jueves, 25 de enero de 2018

La muerte

Adrián González


«Mi abuela decía que la Iglesia nos había infundido el miedo a la huesuda por aquello del pecado, pero en realidad para nuestros ancestros la muerte significaba el renacer a una nueva existencia», comenta tata Fidel, en voz baja. «Como dormir y volver a despertar, pues», aclara, mientras rema en medio de la oscuridad del lago, cuya quietud lo hace parecer un gran espejo negro, al que ni siquiera el paso de las canoas ni el empuje de los remos alteran. La escasa y tambaleante luz que produce la llama del mechero al frente de su ichárhuta —como él llama a su embarcación—, acentúa los profundos surcos de las arrugas en el rostro —que apenas se asoma entre el sombrero de petate y el jorongo de lana— del anciano pescador. Al frente, a lo lejos, la isla de Janitzio en el centro del Lago de Pátzcuaro, parece una gran montaña de fuego flotando en la noche, pues no se distingue frontera alguna entre la negrura del cielo y la del agua. A ambos lados y atrás, otras canoas, con las redes en forma de alas de mariposa a sus costados y un mechero al frente, parecen libélulas volando en silencio al ras del agua sin tocarla, formando una procesión colmada de sagrado misticismo.

«Ahora prendemos veladoras a nuestros difuntos», continúa su plática el viejo, volteando a su espalda para ver las caras atemorizadas de Renato y Silvia, sentados tras él en la canoa, quienes se miran uno al otro y se sacuden por un escalofrío en la nuca, «pero nuestros padres purépechas encendían antorchas de ocote. Para ellos, este lago era una puerta de entrada al inframundo», explica. «A donde se van las almas de los muertos, pues», vuelve a aclarar. —Silvia deja escapar una ligera exclamación y saca inmediatamente su mano del agua—. «Para nosotros estos son días sagrados. Las abuelas cuentan historias y enseñan a sus nietos a realizar los ritos adecuadamente. Hay muchos relatos de personas que fueron castigadas con hondos remordimientos cuando, por no poner la ofrenda a sus difuntos, veían sus almas furiosas o entristecidas deambular sin rumbo por las calles del pueblo», señala el anciano, con voz serena, en tanto sigue remando suavemente, como si solo acariciase el agua. —El matrimonio se abraza sin atinar qué decir, pasmados al observar la isla completamente iluminada, con destellos ondulantes de color ámbar reflejándose en el agua—. «A los muertos les es permitido venir en estas fechas a convivir con nosotros sus parientes. Les ofrendamos sus guisos preferidos y pan recién horneado para que se sacien. Las flores de cempasúchil, coloridas y olorosas, son para llamar su atención. El humo del copal que se quema en los braseros, se esparce marcando veredas en el aire para que sus almas reconozcan el camino a donde regresar. Un jarrón de barro lleno de atole de maíz con chocolate, una botella de charanda y agua fresca, calman su sed después del largo viaje que los trajo hasta su tumba; también les ponemos un petate para que descansen si ellos quieren». —Silvia se enreda en su rebozo mientras exhala vapor a causa del frío, en tanto Renato con discreción acomoda bajo su chamarra de mezclilla una pequeña caja de madera que trae cargando—. «Las veladoras son para hacerles ver a los difuntos que se les venera con respeto por ser mensajeros de lo sagrado y se colocan al frente de su fotografía, de alguna ropa o sombrero que les haya pertenecido», sigue explicando. «Para que no se confundan de cuál es su altar, pues», concluye. —Ambos cruzan miradas y sonríen.

Conforme se acercan a la isla, el olor penetrante a copal quemado y flores de cempasúchil los empieza a invadir. Tata Fidel pasa de largo el embarcadero, en el que hay un tumulto de gente proveniente de los pueblos alrededor del lago, que asombrosamente guarda un silencio absoluto mientras descarga de las embarcaciones sus ofrendas. Más adelante, junto a una pequeña choza, el viejo amarra su ichárhuta a la rama de un árbol que cae a la orilla del lago hasta rozar el agua.

—¿Vienen a enterrar a su muertito? —pregunta, señalando con la mirada la pequeña caja que Renato carga, dándose cuenta de que la pareja duda hacia dónde dirigirse, después de haberle pagado por el viaje.

—Sí —responde ella—. Buscamos la tumba de mi abuela para enterrar ahí las cenizas de nuestro hijo.

—¿Cómo se llamaba tu abuela, muchacha?

Siguiendo el consejo de tata Fidel, ambos —alejándose del sendero que sigue la multitud— rodean la isla, ocultando los restos de su hijo bajo un atado de flores que él mismo les provee. Más adelante, empiezan a subir hasta el camposanto, donde Silvia espera encontrar la cruz grabada con el nombre de su abuela, en la tumba que visitara por única vez siendo una niña antes de abandonar el pueblo para partir a la frontera con su madre y su hermano menor.

Conforme avanzan, van escuchando —apenas como un rumor— las oraciones de la gente con la que inevitablemente van encontrándose. Todos cargan con sus ofrendas; van cubiertos de la cabeza, las mujeres con rebozos y los hombres con sombreros; llevan a sus niños con cirios encendidos entre sus manos y la mirada fija en ellos; nadie cruza palabra alguna. Silvia y Renato se han olvidado del frío, el sendero se ha convertido en una pesada escalinata que parece no tener fin. Poco a poco va aumentando el olor a flores, copal quemado y cera de los cirios. La multitud los ha rodeado y el rumor de las plegarias va creciendo; apretujados, caminan llevados por el lento pero firme paso de todos, el ambiente se hace pesado, abrumador. Silvia abraza con fuerza a Renato, cruzan miradas de desconcierto —todo es tan extraño, tan intimidante—, las manos les sudan.

Para cuando arriban al panteón, la noche parecería haber quedado atrás; la luz que emana de la gran cantidad de cirios y veladoras, ilumina una deformada e inmensa alfombra de flores de cempasúchil color amarillo naranja que cubre las tumbas, haciendo parecer como si todo el lugar estuviese en llamas y su resplandor alcanzara el cielo. Conforme se internan entre los sepulcros, van observando los altares y ofrendas colocadas sobre ellos: cruces, cazuelas de barro con comida, calaveras de azúcar con adornos de colores, grandes panes redondos con realces en forma de huesos incrustados y ornamentos de papel picado colgando de los árboles. Algunos beben café, otros, aguardiente; rezan en actitud contemplativa y serena. Nadie toca los alimentos, esos están consagrados para sus fieles difuntos —como ellos les llaman— hasta pasadas las festividades, aunque hay quienes afirman que la comida ya no sabe y el alcohol ya no embriaga. Es gente humilde, de rasgos indígenas, que calza huaraches y viste ropa de campo.

Pronto Silvia se da cuenta de que es imposible localizar la tumba de su abuela entre tanta gente; voltea para un lado y para otro sin saber qué buscar exactamente, mira a Renato con angustia, él la abraza y la lleva a sentar bajo un árbol. Ambos guardan silencio y se proponen dormir mientras la noche transcurre, sin embargo, en tanto avanzan las horas el canturreo de los rezos se va acrecentando, las plegarias son ahora una angustiosa y única gran oración en la que ya nadie contiene el volumen de su voz, por el contrario, unos gritan, otros lloran con lamento, algunos más pareciera que conversan y hasta discuten con «sus muertos», porque a su entender, les pertenecen. Pronto todo se transforma en algarabía, en una entusiasta, pero a la vez confusa celebración en la que es difícil distinguir dónde termina el dolor por la muerte de sus seres queridos y empieza la alegría de encontrarse nuevamente con ellos, en un trance hilarante, hipnótico y extático.

Silvia, profundamente impresionada, siente una opresión en el pecho que le dificulta la respiración y se desmaya en los brazos de Renato, quien en ese momento es sorprendido por la espalda sintiendo en su hombro la mano callosa y escuálida de tata Fidel, el anciano pescador.

Tiempo antes.

—Comúnmente se atribuye la encefalopatía neonatal a una insuficiencia de oxígeno en el momento del parto —argumenta la doctora, mientras examina a Diego—; sin embargo, no es la única causa posible. Factores genéticos, problemas de salud de la madre, parto prematuro, una hemorragia grave o anemia durante el embarazo, pudieron haber causado una lesión cerebral. Dígame, ¿su bebé fue planeado?, ¿tuvo una buena alimentación mientras estuvo encinta?

—No entendemos bien lo que nos dice —responde Renato tímidamente, unos segundos después de cruzar miradas de angustia con su mujer, a quien en silencio le escurren lágrimas por las mejillas.

—Es importante definir la causa real que provocó la situación de su hijo para prescribir un tratamiento adecuado, además de determinar si la señora es apta para concebir nuevamente —explica fríamente—, de otro modo recomendaría inmediatamente una salpingoclasia. Ustedes deben actuar responsablemente a fin de no traer otro niño al mundo en las mismas condiciones.

—¿A qué… condiciones se refiere?, doctora.

—La falta de oxígeno durante el parto o inmediatamente después de nacer, puede provocar graves consecuencias en el nivel de inteligencia del niño y en su capacidad de desarrollo del lenguaje —advierte—. Lo anterior, en el mejor de los casos, porque podría padecer incluso parálisis cerebral o convulsiones epilépticas. —Silvia ahora llora desconsoladamente, cubriendo con ambas manos su rostro y aunque no comprende del todo, sí intuye la gravedad de la situación de Diego—. ¿Por qué tardaron tanto en venir? Los remitiré con la trabajadora social para que les haga una evaluación socioeconómica y procedamos con los estudios que la criatura requiere. Buenos días, la consulta ha terminado.

Cargando con un brazo a su hijo, Renato abraza con el otro a Silvia; ambos, afligidos, caminan lentamente hacia la parada de autobuses en la esquina del Instituto Nacional de Pediatría, donde después de mucho esfuerzo lograron concertar una cita. Diego tiene dos años de edad, aún no camina por sí solo y balbucea como un bebé. Durante el trayecto, sentados en el último asiento del urbano ninguno de los dos habla, solo se toman de la mano apretándose con fuerza uno al otro, con la esperanza de recibir ayuda a la situación de su hijo en la siguiente cita.

—Los servicios de este hospital están auspiciados por la Secretaría de Salud y algunas instituciones de beneficencia; contamos con los mejores especialistas, algunos de los cuales donan su trabajo —explica la trabajadora social—. Sin embargo, como ustedes ya se han dado cuenta, son contadas las fichas que se otorgan para recibir nuevos pacientes a una primera consulta; además, en la mayoría de los casos los tratamientos son largos y el hospital por supuesto no tiene una capacidad ilimitada. —Renato y Silvia devuelven una sonrisa a la mujer que amablemente los entrevista—. No obstante, los servicios no son gratuitos. Es mi responsabilidad determinar, en base a su nivel socioeconómico, la cuota que pagarán por consultas, estudios e intervenciones quirúrgicas que, en su caso, pudiera requerir el menor. —Renato adopta una actitud seria y asiente con la cabeza—. Bien, señor, empecemos: ¿Cuál es su nivel de estudios y a qué se dedica usted?

—Mi mujer casi terminó la escuela secundaria; yo solo sé leer y escribir… muy mal, pero sé hacer cuentas. ¡Ah!, y también sé hacer reír a la gente —contesta Renato, al tiempo que Silvia sonríe con cara de inocencia, mirando con los ojos bien abiertos a la trabajadora social, quien confundida voltea a ver a uno y a otro, mientras Diego empieza a llorar de hambre.

—Mmmm… Me temo que deberá ser más específico…, se lo voy a preguntar de otro modo. ¿En dónde trabaja y cuál es su salario?

Renato entonces comienza a explicar atropelladamente que, cargando con ellos a su hijo, los dos trabajan en las plazas y calles adoquinadas del centro de la ciudad haciendo diversos actos para hacer reír a la gente a cambio de las monedas que les quieran dar. En ocasiones, tocando las puertas de alguna casa o negocio él hace algún trabajo manual y Silvia se ofrece para limpiar, pero ambos carecen incluso de identificación por lo que no consiguen algo mejor; que él hace de payaso desde niño en los semáforos y ambos se conocieron trabajando en un circo donde Silvia era la contorsionista y él aprendió a hacer mímica además de numerosos malabares. Viven en un pequeño cuarto en la azotea de un viejo edificio. Sin embargo, ambos prometen trabajar arduamente para pagar por las consultas y las medicinas que se requieran. Todo lo que desean es la salud de su hijo.

La trabajadora social no halla qué decir. Voltea a mirar a Diego que continúa llorando de hambre en los brazos de Silvia; observa las ojeras, las caras demacradas, los labios partidos y la ropa vieja de ambos padres.

—¿Por qué no cuentan con documentos oficiales? —pregunta turbada.

—Yo quedé huérfano y viviendo en las calles desde muy niño porque a mi madre la asesinaron —responde Renato—; a mi mujer la abandonó su madre en una casa hogar para niñas en la frontera, de donde escapó.  Solo nos tenemos uno al otro. Nuestro hijo nació en una ambulancia rumbo a la Cruz Roja, en donde nos dieron este papel, que nos dijeron lo guardáramos muy bien —explica, sacando de su pantalón un certificado de nacimiento doblado, descolorido y sucio.

La trabajadora social se disculpa un momento y sale apresuradamente de su oficina sin alcanzar a cerrar la puerta, para dirigirse a las oficinas de la dirección.

—Te he recomendado una y mil veces que no te dejes conmover con cada caso que llega a tu escritorio —argumenta el director del hospital—. En este lugar siempre atestiguaremos situaciones trágicas, es una pena, pero debemos enfocarnos a hacer nada más que nuestro trabajo por el bien de todos.

—Lo entiendo perfectamente, pero si no los ayudamos estamos faltando al principio fundamental por el que fue creada esta institución —protesta ella—. Estas personas, incluyendo al niño, requieren de documentos oficiales, trabajo, orientación y apoyo en todos los aspectos.

—Y, ¿qué sugieres?

—Déjemelo a mí —responde—, solo le pido un poco de flexibilidad.

Dos semanas después, Silvia y Renato, con Diego en brazos, asisten a una cita en la oficina del registro civil cercana al hospital. Al llegar, en la puerta les espera la trabajadora social.

—Pasen conmigo —les indica extendiéndoles la mano para saludarlos—, de ahora en adelante quiero que por favor me llamen por mi nombre, soy Clara. El día de hoy van a ser registrados los tres para que cuenten con acta de nacimiento. Ya todo está arreglado, yo y otros empleados de esta oficina seremos sus testigos. Estos documentos y otros que les ayudaré a gestionar, permitirán que ambos puedan trabajar en el departamento de intendencia del hospital, mientras su hijo es cuidado en la guardería ubicada en el mismo edificio. Renato, tú entrarás en un programa de alfabetización para adultos y me tendrás que prometer que pondrás todo tu empeño en aprender. ¡Ah, y algo más! Si ustedes así lo desean, una vez que cuenten con papeles oficiales, también podrán casarse.

—¿Có… mo? —tartamudea Renato, volteando a mirar a Silvia, a quien inmediatamente le brillan los ojos—. Sí, sí queremos casarnos —responde con firmeza.

Un mes después, en el almacén del sótano del hospital, frente a una mesa de trabajo cubierta con un mantel de papel y tomados de la mano, la pareja escucha distraída las palabras del juez de paz. A su alrededor, sus compañeros trabajadores de limpieza, choferes, camilleros y alguna enfermera los contemplan con entusiasmo. «De acuerdo con el código civil, los cónyuges son iguales en derechos y obligaciones», se oye. —Silvia y Renato se miran uno al otro y voltean a su alrededor con incredulidad, las manos les sudan, tratan de adoptar una actitud formal, ella acomodándose el cabello y él sumiendo la barriga, mientras Diego llora en los brazos de Clara—. «Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad…», continúa. —Lágrimas empiezan a correr por las mejillas de Silvia y Renato siente que sus rodillas se doblan—. «Silvia, repite conmigo…». —Ella hace sus votos con serenidad—. «Ahora tú, Renato…». —Él se equivoca tres veces—. «Por los poderes que me confiere la legislación, los declaro marido y mujer», concluye el juez.

Minutos después, luego de los aplausos y abrazos, todos brindan con refresco y cada quien abre el almuerzo que lleva diariamente al trabajo. Silvia se acerca a Clara y la abraza.

—Nunca nadie nos había tendido la mano como usted —le dice, profundamente agradecida.

—Ya te dije que me llames por mi nombre —reclama Clara— y no tienes nada que agradecer.

A partir de entonces, durante los siguientes meses, ambos se afanan por cumplir —de la mejor manera que entienden— con su trabajo y cuidar de Diego, quien pasa de un especialista o estudio a otro lentamente, dada la gran cantidad de infantes que atiende el instituto. Tiempo después, un día, limpiando una de las salas de espera en la planta baja del hospital, Renato se detiene a observar conmovido a los niños que esperan por una consulta: unos en silla de ruedas, otros con extraños aparatos unidos a sus extremidades; un bebé tiene una cabeza enorme, otro babea con la mirada perdida, muchos más carecen de cabello; madres y padres en su mayoría pobres como él, con expresión de dolor y tristeza, pero con un sutil brillo de esperanza en la mirada, acarician a sus hijos tratando de distraerlos de su sufrimiento, llevándoles algo a la boca para que dejen de llorar. Esa misma tarde, al terminar su turno, Renato alcanza a Clara antes de que esta aborde su auto en el estacionamiento del instituto.

—Sé que quizás en aquella entrevista no supe expresarme correctamente —dice Renato—, pero créame que puedo ayudar a que estas familias se sientan mejor.

—Sí te creo y me asombra la manera en que ahora te «expresas» —responde ella—. Se notan tus lecciones, aunque no me gusta que me sigas hablando de usted.

—Discúlpeme, es que le tengo mucho respeto.

—¿Qué propones?

A partir de ese momento, Renato y Silvia hacen la limpieza de las zonas públicas vestidos de payasos un día y de mimos otro. Sus labores las combinan con situaciones chuscas, malabares y graciosas pantomimas, con las cuales consiguen risas tanto de niños como de adultos; de igual manera, un día a la semana visitan el piso de oncología, donde incluso las enfermeras participan en las dinámicas de entretenimiento que Renato propone, todo bajo la mirada escéptica del director, quien supervisa personalmente que no se pierda el orden en el hospital, pero que de vez en vez suelta una sonrisa de satisfacción al ver la reacción de niños y padres. Es entonces cuando Diego presenta su primer ataque epiléptico.

—Los pacientes de epilepsia tienen más posibilidades de muerte prematura y, si además existe alguna deficiencia mental, pasan a formar parte de la población de alto riesgo, los accidentes son más comunes en los infantes —explica el médico especialista a Clara—. De acuerdo con las estadísticas, un gran número de niños menores de cinco años siguen muriendo entre las familias de bajos recursos. Las principales causas son: la neumonía, complicaciones en el parto, asfixia perinatal, afecciones virales y problemas de malnutrición desde el vientre materno, ya que los hace más vulnerables a las enfermedades graves.

—Diego cumple con más de una de esas causas. ¿Qué recomienda, doctor?

—Desgraciadamente no hay mucho más que hacer que lo que ya se está haciendo: cuidados, alimentación sana, higiene, orientación a los padres… en fin, todo lo que usted ha logrado, Clara. Solo me queda prescribir el medicamento apropiado a la edad del niño y pedirles a los padres que sean muy meticulosos en su dosificación.

En la oficina de Clara, Silvia y Renato reciben la noticia.

—A usted, Clara, ¿se le ha muerto alguien? —pegunta Renato, mientras Silvia guarda silencio.

—¿Por qué preguntas eso? —responde ella— aquí nadie se está muriendo, con los cuidados adecuados Diego puede vivir muchos años.

—¿Sabe? A mi madre la mataron frente a mis ojos y, el hermano menor de Silvia murió en sus brazos siendo ella una niña.

—No lo sabía y me da mucha pena escucharlo, Renato. Pero ¿eso qué tiene que ver con Diego?

—Hemos visto a muchas familias perder en este hospital a sus hijos. Sabemos que eso puede sucedernos. Nos duele ver a tantos padres salir de aquí solos, pero… también entendemos que los niños dejan de sufrir.

—Preferimos sufrir nosotros, a que sufra nuestro hijo —interviene ahora Silvia.

Clara respira profundo y no responde nada.


Meses después Diego no despierta una mañana. Durante la noche sufre un ataque mientras duerme boca abajo sin que sus padres se percaten y —siendo incapaz de reaccionar— muere por asfixia.

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