jueves, 16 de noviembre de 2023

Erick el Rojo

 Luis Orellana Díaz


—¿Te enteraste de que ha fallecido Janneth? —me preguntó Priscila, mi esposa.

Yo estaba concentrado en reparar una fuga de agua en la cocina. Ahora son estos los pocos momentos que disponemos para conversar. Después de veinte años de matrimonio ya solo compartimos las responsabilidades de la casa.

—¿A quién te refieres? —respondí.

Había perdido el rastro de sus amigas, y hace algunos años que no compartimos amistades.

—¡Janneth! —repitió—, la señora bonita, la entrenadora de ese gimnasio, ¿recuerdas? ese que quedaba frente al viejo hotel.

—Ah —contesté sin darle mucha importancia.

En realidad, no la recordé en ese momento, pero para el caso, pensé que era otra conversación más de aquellas intrascendentes que llevamos desde hace tiempo.

—¡Qué pena! —dije.

Le pedí que me alcanzara la llave inglesa para terminar de reparar el fregadero. Quizá ella quería relatarme la historia completa, pero supuse que era uno más de esos chismes que acostumbraban en su corrillo de amigas y cambié de tema. Terminamos hablando de cómo había subido el costo de las planillas del agua.

Ese mismo día por la tarde fui al Piso Tr3s a tomar unas cervezas con los amigos y a mirar el partido. Para el medio tiempo la selección ya perdía dos por cero y muchos de los espectadores comenzaron a marcharse.

—¿Has notado que todos los partidos de la selección son iguales? —dijo Paul—. ¡Juegan como nunca y pierden como siempre!

Entonces decidimos que ya tuvimos suficiente, nos despedimos de la concurrencia y nos marchamos.

—Vamos por un trago fuerte —sugerí.

Paul estuvo de acuerdo, salimos con destino a la Licoteca y dimos algunas vueltas buscando donde aparcar. Era viernes por la noche y el lugar estaba muy concurrido, a Paul se le ocurrió ir al Retro Bar, hace años que no regresábamos por allá.

Llegamos, el bar es amplio y tiene espacio para aparcar. El viejo rótulo de madera desconchada que pendía sobre la puerta había desaparecido, en su lugar una marquesina intermitente con luces de neón nos dio la bienvenida. Nos acercamos a la barra, Paul pidió un shot de vodka, yo un güisqui en las rocas. Pregunté a la dependiente por mi amigo Vladimir, el dueño del bar; la chica alta de ojos rasgados nos informó que Vladimir ya no era más el dueño.

—Pero es muy probable que aparezca más tarde —nos dice con expresión de familiaridad—, casi todos los viernes cae por acá.

En tiempo de eliminatorias el futbol es un fenómeno en todos los bares de la ciudad. Ahora la selección empataba y la emoción de los aficionados crecía. Frente a la barra el ambiente transcurría más calmado. Paul estaba despotricando contra su suegra, de un tiempo acá es su tema favorito. En septiembre se cumplen seis meses desde que se instaló en casa; llegó con el afán de cuidar a su hija —la esposa de Paul— mientras se recuperaba de una cirugía del manguito rotador; las dos semanas de posoperatorio pasaron hace seis meses y su suegra no piensa en marcharse, es más, su esposa ahora insiste en que necesitan comprar un colchón más confortable, pues su madre tiene muchos problemas para conciliar el sueño.

El partido se ponía cada vez más interesante y los gritos de los hinchas saturaban el ambiente. Sin darnos cuenta conversábamos casi gritando. Tomamos nuestras copas y salimos a las mesas que estaban en la vereda. En eso apareció Vladimir —con la cantinela de Paul me había olvidado de él—, no nos percatamos de su presencia hasta que estaba frente a nosotros; había cambiado de look: pelo largo hasta los hombros, barba un tanto gris, llevaba arete en el lóbulo izquierdo. Nos cuenta que se había unido a los Krishna desde que se divorció de Lorena.

Paul estaba impactado, el fruncimiento de su ceño le llegaba hasta la calva y sus ojos parecían dos pozos obscuros tras las lupas de sus lentes “Soy yo mismo” dijo Vladimir, riéndose del asombro de nuestro amigo.

—Ahora veo porque te has divorciado —dijo Paul, refiriéndose al nuevo aspecto de Vladimir—. Lorena y tú eran la pareja ideal, llevaban tantos años de casados.

 —Ya ves como son las cosas —sonrió Vladimir—, quince años y para ella fueron como si nada; se fue con la mitad de mis ahorros.

—Mal con ellas, peor sin ellas —sentenció Paul con la solemnidad de un sabio griego.

Nos enfrascamos sin querer en una tertulia antichicas. La verdad, no disfruto tanto de estos temas, suficiente tengo con vivir el hastío del matrimonio como para pasármelo recordando a toda hora. Tenía la impresión de que todos los hombres, a esta altura, habíamos extraviado nuestros caminos. Pensaba en Priscila, en el día a día juntos y en la distancia inmensa que separaba nuestras habitaciones cuando llegaba la noche. La soledad compartida es la peor soledad.

—Por cierto —dice Vladimir—, ¿supiste que ha muerto Janneth?

Era la segunda vez en el día que me hacían esa pregunta, así que esta vez me detuve a pensarlo, el nombre me sonaba, pero en verdad no la ubicaba.

—¡Janneth! —repitió como sorprendido de mi confusión—. ¡¿La madre de Erick, la recuerdas?! ¡Nuestro compañero de secundaria! ¡La señora bonita del gimnasio Body Care!

De pronto lo sentí venir, era como un recuerdo que llegaba de algún lugar remoto en mi memoria, más bien de alguna parte olvidada de mi cuerpo, como una ola antigua que pugnaba por romper desde hace tantos años. «Es verdad, así se llamaba, aunque yo siempre la recordé como la señora Rivera».

 —¡Qué pena! —exclamé—. Lo siento por Erick. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Son “siglos” que no los he visto, desde que mi padre vendió la casa de Las Pencas.  ¿Cuál fue la causa de su muerte?

—Un accidente de tránsito —dijo Vladimir y comenzó a abundar en detalles.

La señora Rivera viajaba a la capital a recibir a Erick que volvía de los Estados Unidos con su familia. El caso es que, el auto en que se transportaba se detuvo junto con otros autos en la carretera a la altura de Chunchi a esperar que las máquinas retiraran los escombros que obstruían la vía, y un gran deslave los arrasó. Van varios días y todavía no logran recuperar todos los cadáveres.

—¡No puedo creerlo! —dije—. ¿Ella es parte de la tragedia que está en todos los diarios?

—Ya ves —me respondió—, esas cosas que tiene la vida.

—Nada que hacer, a veces la realidad es más asombrosa que la ficción —dijo Paul, usando una de sus frases cliché a las que estábamos ya acostumbrados.

—¿Sabes algo de Erick? —pregunté—. No lo he vuelto a ver desde que terminamos el colegio. Lo último que supe fue que viajó a los Estados Unidos a vivir con su padre.

En cuestión de minutos Vladimir nos puso al tanto de todas las vicisitudes de nuestro antiguo amigo: Terminada la secundaria, su padre lo llevó a Norte América con el pretexto de que realizara estudios superiores, pero al mes de llegado —después de haberlo paseado por Disney World y por Miami— lo puso a confeccionar joyas para una compañía de judíos en la que él trabajaba. Resultó ser la mejor decisión, ahora Erick tiene su propia compañía.

Vladimir compartía las redes sociales con Erick y estaba al tanto de todo. En una navidad del dos mil diez, su círculo de amigos ofreció una fiesta para recibirlo —volvía a los quince años—. Erick arribó con una esposa de película y una pareja de mellizos. Llegó como todo un triunfador, traía regalos para amigos y parientes y un capital suficiente para comprar el gimnasio en el que su madre trabajaba como instructora y dárselo de regalo.

—Recuerdo que tú eras su mejor amigo —dijo Vladimir con una sonrisita cómplice.

Luego de meditarlo por unos segundos y notando quizá mi turbación, lo dejó así. Cambió de tema para relatarnos todos los problemas que estaban pasando los deudos, pues no había como arreglar las exequias mientras no se recuperara el cuerpo. Un gol a último minuto ponía adelante a nuestra selección. Era la apoteosis. Nos despedimos, mis amigos tomaron sus propios rumbos.

Estaba en un limbo mientras me dirigía al auto. El tiempo transcurría en cámara lenta. La imagen de la señora Rivera iba y venía como una ola que no terminaba de romper; para colmo, la llovizna no cesaba. Las imágenes de Erick y su madre cobraban vida en mi memoria, intenté evitarlas como las había evitado durante los primeros años de nuestra separación. Sin embargo, se sucedían en mi mente como proyecciones del pasado y bajo la luz inexorable de la muerte tenían otro significado. La lluvia se deslizaba como pequeños riachuelos de luz sobre el parabrisas.

Como abrir un álbum de fotografías las imágenes de la infancia iban desfilando: Erick y yo sobre los tejados de la escuela huyendo del aburrimiento de las clases de latín, Erick y yo en el río atrapando peces bajo las piedras en esos veranos tan largos, o trepados en los durazneros de los vecinos en esos abriles luminosos, Erick y su madre caminando a mi lado al regreso de la escuela. El viejo barrio donde todo eso fue posible. «El viejo barrio de Las Pencas rodeado de bosques»; el olor del eucalipto lo trajo de regreso. En el próximo redondel di la vuelta en busca del ayer.

Retorné al tráfico del centro abriéndome paso entre la caravana que se desplazaba hacia los valles. Sin pensarlo, me había contagiado de toda esa energía triunfalista que se vivía en la ciudad, además era viernes por la noche y pensé que ya era tiempo de asomarse al pasado sin esa carga de pecado. El barrio estaba cambiado. La calle de tierra que recorríamos de niños para ir hacia la escuela, ahora era una avenida de primer orden muy bien señalizada, llena de semáforos y con un paso a desnivel. A lo largo se levantaban grandes edificios de vivienda horizontal, locales comerciales, agencias bancarias y supermercados.

Tomé por una vía secundaria hasta la parte posterior del antiguo hotel que daba hacia el río, con suerte encontré un espacio libre para el auto. Se respiraba fútbol por todas las esquinas, un grupo de adolescentes bebía y fumaba en la zona de parqueo. La policía estaba más relajada que de costumbre. Bajé del auto por algo de güisqui y de paso compré un paquete pequeño de cigarrillos. Por cierto, iba a recaer con el tabaco luego de algunos años, pero ¿qué le iba a hacer? Tuve la certeza de que mi abstinencia no tenía nada de heroica a esas alturas.  

Di una profunda calada al cigarrillo. Los ojos se me llenaron de lágrimas, y una especie de ansiedad invadió mi cuerpo. Recordé la primera vez que fumamos uno: «Tendríamos talvez doce, sí, seguramente teníamos doce, recién habíamos comenzado la secundaria». Yo se lo ofrecí, Erick no lo quiso al principio, pero cuando me vio fumar y sobrevivir, él se animó. Era uno de esos que venían en paquete de papel y tenía la figura de un camello. Lo tomé del velador de mi padre, un paquete entero, lo guardé por mucho tiempo hasta asegurarme de que él no lo echara de menos”.   

—¡Pobre Erick, debe estar pasándolo terrible! —dije en voz alta.

Deambulaba tratando de orientarme en mi antiguo barrio. «Janneth siempre fue un pilar en la vida de Erick…y creo que también en la mía» reflexioné. Tenía la sensación de estar a la deriva. Miré el reloj, eran las diez. «Mi mujer estará en el segundo sueño» pensé. Recorriendo estas calles me sumerjo en mi infancia como en una niebla. El olor de la tierra mojada, el olor de los caramelos de fresa —que flotaban como peces atrapados en esos grandes pomos de cristal con tapa de latón—emergen como efluvios de la memoria; pero esta noche es el smog, es el olor de las frituras que emanan los restaurantes mezclado con el aroma de las perfumerías.   

Llegué a la esquina donde estaba la tienda de ultramarinos —hoy es una farmacia—. Solíamos asaltarla los sábados en la mañana con Erick a la cabeza cuando el dueño se ausentaba para ir al culto y su esposa quedaba a cargo de la tienda. Las golosinas eran nuestro botín; yo distraía a doña Cándida y Erick se llevaba canicas o caramelos, a veces frutas, lo que estaba a la mano. Solíamos alternarnos; un sábado en especial robé una caja de chocolates, de esos caros para la madre de Erick. Ahora que lo medito, me doy cuenta que para entonces ya pensaba en ella de forma diferente. Afuera de la tienda, cuando le mostré el botín, Erick se puso tan asustado que se confesó en la misa del día siguiente. Doña Cándida nos trataba con mucho afecto, nos tomaba por ángeles, sobre todo a Erick. «¿Qué será de doña Cándida?»: me pregunté. Era víctima del mal genio de su esposo, de seguro descansa en paz”.

Saliendo de la avenida hacia las calles transversales, el barrio no ha cambiado mucho, claro que hay nuevas construcciones, pero la mayoría se mantiene con uno que otro retoque. Tengo el presentimiento de que puedo encontrar a mi padre a la vuelta de la esquina. Juego a imaginar su pelo gris, su traje azul marino, volviendo de la fábrica con su libro de cuentas bajo el brazo. El barrio no me evoca ninguna imagen de mi madre, murió cuando yo era muy niño. Mi padre no hablaba mucho de ella, no hablaba mucho en general. Supe que mi madre contrajo nupcias siendo casi una niña con un hombre que podía ser su padre.

Seguí calle arriba por la Avenida de los Fresnos, iba fumando y dándole unos toques a una caminera de Jhony que llevaba camuflada en una funda de papel. «Ya no quedan fresnos en la avenida, solo el nombre» pensé. Esta calle se tapizaba de flores en noviembre, la recorríamos en las mañanas frías camino hacia la escuela. Ya más grandes, cuando la señora Rivera dejó de llevarnos, competíamos a las carreras hasta dar en la puerta del aula con los últimos tañidos de la campana.  

Llegué a la calle de las Grosellas, al fondo de la vía está la casa de mi padre, todavía en pie. Al frente se divisa la casa de Erick, desde aquí se puede distinguir su tejado asomándose entre las copas de los nogales. Los fines de semana su casa era algo especial, único; algo que no sabía darme mi padre —aunque nunca sufrí necesidades materiales—. Los juegos en el jardín en compañía de la señora Rivera, las zambullidas en la alberca, la buena mesa… el calor de una familia; el padre de Erick solo estaba presente a través de las remesas que llegaban puntualmente. En mi mundo, la ausencia de mi madre proyectaba una sombra constante sobre nosotros y sobre la casa.

—¡Súbete a la vereda! —me grita un taxista mientras me espanta con su claxon. «Esta noche no estoy para rencores» me digo hacia mis adentros. No me imaginaba sentirme así, no sé por qué había esperado tanto para volver al barrio.  Caminaba despacio, disfrutando el placer que me producía el recordar. No era el licor o el cigarrillo, o quizá sí. Era el barrio, era la noticia de su muerte, eran todos los eventos juntos; llegaban como una avalancha, así que los dejaba entrar.

Frente a mi antigua casa había un letrero que decía: Le Petit Jardin café bar. La casa mantenía aún la estructura principal, aunque tenía revoque nuevo, habían cambiado las barandas del balcón y del cerramiento que eran de madera por unas de hierro forjado. Los rostros de los amigos, las voces de los vecinos comenzaron a aflorar como fuegos artificiales entre la música que provenía del café. Al cruzar el jardín frontal reconocí algunas estructuras que se habían conservado. La pequeña fuente de talla rústica sobre granito; en esa piedra horadada a modo de recipiente, perdida entre culantrillos, abrevaban los pájaros cuando no estaban cerca perros o gatos. Sobre el muro de ladrillos donde se arrumaban cajas viejas y restos de materiales que mi padre traía de la fábrica, ahora crece vigorosa una hiedra de hojas brillantes.

Entré al café. El interior de la casa estaba transformado, habían tirado unas paredes por aquí y levantado otras por allá, lo encontré iluminado hasta el último rincón. Sentí como si de pronto también la casa se había liberado y me alegré. Subí a la segunda planta donde antes estaban los dormitorios, en su lugar hay un solo salón; quitaron el tabique que separaba mi habitación de la habitación de mi padre. Me puse cómodo frente a una mesa que daba a la ventana. Revisé mi celular… no tenía mensajes, de un tiempo acá Priscila no me deja mensajes cuando me hago tarde, vivo una libertad ambigua que tiene un tinte de soledad.

La carta sobre la mesa no me da mucho para elegir, lo más fuerte que me ofrece es un Cabernet Sauvignon. Pensé en un café para poder mezclarlo con el güisqui que traía de polizón en un bolsillo del abrigo. La mesera, una rubia pequeñita con sonrisa de conejo y voz meliflua, me toma el pedido. Le digo cortante:

—Solo café.  —Me mira con extrañeza y asiente con la cabeza.

Mientras espero, tengo a Erick dando vueltas en la mente. Le conocí en la primaria de la escuela Matovelle. Yo era lo que se dice: el nuevo en el aula. Habíamos llegado con mi padre de la capital unos meses antes de que iniciaran las clases para ubicarnos. Mi padre era de los pocos ingenieros químicos que había en ese entonces y venía contratado por una fábrica de llantas que se instalaba en la ciudad.

Erick era diferente, su tipo destacaba como un lunar en medio de nosotros, unos simples mortales de piel morena. Yo le llamaba Erick el Rojo por ese personaje que aparecía en las historietas, esas que circulaban bajo el nombre de: La saga de Erick el Rojo que mi padre coleccionaba. Aunque para decir la verdad, una vez que lo vi en el aula recitando unos versos de Bequer, esos de las golondrinas, me recordó a Loquillo, el personaje de las caricaturas creado por Walter Lantz: pelirrojo y de nariz aguzada, como la del pájaro, frágil pero vivaz. Yo nunca se lo dije, porque llegué a tomarle cariño, pero entre los amigos de la escuela era común que lo llamaran Loquillo. Para mí era Erick el Rojo el gran explorador en nuestras fantasías infantiles.

«Esta historia no se la he contado a Priscila, hasta hoy no la he confiado a nadie, la he dejado en el cajón del olvido para no llevarla como un estigma, pero tal vez ya es hora de liberarme»; lo voy meditando mientras bebo el café. Cuánto tiempo ha llovido sobre mi vida desde esa soleada mañana que descubrí a la señora Rivera. Estaba allí, parada en la puerta de la escuela al momento que sonaba la campana de salida, como suspendida en el tiempo. En mi ingenuidad, pensé que esa imagen era proyectada solo para mí —más tarde descubrí, que la sensación que sentí al ver a Erick correr hacia ella y tomar su mano, se llamaba envidia—. Fue mi padre, que siempre estaba ocupado, el que arregló con ella para que me trajera de vuelta a casa al final de las jornadas. Desde entonces crecí con ellos, me fui enredando en sus vidas como una frágil pero persistente trepadora y las manos de Janneth me cultivaron sin hacer distinción entre su hijo y yo.    

Éramos un equipo sui generis, Erick tenía un padre, pero era como no tenerlo; su padre habitaba en esas postales pobladas de edificios inmensos y en los álbumes de fotos. Yo había perdido a mi madre, pero había encontrado a la madre de mi amigo. Todo iba perfecto hasta esa noche en que mi mundo se detuvo frente a esa cortina entreabierta. No era más la señora Rivera, era Janneth desatando su brasier, deslizando su ropa interior hasta los tobillos e iluminando con el brillo de su piel desnuda el mundo de un chico de catorce años. Algo trascendente me pasó esa noche, y ese algo comenzó a crecer en mí, aunque intentaba detenerlo.

Comencé a afeitarme, mi cuerpo se transformaba de la noche a la mañana. Cogimos la costumbre de frecuentar las matinés de los viernes que organizaban las chicas del internado de los Sagrados Corazones. Erick seguía en su empaque de niño, pero ya estaba enamorado, íbamos por las tardes a la heladería del suizo con Matilde y Teresa. Matilde tenía sus mejillas moteadas, su pelo dorado y una sonrisa de ángel. Teresa era preciosa, trigueña de ojos verdes, pelo negro, lacio; peinado en una sola hebra y tenía una presencia que llenaba el ambiente. Erick se puso platónico con ella y Teresa “quería conmigo”. Empezamos a salir a solas, a ir al cine a espaldas de él, pero el tiempo tenía otros planes; Teresa no tardó en notar mi devoción por Janneth y cambió de parecer, además Erick se estaba convirtiendo en un adolescente espléndido.

Los fines de semana la casa de Erick nos abría sus puertas de par en par. Era un universo de olores: los postres, los asados, los jazmines en los jarrones y el olor de Janneth. ¡Ay el olor de Janneth! Las diversiones de niños quedaron olvidadas. La presencia femenina se multiplicó en la casa, Matilde y Teresa se sumaban con frecuencia. Los juegos de mesa se volvieron costumbre los sábados por la tarde, o las zambullidas en la alberca los domingos. Janneth nos preparaba bocados, pero nunca más volvió a compartir la alberca como cuando éramos niños.

El café con güisqui terminó. No quiero que estas imágenes se esfumen si abandono el bar. Me decido a ordenar el cabernet sauvignon. La camarera con aspecto de conejo me lo sirve en una copa de Burdeos. A través de la ventana de mi cuarto, ahora trasmutado en café bar, contemplo la antigua casa de Erick convertida en agencia de viajes. El cuarto que era de Janneth aún sigue allí, a obscuras, ya no tiene la cortina de encajes y en su lugar hay una moderna de piezas verticales.

Recuerdo que muchas noches, cuando la luz del cuarto de Janneth permanecía prendida, yo hacía guardia frente a su ventana. Si las cortinas estaban cerradas, me contentaba con seguir el movimiento de su silueta. Janneth practicaba las rutinas del gimnasio hasta las nueve, después tomaba una ducha de diez minutos, luego masajeaba su cuerpo con ungüentos frente al espejo. Era una lotería, algunas veces su cortina quedaba entreabierta, entonces acertaba. El deleite de mirar su cuerpo desnudo, de imaginar todas las formas en que quería poseerla, me llevaba al paroxismo. Entonces me entregaba a mi placer en solitario, mientras en la habitación contigua, mi padre roncaba vencido por la costumbre del deber. ¡Qué tiempos aquellos! ¿en realidad fuimos tan diferentes a los chicos de ahora?

Al fin dejé el bar y salí en busca del auto, los muchachos que festejaban en la vereda ahora estaban apoyados en mi coche. “Estaban en tragos”, pero fueron muy amables cuando les pedí que se retiraran. Abrí la puerta y subí. Encendí el suiche. En la radio sonaron vallenatos.

—¿Va usted alegre? —me dijo el alto de casaca de cuero, parecía el alfa, llevaba arete y tatuajes.

—Seguro —contesté—, y ¿quién no con este triunfo de la selección?

El triunfo ya no importaba, de verdad, pero no estar al tono en ocasiones como estas es de mala educación. Me estrecharon la mano y se pusieron amigables. Les compré una botella y me metí al ruedo. Se acercaba la media noche, el mayor de ellos tendría dieciocho; hablamos de fútbol, de música y mujeres.

Dieciocho años es una edad heroica, una edad como para comerse el mundo. Recuerdo ese día que Erick estaba cumpliendo la mayoría de edad. Su padre había enviado por fin los documentos para que fuera con su madre a la embajada. Erick estaba radiante, su aspecto infantil se había esfumado hace tiempo; era alto, delgado, un tanto frágil pero elegante y con el toque de distinción que heredó de su madre. Su tez era clara, poblada de una barba azafranada a medio crecer. Sus ojos azules flotando bajo unas cejas anaranjadas que evocaban un atardecer, le daban a su rostro un aire de misterio. Esa noche fuimos a ver a su madre en el Body Care. Yo manejaba mi auto, mi padre me lo había obsequiado unos meses antes por mi graduación.

Estaba un tanto fatalista, había crecido sabiendo que ese día iba a llegar, pero el día que tuve la certeza de que partirían definitivamente, comencé a sentirme vacío. Esa noche era la fiesta de Erick, hacíamos compras de última hora antes de pasar por el gimnasio recogiendo a su madre. Cuando llegamos, la vi transfigurada, tenía el rostro congestionado y los ojos lacrimosos. Un halo de soledad la envolvía, me recordó ese niño que fui la primera vez que la vi a la salida de la escuela.

—¡Vamos a casa! —lo dijo como quien da una orden.

Nosotros estábamos seguros que después de recogerla iríamos a la modista por su traje de noche, pero bajo estas circunstancias, no nos atrevimos a decir nada. El camino de regreso lo recorrimos en silencio, de vez en cuando cruzábamos una mirada, pero ni Erick ni yo teníamos las respuestas. Las luces de la casa estaban encendidas, algunos familiares y amigos se encontraban reunidos, Erick y su madre subieron y se encerraron en la recámara. Desde abajo se podían escuchar los gritos y las maldiciones. La gente comenzó a retirarse, la fiesta se había suspendido. Fui el último en la casa y estaba por marcharme cuando Janneth bajó. Se veía deshojada.

—¡Todos ustedes son una mierda! —dijo.

Nunca pensé escuchar esas palabras de su boca, me quedé aterrado, me sentí descubierto, lo único que atiné a responder fue:

—¿Qué?

Se quitó el collar y los aretes. Se quitó la sortija del dedo anular y los tiró al fregadero. Luego fue a la despensa y sacó una botella de licor. Puso dos copas en el desayunador y las llenó hasta el tope. Me quedó mirando y al verme paralizado me retó.

—¡Ya tienes edad para beber…, ¿no?!

—Sí, sí —respondí aliviado.

Se bebió toda la copa de un sorbo, yo la imité; luego sirvió otra, y luego otra, al final tomó la botella que iba por la mitad, tomó el abrigo del perchero de la sala, se lo puso al hombro y salió. Desde afuera me gritó: «¡Llévame!». Era tal el caos de la situación, que hasta me olvidé de Erick y salí tras sus pasos. En el auto, encendí la marcha y arranqué. No sabía hacia dónde dirigirme.

 —¿A dónde vamos? —pregunté.

—A donde quieras —dijo—, a donde llevas a tus amigas.

La noche se hizo eterna, fuimos como niños extraviados en el deseo y en la amargura. Pocas veces en mi vida sentí tanto miedo como aquella noche que toqué su piel como un hombre. Había bregado tanto para llegar hasta ella, y en el último minuto, ya a punto de perderla, la podía poseer. Primero lo hicimos en el auto, luego nos perdimos en el bosque. Le hablé de mis pecados y de la devoción que sentía por ella, eran palabras dichas por un niño más que por un hombre, pero era lo único que tenía. Ella embriagada por el odio y el licor las tomaba como un bálsamo y me poseía entre conjuros y maldiciones. A veces me golpeaba con violencia otras me amaba con la ternura que se ama a un hijo.

Había esperado tantos años en su vocación de esposa, pero el señor Rivera, ese fantasma que habitaba en las cartas y que se fotografiaba con renos sobre la nieve cada navidad: tenía otra vida, otra familia, otros hijos, y solo lo confesó hasta ese día, ante la inminencia del viaje de Erick. En el correo que tanto esperaron solo venían los papeles para Erick. Para ella… una carta redactada en tono formal. Regresamos en la madrugada. Erick nos esperaba en la puerta, no dijo ni una sola palabra. Miró impasible a su madre descender del auto, pasar por su lado y entrar en la casa, luego se quedó mirándome hasta que encendí mi máquina y me marché. Fue la última vez que lo vi.

Teníamos la edad de estos chicos con los que comparto ahora, era una edad heroica. Les compré otro trago y me marché a casa. Priscila se encontraba tan lejos que el viaje de regreso me pareció eterno.

2 comentarios:

  1. ¡Una lectura brillante! Tu publicación es reveladora, bien elaborada y completamente atractiva. Gracias por compartir tu valiosa perspectiva.

    ResponderEliminar
  2. Felicitaciones Luis, es una lectura amena, me lleva a imaginar los lugares y a las personas y sus reacciones

    ResponderEliminar