martes, 28 de noviembre de 2023

El trato

Érika Ramírez Levín


Colgó el teléfono con mano temblorosa. Cuatro meses. Era imposible terminar en ese tiempo lo que no había logrado en año y medio. Y, además, la amenaza de rescindir su contrato si no cumplía. «¡Maldito seas, Abraham! Quiero saber cómo demonios un cincuentón como tú evitará que le embarguen el departamento por no pagar la hipoteca», se reprendió a sí mismo. Sacudió la cabeza para alejar los pensamientos que comenzaban a asfixiarlo. Aventó hacia atrás la silla donde estaba sentado y salió azotando la puerta… necesitaba aire. 

Cerca de ahí... 

—¡No entiendo en qué te estás gastando el dinero! ¿Tú crees que soy rica, que tengo un árbol de la abundancia en donde cosecho billetes?   

—Jamás he dicho eso —contestó con tono cansado—. Tú sabes que el medicamento es caro y lo necesito. El doctor te lo dijo, no sé qué más quieres para creerlo. ¡Estoy enferma! 

—Eso dices tú, yo te veo bien —dictaminó la señora que la escrutaba de arriba abajo con una mueca despectiva—. Enferma... ¡Ja! Enfermos los que tosen o les salen ronchas, o como a tu prima Mariana que se le hicieron esas llagas en las piernas. ¡Eso es «enfermo»! Tú, ¿qué? Ni pálida estás. Se me hace que no te tomas las pastillas y gastas lo que te doy en otras cosas. Como si el medicucho ese te viera a diario. Y ni me quieras chantajear con tus lloriqueos. 

—¿Chantanjear? ¡¿Chan-ta-jear?! —explotó Génesis, sollozando—. ¡Ni siquiera imaginas el infierno en el que vivo! Pero ¿sabes qué, «ma-má»? Se acabó. Si no eres capaz de ver más allá de tu podredumbre mental, yo tampoco tengo por qué seguir aguantando tu ignorancia. 

La mujer frente a ella, al no saber qué responder, le plantó una cachetada que retumbó en cada rincón de la estancia. La joven cubrió con la mano su mejilla enrojecida; su pecho se hinchaba y se hundía sin control, jadeando. Inhaló lo más profundo que pudo y se dio la vuelta en dirección a su habitación, donde metió en una pequeña maleta lo que consideró indispensable y salió de esa casa para nunca regresar. La madre, presa de una furia incontrolable, aventó a la puerta cuanto encontraba a su paso, gritando «¡Parásita! ¡Malagradecida! ¡Te vas a arrepentir de faltarme al respeto!».  

Caminó deprisa por las calles. Necesitaba pensar, decidir qué hacer pues llevaba cinco días sin medicarse y sabía que pronto se presentarían algunos de los síntomas. Podría buscar algún empleo. Meditó esta idea por un momento. ¿Qué contestaría cuando le hicieran las preguntas de rutina: ¿Referencias? No tengo. Mi madre no tenía familia, así es que solo éramos ella y yo. De milagro fui a la escuela, pero debía regresar tan pronto el horario terminara. ¿Fiestas? ¡Ni hablar! ¿Amistades? Imposible. Entre mi forma introvertida de ser y su control excesivo hacia mí, no quedaba espacio para socializar. ¿Dirección donde vive? No tengo. ¿Experiencia? Nula. Sacudió la cabeza. Además, el costo de la medicina era elevado. Si, a pesar de todo, lograba encontrar algún empleo, de seguro sería por una remuneración raquítica. No, no… no pintaba bien esa opción. Continuó cavilando otras opciones. ¡Eso! Podría ser que fuera a ver a su médico, él la ayudaría… sí, sonaba razonable.  

Inmersa en sus preocupaciones, notó que alguien la seguía. «¡Génesiiiiiis, esperaaaaaaaa!», decía una voz grave a sus espaldas, alargando las últimas vocales. Cada palabra iba acompañada de una especie de crujido discreto. Giró a la izquierda en un callejón. A unos pasos había unas cajas de cartón. Se sentó detrás de ellas, recargada en uno de los muros que formaba el corredor y descansó su cabeza sobre las rodillas mientras abrazaba sus piernas.  

—¿Quién es? ¡¿Por qué me sigue?! —exclamó levantando la vista.

La persona que la seguía la había alcanzado.

—Todo está bien, no tienes por qué huir —respondió el extraño con un tono de voz apacible y una sonrisa atenuada, sin dejar de mirarla tras unas gafas de pasta café gruesa, al tiempo que tapaba una mano con la otra y tronaba uno a uno sus dedos, emitiendo un chasquido sutil en cada ocasión. 

«¡Ese es el sonido de hace rato!», comprendió en cuanto lo escuchó. Comenzaba a relajarse al sentir que no corría peligro, cuando la sonrisa del desconocido se amplió desviando la mirada hacia su extremidad superior izquierda, con la cual comenzó a empujar la falange distal del índice derecho con fuerza hasta que un ruido seco dio cuenta de la fractura que él mismo se había provocado. 

—¡¿Qué fue eso?! —chilló estremecida. 

—¿Qué? ¿Esto? —ironizó el hombre viendo su falange desviada del resto de su dedo—. No es nada —respondió calmo mientras avanzaba sobre ese mismo dedo y repetía la acción sobre la falange media y la proximal, rompiendo así su propio índice en tres segmentos.  

—¡¿Está loco?! —gritó aterrada por la imagen grotesca del dedo deforme que se asomaba bajo la palma izquierda del tipo. Sin embargo, se sentía hipnotizada ante tal espectáculo y no podía apartar la vista de aquel sujeto que parecía no escucharla y ahora rompía, poco a poco, el dedo medio. Cada traquido resonaba profundo en el silencio del callejón, con un eco que perforaba la cordura de Génesis—. ¡Basta, por favor! ¡Deténgase! 

Abraham caminaba con las manos dentro de las bolsas del pantalón. Por más que pensaba, no encontraba solución a su predicamento, aun cuando el editor le había dicho que solo necesitaba ver un primer borrador. Sabía que Jorge, el editor, solo quería asegurar que la novela estuviera escrita. Pero en ese año y medio había intentado cuanto se recomendaba para lidiar con el famoso síndrome de la página en blanco. Aumentó la duración de sus lecturas, eligió palabras del diccionario al azar, rememoró anécdotas de familiares o amigos… cada situación le resultaba insulsa, aburrida. Nada era buen material para un best seller. De pronto, escuchó un bramido aterrador del callejón por el que pasaba. Corrió al interior y encontró a una chica, sentada detrás de unas cajas de cartón, con las piernas pegadas a su abdomen y una expresión de terror dibujada en sus facciones. Miraba hacia arriba. 

—Niña, ¿qué pasa? —le preguntó intrigado. 

—¡Dígale que pare, por favor, se lo suplico! —berreaba desesperada. 

Abraham volteó en todas direcciones. No había nadie.

—¿A quién? Que pare, ¿qué? —la cuestionó, poniéndose en cuclillas junto a ella.

Petrificada y sin desviar la mirada, describió con sumo detalle lo que el hombre parado frente a ella hacía con su mano izquierda, falange por falange, a los dedos de su mano derecha, logrando transmitirle de manera vívida lo tétrico y grotesco que resultaba. Abraham, impactado, aunque maravillado, escuchaba con atención cada palabra. Cuando el relato terminó, intentó ser sutil.

—Respira profundo, mira, tal vez sea difícil lo que voy a decirte… por favor, voltéame a ver —la joven logró zafarse del hilo invisible que la retenía y cruzó miradas con él—, no hay nadie más aquí. No sé cómo es que… no entiendo cómo… por qué…

—¿¡No hay nadie más?! ¿No ve al tipo frente a mí? —espetó Génesis y, sin esperar a que el hombre le respondiera, se tapó la cara con ambas manos—. No… no, ¡no puede ser! ¡Necesito mi medicina! ¿Qué voy a hacer?

—¿Medicina? No entiendo nada. Mira, vámonos de aquí y me platicas qué necesitas. Quizás yo pueda ayudarte —le dijo, emitiendo un leve pujido al levantarse con dificultad, recargándose sobre su rodilla para impulsarse y agarrando el brazo de la chica para que ella también se incorporara—. «Y quizás, tú puedas ayudarme», pensó.

Llegaron al departamento de donde él había partido quince minutos atrás. En cuanto Abraham empujó la puerta, Génesis percibió de sopetón el aire frío con olor a humedad que se había encerrado a falta de ventilación. No se le hizo extraño, aquel edificio parecía antiguo. El hombre prendió la luz de la sala y abrió, con ligeros golpes, las ventanas. Sorprendió lo nítido que se escuchó la pintura despegarse del marco de los vidrios. «¿Cuánto habrán estado cerradas?», se preguntó la invitada.

Una estancia sencilla con techo alto y paredes pintadas de un amarillo desvaído se iluminó tenue y triste. No había adornos ni cuadros colgados. Frente a la puerta, dos sillones no solo pálidos por la edad de la tela azul desgastada, sino sucios con diversas manchas amorfas de varios tamaños, rodeaban a una pequeña mesa baja de madera maltratada, ovalada, sosteniendo varios libros desacomodados y dos tazas con restos de lo que parecía café. A su derecha, frente a lo que supuso era la cocina, estaba otra mesa también de madera —parecía ser hermana de la anterior—, acompañada con dos sillas de plástico negro. En su superficie estaban más libros dispersos y un sinfín de hojas escritas con pluma y a máquina, muchas de ellas con salpicaduras de café. También había varias tazas sucias, algunas paradas y otras caídas, con restos de la bebida marrón.

Sosteniendo los muebles, bajo sus pies, tapizaba el piso una alfombra raída y deslucida, polvosa, de un tono azuloso con algún diseño de rombos y círculos dorados, al decir verdad, espantosa. Por aquí y por allá se veían tiradas envolturas de papas fritas y comida chatarra, servilletas usadas, botellas de plástico apachurradas y, al caminar, una sensación pegajosa bajo las suelas en uno que otro paso. Al fondo daba la impresión de haber otras dos habitaciones, mas la oscuridad generalizada solo permitía adivinar dos puertas más, una junto a la cocina y la otra haciéndole espejo a la primera. El baño debía de estar al final del pasillo.

 «De seguro vive solo, no creo que exista alguien que esté dispuesto a compartir este desorden», pensó Génesis mientras se acomodaba en uno de los sillones luego de la seña que Abraham le hizo para sentarse. Después de recibir un vaso de vidrio con agua, que de manera discreta dejó en la mesa porque varias partículas de algo blanquecino —quizás leche— flotaban en el cuerpo acuoso semitransparente, ella le resumió brevemente cómo desde niña comenzó a tener dificultad para diferenciar los sueños de la realidad, los problemas que su falta de concentración le había generado en la escuela y cómo un día, regresando de unas vacaciones, venía con sus padres en la carretera cuando ella gritó al ver a una persona aventarse hacia el carro. Su padre se sorprendió a tal grado que viró el volante con mucha fuerza. Lo último que recuerda es cobrar conciencia unos segundos y ver a sus progenitores ensangrentados en los asientos delanteros, inmóviles. 

Al no contar con más familia estuvo viviendo en una casa hogar por varios años. Ella sabía que conforme el tiempo pasaba sería más difícil que alguien la quisiera; la gente prefería bebés o niños chiquitos. Para su sorpresa, cuando cumplió dieciséis años, una señora estuvo indagando los requisitos, interesada por niños grandes pues ya no tenía la paciencia de cambiar pañales ni explicar cuánto eran dos más dos —sus palabras—, por lo que la mejor opción parecía ser alguien autosuficiente que no necesitara muchos cuidados —sus pensamientos—. Después de un año de trámites, la adopción se concretó.

—¿Nadie le comentó de tus, mmm, necesidades? —inquirió Abraham tratando de no sonar grosero.  

—Sí que sabía, hasta le presentaron al médico que me estuvo tratando desde que llegué al orfanato. Solo que yo creo que nunca se imaginó la carga —y al decir esta palabra se le contrajo el corazón, lo cual se reflejó en sus facciones y en el cambio de tono de su voz— que yo sería para ella. Debió de pensar que, por mi edad, se resolvería fácil, no sé.

—Y ahora ya eres mayor de edad… legalmente no puede retenerte —concluyó el escritor tras escuchar la historia de la muchacha que miraba de reojo, con horror, a la habitación alumbrada por la luz de la cocina.

—Ajá —contestó distraída hasta que pareció acordarse de lo importante y volteó a ver al hombre—. Sí me puede ayudar, ¿verdad? Me urgen mis medicinas. ¿Me dejaría llamar a mi médico? Él conoce mi historia, tiene mis recetas, solo que… no tengo dinero.

Sus ojos, quienes recorrieron el desastre y la suciedad que la rodeaba, irradiaron una idea.

—¿Y si me diera trabajo? Puedo ayudarle a limpiar, a cocinar, ¿a qué se dedica? Puedo organizar los libros, limpiarles el polvo, cuidar a…, ¿su hijo? —Su mirada regresó a la puerta—. Por favor, se lo pido.

Abraham, confundido, frunció el ceño y volteó la cabeza hacia donde ella miraba.

—Perdón que pregunte, pero ¿qué le pasó? ¿Algún tipo de ácido? Pobre criatura, ni salir a la calle, supongo —dijo sin poder quitar la vista de la puerta ni ocultar el morbo que le producía esa imagen—. Es que hasta se le ven los músculos, los huesos, ¡qué terrible! ¿Le duele? ¡Ay, perdón! Soy una insensible… es que parece que su carita se derrite y, pese a eso, sonríe.

No quiso alterarla más. Regresó la cabeza hacia ella.

—Niña, mírame. Ya había pensado en algo así, una especie de trato en el que ambos podamos salir beneficiados. Claro que te quiero ayudar, creo que eso es lo prioritario. Tu vida ha sido demasiado difícil y no mereces estar pasando por esto. ¿Qué te parece que primero buscamos a tu doctor y luego platicamos del resto?

La joven volteó a verlo y sonrió aliviada, agradecida por haber encontrado a alguien que estuviera dispuesto a ayudarla. Por su enfermedad, nunca había logrado concretar alguna amistad. ¿Familia? No tenía… ¿Quizás esa bruja insensible que la sacó del orfanato? No, ella no contaba. Siempre se había sentido tan sola, tan apartada de todo… por fin su vida parecía tomar un mejor rumbo. Ingenua como era, jamás imaginó la manera en que el escritor había elucubrado «cobrar» dicho apoyo.

En unos días, Génesis era otra. El efecto de los antipsicóticos lograba su cometido y las alucinaciones habían disminuido. Abraham le había acondicionado el sofá del estudio para dormir y, como lo habían platicado, ella le ayudaba en labores domésticas. Incluso comenzó a interesarse en leer algunos libros que el escritor le prestaba de su colección de novelas. A la par, su anfitrión mostraba tener mucho trabajo porque estaba entregado a escribir casi todo el día e, incluso, parte de la noche. Se escuchaban las teclas de la máquina de escribir surgir desde la mesa del comedor o de la habitación, sin descanso. Solo que cuando ella le preguntaba de qué trataba su nuevo proyecto, él encontraba la manera de cambiar el tema o evadirlo. No obstante, a ella no le importaba. Era mayor el agradecimiento hacia él.

Una mañana, cuando aún no salía el sol, Abraham entró al estudio cuidando de no hacer mucho ruido; buscó algo en el escritorio y anunció que tenía que salir. Génesis continuaba en el sillón y apenas logró balbucear «buenos días» cuando oyó la puerta de la entrada cerrarse. Luego de diez minutos, se desperezó, acomodó las cobijas, fue a la cocina a prepararse un té y regresó a buscar sus pastillas. «Qué raro», masculló, «estoy segura de que anoche las dejé aquí, junto a mi mochila». Revolvió el departamento sin éxito. Se dio por vencida. Sin embargo, estaba tranquila. Solo tenía que esperar a que el escritor regresara para preguntarle si las había visto; además, un día sin tomarlas no afectaba tanto. Incluso podía descansar de la somnolencia o los pequeños temblores que le producían.

A la hora de la comida, Abraham regresó al departamento con una pizza recién comprada; olía deliciosa y a Génesis se le abrió el apetito.

—Niña, ¿cómo te sientes? —le preguntó antes que cualquier cosa.

—Bien, gracias. De hecho, quería preguntarle si no habrá visto mis pastillas, no están donde las dejé —respondió despreocupada, sirviéndose un pedazo de pizza.

—No, no las he visto —se apresuró a contestar—. ¿Has sentido algo inusual o has visto, no sé, algo… extraño?

—¿A qué se refiere? —inquirió la muchacha sin comprender bien la pregunta.

—Sí, sí… que si no has tenido otra de tus visiones como el tipo que se fracturaba los dedos o el niño al que se le derretía la cara —le respondió nervioso.

—Mmmm, no, por el momento estoy tranquila. Por eso requiero mis pastillas, para evitar que vuelva todo eso o peor —comentó extrañada por el cambio de actitud.

—Quisiera hablar contigo —dijo el recién llegado, carraspeando—. No voy a poder seguirte ayudando, estoy en apuros económicos y pronto se definirá si conservo mi trabajo. No veo cómo terminar lo que estoy haciendo, no hay manera… a menos que…

Génesis, intrigada, bajó el pedazo triangular al plato y observó al escritor sin parpadear. Sentía que ella tenía que ver en ese «a menos que».

—Bueno, lo que quiero decir es… basta, ya, sin rodeos. Tú y yo podemos ayudarnos mucho, sí lo sabes, ¿verdad? Tu vida ha sido un caos y yo puedo ofrecerte techo y comida con gusto —calló y sacó de la bolsa de la chamarra la caja de los antipsicóticos que su huésped no encontraba—. Solo necesito que hagas algo por mí para lograrlo.

—No entiendo…

—Necesito… que dejes de tomar tu medicina para que tu «imaginación» fluya —dijo haciendo las señas de comillas con los dedos índice y medio de ambas manos— y así yo tenga más material para el libro que estoy escribiendo. Y mientras eso pasa, me puedes ir contando de experiencias anteriores. Es temporal, lo prometo, lo que menos quiero es hacerte daño o que la pases mal. Yo estaré contigo, no te dejaré sola.

Por más disparatada que sonara la idea, Génesis sabía que no podría negarse. No después de lo que él había hecho por ella, demostrando que su intención no era abandonarla o maltratarla, sino hasta la consentía con comida especial. Sin pensarlo mucho, aceptó, y el escritor sintió que un gran peso se le quitaba de encima. Al final, sí entregaría su novela de terror en el plazo acordado.

Los días transcurrieron lento, al menos para la chica, cuyas alucinaciones cada vez se presentaban más complejas. Era muy difícil conciliar el sueño, su apetito disminuyó, los gritos y ataques de ansiedad alimentaban vertiginosamente las páginas antes vacías que el escritor llenaba día tras día, noche tras noche. Unas enormes ojeras se iban ennegreciendo más y más bajo los ojos de la chica. «¿Cuánto más necesita?», se preguntaba en momentos en que la locura tomaba posesión de su ya casi nula sensatez. Le suplicaba que la dejara descansar, que le diera las pastillas para que recobrara la paz, prometiéndole que después lo ayudaría de nuevo. Solo necesitaba detenerse un poco, dejar de ver al tipo con la mueca absurda fracturándose los dedos una y otra vez, al niño sonreír mientras la piel de su rostro se derretía como la cera en una vela encendida, al señor en harapos presa de un estrés tan acentuado, que comenzaba mordiéndose las uñas para continuar con los dedos hasta terminar con la palma dejando a la vista un muñón sanguinolento, entre otros.

Con todo, Abraham exigía a diario los pormenores de cada personaje: vestimenta, color de piel, altura, complexión, gestos, señas particulares, actos y repercusiones. Tenía en Génesis a una fuente inagotable de material para su novela y era incapaz de darse cuenta del daño que de manera paulatina provocaba en la joven. Jamás había sido tan productivo. Sabía que no solo cumpliría con el plazo que tenía, sino que acumulaba ideas de sobra para sus próximos escritos.

A regañadientes le regresaba sus pastillas cuando tenía suficiente material para escribir, pero se las volvía a quitar en cuanto necesitaba más datos. En este tiempo él mismo se había transformado. Ingería con desenfreno café tras café, bebidas energéticas y unas pastillas de cafeína que había encontrado en una tienda naturista cerca de su casa… lo que fuera para mantenerse despierto. Se obligaba a aprovechar esta oportunidad al máximo. 

Por fin el día de la entrega llegó.

—Formamos un gran equipo y quiero que sepas que seguirás contando conmigo para tener techo y comida. Más tarde entregaré el escrito a mi editor; estoy seguro de que le fascinará y, en cuanto se convierta en el best seller que espero, habrá que ponerse a trabajar en los siguientes libros. Vuelvo en seguida, voy a comprar una botella de vino para celebrar y de paso algo para que comas porque estás muy flaca.

Génesis no estaba segura de qué sentir o pensar. Corrió a la cocina y se tomó la medicina, mojándose la barbilla y la playera por la desesperación. «Respira tranquila, tú puedes, vamos, con calma, ya vas a estar bien… ya vas a estar bien», se repetía una y otra vez, sentada en el piso de la cocina agarrándose la cabeza con ambas manos, mientras los dos hombres y el niño la observaban fijamente.

Debió de quedarse dormida un momento, porque el sonido de varias sirenas la sobresaltaron. Se asomó a la ventana de la estancia que daba a la calle y vio una ambulancia y dos patrullas rodear el cuerpo de una persona que al parecer había sido atropellada. Se talló los ojos para enfocar bien la imagen y, con un estremecimiento que le recorrió el cuerpo, reconoció al escritor tumbado en el pavimento. ¿Sería real? ¿Lo estaría imaginando?

Bajó presurosa las escaleras del edificio y salió a toda prisa hacia las patrullas.

—¡Señor Abraham! —gritaba mientras corría a su encuentro y se arrodillaba junto a él.

—Niña —susurró el escritor con esfuerzo—. No… no lo vi, ese carro… me distraje…

—¡Escuche, por favor, tengo más que contarle! ¡No me deje! Todavía hay mucho que escribir —gimoteaba asustada. Lo tomó de la mano y comenzó a platicarle sobre una anciana que veía cuando estaba en el orfanato, cuya risa le recordaba a esos payasos que soltaban una carcajada al salir de unas cajas sorpresa después de girar una manivela. Abraham sonrió.

—Dale la nov… novela al… editor y… dile que eres coautora. Pro… metí cuidarte. Te veo luego, niña —alcanzó a decirle en un suspiro antes de cerrar los ojos.

1 comentario:

  1. Me deja pensando en lo último que dijo Génesis... "Tengo mucho más que contarle"... Entiendo la curiosidad y necesidad del escritor. Saber sobre todo lo que el cerebro es capaz de visualizar y convertir en real es impresionante...y siempre de ayuda para tener material de sobra para un best seller, je je je. ¡Felicidades por el tema! Me encantó como nos describe con tanta claridad a las aluciaciones haciendo que las veamos tan reales como las ve el personaje principal y sintiendo la misma desesperación. ¡Gran cuento!

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