martes, 13 de junio de 2017

Delicadísima criatura

Rosario Sánchez Infantas


Me llamaba Elena cuando habitaba lo que, entonces, suponía era un valle de lágrimas. No sé por qué me es permitido comunicarme con lo que fuera mi mundo, tampoco sé qué me anima a contarte lo que me sucedió. Quizás quiera que te evites un sufrimiento perpetuo… o por lo menos, que vayas preparado para lo que te espera… ¡por una eternidad!

Es la primera vez que a mí, Elena Fernández, no me incomodan estas personas. Habiendo estudiado sociología en una universidad estatal peruana, allá por los años ochenta, creía firmemente en la lucha de clases, pensaba que la religión era el opio del pueblo, y despreciaba a los burgueses y pequeños burgueses. De no ser por una huelga de los hospitales públicos, no estaría rodeada de estas personas con muchísimo dinero, la piel blanca, ropas de marca, joyas de oro y capaces de solucionar todo lo imaginable con sus tarjetas de crédito. Hoy, las clases sociales han pasado a un segundo plano. Todos los presentes, en la sala de espera de este laboratorio particular de anatomía patológica, tenemos el ceño fruncido, la respiración agitada, la musculatura y la mente crispadas. Espero que me realicen una biopsia al tumor que me han detectado en un ovario. Por primera vez, me enfrentó a la inmensidad desconocida que me puede arrancar de aquello que creo amar, le tengo apego, o es lo único que conozco y poseo en esta vida. Presiento que morir no es solamente no ser, taja mi vientre imaginar que hay algo más, y que será terrible.

Primero fue apenas perceptible pero progresivamente voy identificando la melodía. Tardo unos instantes en recordar dónde la había escuchado antes. Se me eriza la piel y siento un sudor frío. Me veo a mí misma, hace unos cinco años, apenas cubierta con una sencilla bata, en una camilla ginecológica, y con la culpa atormentándome. Escuchaba la tonadilla que se difundía en la radio del consultorio. Entonces, antes de quedar sedada, había tratado de tranquilizarme pensando que no es científico creer en un ajuste de cuentas en otra vida. Recuerdo haber despertado confundida, adolorida; me ayudaban a incorporarme el médico y su asistente. Desde mi ubicación había visto la bolsa blanca que recubría un tacho de basura, en ella destacaban dos gotitas pequeñas de sangre, una al lado de la otra y debajo una mancha de sangre sesgada hacia la izquierda, que entonces (y ahora también) me pareció una mueca de desagrado. Dos años después nítidamente, en este moderno laboratorio, vuelvo a oír la tonadilla. Me tapo la boca para no gritar porque escucho claramente: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima criatura».

Me invade la culpa. ¡Era sangre de mi sangre!, ¡carne de mi carne! Tenía el potencial de pensar, de sentir, de tener voluntad. Pude haber adecuado mi vida a su presencia; enfrentar la crítica y quizás el repudio de mi entorno por trasgredir la tradición. Siento la misma opresión en el pecho de cuando, siendo niña, entendí la idea de un Dios que habría de «juzgar a vivos y a muertos». Perdí la paz y el sueño. En los días siguientes observaba a muchos niños que ahora tendrían su edad. De existir los espíritus, ¿cómo le habría quedado el suyo al ver que su pequeño cuerpo era echado a la basura? Aunque, poco a poco, fui olvidando los pormenores, me laceraban sentimientos de ultraje y culpa.

¡Por fin me entregaron los resultados de los análisis! Después de que me extirparan el tumor, que resultó benigno, pude quedar embarazada y dar a luz a una saludable niña. Poco a poco mi marido, mi hija y yo fuimos forjando una sólida relación de respeto y amor, que me daba fortaleza y me hacía sentir una buena persona. Sin hacerlo totalmente consciente, me aferré a la vida y a obrar lo mejor que podía.

Cuando mi niña cumplió siete años, durante una cirugía menor entró en un paro respiratorio que la llevó a un estado de coma de pronóstico reservado. No obstante soy atea, imploro a Dios la ayude. Actualizo mis errores, especialmente aquel error. Me doy cuenta de que trato de convencer a Dios, recordando el bien que hice en algún momento por los demás, en un afán desesperado de anular lo malo. Con la piel erizada escucho lo que temía y creía haber conjurado: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima criatura». Siento una presencia castigadora, la busco. En la sábana blanca de mi hija observo la pequeña mueca. La desesperanza me invade. Las pesadillas e imaginar los peores desenlaces en la vida de mi pequeña hacen de mí un guiñapo humano.  
Veinte días después mi hija ha recuperado la consciencia y un mes más tarde ambas regresamos desde la capital a nuestra ciudad de origen. Había viajado en un avión muy pocas veces y todavía me sobrecogía la angustia cuando este producía ruidos altisonantes o había turbulencias atmosféricas. Pero esto era diferente, tras el bamboleo de la aeronave vi a las aeromozas cruzar miradas de pánico y a la que tenía más cerca el sudor le perló la frente.

Algunas mujeres gritaban, muchos imploraban a Dios. Yo sentí un sudor frío en el cuerpo, imaginé aviones destrozados, miembros humanos cercenados y… escucho presa de angustia: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima criatura». Caen las máscaras de oxígeno y una esquela. Después de colocarme la mía recojo lo que imagino es un aviso. La carilla externa está en blanco, en el pliego interno la mueca que ya conozco... ¡ahora sarcástica! Las mandíbulas se me aprietan una contra otra hasta el dolor, la cara se me adormece, los anteojos se me empañan y siento latir alborotado el corazón. El avión va perdiendo altura rápidamente, llanto, gritos despavoridos, caos. Abrazo a mi hija que está adormilada por los medicamentos, sin saber de qué protegerla. De pronto todo transcurre muy lentamente, como en una pesadilla, y alcanzo a escuchar: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios». Percibo un gran estruendo y el golpe descomunal.

Entonces sí, empezó todo.

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