martes, 13 de junio de 2017

El jardín

Horacio Vargas Murga


A la tres de la mañana Frank me llamó alarmado por teléfono. Habían asesinado a Pionono. Según los periódicos el homicidio ocurrió cerca de las once de la noche. Dos disparos y un grito estremecedor. Sentencia oscura de la pólvora.

Asistimos acongojados a su entierro, nos turnamos para cargar el ataúd, gran parte de la Facultad de Derecho estuvo presente, incluso Elmer que lo detestaba se sintió muy afectado. Natalia, que hasta entonces había sido su enamorada, se desmayó en tres oportunidades, tuvimos que llevarla al hospital.

Pionono había sido un buen tipo, antipático pero siempre correcto. En su casa le decían Manono. Como tenía cara de pollo, en la universidad lo molestaban diciéndole: «Habla pío, pío». Un tiempo después, de la combinación de «Pío» y «Manono», surgió su último y definitivo apodo: Pionono.

Al día siguiente del asesinato, un teniente de la policía acudió a la universidad. Román fue el primero en declarar. Él estaba enamorado de Natalia, pero no lo admitía. Nunca le agradó Pionono. Lo odiaba. Jamás lo dijo, sin embargo lo expresaba a través de su mirada. Siempre se le veía calmado, a pesar de su manifiesto rencor. No llegó a tener ningún altercado con Pionono, eso sí, le dirigía la palabra muy poco.

Frank era un hipócrita. Trataba al fallecido con el mejor de los afectos, pero aprovechaba su ausencia para entusiasmarse con Natalia. En forma disimulada, generaba cualquier pretexto para tocarla. Ella, ingenua, no se daba cuenta de nada.

Elmer se mostraba siempre desenvuelto y dinámico, nunca faltaban sus bromas pesadas. Detestaba a Pionono más que cualquiera de nosotros, no se podía ni pronunciar su nombre. «Es inconcebible que Naty esté con ese cholo asqueroso». La mortificaba con sus afirmaciones: «Oye, Naty, ¿cómo pudiste enamorarte de ese serrano?, ¿no te da asco besarlo? Te está pasando su baba el imbécil. Pobrecito mi amigo Román, ¿por qué no le haces caso?». Natalia nunca le respondía, rápidamente cambiaba de tema. Elmer llegó a pelearse con Pionono en una oportunidad; tuvimos que separarlos a la fuerza.

Cholo idiota, te voy a matar.

Calla, maricón, hijo de puta.

Yo también estaba enamorado de Natalia. Le declaré mi amor en una oportunidad. No me dijo nada, pero entendí su negativa. Durante unos largos meses, caminábamos juntos de un lado para otro. Mis amigos creían que lo nuestro estaba por concretarse. No resultó. Ella no se enamoró de mí. Los demás decían que le gustaba Román, lo miraba con ojos tiernos. Ellos estuvieron algo acaramelados, pero tampoco concretaron. Luego, Román se fue alejando de Naty. Nunca supimos por qué. Elmer decía con firmeza: «Ha rebotado», Frank argumentaba: «Ha sido por los estudios». Yo estaba aturdido.  

Pionono aprovechó para acercarse a ella, la acompañaba a todas partes, estudiaban juntos, le cargaba sus cosas; en otras palabras: era un perrito faldero. Nos empezó a caer de lo más pesado. Ironía: a Natalia le agradaba. Creo que por eso no se enamoró de mí, no era su tipo.

El teniente nos formuló una serie de preguntas, entre ellas: cómo nos llevábamos con el fallecido y qué estuvimos haciendo el sábado nueve de octubre a las once de la noche. Román, Frank y yo coincidimos en la misma respuesta: dormíamos. Elmer había salido con una amiga. Ese mismo día, la policía registró nuestros domicilios en busca de alguna pista. Hallaron un revólver en la casa de Elmer. La bala obtenida en la necropsia era del mismo calibre que el de su pistola. El arma pertenecía a su padre, guardia civil en retiro.

Familiares y vecinos declararon en calidad de testigos. La mujer que salió con Elmer no pudo ser ubicada, él apenas la conocía. El teniente se enteró de las riñas entre Elmer y Pionono, además de las amenazas de muerte. Ordenó su detención.

Estuvo en la cárcel varios meses. Lo visitábamos casi todos los días. Se sentía destrozado. Durante ese tiempo me sucedieron una serie de cosas extrañas. Soñaba con Pionono, tendido en el suelo, boca abajo, besando su sangre y a la vez con el jardín de mi casa, jardín que en mi infancia convertí en un campo de batalla, donde se entablaban interminables combates. Mis soldados eran aguerridos y crueles, no dejaban con vida a ningún enemigo, fusilaban a los traidores, para después decapitarlos y partirlos en trocitos. Jugaba mañana, tarde y noche, hasta envolverme de una satisfacción plena. Poco a poco, mis sueños y pensamientos fueron girando más sobre el jardín.

Todos tuvimos que volver a declarar, hicimos lo posible para ayudar a Elmer, pero había varias pruebas en su contra. Además de las amenazas de muerte, el revólver y de la mujer que nunca apareció; un vecino de Pionono aseguró haber visto a Elmer, quince minutos antes del asesinato, rondando por la casa. Como si eso fuera poco, la policía se enteró de que Elmer recibía tratamiento psiquiátrico por consumir marihuana y cocaína. Él se mostró siempre muy tenso, incluso en una oportunidad llegó hasta las lágrimas.

No resistió mucho tiempo. Fue muy desagradable enterarnos de su suicidio. Se ahorcó. La imagen del jardín, los soldaditos, la sangre; cruzaron por mi mente como un destello inesperado. Veía a Pionono entre los muertos, junto con Elmer colgado.

Transcurrieron varios años, muchos de nosotros ya éramos abogados. No se volvió a hablar más del asunto. Me casé con Natalia. Tuvimos un hijo y cuando fue creciendo, el jardín tenía para él ese mismo fascinante atractivo que para mí. Le compré soldaditos para que mi felicidad pudiera proyectarse y le enseñé a jugar y ubicar sus grupos de combate sobre el césped que siempre había acunado mis fantasías. Cuando intenté enterrar los muertos en combate, un cuerpo extraño no me permitió excavar el lugar de siempre. Ante la atónita mirada del pequeño, desenterré con manos temblorosas, el recuerdo oxidado por el tiempo; por el tiempo pasado que nunca hubiera querido revivir.

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