María Marta Ruiz Díaz
-
I
Marvin
Montez miró el reloj. Faltaban diez minutos para las seis. Aquella no era una
tarde común para él. Su oficina dejaría de serlo en unos instantes. Acarició el
escritorio, cuya suave madera atenuó tantas veces su nerviosismo; abrió cada
uno de los seis cajones (tres de cada lado) que albergaron por diez años todos
sus secretos; se sentó en el sillón negro de cuero desgastado, desde donde
aprendió a lidiar con las dificultades. Cerró los ojos, dejó caer su espalda en
el respaldo y disfrutó de la melodía del jazz moderno que todos los días lo
había acompañado, pero que hoy parecía emitir un sonido diferente, como más
triste y nostálgico. Respiró profundamente, gozando del aroma a jazmín del
sahumerio que siempre encendía al comenzar el día, «porque impregna a la
oficina de buena vibra» solía decir él. Al abrir nuevamente los ojos, volvió a
mirar el reloj de la pared donde hasta hacía poco tiempo habían estado colgados
todos sus diplomas: seis en punto. Se levantó de mala gana, caminó hacia la
puerta, dio un último vistazo y se marchó. Salió con la frente gacha, sin
saludar a nadie, sus cosas ya habían sido despachadas a su casa, como
«gentileza» de la empresa. Estaba por cumplir treinta y tres años, tenía mucha
experiencia en lo suyo y muy buena predisposición. A partir de ese instante,
comenzaba un nuevo camino, se dejaría llevar.
Alexia Bermúdez dejó los papeles sobre el
escritorio, cuyo vidrio, soportado por dos grandes patas redondas de metal
plateado, reflejaba la luz del atardecer que se asomaba por el gran ventanal de
aluminio y vidrio blindado de su moderna oficina. Prendió la lámpara dicroica
de su escritorio y el monitor de su computadora Apple. Después, bajó las
cortinas «Black Out» de las tres
ventanas y encendió las luces del techo. Se acercó a la enorme biblioteca de
paneles de melamina blancos y acarició parte de los libros del estante
destinado a los casos más destacados de investigación policial. Buscaba
específicamente a uno que no podía localizar. Su gran intuición le decía que
debía estar allí y estaba dispuesta a encontrarlo antes de irse a casa. De
pronto sonó el teléfono. Era su secretaria avisándole de que se había
presentado un interesado por la propuesta de trabajo que habían publicado en el
diario local. Le pidió que lo hiciera pasar, más tarde continuaría en la
búsqueda del libro. Se sentó de espaldas al escritorio, tratando de relajarse
un poco, mientras miraba los jazmines y geranios cuyas macetas había colocado
sobre una mesada blanca angosta frente a los ventanales. El aroma de las flores
inundaba el ambiente y la ayudaba a distenderse. Golpearon a la puerta.
―Pase, por favor ―expresó girando despacio
hacia el frente.
―Buenas tardes ―dijo el postulante
mientras caminaba hacia ella.
―Un gusto, mi nombre es Alexia Bermúdez ―respondió
ella estrechándole la mano derecha. Al entrar en contacto con la mano de él,
sintió una conexión instantánea, que la predispuso bien para iniciar la
entrevista. La elegancia de aquel hombre la deslumbró. Se veía refinado,
vestido con buen gusto, con traje y corbata gris, camisa blanca, zapatos negros
acordonados y, por, sobre todo, muy pulcro. El perfume que traía le hacía honor
a su distinguida presencia. Los ojos color miel parecían sinceros, el pelo
castaño peinado libremente y la barba candado, le sentaban a la perfección.
―Un placer conocerla, mi nombre es Marvin
Montez, detective, vengo por el anuncio. ―No podía dejar de mirarla a los ojos,
algo de ella le impactó sobremanera. Se preguntó si tendría pareja. Pero enseguida
se focalizó en su objetivo: conseguir el trabajo. Y dejó el intento de
conquista para después. No solía fallar cuando de mujeres se trataba.
―Siéntese, por favor. ¿Desea tomar un
café?
―Un vaso de agua es suficiente, gracias.
Alexia llamó a su secretaria por el
teléfono interno y le pidió que le alcanzara el agua y un café liviano para
ella. Comenzó con la entrevista, sin perderse ni un detalle de los tipos de
respuestas, las entonaciones, los gestos, las expresiones y las posturas de
Marvin. Para eso había estudiado coaching y programación neurolingüística, que,
sumados a su innata intuición, le venían ayudando a tomar decisiones correctas
en su ámbito laboral y hasta en el personal.
―Bueno, comencemos ―dijo Alexia,
alejándose un poco del escritorio y cruzando las piernas―. Como usted sabrá, detective
Montez, el año pasado se ha unificado la Policía Metropolitana de la Ciudad de
Buenos Aires con parte de la Policía Federal y de esa conjunción ha surgido la
actual Policía de la Ciudad.
―Sí, estoy al tanto de eso.
―Perfecto, seguimos entonces ―acotó,
mientras la secretaria les dejaba el pedido solicitado―. Dentro de la Policía
de la Ciudad, se creó el área a la cual pertenezco yo actualmente: la Policía
Científica. El personal de esta sección trabaja las veinticuatro horas,
todos los días del año. Se hacen guardias en los treinta barrios de la ciudad, atendiendo
cualquier tipo de delito grave, como: violaciones, homicidios, robos, drogas,
entre otros.
―¡Qué interesante! ¿Usted se incorporó
hace poco a la policía?
―No, no, no, yo vengo trabajando junto a
ellos desde hace más de cinco años. Hay diez parejas de detectives, imagínese,
son muchos barrios... Mi compañera se marchó hace un mes por cuestiones
personales, por eso pusimos el aviso.
―Ah, comprendo ―respondió satisfecho,
imaginándose trabajando junto a esa mujer de sensuales piernas.
―Esta reestructuración ―continuó Alexia― nos
ha dado mayor jerarquía a los detectives de la Policía Científica. El policía
es el que atiende primeramente cada caso, pero después nos deben pasar toda la
información y queda en nuestras manos la definición o no del delito. Tenemos
permiso para solicitarles cualquier tipo de opinión, consulta, análisis o
informe que consideremos necesario para el esclarecimiento del caso y, para
ello, contamos con la mejor tecnología. Y como podrá observar, disponemos
también de una secretaria y oficinas exclusivas para nosotros.
―Me había resultado atractiva la oferta basándome
en lo que decía el aviso del diario, pero ahora usted me la está poniendo mucho
más tentadora. ―Sonrió Marvin.
―¿Puede decirme la razón por la que se vio
obligado a abandonar su último trabajo? Por lo que pude indagar, se sentía muy
cómodo y útil allí.
―Es verdad. Y debo reconocerle que no fue más
que un error mío, más que un error una idiotez de mi parte, si me disculpa la
palabra.
―Soy de la idea de que aquellos que
molestan no importan, y los que importan, no molestan. ¿De qué lado cree que
estaba usted?
―No estoy tan de acuerdo con eso. Creo que
también están los que importan, pero además molestan. Yo empecé a molestar en
mi anterior trabajo. No puedo avanzar en esta entrevista, sin sincerarme
completamente con usted. Porque si hoy no soy sincero, nunca obtendré su
confianza. Y en este tipo de trabajo en equipo, lo fundamental es la confianza.
¿No le parece?
―Puedo llegar a estar de acuerdo con usted
en lo primero, luego de que me explique la causa. Sobre la confianza, comparto
totalmente lo que usted dice. Pero en unos minutos mi tiempo se acaba, así que,
si tiene que sincerarse, hágalo ya.
―Tuve un presentimiento, me dejé guiar por
él y de esa manera, resolví un caso complicado. El problema es que no lo
notifiqué a mis superiores. Y a ningún jefe le gusta que le quiten el mérito.
Me llevé los aplausos y una nota de despido…
―Ya veo… Es importante entonces, que le
quede algo muy en claro: su pareja detective debe estar al tanto de «todo» lo
que usted piense, intuya, realice, averigüe o descubra.
―Por supuesto ―respondió él, bajando su
cabeza.
―Bueno, esto es todo por ahora. Continuaremos
con las entrevistas a los demás interesados y cualquier novedad, lo llamaremos.
―De
acuerdo, esperaré ansioso ser citado nuevamente. ¡Muchas gracias por su tiempo!
―respondió Marvin, y se retiró en silencio.
-
II
A partir de ese día, pasaron por su
oficina, más de cuarenta interesados en el puesto, pero ninguno la llegó a
impresionar como lo había hecho Marvin. Alexia seguía buscando el libro
extraviado, sin conseguirlo de momento.
Por su parte, él no dejaba de reprocharse
haber hablado de más, si, al fin y al cabo, de no haberlo dicho, ella nunca se
hubiera enterado. No podía dejar de pensar en esa, seguramente, cuarentona, de
ojos claros y pelo rubio, ondulado a la perfección alrededor de una cara
plenamente bella y una sonrisa celestial. Una mujer que posiblemente piensa que
no precisa de un hombre, porque ha demostrado que sabe valerse por sí misma,
resolviendo todo tipo de hechos delictivos. Marvin sabía que él era el detective
indicado para el puesto, pero no le quedaba más remedio que esperar su llamado…
El caso de la anciana Evelina Álvarez,
asesinada a los ochenta y siete años, la tenía a Alexia sin dormir. ¡Necesitaba
encontrar ese libro! Por primera vez, sintió que además del libro, necesitaba
ayuda. Su mente estaba en blanco. El crimen había sucedido hace un mes, pero la
investigación no avanzaba. Era consciente de que existía un cabo suelto, pero aún
no era capaz de encontrarlo. Se sintió sola… Y seguramente por eso, levantó el
auricular y le pidió a su secretaria que se contactara con Marvin Montez y lo
citara a una nueva entrevista.
―¡Buenos días! —saludó él con sincera
alegría.
―Señor Montez, iré al grano. Tengo un caso
complicado en el que necesito ayuda. No estoy acostumbrada a pedirla, pero
todavía no sé por qué razón no puedo hilvanar bien mis ideas esta vez. He
realizado muchas entrevistas y no he quedado satisfecha con ningún interesado.
En su caso particular, su sinceridad me ha llevado a brindarle mi confianza, espero
no ser defraudada. Leí sus antecedentes laborales y sé que está preparado para
acompañarme en este caso. Dicho esto, si usted está de acuerdo, este será su
caso de prueba. Si funcionamos como equipo, seguiremos trabajando juntos, de no
ser así, «el que molesta, no importa», usted se irá.
―No la defraudaré. ¿Cuándo empezamos? ―inquirió
Marvin.
―Ya, si usted tiene tiempo ―respondió ella
deslizando una pequeña sonrisa.
―¡Por supuesto!
―Bien, le contaré lo que sé hasta ahora de
este caso que me tiene en vilo.
―¿Puedo sentarme en aquella silla que está
junto a las ventanas?
―Sí, no hay problema, pero espere que saco
las cosas que dejé sobre ella.
Alexia se acercó a la silla y comenzó a
retirar algunas carpetas de su asiento. De golpe, sintió que algo se le caía de
entre las manos y al mirar el piso, descubrió con una mezcla de alegría e
incredulidad, que era el libro que tanto había estado buscando. ―No podría
haber aparecido en mejor ocasión ―, pensó. Lo levantó y apoyó todo lo que traía
en la esquina izquierda de su escritorio, único espacio libre que le quedaba.
―Ya puede usted sentarse, señor Montez.
―¿No sería mejor Marvin? ―preguntó con una
mirada cómplice.
―Por ahora nos seguiremos tratando de
«usted», si no le parece mal.
―Como usted diga. ¿Señora o señorita
Bermúdez?
―Bueno, está bien, dígame Alexia, y
terminemos con tanta vuelta, Marvin.
―¡Genial! Ahora, ¡vamos al caso!
Ella
tomó la carpeta donde tenía toda la documentación y comenzó a contarle los
pormenores del asesinato, que, hasta ese momento, no tenía ni un posible
responsable.
-
III
Todo
comenzó cuando de madrugada, mientras dormía, Margarita Piñeda escuchó que
golpeaban a su puerta. Bajó la escalera bastante asustada. Vivía sola y una
visita a las 5:20 de la mañana era para desconfiar. Se acercó tratando de no
hacer ruido y miró por la mirilla. Del otro lado había una anciana que, al
sentirla, volvió a golpear. Esta vez, Margarita pudo escuchar en un tono muy
bajito: «Por favor, necesito ayuda».
Por su
cabeza pasaban todos los consejos que familiares, amigos y vecinos, le habían dado
cuando se fue a vivir sola: «¡No le abras a nadie, por más inocente que te
parezca!». Pero sintió que no podía dejar a esa mujer afuera, en medio del frío
del invierno. Así que abrió la puerta.
Lo
primero que hizo la señora luego de entrar, fue abrazar a Margarita con las
pocas fuerzas que le quedaban y al instante se desmoronó de espaldas sobre la
alfombra de la entrada. Ella no supo qué hacer. Tenía miedo hasta de mirarla.
Así que decidió llamar a la policía y decirles que vinieran con una ambulancia.
Colocó una silla junto a la viejita y se sentó allí tapándose los ojos con sus
manos. La sorpresa, el miedo y la impotencia que sentía, le provocaron
temblores y palpitaciones, su cuerpo se iba empapando de sudor. El exquisito perfume
a lavanda, seguramente importado, que emanaba de aquella mujer, era lo único
que atenuaba su estado de pánico. Comenzó a respirar profundo, una y otra vez,
hasta que, por fin, escuchó las sirenas.
A la
policía le llevó quince minutos encontrar la casa. El barrio estaba alejado del
centro, había muchos terrenos baldíos por la zona y las calles no tenían
colocados los carteles con sus nombres. Cuando Margarita les abrió, el paramédico
a cargo comenzó a atender a la anciana, mientras el oficial de policía la
observaba detalladamente e iba anotando en una hoja de su cuaderno: «Mujer
mayor; piel apergaminada; cabellera totalmente blanca; blusa negra muy fina,
con cuello cerrado; joya con forma de flor de lis, con piedras preciosas
incrustadas, prendida en el centro de la blusa; pañuelo bordado en el bolsillo
izquierdo de su vestido; blazer y pollera negros de alta calidad; anillo muy
valioso en la mano derecha; sin aros; zapatos negros de charol; no lleva
cartera ni documentación». Antes de que el paramédico diera vuelta el cuerpo para
continuar con la revisación, le sacaron la primera foto. Grande fue la sorpresa
de todos los presentes, cuando al girarla hacia un lado, descubrieron que tenía
un disparo en la espalda, justo en medio de los dos omóplatos. Sacaron
entonces, la segunda foto. Y otra, a la mancha de la alfombra. El paramédico se
levantó confirmando su muerte y recomendó en seguida su autopsia para poder registrar
la causa de la misma en el certificado de defunción. Acto seguido, el oficial pidió
a su subalterno que llamara a la detective Alexia Bermúdez.
Nadie
se había percatado de que Margarita seguía en su estado de «shock», sentada nuevamente en la silla y
sin emitir palabra. A pesar de sus cincuenta y dos años, su físico parecía el
de una mujer más joven. Flaca, no muy alta, con pocas arrugas, pelo con un tiñe
renegrido y un flequillo desmechado cubriendo su frente. El médico se acercó
para revisarla, sacó de su botiquín un calmante y le dijo que lo tomara inmediatamente.
Ella se levantó, fue hasta la cocina, se sirvió un vaso de agua, tomó el
remedio y se desplomó en el piso. Aprovecharon la ambulancia para llevarla al
hospital más cercano, con el fin de tranquilizar su mente, que había quedado muy
perturbada por esa vivencia traumática.
-
IV
Cuando
Alexia llegó a la casa de Margarita, lo hizo con ayuda de su GPS. Se sorprendió
al ver una casa tan grande y hermosa, en un barrio todavía incipiente y poco iluminado.
Las paredes de ladrillo terminaban en canteros repletos de todo tipo de plantas
que se iluminaban con una luz muy tenue. La puerta de entrada principal era de
una madera roble oscuro maciza que daba la impresión de ser muy segura. No
había rejas, ni señales de alarma. Le abrió el oficial de policía y al pasar,
casi choca con el cadáver de la pobre mujer, que continuaba en el piso, para
que no se perdieran evidencias. Luego de contarle los pormenores del caso, él
arrancó la hoja con las anotaciones de su cuaderno y se la dio. También le
mostró desde la cámara digital las tres fotos que habían tomado y se las pasó a
través de WhatsApp.
Ella
quedó conforme con el trabajo policial y realizó el pedido formal para la
autopsia. Cuando llegó nuevamente la ambulancia y se llevó a la anciana a la
morgue, Alexia solicitó a los policías el cierre de todos los accesos posibles
a la casa. Agradeció al oficial su destacado y minucioso trabajo, y les pidió
realizar un rastrillaje en la zona, para ver si encontraban alguna
documentación de la occisa y/o pistas del homicida. Luego se dirigió rumbo al
hospital a indagar a la dueña de casa.
Mientras
manejaba, recibió un llamado de la policía informándole que, a dos cuadras de
la casa de Margarita Piñeda, un transeúnte ocasional había encontrado una
cartera de mujer tirada en la vereda y la había llevado a la seccional a las 8:10hs.
Comparando la foto del DNI con la que habían sacado en la casa, determinaron
que pertenecería a la mujer que acababan de asesinar. Alexia hizo entonces una
parada previa en la seccional de policía, retiró la cartera, anotó los datos
del hombre que la encontró y siguió su camino.
―Buenos días, Margarita, soy la detective
Alexia Bermúdez.
―¿Detective? ¡Por Dios! ¡Cuándo va a
terminar esta pesadilla!
―Sé que no ha sido una mañana grata para
usted, lo siento muchísimo, pero imaginará que necesito hacerle algunas
preguntas.
―¿Qué pasó con mi casa? ¿Alguien la está
cuidando?
―Sí. Quédese tranquila. Hice cerrar todo y
yo me quedé con la llave de la puerta principal. Aquí la tiene. Es posible,
pero no seguro, que necesitemos volver a chequear algo por allá, pero le
avisaremos previamente para que sea usted la que nos abra.
―Le agradezco mucho. Estoy muy nerviosa.
Nunca imaginé vivir algo así. ¡Pobre mujer! ¿Ya saben quién es?
―Se llamaba Evelina Álvarez, tenía ochenta
y siete años. Encontraron la cartera de ella a dos cuadras de su casa. Es
decir, que podría deducirse que el asesinato fue en el barrio donde usted vive,
pero aún es un gran misterio.
―Mi barrio es muy tranquilo. Nunca ha
pasado nada de esta magnitud.
―Y dígame, ¿usted nunca la había visto?
¿No le resulta familiar su nombre?
―¡No tengo idea de quien se trata! Todavía
me arrepiento de haber abierto esa puerta…
Alexia
intuyó que ella decía la verdad. Le dio un abrazo consolador y prometió llamar
a sus familiares para que vinieran a buscarla. ―Estamos en contacto ―le dijo
antes de marcharse.
-
V
Evelina
Álvarez era viuda hacía veinte años. Su esposo había muerto en un accidente
automovilístico. Ella gozaba de muy buena salud. Formaba parte de un grupo de
la Iglesia católica que teje para los más necesitados. Su marido la había
dejado en muy buena posición económica gracias a un seguro de vida por
accidente que había contratado en el Citibank
después de casarse. Él viajaba mucho por trabajo y sabía que alguna vez podría
pasarle algo. Amaba mucho a su esposa y no quería que ella quedara desvalida.
Con el tiempo tuvieron dos hijos, Ariel y Fátima Cisneros. Ariel nunca aceptó
que la muerte del padre hubiera sido por accidente, estaba convencido de que
había existido un causante y prometió a su madre y a su hermana que tarde o
temprano lo encontraría.
―Hasta acá te conté todo lo que sé sobre
este caso. Como verás muchas preguntas y pocas respuestas. ¿Qué opinas Marvin?
―le preguntó Alexia, extenuada de tanto hablar.
―Que tengo claro a quién quiero
interrogar. ¿Podemos llamar al señor Ariel Cisneros?
―Sí, obviamente. Estuve conversando con él
en el velorio de su madre. Estaba consternado. Primero el padre y ahora ella...
¿Quién podría querer matar a una anciana?
―¿Ellos sabían del seguro de su padre?
―Sí, ambos hermanos conocían perfectamente
el tema. Es más, la madre dividió el monto del seguro en tres partes iguales y
le dio en ese entonces a cada uno lo que le correspondía. Con eso ellos han
vivido holgadamente y sin inconvenientes toda su vida. Pusieron el dinero en el
banco y vivieron de los intereses. Ninguno de los dos es muy trabajador por lo
que me contaron, eran unos «niñitos de mamá» a pesar de ser cincuentones. Ni
siquiera llegaron a formar su propia familia. Y ahora heredan lo de ella, que
no debe ser poco.
―Mmm…
muy interesante.
Alexia
lo miró intrigada, mientras solicitaba a su secretaria que citara a los
hermanos a una entrevista. A ella le pareció que debían venir ambos. Mientras
tanto, Marvin se alejó un poco y realizó unas llamadas al Citibank, donde tenía un conocido que le podría brindar información
más precisa sobre los movimientos contables
de esta familia.
-
VI
―Señor Ariel, necesitamos hacerle unas
preguntas ―expresó con voz firme Marvin.
―Usted dirá. Espero que nos tengan alguna
pista sobre el asesino de nuestra madre.
―Según mis cálculos, cuando su padre tuvo
el accidente, usted tenía unos treinta años, ¿es correcto?
―Sí, así es. ¿Por qué volver al accidente
de mi padre?
―Por favor, por ahora, limítese a
responder ―le pidió de manera cortante Alexia.
―Según usted mismo le ha expresado a la
detective Bermúdez, nunca creyó en la teoría del accidente, ¿no es así?
―Alguien dañó su auto, él manejaba
estupendamente, imposible que haya dado vuelcos en la banquina. Además, ese
auto estaba en excelentes condiciones, mi padre era obsesivo en el cuidado de
sus coches, porque como sabrán, viajaba mucho.
―¿Tiene usted alguna idea de quién podría querer
muerto a su padre?
―¡El ex de mamá!, afirmó Fátima de manera
espontánea, mientras Ariel bajaba su cabeza.
―¿Pueden decirme alguno de los dos cómo se
llama ese hombre?
―Rafael
Piñeda ―respondió el hermano a regañadientes. Los detectives se miraron discretamente.
-
VII
Alexia
y Marvin se sentaron frente a frente, escritorio de por medio y por primera
vez, después de agotantes días y noches de trabajo, se tomaron un respiro.
―Si desde el vamos, hubiéramos sabido que la
hija de Álvarez era la gestora del accidente de su padre, todo hubiera sido más
sencillo. Qué increíble que, por soborno a un alto funcionario judicial, pueda
dejarse libre a una asesina ―expresó Alexia con total disgusto.
―Pero ¿quién iba a imaginar que esa
mosquita muerta de Fátima iba a ser capaz de deteriorar los cables del freno
del auto para provocar el accidente? ―cuestionó
Marvin, recordando la indignación de Ariel cuando se enteró que la persona a la
que había buscado por tanto tiempo era nada más ni nada menos, que su hermana.
―Más doloroso es pensar que lo hizo para
que la madre cobrara el seguro, sabiendo que a ella le daría la tercera parte.
¡Qué horror!
―Por lo menos, ahora ella, como ese «alto
funcionario» están tras las rejas.
―¿Y qué habrá sentido la pobre Margarita al
enterarse de que la anciana a la que le abrió la puerta era su mamá? ―agregó
Marvin, refiriéndose al segundo caso de homicidio.
―¡Pobre mujer! Me cayó muy bien. Pensar
que su padre, el señor Piñeda, le había hecho creer que su madre la había
abandonado…Todo por no admitir que eran amantes.
―La pobre Evelina renunció a un encanto de
mujer, su hija Margarita y se quedó con ésta, que le destruyó la vida. Uno
nunca sabe lo que le deparará el destino…
―Esta vaga y mal nacida debe haberse
gastado todo el dinero del seguro durante estos veinte años, y no le quedaba
otra que intentar hacerse de la parte de su madre ―reflexionó Alexia indignada.
―Qué alegría perversa debe haber sentido al
descubrir las cartas de Rafael, que su madre escondía en la buhardilla de la
casa hace tantos años. Imagínate, fue y le mintió a él que Evelina le contaría
todo a Margarita. Y para completar su plan maléfico, le dijo a Evelina, que
Margarita se había enterado de que era su hija y que esa noche la esperaba en
su casa.
―Así como lo escucho ―continúa Alexia― parece
un cuento de terror. Qué pena que entre ellos dos no cruzaron palabra esa
noche, porque hubieran descubierto la mentira de Fátima. En cambio, Rafael se
sintió traicionado y era de esperar que lo arriesgara todo para que su hija no
descubriera que Evelina era su madre. Él sigue afirmando que no quiso matarla,
sólo asustarla, para que no entrara a la casa de su hija. ¡Pobre mujer!
―Al final, resolvimos
dos casos en equipo. Diría que pasé la prueba: «el que importa, no molesta». ―Sonrió
cómplice Marvin.
―Efectivamente, fuiste de gran ayuda.
Pero también me sirvió un antiguo libro, en el que encontré
la frase que me ayudó a dar un giro a estos casos ―respondió Alexia con una
sonrisa ingenua.
―¿Y cuál es la milagrosa frase? ―inquirió
él.
―«Lo esencial es invisible a los ojos», de
mi colaborador número uno: el Principito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario