Horacio Vargas Murga
A
la tres de la mañana Frank me llamó alarmado por teléfono. Habían asesinado a
Pionono. Según los periódicos el homicidio ocurrió cerca de las once de la
noche. Dos disparos y un grito estremecedor. Sentencia oscura de la pólvora.
Asistimos
acongojados a su entierro, nos turnamos para cargar el ataúd, gran parte de la
Facultad de Derecho estuvo presente, incluso Elmer que lo detestaba se sintió
muy afectado. Natalia, que hasta entonces había sido su enamorada, se desmayó
en tres oportunidades, tuvimos que llevarla al hospital.
Pionono
había sido un buen tipo, antipático pero siempre correcto. En su casa le decían
Manono. Como tenía cara de pollo, en la universidad lo molestaban diciéndole: «Habla pío, pío». Un tiempo después, de la combinación
de «Pío» y «Manono», surgió su último y
definitivo apodo: Pionono.
Al
día siguiente del asesinato, un teniente de la policía acudió a la universidad.
Román fue el primero en declarar. Él estaba enamorado de Natalia, pero no lo
admitía. Nunca le agradó Pionono. Lo odiaba. Jamás lo dijo, sin embargo lo
expresaba a través de su mirada. Siempre se le veía calmado, a pesar de su
manifiesto rencor. No llegó a tener ningún altercado con Pionono, eso sí, le
dirigía la palabra muy poco.
Frank
era un hipócrita. Trataba al fallecido con el mejor de los afectos, pero
aprovechaba su ausencia para entusiasmarse con Natalia. En forma disimulada,
generaba cualquier pretexto para tocarla. Ella, ingenua, no se daba cuenta de
nada.
Elmer
se mostraba siempre desenvuelto y dinámico, nunca faltaban sus bromas pesadas.
Detestaba a Pionono más que cualquiera de nosotros, no se podía ni pronunciar
su nombre. «Es
inconcebible que Naty esté con ese cholo asqueroso». La mortificaba con sus afirmaciones:
«Oye,
Naty, ¿cómo pudiste enamorarte de ese serrano?, ¿no te da asco besarlo? Te está
pasando su baba el imbécil. Pobrecito mi amigo Román, ¿por qué no le haces
caso?».
Natalia nunca le respondía, rápidamente cambiaba de tema. Elmer llegó a pelearse
con Pionono en una oportunidad; tuvimos que separarlos a la fuerza.
—Cholo idiota, te voy a matar.
—Calla, maricón, hijo de puta.
Yo
también estaba enamorado de Natalia. Le declaré mi amor en una oportunidad. No
me dijo nada, pero entendí su negativa. Durante unos largos meses, caminábamos
juntos de un lado para otro. Mis amigos creían que lo nuestro estaba por
concretarse. No resultó. Ella no se enamoró de mí. Los demás decían que le
gustaba Román, lo miraba con ojos tiernos. Ellos estuvieron algo acaramelados,
pero tampoco concretaron. Luego, Román se fue alejando de Naty. Nunca supimos
por qué. Elmer decía con firmeza: «Ha rebotado», Frank argumentaba: «Ha sido por los estudios». Yo estaba aturdido.
Pionono
aprovechó para acercarse a ella, la acompañaba a todas partes, estudiaban
juntos, le cargaba sus cosas; en otras palabras: era un perrito faldero. Nos
empezó a caer de lo más pesado. Ironía: a Natalia le agradaba. Creo que por eso
no se enamoró de mí, no era su tipo.
El
teniente nos formuló una serie de preguntas, entre ellas: cómo nos llevábamos
con el fallecido y qué estuvimos haciendo el sábado nueve de octubre a las once
de la noche. Román, Frank y yo coincidimos en la misma respuesta: dormíamos.
Elmer había salido con una amiga. Ese mismo día, la policía registró nuestros
domicilios en busca de alguna pista. Hallaron un revólver en la casa de Elmer.
La bala obtenida en la necropsia era del mismo calibre que el de su pistola. El
arma pertenecía a su padre, guardia civil en retiro.
Familiares
y vecinos declararon en calidad de testigos. La mujer que salió con Elmer no
pudo ser ubicada, él apenas la conocía. El teniente se enteró de las riñas
entre Elmer y Pionono, además de las amenazas de muerte. Ordenó su detención.
Estuvo
en la cárcel varios meses. Lo visitábamos casi todos los días. Se sentía
destrozado. Durante ese tiempo me sucedieron una serie de cosas extrañas.
Soñaba con Pionono, tendido en el suelo, boca abajo, besando su sangre y a la
vez con el jardín de mi casa, jardín que en mi infancia convertí en un campo de
batalla, donde se entablaban interminables combates. Mis soldados eran
aguerridos y crueles, no dejaban con vida a ningún enemigo, fusilaban a los
traidores, para después decapitarlos y partirlos en trocitos. Jugaba mañana, tarde
y noche, hasta envolverme de una satisfacción plena. Poco a poco, mis sueños y
pensamientos fueron girando más sobre el jardín.
Todos
tuvimos que volver a declarar, hicimos lo posible para ayudar a Elmer, pero
había varias pruebas en su contra. Además de las amenazas de muerte, el
revólver y de la mujer que nunca apareció; un vecino de Pionono aseguró haber
visto a Elmer, quince minutos antes del asesinato, rondando por la casa. Como
si eso fuera poco, la policía se enteró de que Elmer recibía tratamiento
psiquiátrico por consumir marihuana y cocaína. Él se mostró siempre muy tenso,
incluso en una oportunidad llegó hasta las lágrimas.
No
resistió mucho tiempo. Fue muy desagradable enterarnos de su suicidio. Se
ahorcó. La imagen del jardín, los soldaditos, la sangre; cruzaron por mi mente
como un destello inesperado. Veía a Pionono entre los muertos, junto con Elmer
colgado.
Transcurrieron
varios años, muchos de nosotros ya éramos abogados. No se volvió a hablar más
del asunto. Me casé con Natalia. Tuvimos un hijo y cuando fue creciendo, el
jardín tenía para él ese mismo fascinante atractivo que para mí. Le compré
soldaditos para que mi felicidad pudiera proyectarse y le enseñé a jugar y
ubicar sus grupos de combate sobre el césped que siempre había acunado mis
fantasías. Cuando intenté enterrar los muertos en combate, un cuerpo extraño no
me permitió excavar el lugar de siempre. Ante la atónita mirada del pequeño,
desenterré con manos temblorosas, el recuerdo oxidado por el tiempo; por el
tiempo pasado que nunca hubiera querido revivir.
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