jueves, 2 de noviembre de 2023

El engreído de las canas

Patricio Durán


Amanece en Santa Mónica, California. Se ve brotar a la ciudad fundada por los españoles; ignorada bajo la bruma, lejana, parecida a una quimera, similar a las sirenas de algunas almas que canturrean y convocan a lo imposible. El telón del firmamento empieza a descubrirse. Las sombras nocturnas se desperezan para huir despavoridas.

Un destello de luz crece con violencia impidiendo la visión, rebotando en el Pacífico antes de estrellarse contra los cristales del Loews Santa Monica Beach Hotel. El amanecer es la promesa de un renacimiento, una oportunidad de soñar, de dejar atrás la oscuridad y caminar hacia nuevas oportunidades. En la orilla del mar, las nubes semejan fragatas fantásticas navegando en un cielo azul celeste.

El corazón del Restaurante Tar & Roses, en el Loews Santa Monica Beach Hotel, es su cocina. Ofrece pescado del día; mariscos recién traídos del muelle de San Pedro y cortes de carne importados de Argentina. Los finos ingredientes, un cocinero experimentado y ofrecer un buen servicio de manera constante es una parte fundamental para alcanzar la satisfacción de los clientes. Un elemento principal es su decoración: moderna, cómoda e interesante. El administrador del Tar & Roses sabe que la música es esencial en una buena velada, por lo que ha creado un clima agradable para disfrutar de una buena comida con música tranquila y relajada en vivo. El olor escandaloso de camarones en brocheta inunda el restaurante. En este lujoso local se juega con el contraste de colores, olores y sabores, y los diferentes materiales utilizados en el diseño. La luz tenue y el color dan amplitud, limpieza y pureza al estilo. Dispone de una amplia carta de licores, vinos y cervezas.  Tiene una vista impresionante del océano Pacífico y su bahía.

El embajador Luis Alberto Fernández olfateó la vaharada de camarones al ingresar a la recepción que ofrece el Departamento de Estado en el marco de la conferencia: «La diversidad es una parte esencial del cuerpo diplomático de los Estados Unidos de América». Camilo José Mera, presidente constitucional del Ecuador, lo había nombrado como embajador en Washington. Una espesa y reluciente cabellera blanca adornaba la cabeza del flamante embajador; a veces se enfadaba con su peluquero por no hacer un buen corte y le dejaba un copete que siempre se lo estaba retocando. Enviudó hace diez años. La pérdida sufrida le llegó tan al fondo que algo desapareció en su interior; parte de sus emociones se esfumaron dejando un vacío de sentimientos.

Aquella mañana Luis Alberto lucía radiante. Llevaba un chaqué color azul marino, complementado con una camisa blanca de puño doble; corbata de seda gris y nudo Windsor pisada con un alfiler en forma de guitarra. El pantalón de estilo clásico, corte recto en cheviot negro; para complementar medias negras y calzado de piel, con cordones, negros sin detalles. No gustaba mucho de la vestimenta formal, sin embargo, su actividad diplomática exigía el uso de estas prendas.

El embajador era de aquellos nacidos para dirigir. Tenía el natural don de mando e iluminaba el camino de los demás. Se destacaba por ser un diplomático honesto, cosa muy difícil de encontrar en un campo dominado por la corrupción. Cuando ingresaba a un salón o auditorio su presencia se advertía de inmediato por su porte, carisma, afabilidad e inteligencia. Le gustaba la cocina, era muy hábil en el arte culinario. Procuraba siempre ser amable con todos, en especial con las mujeres a quienes saludaba con un beso en la mano y algún cumplido. Cuando alguna dama —de curvas privilegiadas— pasaba a su lado la regresaba a ver hasta que se perdía de vista. Su comida preferida se componía de frutos del mar, así que las brochetas de camarón le parecieron ambrosía de los dioses, acompañadas de una copa de vino blanco. Había en el evento servicio de buffet con una gran cantidad y variedad de platillos deliciosos: barra de ensaladas, comidas sin cocción como el sushi y los carpaccios y postres.

Luis Alberto asistió a la reunión y cena del Departamento de Estado acompañado de su novia, Tania Enríquez, veinte años menor. Llevaban un año de relaciones amorosas. Tania tenía el cabello castaño, un cuerpo armonioso, movimientos suaves, ojos grandes, y una voz tan dulce como delicada. Ella provenía de una familia de diplomáticos de carrera. Nació en París cuando su padre desempeñaba las funciones de embajador en Francia. Su madre era una culta dama de sociedad. Gozaba de una dilatada formación adquirida en las principales universidades europeas. Hablaba varios idiomas y no se dejaba intimidar ni por el arte ni por la política. Se sentía muy a gusto en debates sobre cuestiones políticas, filosóficas, sociológicas o artísticas.

Luis Alberto y Tania se conocieron en la recepción que realizó La Orquesta Filarmónica de Quito al famoso pianista austríaco Paul Badura-Skoda. El músico daba conciertos en las mejores salas del mundo acompañado de su representante Gerhild Baron. Participaba en los más importantes festivales internacionales, habiendo, así mismo, tocado con casi todas las orquestas de fama. El vasto repertorio de Badura-Skoda, concentrado sobre obras de los maestros vieneses de la época clásica, abarcaba también música romántica y moderna.

En la recepción y tras conversar por varios minutos sobre los temas del concierto y la técnica depurada del afamado músico, Luis Alberto le dijo a Tania:

 —Voy a enamorarme de ti.

—No lo creo —respondió Tania con énfasis—. Por la forma en que miras a otras mujeres veo que eres todo un «Don Juan».

—De ninguna manera. Solo trato de ser amable.

—La amabilidad se te desborda por los poros cuando ves a una mujer bonita.

—Oh, por favor, no malinterpretes. Me gustaría que saliéramos para conocernos más y borrar esa mala impresión que tienes de mí. Por favor, ¿me puedes dar tu número de teléfono?

A Tania, amante de la música clásica y ocasional intérprete de piano, no se le escapaba ningún detalle.  Este hombre elegante intentaba conquistarla de una manera audaz. En otras circunstancias, ella se habría disculpado y retirado, más él le resultaba muy interesante y apasionado; sus ojos daban la impresión de taladrarla y llegar hasta su alma. Aunque no era usual en ella —una mujer habitualmente sensata—, creyó en sus palabras y le dio su número de teléfono.

Al día siguiente la llamó para pedirle que aquella noche lo acompañara a otra recepción, esta vez en la embajada de España. Tania iba a realizar otras actividades, ante su insistencia aceptó. Ella nunca contrajo matrimonio ni tuvo una relación seria de pareja, se sentía abrumada por tanta atención, aunque su inquilino —esa vocecilla interior— le advertía que tuviera cuidado, que no fuera tan rápido, sin embargo, se abandonó por completo a ese hombre carismático y afable.

Tania nunca fue indiferente con su amor apasionado. Durante este período de arrobamiento, no escuchó ni una sola vez música clásica, prefería canciones románticas. Los temas «Te quiero, te amo», del cantante francés Frédéric François y «Rolling in the deep», de la intérprete británica Adele la trastornaban por su carga sentimental. Estaba segura de no ser la única mujer experimentando tal pasión. Las baladas acompañaban y justificaban sus sentimientos. En Netflix, la plataforma de streaming, vio varias veces la película Noches de tormenta, protagonizada por Richard Gere y Diane Lane; convencida de que mostraba sus vivencias.

Experimentó una atracción magnética y la sensación de una pasión eterna. Esta relación pasó a ser el centro de su vida. Lo puso en un pedestal. En la intimidad le decía: «Mi engreído de las canas», entre tanto él le enseñaba toda una nueva gama de placeres de alcoba. Ella quería recordar el cuerpo de su amante, desde el cabello hasta los dedos de los pies. Lograba ver con exactitud sus ojos claros, serenos; el movimiento cadencioso del copete canoso sobre la nuca mientras la poseía, la línea cuadrada de sus hombros, la forma de sus piernas y pecho peludo, la contextura de su epidermis. Alucinaba entre la memoria y la locura.

Luego de hacer el amor, Luis Alberto se vestía con tranquilidad. Tania observaba con atención como se abotonaba la camisa, se ponía las medias, la prenda interior, los pantalones, se miraba en el espejo para hacerse el nudo de la corbata. Cuando el diplomático se colocaba la chaqueta, Tania sabía que no volvería a verlo hasta dentro de varios días. Contemplaba con nostalgia las copas, los platos con resto de comida, el cenicero lleno. Luis Alberto había dejado de fumar, pero Tania no, lo que a él le molestaba sobremanera. 

—Tanía, por favor, ¿cuándo vas a dejar de fumar?

—¿Cuándo nos volveremos a ver?  —dijo ella con expresión melancólica y evadiendo su pregunta.

—No lo sé. Espero que lo más pronto posible. La próxima semana debo viajar a un compromiso en Los Ángeles, por lo que estimo que nos volveríamos a ver en unos quince días.

Esperar para Tania era una agonía que no soportaba.

—¡Llévame contigo! —suplicó.

 —Está bien —respondió Luis Alberto luego de pensar un poco.

Tanía saltó de alegría. Lo abrazó y besó. Admiraba su buena predisposición y agradecía al cielo el haberlo encontrado. Sentía la necesidad de hablar todos los días con él. Era importante para ella saber todo lo que pensaba y hacía; quería acompañarlo a todo compromiso social: viajes, conciertos, cenas, a visitar a los amigos, hasta el ir de compras. Tanta presencia de ella, al transcurrir de los días fue causando fastidio en el diplomático.

Para Tania enamorada, la existencia se convirtió en una montaña rusa. Nunca había sentido una pasión así por alguien y deseaba que Luis Alberto se suba con ella a dar una vueltecita. Deseaba experimentar y se lanzó con bríos a su nuevo amor y a un distinto estilo de vida sin mirar ni un instante atrás. Ningún hombre podría soportar los cambios emocionales de esta mujer, que no se tomaba nada a la ligera y se caracterizaba por su energía.

—Cásate conmigo para enseñarte a vivir y enseñarme a morir —le dijo él.

—No Luis Alberto, me casaré contigo para que me enseñes a madurar y yo te enseñaré a ser joven hasta el final —respondió ella.

Fue un matrimonio maravilloso, tuvieron dos hijos y vivieron juntos hasta que él murió a los noventa años.

Tania despertó sobresaltada de su sueño, lamentando que haya sido eso, solo un sueño. «¿Cuándo se decidirá a proponerme matrimonio?», pensó con inquietud, mientras se levantaba de la cama en busca de un vaso con agua.

Ella vivía alejada por completo del drama que vivía Luis Alberto con sus dos hijas, Clara Serena y Matilde del Rocío, quienes se oponían a su romance; no estaban tan contentas con el mismo por la intensidad —toxicidad— de Tania. Ellas estudiaban en la universidad y visitaban eventualmente a su padre en el departamento, quien solo les había puesto de manifiesto algunas cuestiones puntuales de su relación con Tania que le permitiera seguir con su galanteo sin dificultades, pero ellas, dotadas de la intuición femenina, que en definitiva es lo más valioso, se dieron cuenta de la pasión que envolvía a su progenitor.

—¿Cómo va tu relación con Tania? —preguntó Matilde del Rocío.

—Bien —respondió Luis Alberto un poco sorprendido.

—Papá, esta relación no tiene futuro —dijo Clara Serena.

—¿Por qué dices eso, hija?

—¿Acaso no te has dado cuenta que ella está desquiciada?

—No exageres, hija —dijo Luis Alberto y añadió a manera de disculpa—. Es un poco celosa, pero es porque me quiere.

—No es exageración, esa mujer está loca —añadió Matilde del Rocío con énfasis.

—Bueno, ustedes son mis hijas, las quiero mucho, pero este es un asunto que no les compete; así que por favor no intervengan —expresó molesto—. Ahora debo ir a trabajar.

Luis Alberto salió. Se sentía responsable por la muerte de su esposa, María del Carmen, por lo que no creía conveniente volver a casarse, a pesar de que habían transcurrido diez años de su deceso. Cuando desempeñaba el cargo de Viceministro de Relaciones Exteriores, tuvo un devaneo con una funcionaria de menor rango, de lo cual se enteró María del Carmen, agravando su enfermedad cardíaca, la que finalmente causó su muerte.

«Luis Alberto, Luis Alberto, mi engreído de las canas», suspiraba Tania. «Tú y yo somos de los pocos seres especiales de este mundo, de los que comprenden lo que es en verdad la vida: música, amor, belleza, conocimiento; somos, al fin y al cabo, tú y yo. ¿Por qué no soy todo para ti? ¿Por qué me haces sufrir? ¿Qué te he hecho para que me trates así? ¡Te amo!».

El embajador ya no era joven, pero distando todavía de llegar a viejo, miraba con seriedad las cosas con un prisma positivo y práctico. Realizó un recuento sobre su relación. A Tania la pretendió y conquistó con auténtico amor. Ya calmado su apasionamiento, podía examinar con precisión hasta qué punto la anhelaba y cuál pudiera ser su porvenir junto a ella. Reconoció un gran afecto, mezcla de ternura y embeleso, vigorosos lazos que atan para siempre, sin embargo, no soportaba su personalidad arrolladora y dominante.

Luis Alberto sintió un inmenso dolor al dar por terminada la experiencia más bella y apasionada de su vida, pero ya no la soportaba. Pretendía que el vínculo se consolidara una vez pasado el entusiasmo inicial y se cristalizara en un amor más plácido y perdurable. Tania no estaba para eso. Su actividad incesante, su forma como lo presionaba, su intensidad, por no hablar sobre sus humores cambiantes, comenzaron a agotarlo. Ella sentía necesidad por participar en todo cuanto él hacía. Muchas veces Luis Alberto intentó explicarle que él era otro ser humano, con sentimientos personales, y si no tratara de atraerlo tanto hacia ella, él no necesitaría distanciarse. Jamás había vivido momentos tan ardientes como cuando ambos sintonizaban por completo, pero fue imposible mantener en rieles a esa locomotora impetuosa antes de que se descarrilara. También aquí la diferencia de edad y la oposición de sus hijas tenían mucho que ver.

Luis Alberto se sintió abrumado; por un lado, la mujer a quien amaba y por otro su propia independencia. Necesitaba pasar cierto tiempo lejos de Tania a fin de ordenar las motivaciones interiores que precisaba para sus actividades diplomáticas. Ella buscaba el amor romántico perfecto con su «engreído de las canas»; él sabía que nadie más podría darle la clase de amor prodigado por Tania; más aún, nunca volvería a amar así.

El engreído de las canas prefirió la paz y tranquilidad a vivir dentro de las fraguas encendidas de un volcán.

1 comentario:

  1. Tu publicación irradia brillantez: esclarecedora, bien articulada y verdaderamente cautivadora. ¡Gracias por compartir tu valiosa perspectiva!

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