión y la realidad, que no logro recordar el orden de las cosas.

Monos de peluche gigantes aparecían de repente en medio de la sala de mi casa, justo después de que mi padre había amenazado a mi mamá que estaba embarazada de mi hermano, con abandonarla junto con sus dos hijas. Flores multicolores y olorosas brotando de jarrones que decoraban cada espacio libre de la casa hasta terminar amontonadas en los lugares más inesperados como las tapas del baño o las regaderas. Risas, cenas con amigos, en donde mi madre mostraba orgullosa las piedras brillantes que decoraban su mano después de que su esposo había estado ausente por una semana entera y regresara con tan generosos regalos.

El tiempo se confunde entre llantos de mujer ahogados al lado de la fuente del jardín y los viajes familiares en donde la complicidad y los bandos se marcaban entre los adultos.

—Tenía las fotos en mi mano y se las aventé.

—¿Y aun así te lo siguió negando?

—Tomó su abrigo y se fue. Al día de hoy no ha dicho nada.

Mi madre y sus hermanas hablando, mientras los esposos tomaban sus cubas en la terraza de aquel hotel en Puerto Vallarta.

—La amiga esa de mamá, la de la nariz de bola, dice que la tía es una celosa ahoga maridos.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No sé, pero es lo que estaban hablando. Decía que las esposas deberían de hacerse de la vista gorda.

—¿Cómo es tener la vista gorda?

—Sepa. Los adultos hablan tan raro. Ahora es tu turno, ¿verdad o reto?

—¡Reto!

Mis primos repetían como merolicos lo que escuchaban cuando los adultos creían que ya estábamos dormidos. Y la leyenda se extendía. Mi madre la engañada. Mi madre la mártir. Mi madre la celosa. Mi madre la abnegada. ¿Cuántos adjetivos más habrá absorbido su piel mientras nosotras sus hijas crecíamos calladitas viéndonos más bonitas?

Hasta que un día el reino tembló. Mi padre llegó con un bebé en brazos cuando mi madre empezaba con las primeras contracciones del trabajo de parto.

—¡Ese niño no entra a esta casa!

—Es mi hijo.

—¡Llévatelo con los mil demonios! ¡Lárguense los dos!

La furia desbordada de mi madre estalló en un torrente de fluidos acuosos que bajaron a borbotones entre sus piernas hinchadas y cansadas de cargar la existencia de mi hermano. Ese día llegaron dos niños a la familia. Uno a través de la vagina de mi madre, otro de los brazos temblorosos de mi padre.

Nunca supimos qué pasó con la mamá biológica de ese niño que llegó a casa, pero tenía el pelo rojo, como la bruja del cuarto de aquel motel en donde estaba mi padre tomándose esa cuba. A mis hermanas y a mí no nos importó. Fue lindo crecer con dos niños en casa. Nosotras nos desvivíamos por atenderlos, pero mi madre siempre nos ponía freno y decía que ellos tenían que aprender cómo hacer las cosas. Por esa manera de pensar y actuar, también fue criticada y juzgada.

—¿Cómo es posible que esté educando así a sus hijos? A los hombres siempre los tiene que atender una mujer.

—Y según escuché las hermanas no les tiran bola y al pelirrojo lo traen como su chacha.

—¿Qué esperabas? Seguro se está vengando del regalito del marido.

—¿Qué regalito?

—¿No sabes? Dicen que ese no es hijo de ella, sino de una de sus tantas aventuras.

—¡Nooo! ¿En serio?

—Bueno, no sé. Yo sólo repito lo que por ahí escuché.

La realidad era que, aunque mi mamá procuró criar a ambos niños en igualdad y respeto, nunca logró ocultar su exigencia y rudeza para con el pelirrojo hijo de mi padre. Tal vez fue ese el motivo, o quizá los genes de su madre biológica, que el pequeño formó un temperamento fuerte y un tanto violento.

Desde el jardín de niños tomó el papel de protector de mi hermano, quien, al contrario de él, era un niño escurrido, nervioso y con la voz más dulce que un pan de muertos. Juntos parecían un par de caninos de razas diferentes, en donde uno es un terrible bulldog, mientras el otro un pequeño pomerania esponjoso y amoroso. Así eran los dos, luz y sombra, el yin y el yang de un solo ser polarizado, porque eso sí, a dónde voltearas, siempre los veías juntos.

Tuvo que ser necesaria la intervención de una mujer para que esas dos almas, que habían llegado al mundo casi con tres meses de diferencia, terminaran separándose. Tan pegados estaban siempre, que la que era presa de los afectos del pequeño, terminó embarazada del hermano equivocado. Mi madre se las ingenió para convencer a mi padre de enlistar a su hijo mayor al servicio militar, de esta manera, la nueva pareja tuvo que viajar a un país extranjero lejos de los ojos entristecidos del favorito de la familia.

¡Vaya! No estoy diciendo que se notara esa diferencia, pero mi mamá siempre vio a mi hermano pequeño como un ser indefenso que necesitaba protección, tal vez por eso se hacía de la vista gorda y dejaba que el pelirrojo fuera su guarura, pero de ahí a que le permitiera destrozar el corazón de su cachorro y encima tener que ver cómo se propagaba la mala semilla del producto de la amante de mi padre, era otra cosa.

—¡Hasta que se deshizo de ese bastardo!

—Pues yo digo que no es de buena cristiana cerrarle la puerta en las narices a los de tu sangre.

—¿Cuál sangre? ¡Si el chamaco era un bastardo!

—De todos modos. Uno como mujer decente se aguanta y acepta con humildad la cruz que le toca cargar. Y ese muchacho era la de ella.

—No sé si estoy tan de acuerdo contigo.

—Es lo que es. Así es el papel de nosotras las mujeres. Hay que asumirlo y aceptar la voluntad de Dios.

A pesar de las habladurías al pelirrojo de mi hermano le fue bien en el ejército y la relación que tenía con mamá nunca se modificó, incluso mejoró. Después de haber estado cinco años en la base militar norteamericana en Alemania, formó parte de la operación denominada «Tormenta del Desierto» en la guerra liderada por los Estados Unidos contra la República Iraquí. Tres años después regresó a la base y rechazó el programa psicológico de integración. Una noche, después de volver de la fiesta de año nuevo organizada para los generales y soldados con sus familias, agredió físicamente a su esposa e hijos quienes, al huir de su furia, lograron tomar el carro y escapar, pero ella perdió el control del volante y se estrelló contra un árbol en la carretera.  Esa noche, el mayor de los varones de la familia, se convirtió en un viudo a cargo de tres niños que criar.

Como era de esperar regresó a casa. Mi madre lo recibió, a él y a los pequeños, pero estaba muy molesta. Le dio tremendo sermón sobre por qué a una mujer nunca se le pone una mano encima y menos a los hijos. Los meses posteriores pude ser testigo del envejecimiento prematuro de la mujer que había criado a tres mujeres y dos hombres en su juventud para ahora pasar a encargarse de tres criaturas más. Mi violento hermano estuvo en tratamiento psicológico y poco a poco fue trabajando su depresión y trastorno de estrés postraumático producto de sus experiencias en la guerra y la muerte de su esposa. Se enroló a un grupo de ayuda internacional para llevar alimento y construir viviendas en los lugares afectados por los conflictos armados. No lo volvimos a ver hasta siete años después.

Cuando mi padre murió, poco después de que el pelirrojo de su hijo se fuera a limpiar la conciencia por el mundo, mi hermano pequeño se hizo cargo de la nueva familia. Mi madre como pudo sacó adelante a esos tres niños, mis hermanas y yo ayudamos eventualmente, dadas también nuestras circunstancias de mujeres cuidando a nuestras propias crías. Cada seis meses, el padre de esas criaturas sin madre, mandaba una caja llena de artesanías, prendas de algodón, muñecas de trapo, manteles de seda y semillas, muchas semillas de plantas exóticas que mi mamá plantaba y cuidaba con un amor delicado y paciente, ese que sólo las abuelas son capaces de transmitir.

Cuando mi madre cumplió setenta años, le hicimos una celebración en grande. Vinieron mis tías, tíos, primos y primas, así como las amigas y amigos que tenía de los múltiples clubes de manualidades en los que estaba.

—¡Qué bien conservada se encuentra!

—¡Qué va! Estaría mejor si no le hubieran achacado tanto chamaco pa’cuidar.

—Es la cruz que le tocó cargar.

—Es una santa.

—Debió haber dejado al marido e irse a viajar en cuanto sus hijos crecieron.

—Debió conseguir un amante y pagarle con la misma moneda.

—Ya tendrá su recompensa, todo en esta vida se paga, o en la otra.

Cada mesa tenía su propio tema de conversación. Yo escuchaba y podía visualizar clarito a mi madre en cada una de las circunstancias en que la retrataban. Y ahora ahí estaba ella, en la mesa principal, sentada cual la reina sabia y solitaria que era. En eso se abrió la puerta del salón y entró un hombre cargando un morral en la espalda y dos maletas en sus manos. Se hizo un silencio inmediato. Caminó y llegó hasta el lugar en donde estaba la festejada. Se hincó y le besó la mano derecha mientras ella, con rostro inexpresivo, le acariciaba la cabeza con una ternura que creo nunca le había visto profesar por el bastardo de su esposo. Un «hijo» se dibujaba en sus labios cuando la música se volvía a escuchar y los invitados regresaban a poner atención a sus platillos que contenían esos chiles rellenos de carne bañados en salsa de nuez y granada tan propios de la temporada.

Mis hermanos volvieron a ser aquella unidad que eran de niños. Mis sobrinos estaban felices de tener ahora dos padres y todo parecía marchar en paz y armonía. Mi madre, libre ahora de responsabilidades autoimpuestas, empezó a darse sus escapadas a quién sabe dónde. Al principio nos preocupamos, pero después de que veíamos que siempre regresaba aún más sonriente y tranquila, dejamos de hacerlo. Tres años después murió. Nunca supimos a dónde se iba cuando desaparecía. Yo la imagino adentrándose en el mar, con sus cabellos blancos entregados al viento mientras los peces la reciben bailando entre sus pies.

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