miércoles, 5 de abril de 2017

A veces acontecen pequeños milagros

Rosario Allpas


Apenas aterrizó el avión, la lluvia empezó a disiparse, el olor a tierra mojada se expandió por todo el ambiente. Bajé de la aeronave y me di cuenta de que me hallaba en un lugar diferente, parecía estar dentro de una sauna, pues el calor era asfixiante y la humedad pegajosa. Caminé hacia mi amiga que me esperaba sonriente en el salón del aeropuerto internacional Francisco Secada Vignetta.

 —¡Hola, Mirna! ¡Qué alegría! Gracias por venir a recogerme. —La abracé fuerte.

—¡Hola! ¿Qué tal el viaje? —me contestó efusiva.

—Bien, pero… ¡Caramba! ¡Qué calor hace! —Me abaniqué con las manos—, es insoportable.

—Sí, este es el clima de siempre, querida amiga, tendrás que acostumbrarte. ¡Bienvenida a la selva!

Nunca me sentí cómoda con los cambios, pero venir a la ciudad más grande de la selva peruana era como confinarse en el paraíso. Iquitos se yergue coqueta a orillas del río Amazonas y la rodean los ríos Itaya y Nanay; desde lo alto se asemeja a una isla y como tal, la conexión por vía aérea es la más asequible con otras ciudades del país y el mundo, aunque por río se enlaza también con pueblos aledaños y países vecinos como Colombia y Brasil.

El taxi nos sacó del aeropuerto y enrumbamos con dirección al hospital general. Decenas de motocicletas nos rodearon bulliciosas, los conductores de toda edad y sexo avanzaban decididos con el cabello suelto al viento y al sol; en especial las mujeres que iban conduciendo y llevando a novios o esposos e hijos, todos sin casco. Era un verdadero espectáculo. «¡Qué ciudad tan especial!», pensé. El sol ya se había impuesto en el cielo azul y las nubes desaparecían asustadas.

La carretera asfaltada se rodeó de árboles. Empecé a distinguir unas pocas casas y después apareció la ciudad con sus viviendas de amplias puertas y ventanas abiertas, solo unas mallas con pequeños agujeros se adherían al marco de estas. Los autobuses con grandes ventanas sin vidrio y algunas cubiertas con telas descoloridas que hacían de cortinas para evitar la luz del sol. La gente por las calles caminaba con muy poca ropa invitando y dejando la piel a las caricias del astro rey. Un fresco y desconocido olor invadía las calles. Mirna me dijo que era el aroma del aguaje, un fruto de la selva que estaba siendo vendido en las esquinas.

Llegamos al hospital y nos dirigimos al interior de este, en donde se levantaba la residencia de enfermeras, los árboles próximos la acunaban brindándole sombra, el olor a naturaleza, a grama húmeda la envolvía. Mirna me guio hacia una habitación. Al entrar, prendió la luz y los cuerpos verde opacos de las salamandras comenzaron a zigzaguear escondiéndose detrás de los pequeños cuadros que colgaban de las paredes. Las miré con cobardía y antes de que manifestara algo, Mirna acotó: 

—No temas, ellas están más asustadas que tú —y agregó—. ¿Tienes hambre?

—Sí —respondí— mientras acomodaba mi maleta al lado de la cama, sin dejar de mirar los cuadros donde escondidas, quizás de miedo, se encontraban las salamandras.

—¿Vamos a comer pollo a la brasa?

—¡Oh! Sí. ¡Vamos!

Mirna sacó su motocicleta y yo subí atrás. Nos entreveramos en la calle con otros conductores. El inconfundible aroma del pollo llegaba desde la esquina de una calle. Bajamos, y con pasos apresurados entramos siguiendo el rastro del olor a carbón caliente y de la preciada ave. Decenas de mesas ocupadas por gente jovial y locuaz nos recibieron; nos instalamos en una y nos sirvieron el pollo a la brasa al estilo charapa.

—¡Eh, Mirna!, ¿el pollo acompañado de bananas verdes fritas? Nunca comí de esta manera.

—Aquí no vas a encontrar papas fritas —dijo Mirna, sonriendo.

—¡Ni cubiertos! —agregué sorprendida.

Comimos a la usanza iquiteña; con las manos. Al final nos trajeron un bol de agua con limón para limpiarnos los dedos.

En la pollería pude escuchar el diálogo de dos mujeres loretanas que estaban en una mesa cercana:

—Mirlenita, ¿mañana vienes a mi casa para comer fane con su cajué calientito?

—No puedo, debo cuidar a mis tres huambrillos, uno está llullito todavía.

—¿Y el buchisapa de tu marido no te ayuda, ya pues?

—Mirna, no entendí nada —le dije a mi amiga.

—Sí. Ja, ja, ja. —Se rio con gran complacencia—. Este es el dialecto conocido como español amazónico (*), es una mezcla del español, quechua, lenguas nativas y foráneas, pero aquí le damos una entonación muy especial.

—Es chistosísimo.

—Tendrás que aprender, si no, entenderás muy poco lo que dice la gente.

—Cierto, pero no quiero copiar la entonación, ¿eh?

—Ja, ja, ja. Es irremediable, algo queda. —Rio Mirna.

Comencé a trabajar en sala de operaciones como enfermera anestesista del hospital general y muy pronto puse a prueba el dialecto loretano en el diario trajinar de mi labor.

Una mañana, cuando me disponía a aplicar la anestesia raquídea a una paciente, luego de colocarla en posición sentada y desinfectar el área de aplicación en la espalda, le dije:

—Señora, por favor póngase posheca.

La mujer me miró asombrada sin entender lo que le estaba diciendo y volví a repetir:

—Póngase posheca, por favor.

La técnica de enfermería se mostró halagüeña y de inmediato me corrigió el vocablo:

—Es potocha, señorita, no posheca.

—¡Oh!, perdón. Póngase potocha, ¿sí?

La mujer de inmediato obedeció y se puso jorobada. Entonces pude palpar la cuarta vértebra lumbar y colocarle la anestesia. Más tarde le pregunté a mi ayudante:

—¿Qué significaba posheca?

—«Pálida», señorita, por eso la paciente no le podía entender.

—Ja. Ahora me doy cuenta lo difícil que era obedecer mi orden. 

Y así, entre conocer la ciudad y disfrutarla, aprender el dialecto amazónico y practicarlo, pasó el mes presuroso trayendo una sorpresa agradable y ventajosa para mí. Habíamos llegado a la selva un puñado de catorce enfermeras de diferentes zonas del país. Unas arribaron el primer día del mes de abril, otras el noveno o el décimo segundo, la mayoría el decimoctavo y la penúltima lo había hecho el vigésimo segundo día. Al término del mes, les habían pagado a todas por igual: el mes completo. Yo había llegado el último día de abril. Entonces, cuando terminó mayo recibí, con sorpresa, dos cheques. Enseguida me encaminé a la oficina del contador para comunicarle el error cometido. Este me recibió y luego de las presentaciones me dijo:

—Bien, señorita, soy todo oídos. Dígame.

—Señor Dávila, creo que han cometido un error. Yo venía a informarle que me dieron dos cheques.

—Y…, ¿qué nombre tienen esos cheques?

—Bueno, los cheques están a mi nombre, señor.

—¡Ah! ¿Entonces son suyos?

—Sí, pero... yo solo he trabajado un mes, señor —argumenté.

—Bien, el cheque anterior ya estaba destinado a usted y no puedo dar marcha atrás. Salga de la oficina y no se hable más del asunto. Los cheques son suyos y no esté dando aspavientos.

—¿Eh? —Me abrió la puerta de su oficina y solo atiné a decirle—: ¡Gracias!

Con ese dinero, di la cuota inicial para la compra de una motocicleta. Aprendí a manejar apenas subí en ella y en toda mi travesía por la selva jamás me extendieron una papeleta. Enseguida me di cuenta de que ser propietaria de una moto no tenía precio. Además, consideré que esta era la movilidad perfecta para una zona tan calurosa como Iquitos.

Pasaron seis meses de disfrute, hasta que una tarde de sábado mi moto no quiso trabajar más. Llamé de inmediato a Mirna para que me ayudara a resolver el problema o me explicara qué había sucedido con mi movilidad y lo más importante: ¿qué hacer? Ella trató de prenderla y nada. Me aconsejó llevarla a un mecánico y lo hice.

Ya en el taller, el técnico me preguntó:

—¿Qué problema tiene la motocicleta?

—¡Eh! Bueno…, no quiere arrancar.

—A ver …, ¡ajá! Veamos. —Maniobró el timón, sacó una tapa rosca de la panza de la moto, revisó, otra tapa más abajo, olió, luego preguntó —: Y…, ¿desde cuándo no le cambia el aceite?

—¿El aceite? ¿Cuál aceite? —No sabía de lo que hablaba—. ¿Necesita aceite mi moto?

—Señorita, ¿está bromeando? ¿Nadie le dijo que tenía que cambiar el aceite? —Se encabritó.

—Pues no —contesté sincera—. Primera vez que escucho que hay que poner aceite a una motocicleta. Disculpe.

El mecánico se encrespó. Felizmente, después de la limpieza y cambio del líquido oleoso, esta trabajó perfectamente. El hombre entonces se tranquilizó y me dijo:

—Ha sido un milagro que su movilidad aún funcione. Deberá tener en cuenta el cambio de aceite cada mes, re-li-gio-sa-men-te. —La última palabra la dijo con firmeza y resbalando cada sílaba.

—Lo haré. Gracias.

La gente de Iquitos, en general, es extrovertida, directa, sincera, cálida y acogedora. Cuando llegué a esta ciudad, a mitad de la década del setenta, me sorprendió la natural familiaridad de los iquiteños, tuteaban enseguida no importando la edad ni el sexo, pero lo hacían con respeto; sobre todo las mujeres, quienes, al hablar no se hacían problema ni con los asuntos que correspondían a la intimidad. Esto les daba una imagen de soltura y confianza. Quizá por esta característica, ellas han sido mal interpretadas por la gente foránea: «que tienen sangre caliente, que son confianzudas o que son fáciles», decían. Yo no estaba de acuerdo con esta apreciación, lo que ocurre es que en Lima u otras ciudades del Perú, las personas y en especial las mujeres, cubren sus pensamientos, sentimientos y conducta con un manto de pacatería, propio de las señoronas mojigatas. A mí me fascinó la forma de ser de las iquiteñas, pues son dueñas de una mentalidad independiente. Creo que ese carácter liberal está muy ligado al uso de la motocicleta. En Iquitos, una gran cantidad de mujeres de toda edad la maneja. Es más, se ven más mujeres que hombres conduciendo. Eso les hace sentirse autosuficientes y libres en la vida diaria e incluso libres de manejar su propia sexualidad.

Cuando salí de vacaciones, llevé mi motocicleta a Lima. Cuando me veían manejando, la gente me silbaba y sentía en sus miradas mala voluntad y cierta reprobación por usar una moto siendo mujer. Aún hoy, que han pasado más de cuarenta años continúa siendo una rareza ver a una mujer manejándola en esta Lima puritana. La excepción se da con las mujeres policías que son casi las únicas que lo hacen. Por ello, al terminar con mi labor en el hospital general, la vendí; pues consideré que, para motocicletas, no hay ningún mejor lugar que Iquitos, «la ciudad de las motos».

Una madrugada, pasadas apenas las tres, el personal de centro quirúrgico tocó mi ventana despertándome para una emergencia. Casi nunca llamaban al médico anestesiólogo para las urgencias; era yo, la que las atendía. Acudí a sala de operaciones quince minutos más tarde y allí, sentada en una silla de ruedas se encontraba la paciente. Se llamaba Sadith, estaba pálida como una estatua de mármol. Las muecas de dolor se habían impregnado en la cara arrugándola de manera que parecía eterna, el cabello ralo enmarañado le cubría parte del rostro, su voz débil apenas la escuchaba contestando a mis preguntas. Estaba embarazada y parecía molestarla en grado superlativo el peso de la gestación y el dolor de las contracciones. La presión arterial la tenía baja igual que su hemoglobina. Se le había roto la fuente y un líquido amniótico de color verde maloliente se había hecho presente, señal inequívoca de un sufrimiento fetal. La cesárea era necesaria y urgente.

La pasamos a una de las salas de intervención quirúrgica y empezamos a prepararla para el evento.  Mientras mi ayudante le ponía la ropa adecuada: bata blanca con la abertura hacia atrás, botas y gorro verdes, la instrumentista armaba su mesa de trabajo y habilitaba todo el instrumental necesario. Yo empecé a compensar a la paciente poniéndole un sustituto del plasma a la vena y a goteo relativamente rápido. Se había pedido una bolsa de sangre, pues el caso lo ameritaba y esperábamos que el personal de laboratorio la trajese pronto. Llegaron el cirujano y el asistente. «¡Qué bueno que vino una ayuda!», pensé. A veces, no era posible contar con un asistente para una operación de urgencia a estas horas, pero este interno de medicina se había hecho presente.

—Por favor lávense las manos rápido. La paciente tiene presión baja y la anestesia la va a disminuir un poco más —les dije.

—Muy bien, jefa.

Los vi apresurarse en el lavado de manos antes de entrar a sala de operaciones. Hacia las cuatro de la mañana me dispuse a ponerle la anestesia raquídea, la cual bloquearía la sensibilidad de la parte baja del cuerpo desde la cintura, manteniendo a la paciente lúcida durante toda la operación. Pero, al terminar de aplicar la anestesia y pegar el esparadrapo en la espalda sentí que el cuerpo de Sadith perdía fuerza terminando de desvanecerse en mis brazos. Con ayuda de la técnica la echamos en la mesa de operaciones y vi que su cuerpo flácido no tenía movimiento torácico.

—¡Oxígeno! La paciente presentó paro respiratorio —dije a la técnica—. Llama a los médicos, que vengan enseguida.

—Doctores, la paciente está mal, presentó paro respiratorio —anunció la técnica con firmeza.

Cuando los médicos entraron a la sala, Sadith recibía oxígeno a través de una mascarilla. Enseguida apliqué un medicamento para elevar su presión arterial. La ausculté, pero, no escuché latido. Comencé a proporcionarle masaje cardíaco mientras que los médicos se habían colocado los guantes y el cirujano desinfectaba la zona operatoria con rápidos movimientos, cogió el bisturí y de un mero corte en el vientre llegó hasta el útero. Se abrió paso en la herida abierta y de una sola maniobra extrajo al feto morado y flácido, cubierto de líquido amniótico verde; el olor fétido se impregnó con rapidez en la sala. Pinzó el cordón umbilical en dos tramos y cortó con la tijera a la mitad. Entregó el recién nacido al asistente para que se haga cargo de la reanimación. Yo seguía dándole masaje cardíaco a la paciente, pues el hospital no contaba con desfibrilador. El interno de medicina aspiró secreciones de boca y nariz del bebé, pero este no reaccionaba, seguía inmóvil. Entonces lo levantó de los pies poniéndolo vertical y le dio masajes en la espalda hasta que el bebé hizo un leve movimiento. Lo volvió a colocar en la mesita preparada para la atención del recién nacido y volvió a aspirar secreciones. Utilizó el ambú o resucitador manual para administrar oxígeno. El bebé empezó a reaccionar, toser, emitir un gimoteo para luego ir recuperándose hasta presentar un llanto fuerte y regularmente sostenido. El llanto de un bebé al nacer es una melodía de vida y ese sonido nos envolvió. Entonces, el asistente se apresuró a ayudar al cirujano mientras que la técnica recibiendo al bebé, lo pesó, talló y abrigó. Lo puso en una cuna de agradable temperatura proporcionada por las bolsas de agua caliente. No había incubadoras.

El estado de la paciente en una operación, siempre está a cargo del anestesiólogo; por ello, mientras el cirujano operaba, el asistente atendía al recién nacido, yo me hacía cargo de la paciente. Sadith seguía recibiendo oxígeno a través de una mascarilla y yo continuaba presionando su pecho. La palidez, cianosis y frialdad de su piel hacían presagiar el temible paso a la muerte. Mi corazón empezó a latir presuroso mientras seguí apostando por ella, por la vida. En ese momento escuché el llanto del bebé y continué empujando el pecho de Sadith ayudando así a que la sangre siga circulando por su cuerpo en una pugna aguerrida donde sabía que los minutos contaban. Habrían pasado alrededor de quince minutos de reanimación asistida cuando un leve movimiento del borde inferior de su labio se presentó en un intento mínimo de reacción. Seguí presionando su pecho y ocurrió otro movimiento de los labios en un deseo apremiante de atrapar el aire. «Está reaccionando, se salvará», pensé. Escuché al médico decir:

—Oxitocina —era la señal de que la placenta había salido completa, sin complicaciones.

—Bien, doctor. La paciente empieza a reaccionar —dije.

—¡Qué bien! Ponle de inmediato el medicamento para que ayude a contraer el útero. Esto la mejorará, —y agregó—. ¿A qué hora viene el personal de laboratorio con la sangre?

Apliqué el fármaco a la vena. Sadith movió la cara y otra vez una inspiración pequeña, forzada. Escuché un débil latido cardíaco con el estetoscopio. Me llené de felicidad.

—¡La tenemos!, —anuncié con algarabía.

Seguí aún presionando su pecho para asegurar un buen latido. Sadith a duras penas respiraba. Sí, lo estaba haciendo. Controlé su latido con el estetoscopio, aún estaba débil y su presión arterial la tenía baja, pero estaban presentes. La técnica comenzó a colocar los campos o telas estériles necesarios para cubrir a la paciente, dejando solo la zona operatoria expuesta, puso el arco que separa la visión de la paciente de la parte abdominal. En cualquier momento Sadith podía abrir los ojos. Los médicos se pusieron los mandilones completando así los pasos que se habían obviado por la premura de la operación y siguieron suturando la herida operatoria.

El personal de laboratorio llegó con la bolsa de sangre. Habían pasado más de veinte minutos desde que la situación empezara a normalizarse.

—¡Ah! —Lancé un suspiro de complacencia por la satisfacción del deber cumplido.

Volví a controlar sus signos vitales y cambié la mascarilla de oxígeno por una cánula nasal. Sadith abrió los ojos y miró de un lado a otro. El corazón volvió alegre a latir en mi pecho. Le acomodé el gorro para que sintiera que tenía compañía. Luego, ella habló despacio:

—Señorita, ¿mi llullito?

—No se preocupe. Él está bien. Es un varoncito.

—Sí…, lo sé —contestó en tono muy bajo, le costaba hablar y lo hacía con esfuerzo— yo lo vi…

—¿Cómo? ¿Qué está diciendo? —pregunté asombrada.

 —Que yo lo vi, señorita. Desde el techo.

—¿Qué? ¿Qué es lo que vio?  —pregunté sin creer lo que escuchaba.

—Todo, señorita. Primero yo…, yo estaba con mi bata blanca, creo que esta, la que me pusieron, iba caminando hacia una luz bien juerte que tenía en mi delante. Vi que había piedrecitas en mi camino, entonces me di cuenta de que estaba sin zapatos caminando, casi flotando hacia una luz potente, brillante.  

«¿Sin zapatos?», pensé un segundo. «¿Y las botas de tela verde que le pusimos para la operación?».

—Después, ya no estaba en allí y me encontré en arriba —siguió hablando y miró el techo— allí, flotando, en arriba. Vi abajo cuando los médicos entraron. Entonces el dotorcito Pedro me cortó… mi panza. Vi cuando salió mi llullito, pero no lloraba… vi que el otro dotorcito comenzó a sacarle su moquito, lo limpió y entonces mi llullito lloró. Vi que tú, señorita empujabas y empujabas mi pecho y después; yo, ya no estaba más en arriba. Sentí un dolor juerte en mi pecho, quise hablar…, pero no podía…

Se calló y nosotros guardamos silencio, estábamos sorprendidos y no sabíamos qué preguntar. Luego, ella misma rompiendo la calma dijo:

—Y mi bebé, ¿dónde está?

Acercamos la cuna a su lado para que lo viera. Una sonrisa arrugó su cara huesuda y pálida, una lágrima escapó de sus ojos mojando su rostro seco. Cerró sus párpados para descansar.

Estábamos terminando nuestro trabajo cuando los primeros cantos de los pajaritos anunciaron el amanecer. Pensé en Mirna, estaría en la residencia de enfermeras despertándose recién para recibir el nuevo día y prepararse para una nueva jornada de labor. Me apercibí de que todos los que atendimos a Sadith y su hijo habíamos hecho lo correcto y actuado con la premura que lo exigía el estado de ambos. Pensé que en unos cuantos minutos más, tendría que volver a la residencia para bañarme y luego retornar al trabajo a fin de realizar la programación de cirugías del día. Pero, lo que más me llenaba de felicidad era ver a Sadith enfrentar el nuevo día acompañada de su hijo recién nacido.


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(*) Vocablos del dialecto español amazónico:

Cajué (café) /   fane (juane). Comida típica de Iquitos preparada con arroz y gallina envuelta en hojas de bijao /

buchisapa (barrigón) /  huambrillos (niños) /  llullito (bebito) /  juerte (fuerte).

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