viernes, 2 de febrero de 2018

Tu rastro que me acompaña

Constanza Aimola




Elizabeth Domínguez es una mujer de treinta y dos años. Su familia está conformada por sus padres y una hermana menor. Eran muy unidos hasta que Elizabeth se casó. Vivió más de diez años bajo el yugo de un personaje que parecía sacado de una historia de terror.

Permaneció en un drama sin sentido y objetivo y un día, defendiendo su propia vida, después de armarse de valor decidió matarlo. Tras unos días de investigaciones en una comisaría había sido absuelta, cuando comprobaron que fue en defensa propia.

Cuando por fin era libre, ya su padre había muerto. La leucemia había terminado con su vida, lo dejó cada vez más delgado, hasta parecía haberse hecho más pequeño. La quimioterapia acabó con sus defensas, tornó amarillenta su piel, dejó a su cabeza sin un pelo, pero sin saber cómo ni por qué el bigote que tenía desde la adolescencia y que alguna vez usó como un gran mostacho siguió intacto.

Llevaba mucho tiempo sin poder hablar con su mamá y hermana, ya que su esposo se lo prohibía, cuando finalmente pudieron encontrarse, le contaron cómo había sido el infierno por tener que ver a este hombre grande y fuerte, de apariencia invencible agotarse poco a poco. Hasta el último minuto reiteró sus ganas de vivir, nombraba a Elizabeth y pedía a gritos su presencia, pero ella nunca llegó.

A continuación, una parte de la historia de Elizabeth Domínguez, un viaje que nunca debió haber hecho, que no disfrutó en lo absoluto, pero que lamentaría no haber vivido porque le dio felicidad a su vida y a mí material para escribir este cuento.

Habiendo terminado el drama físico y psicológico de la muerte de su esposo, Elizabeth se dedicó a ir a fiestas, conocer personas, recuperar amigos. Un día, aproximándose la salida de un bar, conoció a Pablo, a quien le llevaba catorce años. Pasaron unos meses y entablaron una relación que aunque no era formal, le permitió a Elizabeth vivir unas experiencias que antes la vida le había negado.

Durmieron juntos una noche en el apartamento de Elizabeth, después de tomarse tres botellas de vino directo del envase, reírse, besarse sin afán, hablando de todo. Eran como las diez de la mañana y por primera y única vez en su vida Elizabeth no alistó la maleta, ni preparó todo un atuendo que saliera a la perfección.

Salieron muertos de risa y haciéndose cosquillas, en el sótano abordaron el carro, un espécimen deportivo, negro con vidrios polarizados, no sin antes devorarse a besos.


Empezaba en su vida una aventura, un nuevo despertar, una nueva oportunidad de ser feliz. Después de muchos años de haber estado muerta en vida ahora tenía que aprovechar el chance que le daba el universo por fin conspirando a su favor.


Emprendieron el viaje con otras dos parejas, en la carretera algunos impases le hacían pensar en regresar, se sentía incomoda y como la mamá de esos personajes a los que debía llevarles alrededor de quince años.

Llegaron al primer destino y por fin después de visitar algo más de diez hoteles se quedaron en uno que no era lo que esperaban, al menos un lugar limpio y con camas disponibles para tres parejas, sin embargo, este por lo menos parecía más seguro. Se contentaban con que solamente se iban a quedar allí a dormir porque iban a salir toda la noche de fiesta. Así fue llegaron al otro día, durmieron un par de horas, se despertaron, desayunaron y salieron a lavar los carros, una idea que se le metió en la cabeza a uno de ellos. Elizabeth hubiera querido quedarse en el hotel, pero tenía que parecer empática, tal vez la forma de quererles demostrar que no era tan mayor, aunque solo conseguía parecer la tía chévere.

En los pueblos de esta región había fiestas por esta época. Elizabeth tenía en su cabeza que estos eran lugares muy sanos y que no ocurría nada, tal vez una que otra pelea callejera, pero nada más. El calor era infernal, tuvieron que esperar a que pasaran procesiones y carrozas llenas de personas que gritaban, cantaban y celebran. Varias calles estaban cerradas y debieron tomar diferentes atajos. Tenían las ventanas abajo y el gentío pasaba alrededor de ellos, eran como hormigas en procesión quién sabe para dónde.

De pronto Elizabeth sintió cómo un hombre se le abalanzó encima y por poco la ahorca, quería robarle dos cadenas de oro con dijes que colgaban estéticamente de su cuello. Esto se convirtió en un caos, el ladrón intentaba quitárselas y su amigo le pegaba hasta que el tipo tuvo que soltar una. De reojo vio cómo su amigo la sacó de su escote y la guardó. El ladrón salió corriendo y se subió a una moto que lo esperaba a una cuadra.

El susto fue espantoso, Elizabeth sangraba por un rasguño que le hizo, la escandalosa sangre logró marcar el camino del cuello hasta la muñeca, por donde resbalaba goteando a la barra de cambios de donde era incapaz de mover la mano, que estaba paralizada por el susto.

Apurada y con las piernas flojas por el pánico no lograba hacer el cambio para arrancar. La multitud se hizo a un lado, después de ver lo que les habían hecho, Elizabeth, muy nerviosa, no podía dejar de llorar.

Tratando de olvidar lo sucedido decidieron irse al club donde había sido la fiesta la noche anterior esperando encontrarse con un lugar tranquilo, para disfrutar un rato del sol y tomar unos tragos, pero esto no fue lo que encontraron, en cambio llegaron a un sitio sucio en donde reposaban las colillas de cigarrillo, las botellas de trago desocupadas y los borrachos tirados en el piso.

Esto era un ambiente que no estaban dispuestos a soportar por lo que decidieron irse a otro pueblo. Sacaron del hotel las maletas, pagaron la cuenta y se fueron a buscar otras alternativas para seguir viviendo aventuras.

Preguntaron en dónde podrían alquilarles una casa cómoda que tuviera piscina privada y así fue como llegaron a un mejor lugar, aunque esto no era nada lujoso y debían dormir en camarotes de camas sencillas, sin aire acondicionado, en un calor de más de treinta grados.

Cuando lograron acomodarse en el lugar, estaban más calmados y pudieron disfrutar de algunos juegos en la piscina. En un momento Elizabeth se puso a organizar las maletas que por salir apurada del otro hotel estaban revueltas. Había algunos antecedentes que le hacían pensar a Elizabeth que su amigo tenía alguna manía relacionada con el robo. Por ejemplo un inconveniente con una de las parejas que los acompañaban, quienes lo acusaron de haber tomado dinero de su maleta y también decirle que no tenía su cadena cuando había visto que la había guardado, después de sacarla de su escote.

Organizó su cartera, puso allí todas las cosas de valor que le quedaban, una pulsera gruesa de oro, dos anillos de tres vueltas que su papá le trajo de un viaje a Italia, aretes de oro, el celular, dinero y la billetera con documentos. También tenía allí su agenda personal, unas facturas pagas y otras pendientes por cancelar y un pequeño cuaderno con anotaciones, ideas y algunos escritos. Pensó: «La pondré en el baúl del carro para que si son verdad mis sospechas no tenga tan fácil la oportunidad de robarlas».

Fue una noche difícil, el calor era desesperante y los mosquitos parecían pájaros con enormes picos en forma de aguja que se comían cada pedazo de piel de los turistas. En la mañana estaban llenos de ronchas rojas y la rasquiña era insoportable. Aun así Elizabeth lograba mantener una buena actitud, por lo que accedió a ir al pueblo a desayunar, mandar a lavar los carros y comprar algunas provisiones para hacer un asado en una vieja parrilla con carbón que encontraron en el patio trasero de aquella casa.

Aunque trataban de ser más positivos, los ánimos no eran buenos, no hacían bromas, la música era menos festiva y con bajo volumen y había largos tiempos de silencio. Dejaron lavando los carros mientras fueron a desayunar y al mercado. Los recogieron y se dirigieron a la casa en donde hicieron el almuerzo y compartieron en la piscina.

Ese mismo día regresarían a su ciudad de residencia. Elizabeth reposaba bajo el sol, acostada en una silla reclinable al lado de la piscina hacía el recorrido mental de las actividades que tenía que realizar. Bañarse, pensaba en la ropa que se pondría. Debía alistar las maletas, no olvidar el cargador del celular que tenía en una mesa al lado de la cama, organizar el dinero para los peajes y fue justo cuando recordó. Abrió los ojos y se sentó como si tuviera un resorte debajo de la espalda. Había dejado el carro para que lo lavaran con su cartera llena de cosas de valor en el baúl.

En este momento enloqueció, le provocaba tirarse a la piscina para ahogarse, salió corriendo a buscar las llaves y se lastimó el dedo pequeño del pie derecho. El dolor era inmenso, pero no más que saber que había organizado delicadamente todas sus pertenencias más valiosas y las había puesto en manos de cualquiera. Maldijo todo lo que pudo, se trató de imbécil, de idiota. Se arrepintió por a sus años, querer vivir este tipo de aventuras a las que no estaba acostumbrada, pero que podían poner en riesgo tanto. Gritando llegó a la conclusión de que no valía la pena, lo que no sabía era como iba a resolver este problema y lloraba y se resignaba, porque era imposible que recuperara algo tan valioso, seguramente ya estaba en alguna casa de empeño de este o algún pueblo cercano.

Lo comprobó, la cartera no estaba, la habían sacado del baúl cuando dejó lavando el carro. ¡Claro la encontraron cuando abrieron el baúl para aspirarlo!

Todos se sentaron a pensar qué podrían hacer, uno de ellos era abogado y ya estaba pensando en poner una denuncia, otro en tono agresivo y desafiante proponía que los encararan y los obligaran a confesar que la habían cogido y la regresaran. Los más tranquilos sugerían que Elizabeth dejara a la vida o al cosmos las cosas porque no había la más mínima posibilidad de recuperarlas.

Embutieron la ropa entre las maletas, encima del vestido de baño mojado se pusieron la primera ropa que encontraron y salieron. Justo antes de cerrar la puerta timbró un teléfono dentro de la habitación, era el celular del amigo de Elizabeth. Si no lo hubieran escuchado lo habrían dejado olvidado debajo de almohada.

Era una llamada desde el celular que había dejado Elizabeth entre la cartera. No alcanzaron a contestar y al regresar la llamada estaba en la línea un hombre. Les dijo:

«Tengo una cartera en mis manos con algunas pertenencias de mujer. Estaba arreglando un carro y vi salir a un muchacho con ella debajo del brazo y se me hizo extraño. Lo llamé y le pregunté, me tiró la cartera y salió corriendo».

Había marcado a este número, que era el último que estaba en la lista de llamadas hechas y recibidas. El hombre quería devolverla y les pedía que lo recogieran de inmediato sobre la vía. Ese celular tenía poca carga por lo que temían que si se apagaba no alcanzarían a hablar con él ya que les había dicho que no tenía celular.

Salieron apresuradamente y se enfrentaron a una horrible congestión de carros, se había terminado el fin de semana y lunes festivo y al parecer, todos al mismo tiempo estaban intentando regresar a la capital. La desesperación era infinita. Se repartieron en los dos carros. Elizabeth y su amigo iban solos, para poder llevar al señor, quien les había pedido que lo dejaran a un paraje cercano para tomar el bus que lo llevaría hasta su casa, entonces las demás parejas se fueron en el otro carro.

Constantemente lo llamaban, les decía que no iba a poder seguir esperando, que tenía mucha sed, hacía demasiado calor y tenía que regresar a su casa antes del anochecer. El amigo de Elizabeth estaba a cargo de recibir y hacer las llamadas, le preguntaba que cómo estaba vestido, el nombre, que si quería algo y le suplicaba que los esperara. Jesús era su nombre, le dijo que quería una coca cola, que tenía mucha sed, que le comprara una botella de las grandes.

Todavía lejos del punto de encuentro que habían acordado, confundido entre los vendedores ambulantes un señor se acercó y tocó la ventana, les pidió que le abrieran la ventana.

Yo soy Jesús, tengo su cartera.

Era un hombre de estatura baja, podría tener alrededor de sesenta años, el cabello abundante y lacio de color plateado. Sus ojos eran de tamaño mediano y de color azul como el cielo.

Cuando se dieron cuenta de que era él, el amigo de Elizabeth se bajó apresuradamente. Era un carro de dos puertas por lo que bajó la silla de adelante y le permitió que pasara y se acomodara atrás.

—Mire y verá que todo está completico.

Así sin más les entregó la cartera. Era verdad, no faltaba nada. El amigo de Elizabeth se puso a revisar, ya que ella estaba conduciendo. De reojo vio cómo sacó un billete de cincuenta mil y se lo metió en el zapato. No quiso decirle nada, pero confirmaba sus sospechas, lo que le sirvió de argumento para no volverlo a ver después de regresar del viaje.

—Ya vamos a comprarle su coca cola, no hemos encontrado un lugar, le dijo el amigo de Elizabeth. Entonces Jesús señaló una tienda en una esquina.

—Mire ahí me la puede comprar, bájese, ahí la consigue. 


Mientras que estábamos solos me dijo:

—Debe tener más cuidado, cuide sus cositas, mire que está muy difícil conseguir la plata.
Era un regaño que Elizabeth merecía, pero lo transformó en consejo, el de una persona tranquila que la llenó de paz y logró hacerle sentir su buena energía y amor. El amigo de Elizabeth compró la coca cola más grande que encontró y unos vasos. Les ofreció a los amigos del otro carro y le sirvió a Jesús. Recibió el vaso y se lo bebió rápidamente, pidió otro y al terminar suspiró indicando que había calmado la sed.

—Gracias, ahora sí sigamos porque nos cogió la noche.

Arrancaron y siguieron el camino.

Hablaron de todo, les contaba en dónde vivía, era un pueblo que jamás habían escuchado, que estaban en fiestas y que le gustaba tomarse unos tragos con su esposa, que tenía que llegar para poder compartir con la familia y los amigos. Les contó que era mecánico y que estaba arreglando un carro en el taller ubicado en la estación de gasolina en la que habían dejado a lavar el carro. Unos kilómetros adelante parecía que se hubieran conocido toda la vida. Los aconsejó, les habló de la importancia de la familia, de lo mucho que amaba a su esposa y a sus hijos. Sin embargo, Elizabeth todavía algo incrédula, mencionaba de vez en cuando que estaban acompañados por unos amigos que viajaban en otro carro.

De pronto les indicó el lugar en el que se iba a bajar, una estación de gasolina plantada en un arenal. La típica estación en medio de un gran lote en donde paran a llenar de gasolina grandes camiones y buses de servicio público. En una esquina un grupo de hombres barrigones jugando dominó, con un palillo entre los dientes quien sabe desde que hora.

—¿Está seguro de que es ahí donde quiere que lo deje?

Preferiría llevarlo hasta su casa.

—Mi casa es lejos, hay que tomar una trocha y es oscuro y feo, no se podría regresar hoy, por ahí no recomiendan que salgan por la noche.

Elizabeth accedió y se estacionó, le pidió el número de teléfono, pero nuevamente le dijo que no tenía. Le dio su tarjeta para que la llamara.

—Cuando esté en la capital y necesite algo me llama y con mucho gusto podría ayudarlo.

Se bajó y Elizabeth suspiró en señal de descanso. No podía creer que hubiera recuperado todo, que se hubiera encontrado con una persona honesta de esas que no son comunes en estos tiempos.

Elizabeth le dijo a su amigo que le entregara a Jesús el billete de cincuenta mil que estaba en su cartera, el que ella sabía que había guardado en el zapato. No tuvo opción, disimuladamente se lo sacó y se lo entregó.

—Acéptelo, es poco pero quiero con esto darle las gracias por ser tan honesto y regresarme mis cosas.

Se guardó el billete y la tarjeta en el bolsillo de la camisa y empezó a caminar por la orilla de la carretera. Se quedaron atentos mirando por el retrovisor, no pasaban buses, Elizabeth no quería que tuviera problemas para poder llegar a su casa. Le dijo a su amigo que se bajara y lo acompañara mientras tomaba el bus y cuando volvió a mirar por el retrovisor ya no estaba. No se veía, no había quedado ningún rastro de él. Fue extraño pero siguieron.

No podían dejar de hablar acerca de lo maravilloso de haber conocido una persona como Jesús, un hombre trabajador y honesto, amante de su familia y las costumbres de antaño que ya estaban en peligro de extinción en nuestro país y el mundo entero. Morían de ganas por contarles a todos su aventura y pequeño milagro.

Se encontraron con sus compañeros de viaje en una pequeña tienda al lado de la carretera. Narraron uno a uno cada momento. Cuando llegaron al punto en el que el amigo de Elizabeth se bajó a comprar la coca cola, uno de ellos la interrumpió:

—En ese momento estábamos muy preocupados, nos dio miedo que los fueran a coger entre esos dos tipos y les hicieran algo.

—¿Cómo así que esos dos tipos?

—Era un señor mayor, le corrimos la silla y se subió en el asiento de atrás.

—No, discúlpame eran dos. Uno se subió por el lado derecho y el otro por tu puerta. Tú no te bajaste, te hiciste hacia adelante y un señor alto, delgado, moreno, vestido con camiseta tipo polo de rayas azul o verde, blanco y rojo se subió por tu puerta y se sentó con el otro señor en la parte de atrás.

Elizabeth insistió en que no era así, pero todos los demás confirmaron lo que él decía.

—Claro que sí, un señor de bigote, alto y delgado. Tú le abriste la puerta y te hiciste un poco hacia adelante, corriste tu silla y él se subió. Es más cuando se bajaron a comprar la coca cola lo vimos por la ventana, ahí estaba sentado detrás de ti.

Elizabeth empezó a llorar descontroladamente, ahora lo entendía todo, ella tenía un gran ángel que la cuidaba. Este horrible viaje tenía un propósito. Ahora sabía que nunca iba a volver a estar sola y que él siempre será el rastro que la acompaña.



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