Paulina Pérez
Desde muy temprano
en la mañana, en uno de los parques más grandes de la ciudad, se podía observar
ciclistas, atletas, hombres y mujeres en parejas o solos, acompañados por canes
de todas las razas, algunos incluso vestidos igual que sus dueños. Lo que me
lleva a recordar un grafiti que leí por ahí: «Mientras los humanos nos deshumanizamos más, hay quienes se empeñan en
humanizar a los animales». En ese
lugar gigante estaba siempre él, el barbudo del parque.
Cuando estando
entre amigos hacíamos referencia por cualquier cosa a aquel parque, siempre
alguien decía: «Mientras no se nos asome el barbudo». Todos lo conocen y es
como si no fuera posible concebir el lugar sin su extraña presencia.
La primera vez que
lo vi, fue en una manifestación frente a una tribuna que es parte del lugar.
Miles de ciudadanos salimos a exigir la renuncia del presidente de aquel
tiempo. Apostado en el techo que cubría el graderío agitaba una bandera del
país con mucha emoción, mientras gritaba algo inaudible desde donde yo estaba.
Yo tenía como
costumbre dar dos vueltas al parque, al finalizar la segunda vuelta me acercaba
a un puesto de jugos por un vaso gigante de zumo de naranja recién hecho.
Entonces se me ocurrió preguntarle al dueño si sabía algo de la vida de aquel
viejo mendigo. Existían varias historias sobre él y todas trágicas; pero nadie
se atrevía a aseverar ninguna.
Decían que se
había vuelto loco por la traición de su esposa, que la muerte de un hijo lo
dejó así. El alcoholismo, la adicción al juego, un golpe en la cabeza en un
asalto donde perdió la memoria y no pudo recordar quién era ni nadie lo buscó
eran otras posibles versiones sobre aquel hombre alto de ojos azules, que
cubría su cabeza con un gorro de lana del que escapaban algunos mechones canosos
y su cuerpo con un abrigo largo lleno de remiendos sobre otros remiendos.
Mientras más preguntaba más insatisfecha quedaba. Algo en la mirada de aquel
hombre forrado de harapos, con los zapatos envueltos en fundas plásticas atraía
mi curiosidad.
Entre semana y
cuando tenía un día muy ocupado salía a caminar a las cinco de la mañana para
no retrasarme y lo veía dormido en la puerta de la caseta donde estaban los
servicios higiénicos, el piso era de madera y del techo sobresalían unos alerones
del mismo material que lo cubrían. Los encargados del baño, le guardaban sus
escasas pertenencias: una cobija y una almohada.
No le faltaba que
comer, le llamaban para darle un plato de comida, un café o una fruta, se
acercaba, agradecía y se iba, no entablaba conversación con nadie.
Cada vez más
intrigada, cambié mi rutina de caminata, salía por la mañana, la tarde o la
noche intentando hallar alguna pista que me permitiera saber algo de él.
Pasé varios meses
jugando a la investigadora, buscaba en internet imágenes de personas
desparecidas, logré sacarle una foto tras numerosos intentos y la compartí por
si alguien lo estaba buscando y nada. Ni una sola respuesta positiva.
Un sábado en la
tarde con el parque lleno de gente, lo encontré descansando en uno de los
blancos asientos metálicos que son parte del ornato del lugar, con la mirada
fija sobre un grupo de edificios. Al principio no me llamó la atención pero
luego caí en cuenta de que era la misma banca siempre, se acomodaba y su mirada
quedaba fija sobre aquel conjunto de tres bloques. No podía asegurar que miraba
hacia ellos, tal vez solo se quedaba ahí en estado catatónico. Volví con el
señor de los jugos para saber si se trataba de una coincidencia o de algo
habitual y me dijo que siempre hacía lo mismo: sentarse en esa banca y quedarse
dormido con los ojos abiertos. Quise comprender por qué todos se preocupaban de
él y me explicó que era un hombre tranquilo y que tenía buen ojo para
identificar a los malandros, no hablaba con nadie, pero cuando veía peligro se
acercaba a la posible víctima y la alertaba, también ayudaba a cargar las
compras o a sacar la basura, era muy servicial y respetuoso. No lo habían visto
borracho o drogado o en peleas con otros mendigos que merodeaban el lugar pese
a lo que la gente comentaba. No se metía con nadie y cuando alguien lo
provocaba se iba.
Empecé a hacer un
diario para determinar qué días y a qué hora se sentaba en aquella banca y así
saber si se trataba de un patrón y entonces tuve la pista que estaba buscando.
Viernes, sábado y
domingo llegaba a la banca y se sentaba desde las seis de la tarde hasta casi
las ocho de la noche. De lunes a jueves lo hacía siempre desde las dos hasta
pasadas las tres de la tarde.
Ahora solo
necesitaba buscar la manera de ubicarme delante o detrás de él y confirmar si
veía algo o simplemente se sentaba ahí con sus ojos enfocados en la nada.
Encontré un banco de cemento como a diez metros delante de él y llevé unos
binoculares. Me detuve en cada ventana de cada departamento de aquellos
edificios que formaban el complejo y nuevamente nada. Lo hice por varios días;
cuando estuve a punto de dejarlo todo, harta de no obtener ninguna respuesta,
observé que una luz se encendía y la silueta de una mujer se asomaba a la
ventana, no podía asegurar que miraba hacia el parque pero la reacción de él
fue reveladora, lo vi abrir sus ojos totalmente y una mueca algo parecida a una
sonrisa se vislumbró en su rostro. Volví a mirar hacia el edificio, la luz se
apagó e inmediatamente él dejó la banca y se alejó.
En la emoción de
haber encontrado algo, de sentir que descubrí algo más del famoso barbudo, algo
que además nadie sabía, olvidé identificar el piso al que correspondía aquella
ventana. Pasaron varias semanas hasta que logré nuevamente mirar aquella
silueta femenina detrás de una ventana. El siguiente paso fue pensar cómo
llegar hasta allí y encontrar a esa persona.
Llevaba meses en
esto, no podía parar ahora. Así que me acerqué hasta aquel inmueble y le pedí
al guardia que me ayudara, le dije que necesitaba urgente buscar a una amiga.
Le expliqué que tenía el nombre del condominio, el piso pero no el número del
departamento.
El guardia me
llevó hasta donde estaba el cuaderno de registros y en el cuarto piso solo
había dos departamentos, en el uno vivía una pareja de ancianos y en el otro
una mujer con un niño. Era ella y gracias a la ingenuidad del guardia supe su
nombre y apellido. Volví a la búsqueda en internet y no hallé nada. Me parecía
una impertinencia llegar al edificio y buscarla, pero había invertido demasiado
tiempo y energía como para quedarme así.
Decidí dejar pasar
unos días antes de tomar la decisión de continuar o detenerme ahí. Sentía algo
de miedo a abrir una puerta que podría traer consecuencias dolorosas o algún
peligro para mí por meterme en la vida ajena.
Era domingo y salí
a caminar algo más tarde de lo que acostumbraba, era el día de la feria de
los productos orgánicos, el viejo
barbudo estaba ahí, sentado a prudente distancia, no había mucha gente, me
acerqué y me puse a mirar los productos. Entonces vi a una chica de cabellos
rubios largos en traje deportivo, que llevaba a un niño de su mano, el viejo
del parque no les quitaba los ojos de encima. Supe que era ella. Era una mujer
joven, bonita, delgada, no muy alta que de cuando en cuando miraba hacia donde
el viejo estaba sentado. Hizo algunas compras y al salir fue directo hacia el
viejo del parque, le entregó una funda de manzanas y una empanada. Le tomó la
mano por un instante y partió. El viejo del parque desapareció rápidamente y yo
salí tras la joven y el niño. La llamé y logré que se detuviera. Me acerqué y
le dije:
—Disculpe, de
verdad disculpe por detenerla pero necesito preguntarle algo.
—Claro —dijo ella—.
¿En qué puedo ayudarla?
—Vengo con
frecuencia a este parque y me intriga mucho el señor al que le dicen el barbudo
del parque. Vi que usted se acercó y sé que él mira siempre hacia su ventana.
Pude sentir su
incomodidad.
—No sé nada de él
—me dijo—, sé lo que sabe todo el mundo, simplemente siento lastima por él y
cada domingo le regalo algo de fruta. ¿Cómo sabe que él mira a mi ventana? ¿No
entiendo qué quiere de mí?
En su rostro era
evidente la molestia.
Entonces le conté
todo lo que había hecho durante meses para conocer la historia de aquel hombre
que nunca salía de ese parque, que se sentaba siempre a la misma hora hasta ver
que se encendía una luz en una ventana y se iba apenas esta se apagaba.
Me pidió que
camináramos hasta el área de los juegos infantiles, no quería que su hijo
escuchara nuestra plática.
Y mientras miraba
a su hijo jugar me dijo:
—Él es mi padre,
pero yo no llevó su apellido.
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