Luis Orellana Díaz
—¿Te enteraste de que ha fallecido Janneth? —me preguntó Priscila, mi esposa.
Yo estaba concentrado en reparar una fuga de agua en la cocina. Ahora son estos los pocos momentos que disponemos para conversar. Después de veinte años de matrimonio ya solo compartimos las responsabilidades de la casa.
—¿A quién te
refieres? —respondí.
Había perdido el
rastro de sus amigas, y hace algunos años que no compartimos amistades.
—¡Janneth!
—repitió—, la señora bonita, la entrenadora de ese gimnasio, ¿recuerdas? ese
que quedaba frente al viejo hotel.
—Ah —contesté sin
darle mucha importancia.
En realidad, no la
recordé en ese momento, pero para el caso, pensé que era otra conversación más
de aquellas intrascendentes que llevamos desde hace tiempo.
—¡Qué pena! —dije.
Le pedí que me
alcanzara la llave inglesa para terminar de reparar el fregadero. Quizá ella
quería relatarme la historia completa, pero supuse que era uno más de esos
chismes que acostumbraban en su corrillo de amigas y cambié de tema. Terminamos
hablando de cómo había subido el costo de las planillas del agua.
Ese mismo día por
la tarde fui al Piso Tr3s a tomar unas cervezas con los amigos y a mirar el
partido. Para el medio tiempo la selección ya perdía dos por cero y muchos de
los espectadores comenzaron a marcharse.
—¿Has notado que
todos los partidos de la selección son iguales? —dijo Paul—. ¡Juegan como nunca
y pierden como siempre!
Entonces decidimos
que ya tuvimos suficiente, nos despedimos de la concurrencia y nos marchamos.
—Vamos por un
trago fuerte —sugerí.
Paul estuvo de
acuerdo, salimos con destino a la Licoteca y dimos algunas vueltas
buscando donde aparcar. Era viernes por la noche y el lugar estaba muy
concurrido, a Paul se le ocurrió ir al Retro Bar, hace años que no
regresábamos por allá.
Llegamos, el bar
es amplio y tiene espacio para aparcar. El viejo rótulo de madera desconchada
que pendía sobre la puerta había desaparecido, en su lugar una marquesina intermitente
con luces de neón nos dio la bienvenida. Nos acercamos a la barra, Paul pidió un
shot de vodka, yo un güisqui en las rocas. Pregunté a la dependiente por
mi amigo Vladimir, el dueño del bar; la chica alta de ojos rasgados nos informó
que Vladimir ya no era más el dueño.
—Pero es muy
probable que aparezca más tarde —nos dice con expresión de familiaridad—, casi
todos los viernes cae por acá.
En tiempo de
eliminatorias el futbol es un fenómeno en todos los bares de la ciudad. Ahora la
selección empataba y la emoción de los aficionados crecía. Frente a la barra el
ambiente transcurría más calmado. Paul estaba despotricando contra su suegra, de
un tiempo acá es su tema favorito. En septiembre se cumplen seis meses desde que
se instaló en casa; llegó con el afán de cuidar a su hija —la esposa de Paul—
mientras se recuperaba de una cirugía del manguito rotador; las dos semanas de posoperatorio
pasaron hace seis meses y su suegra no piensa en marcharse, es más, su esposa
ahora insiste en que necesitan comprar un colchón más confortable, pues su
madre tiene muchos problemas para conciliar el sueño.
El partido se
ponía cada vez más interesante y los gritos de los hinchas saturaban el
ambiente. Sin darnos cuenta conversábamos casi gritando. Tomamos nuestras copas
y salimos a las mesas que estaban en la vereda. En eso apareció Vladimir —con
la cantinela de Paul me había olvidado de él—, no nos percatamos de su
presencia hasta que estaba frente a nosotros; había cambiado de look: pelo
largo hasta los hombros, barba un tanto gris, llevaba arete en el lóbulo
izquierdo. Nos cuenta que se había unido a los Krishna desde que se divorció de
Lorena.
Paul estaba
impactado, el fruncimiento de su ceño le llegaba hasta la calva y sus ojos
parecían dos pozos obscuros tras las lupas de sus lentes “Soy yo mismo” dijo
Vladimir, riéndose del asombro de nuestro amigo.
—Ahora veo porque
te has divorciado —dijo Paul, refiriéndose al nuevo aspecto de Vladimir—.
Lorena y tú eran la pareja ideal, llevaban tantos años de casados.
—Ya ves como son las cosas —sonrió Vladimir—,
quince años y para ella fueron como si nada; se fue con la mitad de mis ahorros.
—Mal con ellas, peor
sin ellas —sentenció Paul con la solemnidad de un sabio griego.
Nos enfrascamos
sin querer en una tertulia antichicas. La verdad, no disfruto tanto de estos
temas, suficiente tengo con vivir el hastío del matrimonio como para pasármelo
recordando a toda hora. Tenía la impresión de que todos los hombres, a esta
altura, habíamos extraviado nuestros caminos. Pensaba en Priscila, en el día a
día juntos y en la distancia inmensa que separaba nuestras habitaciones cuando
llegaba la noche. La soledad compartida es la peor soledad.
—Por cierto —dice Vladimir—,
¿supiste que ha muerto Janneth?
Era la segunda vez
en el día que me hacían esa pregunta, así que esta vez me detuve a pensarlo, el
nombre me sonaba, pero en verdad no la ubicaba.
—¡Janneth!
—repitió como sorprendido de mi confusión—. ¡¿La madre de Erick, la recuerdas?!
¡Nuestro compañero de secundaria! ¡La señora bonita del gimnasio Body Care!
De pronto lo sentí
venir, era como un recuerdo que llegaba de algún lugar remoto en mi memoria,
más bien de alguna parte olvidada de mi cuerpo, como una ola antigua que
pugnaba por romper desde hace tantos años. «Es verdad, así se llamaba, aunque yo
siempre la recordé como la señora Rivera».
—¡Qué pena! —exclamé—. Lo siento por Erick. ¡Cómo
ha pasado el tiempo! Son “siglos” que no los he visto, desde que mi padre
vendió la casa de Las Pencas. ¿Cuál fue
la causa de su muerte?
—Un accidente de
tránsito —dijo Vladimir y comenzó a abundar en detalles.
La señora Rivera
viajaba a la capital a recibir a Erick que volvía de los Estados Unidos con su
familia. El caso es que, el auto en que se transportaba se detuvo junto con
otros autos en la carretera a la altura de Chunchi a esperar que las máquinas retiraran
los escombros que obstruían la vía, y un gran deslave los arrasó. Van varios
días y todavía no logran recuperar todos los cadáveres.
—¡No puedo creerlo!
—dije—. ¿Ella es parte de la tragedia que está en todos los diarios?
—Ya ves —me
respondió—, esas cosas que tiene la vida.
—Nada que hacer, a
veces la realidad es más asombrosa que la ficción —dijo Paul, usando una de sus
frases cliché a las que estábamos ya acostumbrados.
—¿Sabes algo de Erick?
—pregunté—. No lo he vuelto a ver desde que terminamos el colegio. Lo último
que supe fue que viajó a los Estados Unidos a vivir con su padre.
En cuestión de
minutos Vladimir nos puso al tanto de todas las vicisitudes de nuestro antiguo
amigo: Terminada la secundaria, su padre lo llevó a Norte América con el
pretexto de que realizara estudios superiores, pero al mes de llegado —después
de haberlo paseado por Disney World y por Miami— lo puso a confeccionar joyas
para una compañía de judíos en la que él trabajaba. Resultó ser la mejor
decisión, ahora Erick tiene su propia compañía.
Vladimir compartía
las redes sociales con Erick y estaba al tanto de todo. En una navidad del dos
mil diez, su círculo de amigos ofreció una fiesta para recibirlo —volvía a los
quince años—. Erick arribó con una esposa de película y una pareja de mellizos.
Llegó como todo un triunfador, traía regalos para amigos y parientes y un
capital suficiente para comprar el gimnasio en el que su madre trabajaba como instructora
y dárselo de regalo.
—Recuerdo que tú
eras su mejor amigo —dijo Vladimir con una sonrisita cómplice.
Luego de meditarlo
por unos segundos y notando quizá mi turbación, lo dejó así. Cambió de tema
para relatarnos todos los problemas que estaban pasando los deudos, pues no
había como arreglar las exequias mientras no se recuperara el cuerpo. Un gol a
último minuto ponía adelante a nuestra selección. Era la apoteosis. Nos
despedimos, mis amigos tomaron sus propios rumbos.
Estaba en un limbo
mientras me dirigía al auto. El tiempo transcurría en cámara lenta. La imagen
de la señora Rivera iba y venía como una ola que no terminaba de romper; para
colmo, la llovizna no cesaba. Las imágenes de Erick y su madre cobraban vida en
mi memoria, intenté evitarlas como las había evitado durante los primeros años
de nuestra separación. Sin embargo, se sucedían en mi mente como proyecciones
del pasado y bajo la luz inexorable de la muerte tenían otro significado. La
lluvia se deslizaba como pequeños riachuelos de luz sobre el parabrisas.
Como abrir un
álbum de fotografías las imágenes de la infancia iban desfilando: Erick y yo
sobre los tejados de la escuela huyendo del aburrimiento de las clases de latín,
Erick y yo en el río atrapando peces bajo las piedras en esos veranos tan
largos, o trepados en los durazneros de los vecinos en esos abriles luminosos,
Erick y su madre caminando a mi lado al regreso de la escuela. El viejo barrio
donde todo eso fue posible. «El viejo barrio de Las Pencas rodeado de bosques»;
el olor del eucalipto lo trajo de regreso. En el próximo redondel di la vuelta en
busca del ayer.
Retorné al tráfico
del centro abriéndome paso entre la caravana que se desplazaba hacia los
valles. Sin pensarlo, me había contagiado de toda esa energía triunfalista que
se vivía en la ciudad, además era viernes por la noche y pensé que ya era
tiempo de asomarse al pasado sin esa carga de pecado. El barrio estaba cambiado.
La calle de tierra que recorríamos de niños para ir hacia la escuela, ahora era
una avenida de primer orden muy bien señalizada, llena de semáforos y con un paso
a desnivel. A lo largo se levantaban grandes edificios de vivienda horizontal, locales
comerciales, agencias bancarias y supermercados.
Tomé por una vía secundaria
hasta la parte posterior del antiguo hotel que daba hacia el río, con suerte
encontré un espacio libre para el auto. Se respiraba fútbol por todas las
esquinas, un grupo de adolescentes bebía y fumaba en la zona de parqueo. La
policía estaba más relajada que de costumbre. Bajé del auto por algo de güisqui
y de paso compré un paquete pequeño de cigarrillos. Por cierto, iba a recaer
con el tabaco luego de algunos años, pero ¿qué le iba a hacer? Tuve la certeza
de que mi abstinencia no tenía nada de heroica a esas alturas.
Di una profunda
calada al cigarrillo. Los ojos se me llenaron de lágrimas, y una especie de ansiedad
invadió mi cuerpo. Recordé la primera vez que fumamos uno: «Tendríamos talvez
doce, sí, seguramente teníamos doce, recién habíamos comenzado la secundaria». Yo
se lo ofrecí, Erick no lo quiso al principio, pero cuando me vio fumar y
sobrevivir, él se animó. Era uno de esos que venían en paquete de papel y tenía
la figura de un camello. Lo tomé del velador de mi padre, un paquete entero, lo
guardé por mucho tiempo hasta asegurarme de que él no lo echara de menos”.
—¡Pobre Erick, debe
estar pasándolo terrible! —dije en voz alta.
Deambulaba tratando
de orientarme en mi antiguo barrio. «Janneth siempre fue un pilar en la vida de
Erick…y creo que también en la mía» reflexioné. Tenía la sensación de estar a
la deriva. Miré el reloj, eran las diez. «Mi mujer estará en el segundo sueño»
pensé. Recorriendo estas calles me sumerjo en mi infancia como en una niebla. El
olor de la tierra mojada, el olor de los caramelos de fresa —que flotaban como
peces atrapados en esos grandes pomos de cristal con tapa de latón—emergen como
efluvios de la memoria; pero esta noche es el smog, es el olor de las frituras
que emanan los restaurantes mezclado con el aroma de las perfumerías.
Llegué a la
esquina donde estaba la tienda de ultramarinos —hoy es una farmacia—. Solíamos
asaltarla los sábados en la mañana con Erick a la cabeza cuando el dueño se
ausentaba para ir al culto y su esposa quedaba a cargo de la tienda. Las
golosinas eran nuestro botín; yo distraía a doña Cándida y Erick se llevaba
canicas o caramelos, a veces frutas, lo que estaba a la mano. Solíamos alternarnos;
un sábado en especial robé una caja de chocolates, de esos caros para la madre
de Erick. Ahora que lo medito, me doy cuenta que para entonces ya pensaba en
ella de forma diferente. Afuera de la tienda, cuando le mostré el botín, Erick se
puso tan asustado que se confesó en la misa del día siguiente. Doña Cándida nos
trataba con mucho afecto, nos tomaba por ángeles, sobre todo a Erick. «¿Qué
será de doña Cándida?»: me pregunté. Era víctima del mal genio de su esposo, de
seguro descansa en paz”.
Saliendo de la
avenida hacia las calles transversales, el barrio no ha cambiado mucho, claro
que hay nuevas construcciones, pero la mayoría se mantiene con uno que otro
retoque. Tengo el presentimiento de que puedo encontrar a mi padre a la vuelta
de la esquina. Juego a imaginar su pelo gris, su traje azul marino, volviendo
de la fábrica con su libro de cuentas bajo el brazo. El barrio no me evoca
ninguna imagen de mi madre, murió cuando yo era muy niño. Mi padre no hablaba
mucho de ella, no hablaba mucho en general. Supe que mi madre contrajo nupcias
siendo casi una niña con un hombre que podía ser su padre.
Seguí calle arriba
por la Avenida de los Fresnos, iba fumando y dándole unos toques a una caminera
de Jhony que llevaba camuflada en una funda de papel. «Ya no quedan fresnos
en la avenida, solo el nombre» pensé. Esta calle se tapizaba de flores en
noviembre, la recorríamos en las mañanas frías camino hacia la escuela. Ya más
grandes, cuando la señora Rivera dejó de llevarnos, competíamos a las carreras
hasta dar en la puerta del aula con los últimos tañidos de la campana.
Llegué a la calle
de las Grosellas, al fondo de la vía está la casa de mi padre, todavía en pie. Al
frente se divisa la casa de Erick, desde aquí se puede distinguir su tejado asomándose
entre las copas de los nogales. Los fines de semana su casa era algo especial,
único; algo que no sabía darme mi padre —aunque nunca sufrí necesidades
materiales—. Los juegos en el jardín en compañía de la señora Rivera, las zambullidas
en la alberca, la buena mesa… el calor de una familia; el padre de Erick solo estaba
presente a través de las remesas que llegaban puntualmente. En mi mundo, la
ausencia de mi madre proyectaba una sombra constante sobre nosotros y sobre la
casa.
—¡Súbete a la
vereda! —me grita un taxista mientras me espanta con su claxon. «Esta noche no
estoy para rencores» me digo hacia mis adentros. No me imaginaba sentirme así,
no sé por qué había esperado tanto para volver al barrio. Caminaba despacio, disfrutando el placer que
me producía el recordar. No era el licor o el cigarrillo, o quizá sí. Era el
barrio, era la noticia de su muerte, eran todos los eventos juntos; llegaban
como una avalancha, así que los dejaba entrar.
Frente a mi antigua
casa había un letrero que decía: Le Petit Jardin café bar. La casa mantenía
aún la estructura principal, aunque tenía revoque nuevo, habían cambiado las
barandas del balcón y del cerramiento que eran de madera por unas de hierro
forjado. Los rostros de los amigos, las voces de los vecinos comenzaron a
aflorar como fuegos artificiales entre la música que provenía del café. Al
cruzar el jardín frontal reconocí algunas estructuras que se habían conservado.
La pequeña fuente de talla rústica sobre granito; en esa piedra horadada a modo
de recipiente, perdida entre culantrillos, abrevaban los pájaros cuando no
estaban cerca perros o gatos. Sobre el muro de ladrillos donde se arrumaban
cajas viejas y restos de materiales que mi padre traía de la fábrica, ahora
crece vigorosa una hiedra de hojas brillantes.
Entré al café. El
interior de la casa estaba transformado, habían tirado unas paredes por aquí y
levantado otras por allá, lo encontré iluminado hasta el último rincón. Sentí
como si de pronto también la casa se había liberado y me alegré. Subí a la
segunda planta donde antes estaban los dormitorios, en su lugar hay un solo
salón; quitaron el tabique que separaba mi habitación de la habitación de mi
padre. Me puse cómodo frente a una mesa que daba a la ventana. Revisé mi
celular… no tenía mensajes, de un tiempo acá Priscila no me deja mensajes
cuando me hago tarde, vivo una libertad ambigua que tiene un tinte de soledad.
La carta sobre la
mesa no me da mucho para elegir, lo más fuerte que me ofrece es un Cabernet
Sauvignon. Pensé en un café para poder mezclarlo con el güisqui que traía de
polizón en un bolsillo del abrigo. La mesera, una rubia pequeñita con sonrisa
de conejo y voz meliflua, me toma el pedido. Le digo cortante:
—Solo café. —Me mira con extrañeza y asiente con la
cabeza.
Mientras espero, tengo
a Erick dando vueltas en la mente. Le conocí en la primaria de la escuela
Matovelle. Yo era lo que se dice: el nuevo en el aula. Habíamos llegado con mi
padre de la capital unos meses antes de que iniciaran las clases para
ubicarnos. Mi padre era de los pocos ingenieros químicos que había en ese
entonces y venía contratado por una fábrica de llantas que se instalaba en la
ciudad.
Erick era
diferente, su tipo destacaba como un lunar en medio de nosotros, unos simples
mortales de piel morena. Yo le llamaba Erick el Rojo por ese personaje que
aparecía en las historietas, esas que circulaban bajo el nombre de: La saga
de Erick el Rojo que mi padre coleccionaba. Aunque para decir la verdad, una
vez que lo vi en el aula recitando unos versos de Bequer, esos de las
golondrinas, me recordó a Loquillo, el personaje de las caricaturas creado
por Walter Lantz: pelirrojo y de nariz aguzada, como la del pájaro, frágil
pero vivaz. Yo nunca se lo dije, porque llegué a tomarle cariño, pero entre los
amigos de la escuela era común que lo llamaran Loquillo. Para mí era Erick el
Rojo el gran explorador en nuestras fantasías infantiles.
«Esta historia no
se la he contado a Priscila, hasta hoy no la he confiado a nadie, la he dejado
en el cajón del olvido para no llevarla como un estigma, pero tal vez ya es
hora de liberarme»; lo voy meditando mientras bebo el café. Cuánto tiempo ha
llovido sobre mi vida desde esa soleada mañana que descubrí a la señora Rivera.
Estaba allí, parada en la puerta de la escuela al momento que sonaba la campana
de salida, como suspendida en el tiempo. En mi ingenuidad, pensé que esa imagen
era proyectada solo para mí —más tarde descubrí, que la sensación que sentí al
ver a Erick correr hacia ella y tomar su mano, se llamaba envidia—. Fue mi
padre, que siempre estaba ocupado, el que arregló con ella para que me trajera
de vuelta a casa al final de las jornadas. Desde entonces crecí con ellos, me
fui enredando en sus vidas como una frágil pero persistente trepadora y las
manos de Janneth me cultivaron sin hacer distinción entre su hijo y yo.
Éramos un equipo sui
generis, Erick tenía un padre, pero era como no tenerlo; su padre habitaba
en esas postales pobladas de edificios inmensos y en los álbumes de fotos. Yo
había perdido a mi madre, pero había encontrado a la madre de mi amigo. Todo iba
perfecto hasta esa noche en que mi mundo se detuvo frente a esa cortina
entreabierta. No era más la señora Rivera, era Janneth desatando su brasier, deslizando
su ropa interior hasta los tobillos e iluminando con el brillo de su piel
desnuda el mundo de un chico de catorce años. Algo trascendente me pasó esa
noche, y ese algo comenzó a crecer en mí, aunque intentaba detenerlo.
Comencé a afeitarme,
mi cuerpo se transformaba de la noche a la mañana. Cogimos la costumbre de
frecuentar las matinés de los viernes que organizaban las chicas del internado
de los Sagrados Corazones. Erick seguía en su empaque de niño, pero ya estaba
enamorado, íbamos por las tardes a la heladería del suizo con Matilde y Teresa.
Matilde tenía sus mejillas moteadas, su pelo dorado y una sonrisa de ángel.
Teresa era preciosa, trigueña de ojos verdes, pelo negro, lacio; peinado en una
sola hebra y tenía una presencia que llenaba el ambiente. Erick se puso
platónico con ella y Teresa “quería conmigo”. Empezamos a salir a solas, a ir
al cine a espaldas de él, pero el tiempo tenía otros planes; Teresa no tardó en
notar mi devoción por Janneth y cambió de parecer, además Erick se estaba
convirtiendo en un adolescente espléndido.
Los fines de
semana la casa de Erick nos abría sus puertas de par en par. Era un universo de
olores: los postres, los asados, los jazmines en los jarrones y el olor de
Janneth. ¡Ay el olor de Janneth! Las diversiones de niños quedaron olvidadas. La
presencia femenina se multiplicó en la casa, Matilde y Teresa se sumaban con
frecuencia. Los juegos de mesa se volvieron costumbre los sábados por la tarde,
o las zambullidas en la alberca los domingos. Janneth nos preparaba bocados,
pero nunca más volvió a compartir la alberca como cuando éramos niños.
El café con güisqui
terminó. No quiero que estas imágenes se esfumen si abandono el bar. Me decido
a ordenar el cabernet sauvignon. La camarera con aspecto de conejo me lo
sirve en una copa de Burdeos. A través de la ventana de mi cuarto, ahora trasmutado
en café bar, contemplo la antigua casa de Erick convertida en agencia de viajes.
El cuarto que era de Janneth aún sigue allí, a obscuras, ya no tiene la cortina
de encajes y en su lugar hay una moderna de piezas verticales.
Recuerdo que
muchas noches, cuando la luz del cuarto de Janneth permanecía prendida, yo hacía
guardia frente a su ventana. Si las cortinas estaban cerradas, me contentaba con
seguir el movimiento de su silueta. Janneth practicaba las rutinas del gimnasio
hasta las nueve, después tomaba una ducha de diez minutos, luego masajeaba su
cuerpo con ungüentos frente al espejo. Era una lotería, algunas veces su
cortina quedaba entreabierta, entonces acertaba. El deleite de mirar su cuerpo
desnudo, de imaginar todas las formas en que quería poseerla, me llevaba al
paroxismo. Entonces me entregaba a mi placer en solitario, mientras en la
habitación contigua, mi padre roncaba vencido por la costumbre del deber. ¡Qué
tiempos aquellos! ¿en realidad fuimos tan diferentes a los chicos de ahora?
Al fin dejé el bar
y salí en busca del auto, los muchachos que festejaban en la vereda ahora
estaban apoyados en mi coche. “Estaban en tragos”, pero fueron muy amables
cuando les pedí que se retiraran. Abrí la puerta y subí. Encendí el suiche. En la
radio sonaron vallenatos.
—¿Va usted alegre?
—me dijo el alto de casaca de cuero, parecía el alfa, llevaba arete y tatuajes.
—Seguro —contesté—,
y ¿quién no con este triunfo de la selección?
El triunfo ya no
importaba, de verdad, pero no estar al tono en ocasiones como estas es de mala
educación. Me estrecharon la mano y se pusieron amigables. Les compré una
botella y me metí al ruedo. Se acercaba la media noche, el mayor de ellos tendría
dieciocho; hablamos de fútbol, de música y mujeres.
Dieciocho años es
una edad heroica, una edad como para comerse el mundo. Recuerdo ese día que Erick
estaba cumpliendo la mayoría de edad. Su padre había enviado por fin los
documentos para que fuera con su madre a la embajada. Erick estaba radiante, su
aspecto infantil se había esfumado hace tiempo; era alto, delgado, un tanto
frágil pero elegante y con el toque de distinción que heredó de su madre. Su tez
era clara, poblada de una barba azafranada a medio crecer. Sus ojos azules
flotando bajo unas cejas anaranjadas que evocaban un atardecer, le daban a su
rostro un aire de misterio. Esa noche fuimos a ver a su madre en el Body Care.
Yo manejaba mi auto, mi padre me lo había obsequiado unos meses antes por
mi graduación.
Estaba un tanto
fatalista, había crecido sabiendo que ese día iba a llegar, pero el día que tuve
la certeza de que partirían definitivamente, comencé a sentirme vacío. Esa
noche era la fiesta de Erick, hacíamos compras de última hora antes de pasar
por el gimnasio recogiendo a su madre. Cuando llegamos, la vi transfigurada, tenía
el rostro congestionado y los ojos lacrimosos. Un halo de soledad la envolvía,
me recordó ese niño que fui la primera vez que la vi a la salida de la escuela.
—¡Vamos a casa! —lo
dijo como quien da una orden.
Nosotros estábamos
seguros que después de recogerla iríamos a la modista por su traje de noche,
pero bajo estas circunstancias, no nos atrevimos a decir nada. El camino de
regreso lo recorrimos en silencio, de vez en cuando cruzábamos una mirada, pero
ni Erick ni yo teníamos las respuestas. Las luces de la casa estaban encendidas,
algunos familiares y amigos se encontraban reunidos, Erick y su madre subieron
y se encerraron en la recámara. Desde abajo se podían escuchar los gritos y las
maldiciones. La gente comenzó a retirarse, la fiesta se había suspendido. Fui
el último en la casa y estaba por marcharme cuando Janneth bajó. Se veía deshojada.
—¡Todos ustedes
son una mierda! —dijo.
Nunca pensé
escuchar esas palabras de su boca, me quedé aterrado, me sentí descubierto, lo
único que atiné a responder fue:
—¿Qué?
Se quitó el collar
y los aretes. Se quitó la sortija del dedo anular y los tiró al fregadero. Luego
fue a la despensa y sacó una botella de licor. Puso dos copas en el desayunador
y las llenó hasta el tope. Me quedó mirando y al verme paralizado me retó.
—¡Ya tienes edad
para beber…, ¿no?!
—Sí, sí —respondí aliviado.
Se bebió toda la
copa de un sorbo, yo la imité; luego sirvió otra, y luego otra, al final tomó
la botella que iba por la mitad, tomó el abrigo del perchero de la sala, se lo
puso al hombro y salió. Desde afuera me gritó: «¡Llévame!». Era tal el caos de
la situación, que hasta me olvidé de Erick y salí tras sus pasos. En el auto, encendí
la marcha y arranqué. No sabía hacia dónde dirigirme.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—A donde quieras
—dijo—, a donde llevas a tus amigas.
La noche se hizo eterna,
fuimos como niños extraviados en el deseo y en la amargura. Pocas veces en mi
vida sentí tanto miedo como aquella noche que toqué su piel como un hombre. Había
bregado tanto para llegar hasta ella, y en el último minuto, ya a punto de
perderla, la podía poseer. Primero lo hicimos en el auto, luego nos perdimos en
el bosque. Le hablé de mis pecados y de la devoción que sentía por ella, eran
palabras dichas por un niño más que por un hombre, pero era lo único que tenía.
Ella embriagada por el odio y el licor las tomaba como un bálsamo y me poseía
entre conjuros y maldiciones. A veces me golpeaba con violencia otras me amaba con
la ternura que se ama a un hijo.
Había esperado tantos
años en su vocación de esposa, pero el señor Rivera, ese fantasma que habitaba
en las cartas y que se fotografiaba con renos sobre la nieve cada navidad:
tenía otra vida, otra familia, otros hijos, y solo lo confesó hasta ese día,
ante la inminencia del viaje de Erick. En el correo que tanto esperaron solo
venían los papeles para Erick. Para ella… una carta redactada en tono formal. Regresamos
en la madrugada. Erick nos esperaba en la puerta, no dijo ni una sola palabra. Miró
impasible a su madre descender del auto, pasar por su lado y entrar en la casa,
luego se quedó mirándome hasta que encendí mi máquina y me marché. Fue la última
vez que lo vi.
Teníamos la edad de estos chicos con los que comparto ahora, era una edad heroica. Les compré otro trago y me marché a casa. Priscila se encontraba tan lejos que el viaje de regreso me pareció eterno.
¡Una lectura brillante! Tu publicación es reveladora, bien elaborada y completamente atractiva. Gracias por compartir tu valiosa perspectiva.
ResponderEliminarFelicitaciones Luis, es una lectura amena, me lleva a imaginar los lugares y a las personas y sus reacciones
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