Rosario Allpas
Apenas
aterrizó el avión, la lluvia empezó a disiparse, el olor a tierra mojada se
expandió por todo el ambiente. Bajé de la aeronave y me di cuenta de que me
hallaba en un lugar diferente, parecía estar dentro de una sauna, pues el calor
era asfixiante y la humedad pegajosa. Caminé hacia mi amiga que me esperaba
sonriente en el salón del aeropuerto internacional Francisco Secada Vignetta.
—¡Hola, Mirna! ¡Qué alegría! Gracias por venir
a recogerme. —La abracé fuerte.
—¡Hola!
¿Qué tal el viaje? —me contestó efusiva.
—Bien,
pero… ¡Caramba! ¡Qué calor hace! —Me abaniqué con las manos—, es insoportable.
—Sí,
este es el clima de siempre, querida amiga, tendrás que acostumbrarte. ¡Bienvenida
a la selva!
Nunca
me sentí cómoda con los cambios, pero venir a la ciudad más grande de la selva
peruana era como confinarse en el paraíso. Iquitos se yergue coqueta a orillas
del río Amazonas y la rodean los ríos Itaya y Nanay; desde lo alto se asemeja a
una isla y como tal, la conexión por vía aérea es la más asequible con otras
ciudades del país y el mundo, aunque por río se enlaza también con pueblos aledaños
y países vecinos como Colombia y Brasil.
El
taxi nos sacó del aeropuerto y enrumbamos con dirección al hospital general. Decenas
de motocicletas nos rodearon bulliciosas, los conductores de toda edad y sexo
avanzaban decididos con el cabello suelto al viento y al sol; en especial las mujeres
que iban conduciendo y llevando a novios o esposos e hijos, todos sin casco.
Era un verdadero espectáculo. «¡Qué ciudad tan especial!», pensé. El sol ya se
había impuesto en el cielo azul y las nubes desaparecían asustadas.
La
carretera asfaltada se rodeó de árboles. Empecé a distinguir unas pocas casas y
después apareció la ciudad con sus viviendas de amplias puertas y ventanas
abiertas, solo unas mallas con pequeños agujeros se adherían al marco de estas.
Los autobuses con grandes ventanas sin vidrio y algunas cubiertas con telas descoloridas
que hacían de cortinas para evitar la luz del sol. La gente por las calles
caminaba con muy poca ropa invitando y dejando la piel a las caricias del astro
rey. Un fresco y desconocido olor invadía las calles. Mirna me dijo que era el
aroma del aguaje, un fruto de la selva que estaba siendo vendido en las esquinas.
Llegamos
al hospital y nos dirigimos al interior de este, en donde se levantaba la
residencia de enfermeras, los árboles próximos la acunaban brindándole sombra,
el olor a naturaleza, a grama húmeda la envolvía. Mirna me guio hacia una
habitación. Al entrar, prendió la luz y los cuerpos verde opacos de las salamandras
comenzaron a zigzaguear escondiéndose detrás de los pequeños cuadros que
colgaban de las paredes. Las miré con cobardía y antes de que manifestara algo,
Mirna acotó:
—No
temas, ellas están más asustadas que tú —y agregó—. ¿Tienes hambre?
—Sí
—respondí— mientras acomodaba mi maleta al lado de la cama, sin dejar de mirar
los cuadros donde escondidas, quizás de miedo, se encontraban las salamandras.
—¿Vamos
a comer pollo a la brasa?
—¡Oh!
Sí. ¡Vamos!
Mirna
sacó su motocicleta y yo subí atrás. Nos entreveramos en la calle con otros
conductores. El inconfundible aroma del pollo llegaba desde la esquina de una
calle. Bajamos, y con pasos apresurados entramos siguiendo el rastro del olor a
carbón caliente y de la preciada ave. Decenas de mesas ocupadas por gente
jovial y locuaz nos recibieron; nos instalamos en una y nos sirvieron el pollo
a la brasa al estilo charapa.
—¡Eh,
Mirna!, ¿el pollo acompañado de bananas verdes fritas? Nunca comí de esta
manera.
—Aquí
no vas a encontrar papas fritas —dijo Mirna, sonriendo.
—¡Ni
cubiertos! —agregué sorprendida.
Comimos
a la usanza iquiteña; con las manos. Al final nos trajeron un bol de agua con
limón para limpiarnos los dedos.
En
la pollería pude escuchar el diálogo de dos mujeres loretanas que estaban en
una mesa cercana:
—Mirlenita, ¿mañana vienes a mi casa para comer fane
con su cajué calientito?
—No puedo, debo cuidar a mis tres huambrillos, uno
está llullito todavía.
—¿Y el buchisapa de tu marido no te ayuda, ya pues?
—Mirna,
no entendí nada —le dije a mi amiga.
—Sí.
Ja, ja, ja. —Se rio con gran complacencia—. Este es el dialecto conocido como
español amazónico (*), es una mezcla del español, quechua, lenguas nativas y foráneas,
pero aquí le damos una entonación muy especial.
—Es
chistosísimo.
—Tendrás
que aprender, si no, entenderás muy poco lo que dice la gente.
—Cierto,
pero no quiero copiar la entonación, ¿eh?
—Ja,
ja, ja. Es irremediable, algo queda. —Rio Mirna.
Comencé
a trabajar en sala de operaciones como enfermera anestesista del hospital
general y muy pronto puse a prueba el dialecto loretano en el diario trajinar
de mi labor.
Una
mañana, cuando me disponía a aplicar la anestesia raquídea a una paciente,
luego de colocarla en posición sentada y desinfectar el área de aplicación en
la espalda, le dije:
—Señora,
por favor póngase posheca.
La
mujer me miró asombrada sin entender lo que le estaba diciendo y volví a
repetir:
—Póngase
posheca, por favor.
La
técnica de enfermería se mostró halagüeña y de inmediato me corrigió el vocablo:
—Es
potocha, señorita, no posheca.
—¡Oh!,
perdón. Póngase potocha, ¿sí?
La
mujer de inmediato obedeció y se puso jorobada. Entonces pude palpar la cuarta
vértebra lumbar y colocarle la anestesia. Más tarde le pregunté a mi ayudante:
—¿Qué
significaba posheca?
—«Pálida»,
señorita, por eso la paciente no le podía entender.
—Ja.
Ahora me doy cuenta lo difícil que era obedecer mi orden.
Y
así, entre conocer la ciudad y disfrutarla, aprender el dialecto amazónico y
practicarlo, pasó el mes presuroso trayendo una sorpresa agradable y ventajosa
para mí. Habíamos llegado a la selva un puñado de catorce enfermeras de
diferentes zonas del país. Unas arribaron el primer día del mes de abril, otras
el noveno o el décimo segundo, la mayoría el decimoctavo y la penúltima lo
había hecho el vigésimo segundo día. Al término del mes, les habían pagado a
todas por igual: el mes completo. Yo había llegado el último día de abril. Entonces,
cuando terminó mayo recibí, con sorpresa, dos cheques. Enseguida me encaminé a
la oficina del contador para comunicarle el error cometido. Este me recibió
y luego de las presentaciones me dijo:
—Bien,
señorita, soy todo oídos. Dígame.
—Señor
Dávila, creo que han cometido un error. Yo venía a informarle que me dieron dos
cheques.
—Y…,
¿qué nombre tienen esos cheques?
—Bueno,
los cheques están a mi nombre, señor.
—¡Ah!
¿Entonces son suyos?
—Sí,
pero... yo solo he trabajado un mes, señor —argumenté.
—Bien,
el cheque anterior ya estaba destinado a usted y no puedo dar marcha atrás. Salga
de la oficina y no se hable más del asunto. Los cheques son suyos y no esté
dando aspavientos.
—¿Eh?
—Me abrió la puerta de su oficina y solo atiné a decirle—: ¡Gracias!
Con
ese dinero, di la cuota inicial para la compra de una motocicleta. Aprendí a
manejar apenas subí en ella y en toda mi travesía por la selva jamás me
extendieron una papeleta. Enseguida me di cuenta de que ser propietaria de una
moto no tenía precio. Además, consideré que esta era la movilidad perfecta para
una zona tan calurosa como Iquitos.
Pasaron
seis meses de disfrute, hasta que una tarde de sábado mi moto no quiso trabajar
más. Llamé de inmediato a Mirna para que me ayudara a resolver el problema o me
explicara qué había sucedido con mi movilidad y lo más importante: ¿qué hacer?
Ella trató de prenderla y nada. Me aconsejó llevarla a un mecánico y lo hice.
Ya
en el taller, el técnico me preguntó:
—¿Qué
problema tiene la motocicleta?
—¡Eh!
Bueno…, no quiere arrancar.
—A
ver …, ¡ajá! Veamos. —Maniobró el timón, sacó una tapa rosca de la panza de la
moto, revisó, otra tapa más abajo, olió, luego preguntó —: Y…, ¿desde cuándo no
le cambia el aceite?
—¿El
aceite? ¿Cuál aceite? —No sabía de lo que hablaba—. ¿Necesita aceite mi moto?
—Señorita, ¿está bromeando? ¿Nadie le dijo que tenía que cambiar el aceite? —Se
encabritó.
—Pues
no —contesté sincera—. Primera vez que escucho que hay que poner aceite a una
motocicleta. Disculpe.
El
mecánico se encrespó. Felizmente, después de la limpieza y cambio del
líquido oleoso, esta trabajó perfectamente. El hombre entonces se tranquilizó y
me dijo:
—Ha
sido un milagro que su movilidad aún funcione. Deberá tener en cuenta el cambio
de aceite cada mes, re-li-gio-sa-men-te. —La última palabra la dijo con firmeza
y resbalando cada sílaba.
—Lo
haré. Gracias.
La
gente de Iquitos, en general, es extrovertida, directa, sincera, cálida y
acogedora. Cuando llegué a esta ciudad, a mitad de la década del setenta, me
sorprendió la natural familiaridad de los iquiteños, tuteaban enseguida no
importando la edad ni el sexo, pero lo hacían con respeto; sobre todo las
mujeres, quienes, al hablar no se hacían problema ni con los asuntos que correspondían
a la intimidad. Esto les daba una imagen de soltura y confianza. Quizá por esta
característica, ellas han sido mal interpretadas por la gente foránea: «que tienen
sangre caliente, que son confianzudas o que son fáciles»,
decían. Yo no estaba de acuerdo con esta apreciación, lo que ocurre es que en
Lima u otras ciudades del Perú, las personas y en especial las mujeres, cubren sus
pensamientos, sentimientos y conducta con un manto de pacatería, propio de las señoronas
mojigatas. A mí me fascinó la forma de ser de las iquiteñas, pues son dueñas de
una mentalidad independiente. Creo que ese carácter liberal está muy ligado al
uso de la motocicleta. En Iquitos, una gran cantidad de mujeres de toda edad la
maneja. Es más, se ven más mujeres que hombres conduciendo. Eso les hace
sentirse autosuficientes y libres en la vida diaria e incluso libres de manejar
su propia sexualidad.
Cuando
salí de vacaciones, llevé mi motocicleta a Lima. Cuando me veían manejando, la
gente me silbaba y sentía en sus miradas mala voluntad y cierta reprobación por
usar una moto siendo mujer. Aún hoy, que han pasado más de cuarenta años
continúa siendo una rareza ver a una mujer manejándola en esta Lima puritana. La
excepción se da con las mujeres policías que son casi las únicas que lo hacen. Por
ello, al terminar con mi labor en el hospital general, la vendí; pues consideré
que, para motocicletas, no hay ningún mejor lugar que Iquitos, «la ciudad de
las motos».
Una
madrugada, pasadas apenas las tres, el personal de centro quirúrgico tocó mi
ventana despertándome para una emergencia. Casi nunca llamaban al médico
anestesiólogo para las urgencias; era yo, la que las atendía. Acudí a sala de
operaciones quince minutos más tarde y allí, sentada en una silla de ruedas se
encontraba la paciente. Se llamaba Sadith, estaba pálida como una estatua de
mármol. Las muecas de dolor se habían impregnado en la cara arrugándola de
manera que parecía eterna, el cabello ralo enmarañado le cubría parte del
rostro, su voz débil apenas la escuchaba contestando a mis preguntas. Estaba
embarazada y parecía molestarla en grado superlativo el peso de la gestación y
el dolor de las contracciones. La presión arterial la tenía baja igual que su
hemoglobina. Se le había roto la fuente y un líquido amniótico de color verde maloliente
se había hecho presente, señal inequívoca de un sufrimiento fetal. La cesárea
era necesaria y urgente.
La
pasamos a una de las salas de intervención quirúrgica y empezamos a prepararla
para el evento. Mientras mi ayudante le
ponía la ropa adecuada: bata blanca con la abertura hacia atrás, botas y gorro
verdes, la instrumentista armaba su mesa de trabajo y habilitaba todo el
instrumental necesario. Yo empecé a compensar a la paciente poniéndole un
sustituto del plasma a la vena y a goteo relativamente rápido. Se había pedido una
bolsa de sangre, pues el caso lo ameritaba y esperábamos que el personal de
laboratorio la trajese pronto. Llegaron el cirujano y el asistente. «¡Qué bueno
que vino una ayuda!», pensé. A veces, no era posible contar con un asistente
para una operación de urgencia a estas horas, pero este interno de medicina se
había hecho presente.
—Por
favor lávense las manos rápido. La paciente tiene presión baja y la anestesia
la va a disminuir un poco más —les dije.
—Muy
bien, jefa.
Los
vi apresurarse en el lavado de manos antes de entrar a sala de operaciones. Hacia
las cuatro de la mañana me dispuse a ponerle la anestesia raquídea, la cual bloquearía
la sensibilidad de la parte baja del cuerpo desde la cintura, manteniendo a la
paciente lúcida durante toda la operación. Pero, al terminar de aplicar la
anestesia y pegar el esparadrapo en la espalda sentí que el cuerpo de Sadith perdía
fuerza terminando de desvanecerse en mis brazos. Con ayuda de la técnica la echamos
en la mesa de operaciones y vi que su cuerpo flácido no tenía movimiento torácico.
—¡Oxígeno!
La paciente presentó paro respiratorio —dije a la técnica—. Llama a los médicos,
que vengan enseguida.
—Doctores,
la paciente está mal, presentó paro respiratorio —anunció la técnica con firmeza.
Cuando
los médicos entraron a la sala, Sadith recibía oxígeno a través de una
mascarilla. Enseguida apliqué un medicamento para elevar su presión arterial. La
ausculté, pero, no escuché latido. Comencé a proporcionarle masaje cardíaco
mientras que los médicos se habían colocado los guantes y el cirujano desinfectaba
la zona operatoria con rápidos movimientos, cogió el bisturí y de un mero corte
en el vientre llegó hasta el útero. Se abrió paso en la herida abierta y de una
sola maniobra extrajo al feto morado y flácido, cubierto de líquido amniótico
verde; el olor fétido se impregnó con rapidez en la sala. Pinzó el cordón
umbilical en dos tramos y cortó con la tijera a la mitad. Entregó el recién
nacido al asistente para que se haga cargo de la reanimación. Yo seguía dándole
masaje cardíaco a la paciente, pues el hospital no contaba con desfibrilador. El
interno de medicina aspiró secreciones de boca y nariz del bebé, pero este no
reaccionaba, seguía inmóvil. Entonces lo levantó de los pies poniéndolo
vertical y le dio masajes en la espalda hasta que el bebé hizo un leve
movimiento. Lo volvió a colocar en la mesita preparada para la atención del
recién nacido y volvió a aspirar secreciones. Utilizó el ambú o resucitador
manual para administrar oxígeno. El bebé empezó a reaccionar, toser, emitir un gimoteo
para luego ir recuperándose hasta presentar un llanto fuerte y regularmente
sostenido. El llanto de un bebé al nacer es una melodía de vida y ese sonido
nos envolvió. Entonces, el asistente se apresuró a ayudar al cirujano mientras
que la técnica recibiendo al bebé, lo pesó, talló y abrigó. Lo puso en una cuna
de agradable temperatura proporcionada por las bolsas de agua caliente. No
había incubadoras.
El
estado de la paciente en una operación, siempre está a cargo del anestesiólogo;
por ello, mientras el cirujano operaba, el asistente atendía al recién nacido,
yo me hacía cargo de la paciente. Sadith seguía recibiendo oxígeno a través de
una mascarilla y yo continuaba presionando su pecho. La palidez, cianosis y
frialdad de su piel hacían presagiar el temible paso a la muerte. Mi corazón
empezó a latir presuroso mientras seguí apostando por ella, por la vida. En ese
momento escuché el llanto del bebé y continué empujando el pecho de Sadith
ayudando así a que la sangre siga circulando por su cuerpo en una pugna
aguerrida donde sabía que los minutos contaban. Habrían pasado alrededor de
quince minutos de reanimación asistida cuando un leve movimiento del borde
inferior de su labio se presentó en un intento mínimo de reacción. Seguí
presionando su pecho y ocurrió otro movimiento de los labios en un deseo
apremiante de atrapar el aire. «Está reaccionando, se salvará», pensé. Escuché
al médico decir:
—Oxitocina
—era la señal de que la placenta había salido completa, sin complicaciones.
—Bien,
doctor. La paciente empieza a reaccionar —dije.
—¡Qué
bien! Ponle de inmediato el medicamento para que ayude a contraer el útero.
Esto la mejorará, —y agregó—. ¿A qué hora viene el personal de laboratorio con
la sangre?
Apliqué
el fármaco a la vena. Sadith movió la cara y otra vez una inspiración pequeña,
forzada. Escuché un débil latido cardíaco con el estetoscopio. Me llené de
felicidad.
—¡La
tenemos!, —anuncié con algarabía.
Seguí
aún presionando su pecho para asegurar un buen latido. Sadith a duras penas respiraba.
Sí, lo estaba haciendo. Controlé su latido con el estetoscopio, aún estaba
débil y su presión arterial la tenía baja, pero estaban presentes. La técnica comenzó
a colocar los campos o telas estériles necesarios para cubrir a la paciente,
dejando solo la zona operatoria expuesta, puso el arco que separa la visión de
la paciente de la parte abdominal. En cualquier momento Sadith podía abrir los
ojos. Los médicos se pusieron los mandilones completando así los pasos que se
habían obviado por la premura de la operación y siguieron suturando la herida
operatoria.
El
personal de laboratorio llegó con la bolsa de sangre. Habían pasado más de veinte
minutos desde que la situación empezara a normalizarse.
—¡Ah!
—Lancé un suspiro de complacencia por la satisfacción del deber cumplido.
Volví
a controlar sus signos vitales y cambié la mascarilla de oxígeno por una cánula
nasal. Sadith abrió los ojos y miró de un lado a otro. El corazón volvió alegre
a latir en mi pecho. Le acomodé el gorro para que sintiera que tenía compañía.
Luego, ella habló despacio:
—Señorita,
¿mi llullito?
—No
se preocupe. Él está bien. Es un varoncito.
—Sí…,
lo sé —contestó en tono muy bajo, le costaba hablar y lo hacía con esfuerzo— yo
lo vi…
—¿Cómo?
¿Qué está diciendo? —pregunté asombrada.
—Que yo lo vi, señorita. Desde el techo.
—¿Qué?
¿Qué es lo que vio? —pregunté sin creer
lo que escuchaba.
—Todo,
señorita. Primero yo…, yo estaba con mi bata blanca, creo que esta, la que me
pusieron, iba caminando hacia una luz bien juerte
que tenía en mi delante. Vi que había piedrecitas en mi camino, entonces me di
cuenta de que estaba sin zapatos caminando, casi flotando hacia una luz potente,
brillante.
«¿Sin
zapatos?», pensé un segundo. «¿Y las botas de tela verde que le pusimos para la
operación?».
—Después,
ya no estaba en allí y me encontré en arriba —siguió hablando y miró el techo—
allí, flotando, en arriba. Vi abajo cuando los médicos entraron. Entonces el dotorcito Pedro me cortó… mi panza. Vi
cuando salió mi llullito, pero no
lloraba… vi que el otro dotorcito comenzó
a sacarle su moquito, lo limpió y entonces mi llullito lloró. Vi que tú, señorita empujabas y empujabas mi pecho
y después; yo, ya no estaba más en arriba. Sentí un dolor juerte en mi pecho, quise hablar…, pero no podía…
Se
calló y nosotros guardamos silencio, estábamos sorprendidos y no sabíamos qué
preguntar. Luego, ella misma rompiendo la calma dijo:
—Y
mi bebé, ¿dónde está?
Acercamos
la cuna a su lado para que lo viera. Una sonrisa arrugó su cara huesuda y
pálida, una lágrima escapó de sus ojos mojando su rostro seco. Cerró sus
párpados para descansar.
Estábamos
terminando nuestro trabajo cuando los primeros cantos de los pajaritos anunciaron
el amanecer. Pensé en Mirna, estaría en la residencia de enfermeras despertándose
recién para recibir el nuevo día y prepararse para una nueva jornada de labor. Me
apercibí de que todos los que atendimos a Sadith y su hijo habíamos hecho lo
correcto y actuado con la premura que lo exigía el estado de ambos. Pensé que en
unos cuantos minutos más, tendría que volver a la residencia para bañarme y
luego retornar al trabajo a fin de realizar la programación de cirugías del día.
Pero, lo que más me llenaba de felicidad era ver a Sadith enfrentar el nuevo
día acompañada de su hijo recién nacido.
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(*) Vocablos del dialecto español amazónico:
Cajué
(café) / fane (juane). Comida típica de
Iquitos preparada con arroz y gallina envuelta en hojas de bijao /
buchisapa
(barrigón) / huambrillos (niños) / llullito (bebito) / juerte (fuerte).
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