miércoles, 14 de febrero de 2018

Mati y Nano

Luis Rivera



Llegó Matilde de la escuela por la tarde. La casa se ubicaba al norte de la aldea; tardaba diez minutos caminando por las calles polvorientas desde la plaza central, donde se encontraba el colegio público. Al solo asomarse por la esquina, reventaban los ladridos de sus esqueléticos perros, que añoraban las migajas que siempre les compartía Matilde. La escoltaban al otro lado del cerco perimetral, tropezando uno sobre el otro de tanta emoción, hasta llegar al portón principal. La residencia, un retrato típico de la pobreza, era mitad cemento y la otra mitad un mosaico de tablas de madera recicladas, fruto de todas las generosas donaciones de construcciones vecinas. Los pisos eran de tierra; el agua potable no existía. Vivían en un rectángulo con divisiones internas de madera, cartón, y cortinas. La privacidad era un lujo con el que no contaban.
—¿Cómo le fue hoy en la escuela, Mati? —se escuchó gritar a German, a lo lejano del patio.
—Venga a la casa y le cuento —respondió Matilde, mientras cambiaba sus zapatos de escuela por unas viejas sandalias.
Escuchaba como se acercaba por el ruido del bastón. Procedió a guardar sus libros y sacó su delantal. Fue al patio a recoger leña, y comenzó a encender con ella el fogón. De una vez colocó un porrón con agua para hacer café. Pronto el humo invadió la casa, por lo que rápidamente la mezcla de olores ocasionó una cotidiana tos en ambos, irritando sus ojos. Buscó la escoba y limpió sala, cocina y alrededores. Una vez satisfecha con el aseo, sirvió dos tazas de café colado con azúcar morena, y partió un pedazo de pan que ya estaba duro, pero que se suavizaría con el café.
—¿Ha comido algo hoy? Cada día lo veo más flaco a usted.
—La belleza incomoda, Mati —declamaba German, mientras flexionaba sus raquíticos brazos, intentando mostrar algo que se pareciera a músculo. Fue inevitable la risa de Matilde mientras se sentaba con él. Le ubicó la taza y el plato con pan en la misma posición de siempre, para facilitarle la ingesta.
Platicaron. Matilde le contó sobre su día en la secundaria. Rieron cuando le relató sobre cómo la directora había caído sobre un charco de lodo persiguiendo unos gatos que se habían metido a la cocina de la escuela. German escuchaba atento, su cabeza inclinada hacia la derecha, por instinto. Su cabello era rojo y rizado, indomable. Contrastaba con su espigado y delgado cuerpo. Sus dientes —grandes y amarillos—, se le salían de los labios, los cuales mojaba constantemente con su lengua, sin razón aparente. Su sonrisa era de oro puro, genuina como el resplandor del sol. Sus ojos entreabiertos parpadeaban a ritmo constante. Era dos años menor que Matilde, pero no había educación especial para él en el pueblo, por eso no iba a la escuela. Huérfano desde muy corta edad, fue acogido en la iglesia, donde le daban lugar para dormir y comida por caridad. Su adoración era Matilde.

Pasadas las seis de la tarde, llegó Sandra, la madre de Matilde. Trabajaba como empleada doméstica en la casa del coronel Arteaga. Encontró a Matilde haciendo tareas y German sentado a su lado, meciéndose apoyado en su bastón. De inmediato delata su irritación, grita y reclama por cada pequeñez. Matilde se mueve rápido para no agravar más la situación, y de manera sutil, el niño se levanta para colocarse en una esquina, intentando hacerse imperceptible. Le sirve la cena a su madre, termina de lavar los platos y de reponer agua en los baldes de la casa para la noche y madrugada. Sandra apenas toca la comida, aduciendo que sabe mal y murmurando: «Ni esto puede hacer bien esta mocosa». Su delgado cuerpo marca sus huesos bajo el vestido, aunque el vientre abultado resalta. Existió belleza en su juventud, pero la pobreza ingrata se la arrebató sin piedad. Desde la trágica muerte de Marco, cuarenta días atrás, su carácter se había vuelto amargo, violento e impredecible. Sus veintisiete años de vida pesan mucho más con la viudez.

Los días comienzan antes del amanecer en la casa de Matilde. Alumbrada con un candil, la pequeña adolescente se mira al espejo mientras trata de desenredar su cabello, largo y maltratado. Mira sus facciones, gruesas y ásperas como la azúcar morena, llenas de pecas a causa de tanto sol. Sus ojos café miel están rodeados por largas pestañas. Tenía una nariz gruesa, como la de su padre, y un lunar cerca de su labio inferior, que coqueteaba adornando su dulce sonrisa. El cuerpo empezaba a transformarse, lo cual le asustaba. Su busto se asomaba tímidamente; la niñez había quedado atrás. Las curvas de su cintura delineaban una figura atractiva, ella se admiraba con ilusión. «Seré bella, cómo mamá», pensaba. Terminaba de amarrar su trenza cuando escuchó a su madre quejarse del dolor. Corrió a su auxilio.
—¿Está bien, mamá?
—¡No estás viendo que estoy enferma, niña! —respondió de forma agresiva Sandra, mientras abrazaba su estómago, reteniendo el vómito. De inmediato, Matilde trajo una cubeta y su madre no pudo contenerse más.
—¿Quiere que llame al doctor Vargas? ¡Voy corriendo ahorita a su casa!
—¿Y con qué le vamos a pagar, bruta? Tráigame limón con sal y veré cómo me recupero.
Después de cumplir su cometido, Matilde se terminó de alistar y se fue a la escuela, tragando amargamente sus lágrimas.

Los martes por la noche, Matilde y German se ausentaban de la casa, por órdenes de Sandra. Aprovechaban y se dirigían al sur de la aldea, donde estaban las plantaciones de maíz y sorgo. Llevaban un foco de mano, en vista que se encontraban con oscuridad total. German caminaba tomando del brazo a Matilde. Sus manos de niño raspaban por los gruesos callos. Las uñas estaban largas y sucias. Matilde previó cortarlas y asearlas al regresar a casa. Encuentran un campo abierto y se sientan a cenar. Llevan envueltos unos aguacates, trozos de queso y tortillas. «Un lujo de cena», reflexionó Matilde, mientras se persignaba. Comienza a soplar un viento frío y seco; se abrigan lo más que pueden. Al terminar de comer, se tumban boca arriba, agradecidos con el momento.
—Si tan solo pudiera usted ver el cielo en estos momentos, German, hoy tenemos una vista espectacular. Las estrellas brillan como luciérnagas.
—¿Cómo es el cielo, Mati?
—Me pide algo muy difícil, Nano. Trataré —. Tomó los brazos de su amigo y los colocó de frente a él, con las palmas juntas. Luego lentamente los giró cada uno en sentido opuesto, hasta que quedaron abiertos, formando una cruz.
—El cielo se extiende desde lo más alto hasta que toca la tierra en cada lado, en un círculo inmenso, que no termina. No puedo contar todas las estrellas. ¡Hay miles! Unas lucen resplandecientes, otras apenas se ven. Estudié en la escuela que las antiguas civilizaciones habían logrado identificar varios grupos de estrellas, y las agruparon en conjuntos para poder reconocerlas. Orión, Tauro, Osa Mayor, y así varias más —. Matilde tomaba el dedo índice de German y dibujaba las constelaciones en el aire con él. Luego, le dijo que contarían las estrellas. Y le fue indicando: «Aquí hay una, otra, otra otra, una grande, otra» mientras movía rápidamente su dedo apuntando a cada una.
—¿Cuántas estrellas hay entonces? —preguntó anonadado, su respiración acelerada.
—No terminaríamos nunca de contarlas, créame que es lo más precioso del mundo.
Quedaron en silencio un tiempo, cada uno inmerso en sus pensamientos. Luego, hablaron de lo cotidiano. German le contaba que durante el día, lograba ingresar al batallón para lustrar zapatos de los oficiales, y estos le pagaban buenas propinas. Otros le pedían pulir sus hebillas, y con todo eso estaba logrando acumular dinero para comprarse unas botas militares. «¡Incluso hay un sargento, le dicen el gordo Ramírez, que me está enseñando a disparar su pistola!», le contaba emocionado.
—¿Y usted para qué quiere aprender a disparar si no puede ver, Nano? Eso sí es lo más loco que he escuchado. ¡Va a matar a alguien usted! ¡Incluso al tal Ramírez!—, respondía Matilde mientras reían ambos a carcajadas.
—¡Nunca se sabe! Ja, ja, ja, ja, ja, ja. Es más, pórtese bien usted conmigo, si no: ¡Pam, pam, pam!  No, en serio, el sargento me está enseñando a apuntar con el sonido. Usa botellas que hace sonar, y con eso yo me guío. ¡Dice que tengo mejor puntería que la mitad del batallón!
Cuando se cansaron de bromear, calcularon que era hora de regresar a casa. German, como la mayoría de las noches, se quedó a dormir en casa de Matilde.

Existen dos cosas que no son negociables los días domingo en la aldea: bañarse y asistir a misa. Era una mañana calurosa, donde el viento sopla vapor y polvo, secando la garganta. Matilde ayudaba a German a verse someramente presentable, pero ese pelo suyo era indomable. Con un cepillo de plástico, aspiraba sin éxito a penetrarle el cabello para tratar de aplacarlo y darle algo de forma, aunque solo lograba casi decapitar al pobre muchachito, quien aguantaba como los machos, lagrimeando de vez en cuando. Caminaron juntos a la iglesia; tomaron asiento en las primeras bancas. La edificación era de tamaño pequeño, sus paredes de piedra, con columnas y vigas de madera para sostener el techo, que estaba construido con tejas. Tenía varios arcos en su perímetro, que los feligreses habían decorado con imágenes de las trece estaciones del santo Vía Crucis. La luz natural se pintaba de colores al penetrar los acrílicos. El piso era decorado de mosaicos simétricos, un tono marrón cuadriculado con líneas doradas. Llegaron con buen tiempo de antelación. A nadie le gustaba incomodar al sacerdote con una imprudencia tal como lo era la impuntualidad, sabiendo que sería compartido el incidente —detallando nombre y apellido— con toda la congregación durante el sermón.
—Mati, va llegando don Ramón, el alcalde, revise —dijo German, mientras Matilde volteaba todo el torso, asomándose hacia la puerta principal.
—¡Sí, Nano, es él! ¿Cómo sabe?
—Don Ramón arrastra el pie derecho. Debió de tener algún accidente que lo hace cojear.
—¿Quién más viene?
—Ahorita va entrando doña Paula, la dueña de la pesa del mercado.
—¿Pero, cómo? —susurraba Matilde, tapando su boca tratando de disimular su entusiasmo y así evitar un coscorrón del cura, moviendo su cabeza rápidamente en forma afirmativa, dándole la razón.
—Fácil, los tacones altos que usa golpean el piso de la iglesia como una marcha de caballos en hípico. 
—¡Usted es un brujo! ¡Nadie puede adivinar tanto sin ver!
Continuaba tratando de impresionar a Matilde.
—¿Verdad que al otro lado de esta banca, a la derecha, está sentado el profe Raudales, el jubilado?
—¡No puede ser! Sí, es él. Está sentado y quieto.
—No crea —dijo German en voz baja—, ¡hasta aquí se escucha cómo truena la banca por tanto pedo que se tira!
Ambos rieron sin poder contenerse, y más cuándo Matilde le indicó que el honorable señor sonreía afablemente viendo a su alrededor, asumiendo que nadie sabía lo que hacía, con pequeñas muecas en cada disparo. Miradas de desaprobación provenientes de todas las señoras del grupo de oración  dominical se enfilaron hacia los dos. Matilde tomó y apretó la mano de German; ambos se acomodaron y dirigieron su mirada al frente, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no carcajearse.

En la tarde de ese domingo, Matilde y German se mecían en las hamacas, tratando de matar el tiempo que parecía no avanzar. Al frente, se estacionó un vehículo del batallón militar, y se bajaron dos soldados al mismo tiempo. Bajaron dos cajas con provisiones, entrando a la casa de Matilde con propiedad absoluta. Al escucharlos, salió Sandra del cuarto, y los saludó con un movimiento corto de su cabeza. Se retiraron de inmediato, sin cruzar palabra alguna.
—Mamá, ¿por qué traen esa comida los soldados?
—Por órdenes del coronel Arteaga. Él nos cuida ahora. Debemos ser agradecidas siempre. Marco así lo hubiera querido.
—¿Entonces, la ayuda es debido a que mi papá fue bueno?
—No, ojalá fuera así. Es porque yo he sido mala…

El martes, Matilde se preparaba para irse con German a su tradicional excursión nocturna, cuándo Sandra le indicó que hoy iba a salir, que le tocaría a ella atender al coronel.
—Usted ya está grandecita. Se queda aquí y lo atiende con lo que pida. Yo me siento muy mal y no puedo dejar que me vea así. Iré donde su madrina. —Dirigiéndose a German, exclamó—: ¡Qué se pierda el mocoso, no quiero que esté de fisgón, como siempre!
Pasadas las siete de la noche, llegó el coronel. Se aparcó en la bocacalle, y caminó pausado hacia la casa, mientras fumaba un cigarrillo bocanada tras bocanada. Entró sin recato a la sala, cerrando la puerta principal y sentándose en el comedor, sus pesadas botas sobre una silla.
—¿Y tu mamá?
—Se sentía mal y fue a ver si se inyectaba algo donde mi madrina. Me dijo que yo le atendiera en lo que quisiera.
—Esa vieja está para los chuchos. Tráeme un trago, tengo una botella de ron en ese armario.
Le temblaban las manos a Matilde mientras buscaba el vaso y la botella. «Él es un hombre bueno, amigo de papá. No tengo por qué temerle», se repetía a sí misma, buscando apaciguar sus nervios. El  coronel tendría cerca de cuarenta y cinco años. Un diminuto y bien formado bigote adornaba su cara. Su pelo, cortado al ras, era parado y ya con parches de áreas canosas a los costados. De mentón pronunciado, su sonrisa le parecía macabra a Matilde. Tenía tres líneas marcadas en su frente, que se acentuaban mientras tragaba el ron de un solo tiro. Llevaba su fatiga militar, incluido el cinturón oficial en su ancha cintura que contenía su arma de reglamento, unas esposas, varios depósitos para municiones adicionales, sumado a otros elementos de sobrevivencia elemental.
—¿Cuántos años tienes, niña? Yo te conocí recién nacida.
—Tengo trece años, y cumplo los catorce el próximo mes.
—Bien decía tu mamá que ya estás mujercita. Tenía razón.
Se puso de pie, y se quitó el cinturón, dejándolo caer en el suelo, tras la silla. Volvió a tomar asiento y pidió otro trago. Matilde trataba de no verle a los ojos, temía esa mirada, que la sentía penetrante en su cuerpo. Intentando que no la viera temblar, sirvió el trago y se alejó de nuevo, aparentando estar ocupada, ordenando cosas en la cocina. Pensó rápido y recurrió a la única protección que conocía en este mundo.
—Mamá dijo que papá está muy agradecido desde el cielo con toda la ayuda que usted nos brinda, coronel. Y nosotros también. Sabemos cómo usted apreciaba a mi papá.
—¿Eso dijo Sandra, eh? —respondió el coronel, con una sonrisa irónica, moviendo su rostro de arriba hacia abajo, estirando los labios como un chimpancé—. Con tu papá fuimos amigos en la juventud, pero a él se le olvidó cuánto le he ayudado. Y pensó que podía joderme, ¡y cómo se equivocó!
Matilde observó cómo le iba cambiando el carácter al coronel, y le preocupaba el rumbo que iba tomando la conversación. Calló prudentemente. La sonrisa del militar había desaparecido, y una mirada amarga invadió su semblante.
—Tráeme otro trago, Mati, que ya me amargó la vida recordar al ingrato de tu papá. ¿Sabes qué? Fue un mal agradecido. Se jodió. Mejor dicho, ¡lo jodí! —exclamó mientras soltaba una carcajada—. ¿En verdad crees todo lo que te dice tu mamá? Pues te voy a contar lo que te han ocultado, para que veas lo fregada que estás en la vida. Sandra no es tu mamá. Ella era la amante de tu papá en el mismo tiempo que tú naciste. Tu madre verdadera, Esther, se enteró y al solo terminar de darte pecho, recogió sus cosas y se fue mojada a los Estados Unidos. Sandra se mudó a vivir con Marco, y juraron no decirte para evitar que te fueras tras de ella.
El cuerpo de Matilde se paralizó, digiriendo lo que acababa de escuchar.
—Mi papá solo trataba de protegerme, usted lo conoce bien y sabe que es un hombre bueno.
—¡Deja de hablar bien de ese sinvergüenza! ¡No sabes nada de nada, Mati! —gritaba el coronel mientras se levantó repentinamente, y se acercó a la niña que temblaba sin poder controlarse—. ¡Tu papá quiso chantajearme! ¿Sabías eso de tu papito? Se dio cuenta de que la bruta de Sandra se embarazó, y que no era suyo, porque ya tu papá ni como hombre funcionaba. Y el muy inteligente, en vez de quedarse calladito y portarse bien, trató de sacarme plata con tal de no destapar el escándalo. ¿A mí me quería fregar? ¡Ah, pobre diablo, no sabía con quién se metía! Le quise mandar un mensaje claro, y por eso sucedió el accidente en el taller. Se le pasó la mano al idiota del Ramírez, y en vez de asustarlo, se lo mandó directo al panteón. Me dio pesar, pero él se la buscó. Así que no te quiero hablando dulzuras de ese delincuente, ¿me entendiste?
Matilde dejó de temblar, dejó de temer. La ira comenzó a tomar posesión de su accionar.
—¿Usted mató a papá? ¿Cómo puede decirlo tan tranquilo? ¡Ni que fuera un animal el que murió! ¡Asesino! ¡Asesino! ¿Y qué hace en mi casa? ¡Váyase! ¡Váyase al infierno!
El coronel tomó a Matilde de los hombros y la sacudió fuerte, al tiempo que ella comenzó a gritar sin control. Sin pensarlo, cruzó en su rostro una bofetada con la parte posterior de su mano derecha. Fue un golpe seco que derrumbó a la niña. Al verla tumbada, se tiró sobre ella, sentado en su estómago, deteniéndole los brazos por encima de su cabeza.
—¡Déjeme, animal! ¡Es un cobarde que lo único que me genera es asco!
—¡Cállate, niña! ¡No quiero lastimarte más! ¡Si sabes lo que te conviene, cierra la boca ya!
De repente, el coronel, apoyado en su entrenamiento militar —que ahora era un instinto natural para él— escuchó entre el tumulto, ese siempre temido clic. Sabía que ese minúsculo sonido significaba que alguien le apuntaba. Su mano derecha se ciñó a su cintura, buscando su pistola, de inmediato recordó que se había quitado el cinturón minutos atrás. Volteó hacia su derecha, y lo encaró. German apuntaba la pistola del coronel en un bamboleo semicircular, con el oído derecho inclinado en dirección adonde se encontraba la pareja. Escuchaba a Matilde sollozar y forcejear, mientras sus manos sudorosas y heladas batallaban por sostener firme el arma.
—¿Qué piensas hacer, ciego de…
PAM… El arma tenía mayor golpeteo del que German estaba acostumbrado, y cayó al suelo. Matilde gritó en pánico, cuándo el coronel cayó sobre ella, derramando sangre por el orificio en su cabeza. Como pudo, se escabulló y se alejó arrastrándose por el suelo, hasta llegar a la pared, donde comenzó a llorar. German se puso de rodillas, y gateó hacia ella. «¿Está bien, Mati?», fue lo único que pudo susurrar. Matilde asintió, abrazando a su amigo con todas sus fuerzas. Pasaron minutos, que parecieron horas, hasta que la razón volvió a su mente, y recobró control de la situación.
—Nano, se tiene que ir lejos. Si lo encuentran acá, lo matarán los militares. Gracias por salvar mi vida, ahora debemos pensar en la suya.
—Sí, Mati, lo sé —respondió el muchacho, temblando del miedo al pasar el efecto de la adrenalina.
Comenzó a palpar el suelo buscando la pistola, sabiendo que no podía dejarla ahí para proteger a Mati. De repente la encontró, pero sintió la mano de Matilde arrebatándosela.
—Déjemela, Nano, tengo todavía un pendiente con Sandra que debo resolver…

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