miércoles, 7 de febrero de 2018

Sospechas


Eliana Argote Saavedra


—Me dijeron que alguien reemplazaría a Aurora durante su ausencia. ¿Es usted?

—Sí, mi nombre es Eugenia —responde sin levantar la cara.

Él la observa algo sorprendido. Es un negocio con mucha competencia y está acostumbrado al trato entusiasta de la dueña. ¿Lo sabría Aurora? Dijo que viajaría y que durante ese tiempo conseguiría un reemplazo para que se ocupe de la peluquería, ¿sabrá que a quien contrató es esta «personilla» que más parece querer espantar a los clientes? Espera un instante a que la muchacha levante el rostro, pero está claro que ella no tiene intención de hacerlo, no al menos mientras no termine de limar las uñas a la señora que está atendiendo. Al cabo de casi un minuto, el visitante comienza a mover un pie; es el cliente estrella de aquella peluquería, tiene que ser atendido de inmediato, ¿qué se cree esta señorita?

Eugenia advierte el movimiento de su zapato. Sí, ya se lo ha dicho, que es Gustavo, que la señora siempre lo atiende al instante, que es su cliente favorito y no le gusta esperar, lo ha notado, pero ella no es la señora, ¿acaso no se da cuenta?, «Hellooo, ¿no ves que no soy la señora?», piensa al punto que debe voltear la cara para ocultar una sonrisa; había escuchado esa expresión esa misma mañana mientras esperaba que Aurora fuera por ella al terminal de buses, le supo tan divertido escucharlo de aquella muchachita con el pantalón roto en la rodilla, la entonación y el gesto en su cara, fue comiquísimo; es la expresión perfecta para este altanero prepotente que piensa que el mundo gira a su alrededor. «Vamos a ver qué hace», se dice y continúa con su trabajo. No ha tenido tiempo de cambiarse, aún lleva puestos los escarpines que le tejió su madre, «Porque en Lima hay mucha humedad, hijita», la gorra de lana reposa al lado sobre una silla, y sus zapatos trajinados lucen llenos de polvo, es evidente su cansancio, fueron doce horas de viaje que tuvo que soportar, sentada, además, al lado de aquella señora que no paró de hablar.

—Señorita, ¿me puede decir hasta qué hora voy a seguir esperando? —dice de pronto el hombre, acercándose un poco más, completamente indignado por la indiferencia de la muchacha.

—Sí, señor, ya le oí —responde Eugenia, observándolo desafiante.

Gustavo ve su rostro cobrizo, el cabello azabache, la boca apretada, sin pintar, sus facciones afiladas, justo el tipo de mujer que busca: provinciana, inocente. El manantial de miel en los ojos lo impacta, aunque no de la manera en que hubiese deseado.

La confusión de sentimientos que evidencian las facciones de Gustavo le da tanta risa a Eugenia, la marca vertical en su frente dice que está molesto pero la forma en que va suavizándose su semblante al mirarla, manifiesta otra cosa, ella quiere mantenerse inexpresiva, demostrarle a aquel hombre que a ella nadie le habla de esa forma, mandarlo a «trasquilar ovejas», como dicen en su tierra, pero no puede evitar que la sangre comience a agolparse en su garganta. Fue solo un segundo, pero ella tampoco puede impedir que todo el día se repita esa imagen en su cabeza, esa sensación en su cuerpo, solo vuelve a estremecerse una y otra vez ante el recuerdo de su cercanía cuando a Gustavo se le cayó el celular y ambos se agacharon a recogerlo.


Dos meses después.


La tarde está muriendo, hace frío y las gotas de lluvia se agolpan en los aleros que sobresalen del techo, cayendo una tras otra como hilos de agua. Gustavo aún recuerda cuando ella, luego de varias semanas aceptó su invitación a salir. Eugenia se acurrucaba en su pecho y él caía rendido, hasta que ella bajó la guardia y se entregó sin reparos.

Eugenia también lo recuerda mientras observa el arma que ha encontrado en uno de los veladores. Aún late en su pecho aquella tarde, sobre la arena tibia de la playa. Aurora, la dueña de la peluquería se lo había advertido, que no debía confiar en Gustavo, que andaba en cosas raras, pero ella se negó a creerlo, él le prometió tantas cosas y le pidió otras tantas, ella se había esforzado por adaptarse a los cambios que implicaba su nueva vida, sin amigos y dependiente por completo de él. No puede negar que fue una experiencia maravillosa y maravilloso también el tiempo que sucedió a este hecho, por lo menos hasta que descubrió aquello que la llenó de sobresalto.

Se fueron a vivir juntos y él le prohibió que continuara trabajando. Que era su mujercita, dijo, que su mujercita se quedaba en casa, que necesitaba que lo cuiden; le sonó tan gracioso, le hizo sentirse especial y renunció a ser independiente. Se mudaron a un pequeño departamento en una urbanización tranquila donde no faltaban los espacios verdes. Desde el balcón podía disfrutar del parque aledaño con sus trinos matutinos y los árboles coloridos, la rodeó de comodidades y accedía a cada petición suya siempre que no involucrara amistades, casi no salía de casa. Se dedicaba a esperar que él llegara a decirle lo bella que estaba, a compartir la cena que preparaba con las cosas que él compraba, jamás se preguntó por qué insistía en que se cuide para no salir embarazada, cuando ella siquiera insinuaba su deseo de ser madre, él se alteraba. Su horario de trabajo era tan extraño, al punto que a veces se quedaba en casa varios días; pero últimamente se ponía de tan mal humor que casi no hablaba, luego de recibir ciertas llamadas telefónicas. Estaba tan ansioso, ¿quién lo llamaba por teléfono?, ¿por qué le había pedido que no abra las cortinas?, ya casi no salían, ¿qué estaba pasando para que él estuviera así?, ¿acaso había otra mujer? Sí, tenía que ser eso. Ya lo había sorprendido varias veces mirándola de modo extraño, como si ella fuera una desconocida. Tenía que averiguarlo, no podía quedarse tranquila, solo esperaría a que él salga. Eugenia no podía imaginar que Gustavo exponía su propia vida al mantenerla a su lado, ser padre y formar una familia como esas de cuento no era posible, todo se estaba complicando, a veces la miraba y se preguntaba si podría prescindir de ella, si no se solucionaría todo entregándola, o mejor aún, eliminándola.

Era cerca del mediodía cuando Gustavo cogió las llaves de la camioneta y salió sin decir nada. Apenas había avanzado una cuadra cuando notó algo extraño, un auto con lunas polarizadas estaba estacionado en la esquina, observó los alrededores, gente extraña deambulando. Decidió regresar. Los acontecimientos estaban precipitándose, tenía que tomar medidas urgentes, le pediría a Eugenia que salgan de viaje, cualquier pretexto serviría, ella creía en él, no dudaría. Las manos se le humedecieron, siempre le ocurría eso cuando estaba nervioso. Estaba llegando a casa cuando recibió la llamada que tanto temía.

—No puedes seguir escondiéndote, tienes que entregarla o voy yo mismo por ella —dijo un hombre, casi gritando—. Mañana a primera hora, es tu última oportunidad.

Tenía que solucionar las cosas. Sabía que estaba en falta con su jefe, cuando conoció a Eugenia, el plan era seducirla para entregarla luego, al igual que lo hizo con las otras muchachas, él no contaba con que se enamoraría de ella y el jefe lo sabía, una debilidad como esa, lo descalificaba ante su organización. Había dado demasiados pretextos. Cumpliría con su entrega rutinaria, sí, eso le daría tiempo de escapar con Eugenia. Marcó un número desde su celular.

—Prepara los dos paquetes, llego en media hora —dijo.

Entró en la casa y al ver a Eugenia en el sillón, volvió a repetir las recomendaciones de los últimos días: «No respondas el teléfono ni abras las cortinas. Yo regreso en un par de horas».

Eugenia no contestó. Estaba cansada de sus absurdas órdenes, esa misma noche averiguaría qué estaba ocurriendo. Lo había visto hablar por teléfono antes de entrar. Era su oportunidad de descubrirlo.

Esperó que se alejara por la avenida y tomó el primer taxi que pasó, algunas alarmas que permanecían apagadas, se encendieron en su cabeza: viajes repentinos y largos, llamadas durante la madrugada, que le pidiera que siempre tuviera las cortinas corridas aun durante el día. Temblaba, pero se armó de valor y continuó. Luego de un largo tramo, el vehículo cerrado en el que viajaba Gustavo se internó por caminos sin asfaltar que parecían haberse formado bajo el peso de los autos, rutas que repentinamente se dividían ante largos montículos de tierra; a esa hora varios automóviles iban en el mismo sentido, lo que le permitía al taxi donde viajaba Eugenia, pasar desapercibido. De pronto, la camioneta se detuvo delante de un portón. A unos metros, el taxi se detuvo también y la muchacha bajó, ocultándose detrás de una caseta con un cartel que ofrecía «marcianos de fruta». Desde donde estaba podía escuchar voces, pero no podía ver nada. El recojo de «los paquetes» duró aproximadamente quince minutos, luego cogió el mismo camino hasta salir a una avenida. Quince minutos más tarde, un fuerte olor a desagüe anunciaba obras municipales inconclusas, los árboles aparecían como fantasmas sacudidos por un fuerte viento que levantaba un polvillo de tierra.

Había tres autos más siguiendo la misma ruta, lo que favoreció su propósito de no despertar sospechas. Pasó casi una hora de recorrido hasta que el camino volvió a separarse, esta vez, construcciones de madera de una reciente invasión aparecían delimitando nuevas rutas. Por fin el vehículo se detuvo ante una vía estrecha que se extendía unos cuantos metros antes de llegar a una puerta ancha, varios perros salieron mostrando sus dientes. El taxi en el que viajaba la mujer se detuvo a unos metros y ella, aunque muerta de miedo, bajó y logró esconderse detrás de un cerco, no sin antes pedirle al chofer que la espere un rato, que le pagaría por su tiempo, este accedió de mala gana. Transcurrieron algunos minutos, Eugenia seguía sin entender qué era lo que ocurría, preguntándose qué hacia él allí si siempre dijo que trabajaba en una oficina en el centro de la ciudad, incluso llegaba a casa y le contaba de los clientes que conocía en el servicio de técnico electricista que realizaba.

De pronto la puerta de la 4x4 se abrió. Desde donde estaba pudo ver dos muchachas provincianas visiblemente asustadas que miraban hacia todos lados, y que le recordaron a ella misma cuando llegó a Lima, en busca de un trabajo que le permitiera estudiar. Se encogió como pudo. De la cabina delantera bajó Gustavo, traía una escopeta. Jaló a las mujeres, quienes hacían esfuerzos para no caerse, pues tenían los brazos atados a la espalda. Una de ellas logró zafarse. Desde donde estaba, Eugenia pudo ver la contrariedad de Gustavo, aquella expresión que conocía tan bien, la mirada fija en su objetivo, la aparente serenidad en los pasos largos hasta donde había caído la mujer mientras intentaba escapar, la rabia contenida. La levantó y estrelló su puño en el rostro de la muchacha, que cayó desvanecida

La cartera se le resbaló de las manos produciendo un ligero ruido al caer sobre la tierra, Gustavo giró la cabeza hacia donde estaba ella, luego cerró la puerta de la camioneta de un golpe y abrió el portón, empujó a la otra chica que permanecía atada, levantó a la que había caído introduciéndola tras la puerta, alguien la recibió. Cerró nuevamente. Eugenia estaba a varios metros, tal vez había visto mal, quiso engañarse, la evidencia era demasiado real para ignorarla. Esa noche al llegar a casa comenzó a armar mil teorías para justificar lo que había visto pero era imposible, la única certeza que tenía era el miedo que la congelaba, tan solo de pensar que él llegaría en cualquier momento.

Y mientras ella decidía qué hacer, Gustavo, sentado sobre el muro que rodeaba la casa también pensaba en ella. En su expresión de los últimos días: compungida, desconfiada; en el miedo en su mirada, en el auto estacionado cerca del lugar donde hizo su entrega. Él la amaba, bueno, amaba a aquella muchacha que conoció hacía un par de meses, ¿acaso no estaba viva? Podía haberla entregado como estaba planeado, si no la amara tal vez estaría prostituyéndose, o muerta, como tantas otras, ¡no!, él le había permitido vivir, la protegió encerrándola en la casa, y jamás fue violento con ella, ¿acaso no llegaba cada noche a decirle lo mucho que la amaba?, nunca le había faltado, ¿por qué tuvo que seguirlo?; la ira emergía del estómago y su puño se estrellaba una y otra vez en la pared, tenía la mano con varios cortes, llevaba rato pensándolo. No quería llegar a casa, sabía que, si lo hacía, algo malo ocurriría. Se golpeaba la frente con el anverso de la mano, «¿Por qué tuviste que cambiar?», se preguntaba. «Tú eres Eugenia, mi Eugenia, la de la piel cobriza que se estremece cuando la toco, la pequeña y frágil Eugenia que se acurruca en mis brazos». Su pensamiento se pierde en un pasaje oscuro donde aparece su amada con un cordel transparente enrollado al cuello, ya no habla, ya no reprocha, ya no hace preguntas, sus ojos pierden el brillo.

Es de noche, el ruido de las llaves introduciéndose en la cerradura alerta a Eugenia. Es él. Está sentada en el sillón de la sala con la lámpara encendida, una taza de té reposa sobre la mesa de centro. Ha acomodado todos los cojines en el sillón donde se encuentra y abraza casi estrujándolo, es su punto de apoyo, ese que le brindará el equilibrio que necesite cuando lo enfrente. Cuando le diga que se irá.

Él ingresa, viene con la mejor predisposición de arreglar las cosas y llevársela de viaje, dispuesto a verla linda como siempre, a ser gentil, pero no puede ignorar que ella lo ha descubierto. La mano derecha juega con las llaves; la izquierda en el bolsillo acaricia un rollo de hilo de pescar, el mismo que imaginó enroscado alrededor de su cuello.

Ella lo ve entrar e intenta controlarse, le dará la oportunidad de confesar. Se apoya en un cojín y pasa el brazo por detrás, toca la superficie fría del arma que ha escondido. Espera.

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