jueves, 15 de junio de 2017

El mendigo del parque

Paulina Pérez


Desde muy temprano en la mañana, en uno de los parques más grandes de la ciudad, se podía observar ciclistas, atletas, hombres y mujeres en parejas o solos, acompañados por canes de todas las razas, algunos incluso vestidos igual que sus dueños. Lo que me lleva a recordar un grafiti que leí por ahí: «Mientras los humanos nos deshumanizamos más, hay quienes se empeñan en humanizar a los animales». En ese lugar gigante estaba siempre él, el barbudo del parque.
Cuando estando entre amigos hacíamos referencia por cualquier cosa a aquel parque, siempre alguien decía: «Mientras no se nos asome el barbudo». Todos lo conocen y es como si no fuera posible concebir el lugar sin su extraña presencia.

La primera vez que lo vi, fue en una manifestación frente a una tribuna que es parte del lugar. Miles de ciudadanos salimos a exigir la renuncia del presidente de aquel tiempo. Apostado en el techo que cubría el graderío agitaba una bandera del país con mucha emoción, mientras gritaba algo inaudible desde donde yo estaba.

Yo tenía como costumbre dar dos vueltas al parque, al finalizar la segunda vuelta me acercaba a un puesto de jugos por un vaso gigante de zumo de naranja recién hecho. Entonces se me ocurrió preguntarle al dueño si sabía algo de la vida de aquel viejo mendigo. Existían varias historias sobre él y todas trágicas; pero nadie se atrevía a aseverar ninguna.

Decían que se había vuelto loco por la traición de su esposa, que la muerte de un hijo lo dejó así. El alcoholismo, la adicción al juego, un golpe en la cabeza en un asalto donde perdió la memoria y no pudo recordar quién era ni nadie lo buscó eran otras posibles versiones sobre aquel hombre alto de ojos azules, que cubría su cabeza con un gorro de lana del que escapaban algunos mechones canosos y su cuerpo con un abrigo largo lleno de remiendos sobre otros remiendos. Mientras más preguntaba más insatisfecha quedaba. Algo en la mirada de aquel hombre forrado de harapos, con los zapatos envueltos en fundas plásticas atraía mi curiosidad.

Entre semana y cuando tenía un día muy ocupado salía a caminar a las cinco de la mañana para no retrasarme y lo veía dormido en la puerta de la caseta donde estaban los servicios higiénicos, el piso era de madera y del techo sobresalían unos alerones del mismo material que lo cubrían. Los encargados del baño, le guardaban sus escasas pertenencias: una cobija y una almohada.

No le faltaba que comer, le llamaban para darle un plato de comida, un café o una fruta, se acercaba, agradecía y se iba, no entablaba conversación con nadie.
Cada vez más intrigada, cambié mi rutina de caminata, salía por la mañana, la tarde o la noche intentando hallar alguna pista que me permitiera saber algo de él.

Pasé varios meses jugando a la investigadora, buscaba en internet imágenes de personas desparecidas, logré sacarle una foto tras numerosos intentos y la compartí por si alguien lo estaba buscando y nada. Ni una sola respuesta positiva.

Un sábado en la tarde con el parque lleno de gente, lo encontré descansando en uno de los blancos asientos metálicos que son parte del ornato del lugar, con la mirada fija sobre un grupo de edificios. Al principio no me llamó la atención pero luego caí en cuenta de que era la misma banca siempre, se acomodaba y su mirada quedaba fija sobre aquel conjunto de tres bloques. No podía asegurar que miraba hacia ellos, tal vez solo se quedaba ahí en estado catatónico. Volví con el señor de los jugos para saber si se trataba de una coincidencia o de algo habitual y me dijo que siempre hacía lo mismo: sentarse en esa banca y quedarse dormido con los ojos abiertos. Quise comprender por qué todos se preocupaban de él y me explicó que era un hombre tranquilo y que tenía buen ojo para identificar a los malandros, no hablaba con nadie, pero cuando veía peligro se acercaba a la posible víctima y la alertaba, también ayudaba a cargar las compras o a sacar la basura, era muy servicial y respetuoso. No lo habían visto borracho o drogado o en peleas con otros mendigos que merodeaban el lugar pese a lo que la gente comentaba. No se metía con nadie y cuando alguien lo provocaba se iba.

Empecé a hacer un diario para determinar qué días y a qué hora se sentaba en aquella banca y así saber si se trataba de un patrón y entonces tuve la pista que estaba buscando.

Viernes, sábado y domingo llegaba a la banca y se sentaba desde las seis de la tarde hasta casi las ocho de la noche. De lunes a jueves lo hacía siempre desde las dos hasta pasadas las tres de la tarde.

Ahora solo necesitaba buscar la manera de ubicarme delante o detrás de él y confirmar si veía algo o simplemente se sentaba ahí con sus ojos enfocados en la nada. Encontré un banco de cemento como a diez metros delante de él y llevé unos binoculares. Me detuve en cada ventana de cada departamento de aquellos edificios que formaban el complejo y nuevamente nada. Lo hice por varios días; cuando estuve a punto de dejarlo todo, harta de no obtener ninguna respuesta, observé que una luz se encendía y la silueta de una mujer se asomaba a la ventana, no podía asegurar que miraba hacia el parque pero la reacción de él fue reveladora, lo vi abrir sus ojos totalmente y una mueca algo parecida a una sonrisa se vislumbró en su rostro. Volví a mirar hacia el edificio, la luz se apagó e inmediatamente él dejó la banca y se alejó.

En la emoción de haber encontrado algo, de sentir que descubrí algo más del famoso barbudo, algo que además nadie sabía, olvidé identificar el piso al que correspondía aquella ventana. Pasaron varias semanas hasta que logré nuevamente mirar aquella silueta femenina detrás de una ventana. El siguiente paso fue pensar cómo llegar hasta allí y encontrar a esa persona.

Llevaba meses en esto, no podía parar ahora. Así que me acerqué hasta aquel inmueble y le pedí al guardia que me ayudara, le dije que necesitaba urgente buscar a una amiga. Le expliqué que tenía el nombre del condominio, el piso pero no el número del departamento.

El guardia me llevó hasta donde estaba el cuaderno de registros y en el cuarto piso solo había dos departamentos, en el uno vivía una pareja de ancianos y en el otro una mujer con un niño. Era ella y gracias a la ingenuidad del guardia supe su nombre y apellido. Volví a la búsqueda en internet y no hallé nada. Me parecía una impertinencia llegar al edificio y buscarla, pero había invertido demasiado tiempo y energía como para quedarme así.

Decidí dejar pasar unos días antes de tomar la decisión de continuar o detenerme ahí. Sentía algo de miedo a abrir una puerta que podría traer consecuencias dolorosas o algún peligro para mí por meterme en la vida ajena.
Era domingo y salí a caminar algo más tarde de lo que acostumbraba, era el día de la feria de los  productos orgánicos, el viejo barbudo estaba ahí, sentado a prudente distancia, no había mucha gente, me acerqué y me puse a mirar los productos. Entonces vi a una chica de cabellos rubios largos en traje deportivo, que llevaba a un niño de su mano, el viejo del parque no les quitaba los ojos de encima. Supe que era ella. Era una mujer joven, bonita, delgada, no muy alta que de cuando en cuando miraba hacia donde el viejo estaba sentado. Hizo algunas compras y al salir fue directo hacia el viejo del parque, le entregó una funda de manzanas y una empanada. Le tomó la mano por un instante y partió. El viejo del parque desapareció rápidamente y yo salí tras la joven y el niño. La llamé y logré que se detuviera. Me acerqué y le dije:

—Disculpe, de verdad disculpe por detenerla pero necesito preguntarle algo.

—Claro —dijo ella—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Vengo con frecuencia a este parque y me intriga mucho el señor al que le dicen el barbudo del parque. Vi que usted se acercó y sé que él mira siempre hacia su ventana.

Pude sentir su incomodidad.

—No sé nada de él —me dijo—, sé lo que sabe todo el mundo, simplemente siento lastima por él y cada domingo le regalo algo de fruta. ¿Cómo sabe que él mira a mi ventana? ¿No entiendo qué quiere de mí?

En su rostro era evidente la molestia.

Entonces le conté todo lo que había hecho durante meses para conocer la historia de aquel hombre que nunca salía de ese parque, que se sentaba siempre a la misma hora hasta ver que se encendía una luz en una ventana y se iba apenas esta se apagaba.

Me pidió que camináramos hasta el área de los juegos infantiles, no quería que su hijo escuchara nuestra plática.

Y mientras miraba a su hijo jugar me dijo:

—Él es mi padre, pero yo no llevó su apellido.

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