Horacio Vargas Murga
César se detuvo frente a la puerta del salón de clase,
tenía el cabello a medio peinar, los párpados maltratados y la respiración
acelerada. Miró su reloj con desagrado. Ocho y treinta de la mañana. «¡Maldición,
hace rato debe haber empezado!».
Observó
a través del visor de la puerta aquel panorama silencioso del aula, lugar que
albergaba cien carpetas individuales de madera y que llamaba la atención por el
enchape en cedro de sus paredes y cielo raso. La pizarra estaba casi llena de
gráficos que apenas podía distinguir. Los alumnos seguían la clase con gran
atención. Aprovechó que la profesora volteaba para escribir en la pizarra y
entró sin hacer ruido, sentándose en la última fila de carpetas.
—Se te pegaron las sábanas —le
dijo una voz ronca que venía de su costado.
—Cállate, no jodas.
Sacó
con gran apuro su cuaderno y lapicero. Intentó escribir, pero por más que quiso
no pudo. La profesora, una mujer alta, delgada, con unos lentes de grandes
lunas hablaba a gran velocidad. Todos los demás alumnos escribían sin descanso.
César no completaba ninguna frase, dejaba espacios en blanco y párrafos en
puntos suspensivos. Se sentía abrumado ante aquella batería imparable de
palabras, además aún tenía sueño. El rubor en su tez blanca era notorio. Los
dedos de las manos los percibía cada vez más duros.
«Cómo me gustas, Sandra,
adoro tus ojos divinos, tu cabello sedoso, la delicia de tu perfume, la
suavidad de tu piel. Si pudiera estar más tiempo contigo, recorrer tu cuerpo
entero con mis manos, con mi boca, sentarte sobre mis piernas y apretar con
fuerza tu cintura». Cada individuo normal tiene 46 cromosomas, 22 pares
son autosomas y los otros dos sexocromosomas o cromosomas sexuales. Las mujeres
poseen dos cromosomas X y los hombres un cromosoma X y un cromosoma Y. «¡Qué sensual eres! Me fascina verte en minifalda, apreciar tus piernas
esculturales, rozar tus senos turgentes, imaginar tus pezones entre mis labios.
Sandra, Sandra, Sandra». Los padecimientos
autosómicos recesivos tienen manifestación clínica aparente solo en estado de
homocigosidad, es decir, cuando son genes mutantes ambos alelos en un locus
genético particular. «Cómo quisiera besar tu
cuello, perder mis ojos en tu cabellera, deslizar lentamente mi rostro en tu
espalda, morder con suavidad tus nalgas».
Las enfermedades genéticas en general se incluyen en tres categorías:
padecimientos cromosómicos, «¡despierta, idiota, la profesora se puede dar cuenta!» padecimientos
hereditarios mendelianos y…«¡cómo me
excitas, Sandra!» padecimientos multifactoriales.
César
intentó escribir otra vez. «¡Maldita
sea, cuándo terminará de hablar!». Veremos ahora
algo acerca de la transmisión de enfermedades hereditarias, para ello
utilizaremos los árboles genealógicos. «¡Qué árboles ni que vaina!». Hay enfermedades
que están ligadas al sexo, como el caso de la hemofilia. «Sandra, algún día te haré
mía, tocaré con suavidad tu vulva, tu clítoris». Relacionada al
cromosoma X, las mujeres generalmente son solo portadoras y el hombre es el que
padece la enfermedad. «¿A qué hora se callará? No
soporto más, quiero irme, no debí haber venido». Si dos parientes
cercanos contraen matrimonio y ambos padecen un gen recesivo en el mismo
cromosoma, sus hijos tienen un cuarto de posibilidad de nacer con la
enfermedad. «¿Qué? ¿Cómo?». Esto
explica por qué tener hijos entre hermanos o primos hermanos puede traer como
producto una descendencia con anomalías congénitas”. «Con razón dicen que los hijos provenientes de hermanos nacen tarados».
La
clase terminó. César no se mueve de su carpeta, los árboles genealógicos
invaden sus pensamientos, todo es una confusión de cromosomas y enfermedades
hereditarias. Un ruido lo distrae, gira la mirada, una carpeta ha caído al
suelo, alguien la recoge. «Sandra, cómo odio esta situación, me resulta insoportable estudiar todo
el día en la universidad y esperar recién el fin de semana para verte. Aunque, de
vez en cuando suceden cosas curiosas. Algún día te explicaré lo de los
cromosomas dominantes y recesivos».
—¡César, César, las notas! —gritan
múltiples voces.
César
sale corriendo, cruza el pasadizo de losetas, desciende las gradas y abandona
el pabellón de aulas, avanza desesperado por el corredor de cemento frente al
amplio jardín, dobla a la izquierda, luego a la derecha, sube de prisa las
escaleras del pabellón antiguo hasta el tercer piso, gira a la derecha, corre,
llega, empuja, se mete entre el tumulto de gente, mira a la vitrina, se retira
cabizbajo.
—¿Qué pasa, compadre? ¿Y esa cara? —le
pregunta uno de sus amigos.
—Me jalaron, tengo nueve en el
examen de Bioquímica, es la nota más baja de la clase.
—Tranquilo, flaco, aún quedan cuatro
exámenes para que te recuperes.
César
camina decepcionado, todos lo miran con lástima. «No, yo no soy bruto, entiendo el curso, pero en esta universidad hay que
copiar hasta el más mínimo detalle, porque en el examen te pueden preguntar
cualquier cosa. En fin, me olvidaré de la universidad por ahora. Buscaré a
Sandra. Quiero hacer el amor hasta el cansancio, no aguanto más, este deseo no me deja tranquilo. Si no
aprobé el examen, al menos perderé la castidad».
Aquella
tarde la viste por primera vez en la puerta del cine club, estaba espléndida,
radiante. Te enloquecieron sus ojos negros y su silueta adorable. Tenía una
blusa roja pegada al cuerpo y una minifalda muy corta. Tu mirada era un péndulo
que la recorría de la cabeza a los pies. Te acercaste a ella con disimulo
portando una sonrisa artificial. Fingiste que la conocías de alguna parte,
luego pediste disculpas por la equivocación. Aprovechaste para conversar sobre
cine y la acompañaste hasta el paradero del microbús. Ese día supiste su nombre
y su teléfono. Quedaron en verse otra vez. En las semanas siguientes
frecuentaron cines y discotecas. La fuiste conociendo más, desmadejando uno a
uno sus gustos e inclinaciones y te la ibas ganando con halagos y bromas. En
cada conversación, lanzabas una mirada fija. Ella sonreía y esquivaba algo avergonzada.
Una noche, cuando estaban solos en el parque, la besaste, así de repente. Ella
se sonrojó y bajo la cabeza. La volviste a besar y ambos entregaron sus labios,
con unas ganas locas, con un ímpetu feroz.
En
adelante, se citaron los fines de semana, en el mismo parque y se besaban horas
y horas, sin importarles el tiempo que transcurría. No hablaban mucho,
disfrutaban completamente del instante. Mentiste al decir que eras un joven
empresario, accionista de una disquera. Ocultaste que eras un estudiante de
Medicina. Claro, tus amigas siempre mencionaban que los estudiantes de Medicina
eran poco interesantes y aburridos, inexpertos para enamorar. Piensas que no te
conviene aferrarte a una mujer, más tarde puedes conocer a otra mejor. Con este
juego es más fácil deshacerte de ella. Aunque, quién sabe, quizás termines
enamorándote de ella, se casen y tengan hijos hermosos y saludables.
Pásame
el bisturí y sujeta el brazo del cadáver. ¡Maldición, cómo me fastidian los
ojos, aquí hay mucho formol! Permiso, tengo que lavar estas tijeras. Qué
fastidio, ya me estoy aburriendo. No te lleves todo el detergente. Diseca bien,
no vayas a romper la arteria. ¡No, otra vez se me rompieron los guantes! No
seas asqueroso, cómo se te ocurre comer en el anfiteatro. Ya se fue el
profesor, deja la pinza y sígueme contando. César, recién son las cuatro,
tenemos práctica hasta las seis, si el profesor te ve, César, ¿a dónde vas?,
¿qué te sucede? César, ¡Césaaaaaaaar!
César
salió del Anfiteatro de Anatomía, aquel ambiente amplio de paredes con
mayólicas blancas, donde en grupos de seis alumnos por mesa, disecaban un
cadáver, guiados por un profesor de práctica. Guardó su mandil y se fue directo
a casa. Llamó por teléfono a Sandra para invitarla al cine. Una hora después
ambos estaban ubicados en un rincón de la platea. Terminada la película se
sentaron en una banca de un parque, en un lugar algo oscuro, donde apenas
llegaba la luz de un farol. Había poca gente y se sentía algo de frío. El
silencio comenzaba a hacerse cada vez más notorio. César la fue observando con
ojos lascivos. El escote rojo bien ceñido y las piernas provocativas abrieron su
apetito. Ni bien se acomodaron, se abalanzó a besarla con gran ímpetu. Ella lo
tomó del cuello, mientras él la tenía de la cintura. Poco a poco la fue
acercando más, acelerando el ritmo de sus besos. Sintió sus senos como dos
burbujas gigantes, vibrando sin término. La respiración jadeante y ruidosa, el
perfume excitante y profundo, alimentaba el instinto incontenible. La mano de
César fue descendiendo lentamente y se posó sobre el suave muslo, tibio y
frágil, luego ingresó hecha una araña por debajo de la minifalda.
—Basta, ¿qué tienes?, ¿qué quieres
conmigo?
—No aguanto más, Sandra, quiero que
me des la prueba del amor.
—No quiero volver a verte, César,
eres un degenerado.
—Pero, Sandra, espera, Sandra, no te
vayas, Sandra.
César
llamó todos los días por teléfono a Sandra pero no le contestaba. Él insistía
cada cinco minutos, pero ella no daba su mano a torcer. Así permaneció la
situación durante una semana, hasta que por fin accedió a contestar el
teléfono.
—Hola, linda, te extrañé mucho, necesito
verte.
—Mira, César, lo he pensado mejor.
Voy a regresar contigo, pero no estoy de acuerdo con lo que me pides.
—Pero, Sandra...
—No, César, no me acostumbro a la
idea, quizás después, por ahora no.
—Sandra, no tienes por qué hacerte
tantos problemas, mira...
—Por favor, no insistas más,
dejémoslo así.
—Está bien, preciosa, como tú digas,
no insistiré.
El
cariotipo de un individuo, es decir, el número y la estructura de los
cromosomas, se puede investigar en tejidos corporales fácilmente accesibles
como linfocitos de sangre periférica o piel. «Sandra, ¿por qué eres tan obstinada?, en el fondo sé que tú también lo
deseas, lo siento cada vez que me besas y me abrazas con fuerza, cada vez que
tu cuerpo se agita en una caricia». Los
avances recientes han permitido identificar en forma precisa cada cromosoma
individual con tinciones especiales de las secuencias de DNA. «Tienes que vencer tus falsos miedos y entregarte. Verás que todo resulta
estupendo, no olvidarás jamás ese instante, no existe experiencia más agradable
en este mundo».
Volvieron
a salir juntos, César prefirió no tocar el tema por un tiempo, fue adquiriendo
más confianza con ella. Además de ir al cine, asistieron a obras de teatro y
exposiciones de pintura. A César le aburrían estas cosas, pero hacía mil
esfuerzos por disimular, ya que a Sandra le encantaban. Ella siempre hablaba de
sus aspiraciones de convertirse en una gran traductora y viajar por diferentes
ciudades del mundo. «Tiene acento
extranjero, no sé si lo hace por fingir o es natural».
Cuando
Sandra preguntaba acerca de la supuesta disquera, César cambiaba astutamente la
conversación. Para salir juntos, siempre se citaban, jamás César la recogía de
su casa, ni la devolvía. Ella quería sentirse más segura con la relación
sentimental, antes de presentárselo a su familia.
«La
universidad, la gente, Sandra y yo. ¿Por qué el mundo tiene que ser tan
complicado? A veces estamos muy contentos y de pronto sucede alguna cosa y nos
derrumbamos. Fluctuamos constantemente de emoción en emoción. Tristes, alegres,
amargos, nostálgicos, qué sé yo. Cada minuto podemos ser distintos. Un día
determinado uno puede sentirse el hombre más afortunado y talentoso de la
tierra y a las pocas horas sentirse mucho menos que un muladar. Nunca sabremos
qué nos deparará el futuro, si nuestro camino será llano o con obstáculos, si a
la vuelta de la esquina nos espera un accidente o quizás la muerte. Me da
escalofríos cuando pienso en la muerte».
“La
noche es joven y hay que disfrutarla” —dijo César
mientras se vestía.
Había
invitado a Sandra a la discoteca. Para esta ocasión se puso su mejor camisa, aquella
que le obsequió su tía recién llegada de New York. Se peinó tres veces,
retocándose el cabello con gel. Salió de la casa, con las “ansias de un toro”,
embriagado con el aroma de su colonia Miura. Subió al Toyota rojo que le prestó
su padrino, después de innumerables súplicas y partió sin demora. Recogió a
Sandra en el lugar de siempre. Ella está provocativa. La minifalda más alta que
nunca, una blusa ajustada al cuerpo, moldeando una silueta tentadora, párpados
brillantes por las sombras, labios rojos intensos y la piel blanca, frágil,
digna de ser acariciada. Llegan a la discoteca. Un hombre alto, de saco negro,
les da la bienvenida. Hay muchas personas y la música está a todo volumen.
Caminan abriéndose paso entre la gente, las luces de colores los envuelve en
medio de la pista de baile. Todo es una efervescencia musical. Las parejas se
mueven sin descanso, una electricidad interior se apodera de sus cuerpos.
Sonríen y deciden bailar a todo furor. Sandra es toda una maestra. Sus
movimientos de sirena son encantadores, tiene el ritmo en las venas. César no
se queda atrás, tiene una elasticidad increíble. Una hora seguida sin
detenerse. Agotados deciden descansar un momento. Ella está sedienta, no
aguanta más, quiere de inmediato alguna bebida. César pide dos Martinis a vaso
lleno. Sandra bebe de un solo golpe. Empieza a sentirse un poco mareada y se
queja, César sonríe y le dice que se le pasará cuando baile. Sandra se siente
confundida y un calor extraño le invade todo el cuerpo.
Llegada
la medianoche, ambos salen del local. A Sandra le duele la cabeza. César la
ayuda a subir al carro. Prende el motor y arranca a toda velocidad. Corta por
una avenida, sale al malecón y se dirige rumbo a la playa. Sandra se asusta y
protesta. Frente a la playa, César estaciona el carro. El lugar es algo oscuro,
hay otros carros estacionados a unos pocos metros. Su mano derecha aprieta una
de los muslos de Sandra.
—¡No, César, por favor, no!
—Ahora o nunca cariño.
—No, César, lo haremos otro día,
ahora no estoy preparada.
Él
se precipita encima de ella, mientras la besa, le desabotona la blusa. Sandra
muestra mediana resistencia. Sigue arremetiendo desesperado, liberándola del
sostén, succionado con ímpetu sus pezones, apretando cada vez con más fuerza
sus frágiles muslos. «No, César, no. Te deseo
tanto, Sandra, no lo hagas difícil. Basta, ya no, por favor. Quiero hacerte
mía. Por lo que más quieras... No resisto más, quiero poseerte. ¡No, César!
¡Dios mío! ¡Por favor, no, noooo!». Hasta que la siente llorar y toda la furia
carnal se le viene abajo.
—No, César, no entiendes que no
estoy preparada.
Además
de los medicamentos, otros factores ambientales pueden agravar expresiones genéticas
específicas. «¿Por qué me tendrán que
ocurrir estas cosas a mí? Justo cuando todo estaba listo. ¿Por qué me fallaste
Sandra? No entiendo por qué tanto temor. Pero tú me prometiste que lo haríamos otro día, tenemos que hacerlo y
pronto, a como de lugar o sino dejo de llamarme César Guerrero». El no
ingerir leche en los primeros años previene muchas de las complicaciones
comunes observadas en las personas con galactosemia. «No sabes cómo estoy de ansioso, el sexo ha invadido mi cerebro, no veo la
hora de poseerte, de hacerte mía, de beber de tu cuerpo y embriagarme de ti».
Ha
pasado un mes, César está impaciente. Sandra quedó en darle una respuesta. Se
está demorando mucho. La llama por teléfono. Ella le dice que aún no lo ha
decidido. Él sigue esperando impaciente. Insiste todos los días.
—¿Sandra, ya lo decidiste?
—Está bien, César, creo que ya estoy
preparada.
—Qué bueno, entonces mañana a las siete de la noche, te
espero en el parque de siempre, luego iremos a un hotel. Chau, cuídate, te quiero
mucho.
—Yo también te quiero, hasta mañana.
César
está muy contento, salta, baila, se tira de cara al mueble. Ríe y se revuelca
sobre la alfombra. «Mañana será un sábado glorioso». Su padre también
llega contento.
—César, me acabo de enterar que hace
cinco meses está residiendo en Lima, mi hermano José, el que se fue a vivir al
extranjero.
—Nunca me dijiste que tenías un
hermano.
—Seguro que te lo he dicho, sino que
tú andas siempre despistado. Es un hermano por parte de madre. Sabes, nos ha
invitado a su casa mañana.
—¡Mañana! Lo
lamento mucho papá, tengo un compromiso, me disculpas...
—Cancélalo, tienes que ir conmigo.
—Imposible, es sumamente importante.
—Lo siento, tú tienes que
acompañarme.
—¡Pero papá!, entiéndeme...
—Nada de peros, César, tienes que
acompañarme.
César
se queda callado un momento. Mira con temor el rostro acalorado de su padre. La
robustez que siempre le hizo bajar la voz. Solo atina a preguntar.
—¿Y para qué hora es la invitación?
—Para las once y treinta de la
mañana.
—¿Y a qué hora regresaremos a casa?
—A eso de las tres o cuatro de la
tarde.
César
sonríe.
—Está bien papá. Iremos.
Se
va saltando con alegría. Su papá lo mira confundido.
César
y su padre llegaron puntuales a la cita. Se quedaron encantados al presenciar
la casona del tío José, cuya entrada tenía un pasadizo amplio que conducía a la
sala, a los costados dos jardines con un césped impecable, rodeado por flores
de diferentes especies y colores. El tío José los recibió en la puerta con
mucho agrado, era una persona de mediana estatura, algo gordo y de bigotes,
siempre estaba sonriendo.
—¡Qué gusto Arturo!, ¿cómo te ha
ido?, hace más de diecinueve años que no nos vemos.
—Es verdad, desde que te fuiste a
España, nunca más regresaste. Nos hemos comunicado muy poco. ¿Cómo está tu
esposa?
—Ella está bien, ha salido un
momento, debe estar por regresar. Pero hombre, ¿qué ha sido de tu vida? Vamos,
cuéntame.
—Me ha ido bien, no puedo quejarme,
pero percibo que el tiempo pasa muy de prisa, ya me estoy poniendo viejo.
—Igual me sucede a mí. Es verdad que
el tiempo pasa volando. Mira que tu hijo ya está enorme, la última vez que lo vi
tenía seis meses de nacido. ¡Cómo has crecido muchacho!
Se
entabló una conversación interminable. César enfrascado en brumas de
aburrimiento, recorría con los ojos la sala alfombrada y las paredes de
llamativo decorado. «Ojalá acabe rápido esta
reunión, así me dará más tiempo para llegar a casa y arreglarme. Sandra, tu cintura,
como me encanta tu cintura».
Una
dulce voz llamó al tío José. César la escuchó a medias, ya que estaba
distraído. Le pareció conocida. «Juraría
que he escuchado esa voz antes. ¿En dónde?».
—Pasa hijita, quiero presentarte a
tu tío y a tu primo.
—¡Caramba José!, no sabía que tenías
una hija. ¡Qué linda es!
César
y la muchacha se miraron asombrados. Palidecieron. Un frío intenso recorrió el
cuerpo de ambos de manera simultánea. Ella enmudeció, parecía hipnotizada.
—¿Qué te pasa Sandra? ¿No vas a
saludar a tu tío y a tu primo?
—Claro, disculpen, la verdad, es una
gran sorpresa.
Procedió
a saludarlos.
—¡Este José, jamás me comentaste
nada!
—Tengo muchas cosas que hablar
contigo, ya me irás entendiendo, he tenido tantos problemas, si supieras.
Hijita, ¿por qué no llevas a tu primo a conocer la casa, mientras tu tío y yo
conversamos?
—De acuerdo, papá, con permiso.
Ambos
subieron las escaleras sin pronunciar palabra alguna. César estaba consternado,
rígido, inseguro, ascendía con dificultad los escalones. Una saliva amarga
inundó su boca. Empezó a sudar.
—La verdad, no sé qué decir, César,
estoy tan sorprendida como tú.
César
permanecía como una piedra, con el rostro pálido, sin pronunciar ninguna
palabra.
—Pensándolo bien, el amarnos no es
pecado, la ley no lo prohíbe, la situación es algo inusual, le chocará al
principio a nuestra familia, pero con el tiempo aceptarán nuestra relación.
César
ya no escuchaba, estaba en otro mundo. Miró a Sandra y la vio con un camisón
suelto y el vientre enorme. A su lado, un pequeño de tres años, con los ojos
achinados, moviéndose con torpeza, le decía “papá”, sonriendo como un bobo. “De modo ocasional se puede confundir un niño
mongoloide, Síndrome de Down con un cretino. Sin embargo, los ojos mongoloides
característicos, las manchas de Brushfield en el iris, la hiperextensibilidad
de las articulaciones y la normalidad de la textura de la piel y pelo
distinguen al imbécil mongoloide del cretino hipotiroideo”. El niño seguía mirándolo con la risa boba y fue
acercándose a él, gritando “papá, papá”, cada vez más fuerte.
—César, ¿verdad que las cosas no van
a cambiar entre nosotros?
—¡Déjame!, no me toques.
—César, ¿qué te pasa? César, espera.
¡Césaaaaaaaaaaaaar!
César
descendió velozmente las escaleras y se marchó dejando abierta la puerta. Padre
y tío quedaron absortos. En la calle, César continuó corriendo sin rumbo fijo.
«¡Maldita sea! ¿Por qué me
sucede esto a mí? ¡No puede ser posible! ¡No, no, no!». Aproximadamente
cinco por ciento de los nacidos vivos con Trisomía 21 o Síndrome de Down, tiene
alguna traslocación y esta es detectable en alguno de los padres en cerca de
una quinta parte de estos. «Sandra,
no me resigno a perderte, Sandra». La
mayoría de los niños con Trisomía 21, debida a alguna traslocación, son hijos
de mujeres menores de 30 años de edad. Cuando nace un niño con este síndrome
clínico de padres jóvenes, es importante investigar si hay alguna traslocación”.
«¡Sandra, te quiero! Sandraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!».
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