Rosario Sánchez Infantas
Me llamaba
Elena cuando habitaba lo que, entonces, suponía era un valle de lágrimas. No sé
por qué me es permitido comunicarme con lo que fuera mi mundo, tampoco sé qué
me anima a contarte lo que me sucedió. Quizás quiera que te evites un
sufrimiento perpetuo… o por lo menos, que vayas preparado para lo que te
espera… ¡por una eternidad!
Es la primera
vez que a mí, Elena Fernández, no me incomodan estas personas. Habiendo
estudiado sociología en una universidad estatal peruana, allá por los años
ochenta, creía firmemente en la lucha de clases, pensaba que la religión era el
opio del pueblo, y despreciaba a los burgueses y pequeños burgueses.
De no ser por una huelga de
los hospitales públicos, no estaría rodeada de estas personas con muchísimo
dinero, la piel blanca, ropas de marca, joyas de oro y capaces de solucionar todo
lo imaginable con sus tarjetas de crédito. Hoy, las clases sociales han pasado
a un segundo plano. Todos los presentes, en la sala de espera de este laboratorio
particular de anatomía patológica, tenemos el ceño fruncido, la respiración
agitada, la musculatura y la mente crispadas. Espero que me realicen una biopsia
al tumor que me han detectado en un ovario. Por primera vez, me enfrentó a la
inmensidad desconocida que me puede arrancar de aquello que creo amar, le tengo
apego, o es lo único que conozco y poseo en esta vida. Presiento que morir no
es solamente no ser, taja mi vientre imaginar que hay algo más, y que será
terrible.
Primero fue
apenas perceptible pero progresivamente voy identificando la melodía. Tardo
unos instantes en recordar dónde la había escuchado antes. Se me eriza la piel
y siento un sudor frío. Me veo a mí misma, hace unos cinco años, apenas
cubierta con una sencilla bata, en una camilla ginecológica, y con la culpa
atormentándome. Escuchaba la tonadilla que se difundía en la radio del
consultorio. Entonces, antes de quedar sedada, había tratado de tranquilizarme
pensando que no es científico creer en un ajuste de cuentas en otra vida.
Recuerdo haber despertado confundida, adolorida; me ayudaban a incorporarme el
médico y su asistente. Desde mi ubicación había visto la bolsa blanca que
recubría un tacho de basura, en ella destacaban dos gotitas pequeñas de sangre,
una al lado de la otra y debajo una mancha de sangre sesgada hacia la
izquierda, que entonces (y ahora también) me pareció una mueca de desagrado. Dos
años después nítidamente, en este moderno laboratorio, vuelvo a oír la tonadilla.
Me tapo la boca para no gritar porque escucho claramente: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/
delicadísima criatura».
Me invade la
culpa. ¡Era sangre de mi sangre!, ¡carne de mi carne! Tenía el potencial de
pensar, de sentir, de tener voluntad. Pude haber adecuado mi vida a su
presencia; enfrentar la crítica y quizás el repudio de mi entorno por
trasgredir la tradición. Siento la misma opresión en el pecho de cuando, siendo
niña, entendí la idea de un Dios que habría de «juzgar a vivos y a muertos».
Perdí la paz y el sueño. En
los días siguientes observaba a muchos niños que ahora tendrían su edad. De existir
los espíritus, ¿cómo le habría quedado el suyo al ver que su pequeño cuerpo era
echado a la basura? Aunque, poco a poco, fui olvidando los pormenores, me
laceraban sentimientos de ultraje y culpa.
¡Por fin me
entregaron los resultados de los análisis! Después de que me extirparan el
tumor, que resultó benigno, pude quedar embarazada y dar a luz a una saludable
niña. Poco a poco mi marido, mi hija y yo fuimos forjando una sólida relación
de respeto y amor, que me daba fortaleza y me hacía sentir una buena persona.
Sin hacerlo totalmente consciente, me aferré a la vida y a obrar lo mejor que
podía.
Cuando mi niña
cumplió siete años, durante una cirugía menor entró en un paro respiratorio que
la llevó a un estado de coma de pronóstico reservado. No obstante soy atea,
imploro a Dios la ayude. Actualizo mis errores, especialmente aquel error. Me doy cuenta de que trato
de convencer a Dios, recordando el bien
que hice en algún momento por los demás, en un afán desesperado de anular lo
malo. Con la piel erizada escucho lo que temía y creía haber conjurado: «No
matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima criatura». Siento una
presencia castigadora, la busco. En la sábana blanca de mi hija observo la
pequeña mueca. La desesperanza me invade. Las pesadillas e imaginar los peores
desenlaces en la vida de mi pequeña hacen de mí un guiñapo humano.
Veinte días después
mi hija ha recuperado la consciencia y un mes más tarde ambas regresamos desde
la capital a nuestra ciudad de origen. Había viajado en un avión muy pocas veces y todavía
me sobrecogía la angustia cuando este producía ruidos altisonantes o había
turbulencias atmosféricas. Pero esto era diferente, tras el bamboleo de la
aeronave vi a las aeromozas
cruzar miradas de pánico y a la que tenía más cerca el sudor le perló la
frente.
Algunas
mujeres gritaban, muchos imploraban a Dios. Yo sentí un sudor frío en el
cuerpo, imaginé aviones destrozados, miembros humanos cercenados y… escucho
presa de angustia: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima
criatura». Caen las máscaras de
oxígeno y una esquela. Después de colocarme la mía recojo lo que imagino es un
aviso. La carilla externa está en blanco, en el pliego interno la mueca que ya
conozco... ¡ahora sarcástica! Las mandíbulas se me aprietan una contra otra hasta
el dolor, la cara se me adormece, los anteojos se me empañan y siento latir
alborotado el corazón. El avión va perdiendo altura rápidamente, llanto, gritos
despavoridos, caos. Abrazo a mi hija que está adormilada por los medicamentos,
sin saber de qué protegerla. De pronto todo transcurre muy lentamente, como en
una pesadilla, y alcanzo a escuchar: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños,
de pie ante Dios». Percibo un gran
estruendo y el golpe descomunal.
Entonces sí,
empezó todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario