Luis Rivera
Llegó
Matilde de la escuela por la tarde. La casa se ubicaba al norte de la aldea;
tardaba diez minutos caminando por las calles polvorientas desde la plaza
central, donde se encontraba el colegio público. Al solo asomarse por la
esquina, reventaban los ladridos de sus esqueléticos perros, que añoraban las migajas que siempre les compartía
Matilde. La escoltaban al otro lado del cerco perimetral, tropezando uno sobre
el otro de tanta emoción, hasta llegar al portón principal. La residencia, un
retrato típico de la pobreza, era mitad cemento y la otra mitad un mosaico de
tablas de madera recicladas, fruto de todas las generosas donaciones de
construcciones vecinas. Los pisos eran de tierra; el agua potable no existía.
Vivían en un rectángulo con divisiones internas de madera, cartón, y cortinas.
La privacidad era un lujo con el que no contaban.
—¿Cómo
le fue hoy en la escuela, Mati? —se escuchó gritar a German, a lo lejano del
patio.
—Venga
a la casa y le cuento —respondió Matilde, mientras cambiaba sus zapatos de
escuela por unas viejas sandalias.
Escuchaba
como se acercaba por el ruido del bastón. Procedió a guardar sus libros y sacó su
delantal. Fue al patio a recoger leña, y comenzó a encender con ella el fogón.
De una vez colocó un porrón con agua para hacer café. Pronto el humo invadió la
casa, por lo que rápidamente la mezcla de olores ocasionó una cotidiana tos en
ambos, irritando sus ojos. Buscó la escoba y limpió sala, cocina y alrededores.
Una vez satisfecha con el aseo, sirvió dos tazas de café colado con azúcar
morena, y partió un pedazo de pan que ya estaba duro, pero que se suavizaría
con el café.
—¿Ha
comido algo hoy? Cada día lo veo más flaco a usted.
—La
belleza incomoda, Mati —declamaba German, mientras flexionaba sus raquíticos
brazos, intentando mostrar algo que se pareciera a músculo. Fue inevitable la
risa de Matilde mientras se sentaba con él. Le ubicó la taza y el plato con pan
en la misma posición de siempre, para facilitarle la ingesta.
Platicaron.
Matilde le contó sobre su día en la secundaria. Rieron cuando le relató sobre cómo
la directora había caído sobre un charco de lodo persiguiendo unos gatos que se
habían metido a la cocina de la escuela. German escuchaba atento, su cabeza
inclinada hacia la derecha, por instinto. Su cabello era rojo y rizado,
indomable. Contrastaba con su espigado y delgado cuerpo. Sus dientes —grandes y
amarillos—, se le salían de los labios, los cuales mojaba constantemente con su
lengua, sin razón aparente. Su sonrisa era de oro puro, genuina como el
resplandor del sol. Sus ojos entreabiertos parpadeaban a ritmo constante. Era
dos años menor que Matilde, pero no había educación especial para él en el
pueblo, por eso no iba a la escuela. Huérfano desde muy corta edad, fue acogido
en la iglesia, donde le daban lugar para dormir y comida por caridad. Su
adoración era Matilde.
Pasadas
las seis de la tarde, llegó Sandra, la madre de Matilde. Trabajaba como empleada
doméstica en la casa del coronel Arteaga. Encontró a Matilde haciendo tareas y
German sentado a su lado, meciéndose apoyado en su bastón. De inmediato delata
su irritación, grita y reclama por cada pequeñez. Matilde se mueve rápido para
no agravar más la situación, y de manera sutil, el niño se levanta para
colocarse en una esquina, intentando hacerse imperceptible. Le sirve la cena a
su madre, termina de lavar los platos y de reponer agua en los baldes de la
casa para la noche y madrugada. Sandra apenas toca la comida, aduciendo que
sabe mal y murmurando: «Ni esto puede hacer bien esta mocosa». Su delgado
cuerpo marca sus huesos bajo el vestido, aunque el vientre abultado resalta.
Existió belleza en su juventud, pero la pobreza ingrata se la arrebató sin
piedad. Desde la trágica muerte de Marco, cuarenta días atrás, su carácter se
había vuelto amargo, violento e impredecible. Sus veintisiete años de vida
pesan mucho más con la viudez.
Los
días comienzan antes del amanecer en la casa de Matilde. Alumbrada con un
candil, la pequeña adolescente se mira al espejo mientras trata de desenredar
su cabello, largo y maltratado. Mira sus facciones, gruesas y ásperas como la
azúcar morena, llenas de pecas a causa de tanto sol. Sus ojos café miel están
rodeados por largas pestañas. Tenía una nariz gruesa, como la de su padre, y un
lunar cerca de su labio inferior, que coqueteaba adornando su dulce sonrisa. El
cuerpo empezaba a transformarse, lo cual le asustaba. Su busto se asomaba tímidamente;
la niñez había quedado atrás. Las curvas de su cintura delineaban una figura
atractiva, ella se admiraba con ilusión. «Seré bella, cómo mamá», pensaba.
Terminaba de amarrar su trenza cuando escuchó a su madre quejarse del dolor.
Corrió a su auxilio.
—¿Está
bien, mamá?
—¡No
estás viendo que estoy enferma, niña! —respondió de forma agresiva Sandra,
mientras abrazaba su estómago, reteniendo el vómito. De inmediato, Matilde
trajo una cubeta y su madre no pudo contenerse más.
—¿Quiere
que llame al doctor Vargas? ¡Voy corriendo ahorita a su casa!
—¿Y
con qué le vamos a pagar, bruta? Tráigame limón con sal y veré cómo me
recupero.
Después
de cumplir su cometido, Matilde se terminó de alistar y se fue a la escuela,
tragando amargamente sus lágrimas.
Los
martes por la noche, Matilde y German se ausentaban de la casa, por órdenes de
Sandra. Aprovechaban y se dirigían al sur de la aldea, donde estaban las
plantaciones de maíz y sorgo. Llevaban un foco de mano, en vista que se
encontraban con oscuridad total. German caminaba tomando del brazo a Matilde.
Sus manos de niño raspaban por los gruesos callos. Las uñas estaban largas y
sucias. Matilde previó cortarlas y asearlas al regresar a casa. Encuentran un
campo abierto y se sientan a cenar. Llevan envueltos unos aguacates, trozos de
queso y tortillas. «Un lujo de cena», reflexionó Matilde, mientras se
persignaba. Comienza a soplar un viento frío y seco; se abrigan lo más que
pueden. Al terminar de comer, se tumban boca arriba, agradecidos con el
momento.
—Si
tan solo pudiera usted ver el cielo en estos momentos, German, hoy tenemos una
vista espectacular. Las estrellas brillan como luciérnagas.
—¿Cómo
es el cielo, Mati?
—Me
pide algo muy difícil, Nano. Trataré —. Tomó los brazos de su amigo y los colocó
de frente a él, con las palmas juntas. Luego lentamente los giró cada uno en
sentido opuesto, hasta que quedaron abiertos, formando una cruz.
—El
cielo se extiende desde lo más alto hasta que toca la tierra en cada lado, en
un círculo inmenso, que no termina. No puedo contar todas las estrellas. ¡Hay
miles! Unas lucen resplandecientes, otras apenas se ven. Estudié en la escuela
que las antiguas civilizaciones habían logrado identificar varios grupos de
estrellas, y las agruparon en conjuntos para poder reconocerlas. Orión, Tauro,
Osa Mayor, y así varias más —. Matilde tomaba el dedo índice de German y
dibujaba las constelaciones en el aire con él. Luego, le dijo que contarían las
estrellas. Y le fue indicando: «Aquí hay una, otra, otra otra, una grande, otra»
mientras movía rápidamente su dedo apuntando a cada una.
—¿Cuántas
estrellas hay entonces? —preguntó anonadado, su
respiración acelerada.
—No
terminaríamos nunca de contarlas, créame que es lo más precioso del mundo.
Quedaron
en silencio un tiempo, cada uno inmerso en sus pensamientos. Luego, hablaron de
lo cotidiano. German le contaba que durante el día, lograba ingresar al batallón
para lustrar zapatos de los oficiales, y estos le pagaban buenas propinas.
Otros le pedían pulir sus hebillas, y con todo eso estaba logrando acumular
dinero para comprarse unas botas militares. «¡Incluso hay un sargento, le dicen
el gordo Ramírez, que me está enseñando a disparar su pistola!», le contaba
emocionado.
—¿Y
usted para qué quiere aprender a disparar si no puede ver, Nano? Eso sí es lo más
loco que he escuchado. ¡Va a matar a alguien usted! ¡Incluso al tal Ramírez!—,
respondía Matilde mientras reían ambos a carcajadas.
—¡Nunca
se sabe! Ja, ja, ja, ja, ja, ja. Es más, pórtese bien usted conmigo, si no: ¡Pam,
pam, pam! No, en serio, el sargento me
está enseñando a apuntar con el sonido. Usa botellas que hace sonar, y con eso
yo me guío. ¡Dice que tengo mejor puntería que la mitad del batallón!
Cuando
se cansaron de bromear, calcularon que era hora de regresar a casa. German,
como la mayoría de las noches, se quedó a dormir en casa de Matilde.
Existen dos cosas que no son negociables los días domingo
en la aldea: bañarse y asistir a misa. Era una mañana calurosa, donde el viento
sopla vapor y polvo, secando la garganta. Matilde ayudaba a German a verse
someramente presentable, pero ese pelo suyo era indomable. Con un cepillo de plástico,
aspiraba sin éxito a penetrarle el cabello para tratar de aplacarlo y darle
algo de forma, aunque solo lograba casi decapitar al pobre muchachito, quien
aguantaba como los machos, lagrimeando de vez en cuando. Caminaron juntos a la
iglesia; tomaron asiento en las primeras bancas. La edificación era de tamaño
pequeño, sus paredes de piedra, con columnas y vigas de madera para sostener el
techo, que estaba construido con tejas. Tenía varios arcos en su perímetro, que
los feligreses habían decorado con imágenes de las trece estaciones del santo Vía
Crucis. La luz natural se pintaba de colores al penetrar los acrílicos. El piso
era decorado de mosaicos simétricos, un tono marrón cuadriculado con líneas
doradas. Llegaron con buen tiempo de antelación. A nadie le gustaba incomodar
al sacerdote con una imprudencia tal como lo era la impuntualidad, sabiendo que
sería compartido el incidente —detallando nombre y apellido— con toda la
congregación durante el sermón.
—Mati,
va llegando don Ramón, el alcalde, revise —dijo German, mientras Matilde
volteaba todo el torso, asomándose hacia la puerta principal.
—¡Sí,
Nano, es él! ¿Cómo sabe?
—Don
Ramón arrastra el pie derecho. Debió de tener algún accidente que lo hace
cojear.
—¿Quién
más viene?
—Ahorita
va entrando doña Paula, la dueña de la pesa del mercado.
—¿Pero,
cómo? —susurraba Matilde, tapando su boca tratando de disimular su entusiasmo y
así evitar un coscorrón del cura, moviendo su cabeza rápidamente en forma
afirmativa, dándole la razón.
—Fácil,
los tacones altos que usa golpean el piso de la iglesia como una marcha de
caballos en hípico.
—¡Usted
es un brujo! ¡Nadie puede adivinar tanto sin ver!
Continuaba
tratando de impresionar a Matilde.
—¿Verdad
que al otro lado de esta banca, a la derecha, está sentado el profe Raudales,
el jubilado?
—¡No
puede ser! Sí, es él. Está sentado y quieto.
—No
crea —dijo German en voz baja—, ¡hasta aquí se escucha cómo truena la banca por
tanto pedo que se tira!
Ambos
rieron sin poder contenerse, y más cuándo Matilde le indicó que el honorable señor
sonreía afablemente viendo a su alrededor, asumiendo que nadie sabía lo que hacía,
con pequeñas muecas en cada disparo. Miradas de desaprobación provenientes de
todas las señoras del grupo de oración
dominical se enfilaron hacia los dos. Matilde tomó y apretó la mano de
German; ambos se acomodaron y dirigieron su mirada al frente, haciendo un
esfuerzo sobrehumano para no carcajearse.
En
la tarde de ese domingo, Matilde y German se mecían en las hamacas, tratando de
matar el tiempo que parecía no avanzar. Al frente, se estacionó un vehículo del
batallón militar, y se bajaron dos soldados al mismo tiempo. Bajaron dos cajas
con provisiones, entrando a la casa de Matilde con propiedad absoluta. Al
escucharlos, salió Sandra del cuarto, y los saludó con un movimiento corto de
su cabeza. Se retiraron de inmediato, sin cruzar palabra alguna.
—Mamá,
¿por qué traen esa comida los soldados?
—Por
órdenes del coronel Arteaga. Él nos cuida ahora. Debemos ser agradecidas
siempre. Marco así lo hubiera querido.
—¿Entonces,
la ayuda es debido a que mi papá fue bueno?
—No,
ojalá fuera así. Es porque yo he sido mala…
El
martes, Matilde se preparaba para irse con German a su tradicional excursión
nocturna, cuándo Sandra le indicó que hoy iba a salir, que le tocaría a ella
atender al coronel.
—Usted
ya está grandecita. Se queda aquí y lo atiende con lo que pida. Yo me siento
muy mal y no puedo dejar que me vea así. Iré donde su madrina. —Dirigiéndose a
German, exclamó—: ¡Qué se pierda el mocoso, no quiero que esté de fisgón, como
siempre!
Pasadas
las siete de la noche, llegó el coronel. Se aparcó en la bocacalle, y caminó pausado
hacia la casa, mientras fumaba un cigarrillo bocanada tras bocanada. Entró sin
recato a la sala, cerrando la puerta principal y sentándose en el comedor, sus
pesadas botas sobre una silla.
—¿Y
tu mamá?
—Se
sentía mal y fue a ver si se inyectaba algo donde mi madrina. Me dijo que yo le
atendiera en lo que quisiera.
—Esa
vieja está para los chuchos. Tráeme un trago, tengo una botella de ron en ese
armario.
Le
temblaban las manos a Matilde mientras buscaba el vaso y la botella. «Él es un
hombre bueno, amigo de papá. No tengo por qué temerle», se repetía a sí misma,
buscando apaciguar sus nervios. El
coronel tendría cerca de cuarenta y cinco años. Un diminuto y bien
formado bigote adornaba su cara. Su pelo, cortado al ras, era parado y ya con
parches de áreas canosas a los costados. De mentón pronunciado, su sonrisa le
parecía macabra a Matilde. Tenía tres líneas marcadas en su frente, que se
acentuaban mientras tragaba el ron de un solo tiro. Llevaba su fatiga militar,
incluido el cinturón oficial en su ancha cintura que contenía su arma de
reglamento, unas esposas, varios depósitos para municiones adicionales, sumado
a otros elementos de sobrevivencia elemental.
—¿Cuántos
años tienes, niña? Yo te conocí recién nacida.
—Tengo
trece años, y cumplo los catorce el próximo mes.
—Bien
decía tu mamá que ya estás mujercita. Tenía razón.
Se
puso de pie, y se quitó el cinturón, dejándolo caer en el suelo, tras la silla.
Volvió a tomar asiento y pidió otro trago. Matilde trataba de no verle a los
ojos, temía esa mirada, que la sentía penetrante en su cuerpo. Intentando que
no la viera temblar, sirvió el trago y se alejó de nuevo, aparentando estar
ocupada, ordenando cosas en la cocina. Pensó rápido y recurrió a la única
protección que conocía en este mundo.
—Mamá
dijo que papá está muy agradecido desde el cielo con toda la ayuda que usted
nos brinda, coronel. Y nosotros también. Sabemos cómo usted apreciaba a mi papá.
—¿Eso
dijo Sandra, eh? —respondió el coronel, con una sonrisa irónica, moviendo su
rostro de arriba hacia abajo, estirando los labios como un chimpancé—. Con tu
papá fuimos amigos en la juventud, pero a él se le olvidó cuánto le he ayudado.
Y pensó que podía joderme, ¡y cómo se equivocó!
Matilde
observó cómo le iba cambiando el carácter al coronel, y le preocupaba el rumbo
que iba tomando la conversación. Calló prudentemente. La sonrisa del militar había desaparecido, y una mirada
amarga invadió su semblante.
—Tráeme
otro trago, Mati, que ya me amargó la vida recordar al ingrato de tu papá. ¿Sabes
qué? Fue un mal agradecido. Se jodió. Mejor dicho, ¡lo jodí! —exclamó mientras
soltaba una carcajada—. ¿En verdad crees todo lo que te dice tu mamá? Pues te
voy a contar lo que te han ocultado, para que veas lo fregada que estás en la
vida. Sandra no es tu mamá. Ella era la amante de tu papá en el mismo tiempo
que tú naciste. Tu madre verdadera, Esther, se enteró y al solo terminar de
darte pecho, recogió sus cosas y se fue mojada a los Estados Unidos. Sandra se
mudó a vivir con Marco, y juraron no decirte para evitar que te fueras tras de
ella.
El
cuerpo de Matilde se paralizó, digiriendo lo que acababa de escuchar.
—Mi
papá solo trataba de protegerme, usted lo conoce bien y sabe que es un hombre
bueno.
—¡Deja
de hablar bien de ese sinvergüenza! ¡No sabes nada de nada, Mati! —gritaba el
coronel mientras se levantó repentinamente, y se acercó a la niña que temblaba
sin poder controlarse—. ¡Tu papá quiso chantajearme! ¿Sabías eso de tu papito?
Se dio cuenta de que la bruta de Sandra se embarazó, y que no era suyo, porque
ya tu papá ni como hombre funcionaba. Y el muy inteligente, en vez de quedarse
calladito y portarse bien, trató de sacarme plata con tal de no destapar el escándalo.
¿A mí me quería fregar? ¡Ah, pobre diablo, no sabía con quién se metía! Le
quise mandar un mensaje claro, y por eso sucedió el accidente en el taller. Se
le pasó la mano al idiota del Ramírez, y en vez de asustarlo, se lo mandó directo
al panteón. Me dio pesar, pero él se la buscó. Así que no te quiero hablando
dulzuras de ese delincuente, ¿me entendiste?
Matilde
dejó de temblar, dejó de temer. La ira comenzó a tomar posesión de su accionar.
—¿Usted
mató a papá? ¿Cómo puede decirlo tan tranquilo? ¡Ni que fuera un animal el que
murió! ¡Asesino! ¡Asesino! ¿Y qué hace en mi casa? ¡Váyase! ¡Váyase al
infierno!
El
coronel tomó a Matilde de los hombros y la sacudió fuerte, al tiempo que ella
comenzó a gritar sin control. Sin pensarlo, cruzó en su rostro una bofetada con
la parte posterior de su mano derecha. Fue un golpe seco que derrumbó a la niña.
Al verla tumbada, se tiró sobre ella, sentado en su estómago, deteniéndole los
brazos por encima de su cabeza.
—¡Déjeme,
animal! ¡Es un cobarde que lo único que me genera es asco!
—¡Cállate,
niña! ¡No quiero lastimarte más! ¡Si sabes lo que te conviene, cierra la boca
ya!
De
repente, el coronel, apoyado en su entrenamiento militar —que ahora era un
instinto natural para él— escuchó entre el tumulto, ese siempre temido clic.
Sabía que ese minúsculo sonido significaba que alguien le apuntaba. Su mano
derecha se ciñó a su cintura, buscando su pistola, de inmediato recordó que se había quitado el cinturón
minutos atrás. Volteó hacia su derecha, y lo encaró. German apuntaba la pistola
del coronel en un bamboleo semicircular, con el oído derecho inclinado en
dirección adonde se encontraba la pareja. Escuchaba a Matilde sollozar y
forcejear, mientras sus manos sudorosas y heladas batallaban por sostener firme
el arma.
—¿Qué
piensas hacer, ciego de…
PAM…
El arma tenía mayor golpeteo del que German estaba acostumbrado, y cayó al
suelo. Matilde gritó en pánico, cuándo el coronel cayó sobre ella, derramando
sangre por el orificio en su cabeza. Como pudo, se escabulló y se alejó arrastrándose
por el suelo, hasta llegar a la pared, donde comenzó a llorar. German se puso
de rodillas, y gateó hacia ella. «¿Está bien, Mati?», fue lo único que pudo
susurrar. Matilde asintió, abrazando a su amigo con todas sus fuerzas. Pasaron
minutos, que parecieron horas, hasta que la razón volvió a su mente, y recobró control
de la situación.
—Nano,
se tiene que ir lejos. Si lo encuentran acá, lo matarán los militares. Gracias
por salvar mi vida, ahora debemos pensar en la suya.
—Sí,
Mati, lo sé —respondió el muchacho, temblando del miedo al pasar el efecto de
la adrenalina.
Comenzó
a palpar el suelo buscando la pistola, sabiendo que no podía dejarla ahí para
proteger a Mati. De repente la encontró, pero sintió la mano de Matilde arrebatándosela.
—Déjemela,
Nano, tengo todavía un pendiente con Sandra que debo resolver…
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