Amanda Castillo
El sol brillaba en el horizonte esa mañana, como pocas veces en los
últimos meses. A pesar de que Cali era una ciudad muy calurosa, esto había
cambiado mucho. Llevaban más de dos meses con lluvias torrenciales casi todos
los días, el tráfico era insoportable: accidentes, árboles caídos, y semáforos
averiados. Irina cambió su rutina de entrenamiento debido a esta situación. Ya
no podía hacer deportes al aire libre. Para enfrentar los nuevos desafíos de su
ejercicio profesional, decidió inscribirse en un gimnasio y mantenerse en
forma.
El ejercicio era parte de su vida. Todo surgió cuando aún estaba en la
universidad, mientras estudiaba su carrera de biología marina. Desarrolló un
profundo entusiasmo para los deportes, pero en especial, por los acuáticos.
Participó en el equipo de fútbol de su facultad, en la selección de baloncesto,
en carreras de ciclismo y atléticas. Durante un viaje a la costa Atlántica,
tomó por primera vez clases de buceo. Desde ese momento supo que quería ser
buzo profesional y, en efecto, lo logró.
Habían transcurrido cinco años de practicar buceo en compañía de los
mejores de la región; su especialidad era el escafandrismo, pero también
practicaba el buceo libre, en el cual a puro pulmón se podía sumergir por
cierto tiempo en las profundidades del océano. Había tenido que dedicar mucho
esfuerzo y disciplina para lograrlo. Con su grupo de amigos del club de buceo,
habían decidido participar en una expedición marina a la isla de Morgan. Le
pareció una idea maravillosa, era una gran oportunidad para explorar el lugar
al que muchos consideraban un «paraíso terrenal». Un sitio ideal para buscar
nuevas especies, ella amaba el ecosistema marino. La vida en el mar era para
ella la más hermosa creación del planeta Tierra. Por eso, cuando le ofrecieron
participar en la expedición, no lo dudó ni por un instante.
Se trataba de una importante investigación sobre el ecosistema costero
en el océano Pacífico, para la cual habían convocado la participación de los
biólogos y buzos más destacados del país. Ella era una mujer muy fuerte,
física, mental y emocionalmente; no la intimidaba nada; era de grandes retos.
Siempre había sido así. Por esas capacidades, había logrado muchas cosas en su
vida. Era consciente de los resultados que podría tener para su desarrollo
profesional al formar parte de esta expedición.
El día del viaje, se levantó muy temprano; la noche anterior había
estado jugando con sus hijos y no terminó de hacer su maleta; aún tenía muchos
temas pendientes por resolver. Cada vez que viajaba, lo cual era frecuente,
sentía que su corazón se «arrugaba» como ella decía. Le causaba zozobra y
preocupación el tener que alejarse de ellos, Mateo y Juliana. En realidad, el
único miedo que tenía en su vida era no volver de alguno de sus viajes. La idea
de morir y dejarlos la atormentaba sobremanera, no solo por el amor que les
tenía, sino también porque los niños solo la tenían a ella. Por alguna razón
que no lograba discernir, no había sido afortunada en el amor. Su primer esposo
se fue a otro país sin dar mayores explicaciones, su segundo intento también fracasó,
y su marido la abandonó por otra mujer. Sin embargo, esto no la amilanaba. Lo
había asumido como un desafío más para afrontar, y ejercía su papel de madre
soltera con toda la responsabilidad y el amor que le fuera posible. Su
ferviente deseo de crecer profesionalmente y mejorar sus ingresos económicos
eran sus motivaciones principales para realizar trabajos extras cuando estos se
presentaban.
El carro destinado para recogerla llegó a la hora acordada.
—Buenos días, doctora.
—Buenos días, Gustavo. ¿Cómo estás?
—Bien, señora Irina, en la lucha diaria, como siempre —añadió.
—Bueno, así nos toca. Gracias por su ayuda.
Antes de subirse al vehículo, Irina se devolvió para abrazar y besar a
sus dos hijos que, agarrados de la mano de la niñera, habían salido a despedir
a su madre.
Sus amigos, desde el carro, saludaron a la familia, que con tristeza se
despedía desde la entrada de la puerta. Ella subió y le lanzó besos al aire a
sus hijos y su madre, quien había llegado la noche anterior para acompañar a
sus nietos durante el viaje de su hija.
Mientras el vehículo desaparecía por el camino, Irina giró la cabeza
para contemplar desde la distancia, una vez más, a sus seres amados. Mientras
lo hacía, una hermosa sonrisa se dibujaba en sus labios.
Ese mismo día llegaron a la isla donde harían la expedición. Volaron
desde Cali hasta Guapi. Luego tomaron la embarcación durante dos horas de viaje
hasta la isla de Morgan, la cual sería el sitio base de la expedición. Irina
estaba extasiada por la belleza del lugar; disparaba su cámara sin parar. Ya,
en la noche, se reunió todo el grupo de expedicionarios para programar la
jornada del día siguiente. Saldrían muy temprano a explorar la isla, y a media
mañana tomarían la embarcación para empezar las salidas de buceo. Si bien Irina
no era la jefa de misión, su liderazgo y conocimiento ocasionaban que
consultaran con ella el procedimiento y orden de la jornada.
Ignacio Orzuela era el líder de la expedición. Un biólogo marino español
de cincuenta y dos años con amplia experiencia y trayectoria en excursiones en
el océano Atlántico. Era su primera vez en el Pacífico, pero desde el Instituto
de Investigaciones Oceanográficas lo habían contactado para que dirigiera la
misión dada su experticia y los valiosos hallazgos sobre fauna y flora marina
que ya había patentado en diversas ocasiones. Era un hombre muy apuesto y de
músculos definidos. Fue inevitable que Irina no admirara su atractivo físico.
Sin embargo, estaba decidida a que su atracción por él pasara desapercibida.
—Los informes meteorológicos nos indican que las condiciones del tiempo
son inmejorables; por tanto, estoy seguro de que mañana será el primero de
muchos días fructíferos para la expedición.
—Así será —respondieron al unísono los demás.
—Ahora hay que ir a descansar; necesitamos dormir bien.
Cada uno recogió sus pertenencias y se distribuyeron en sus respectivas
cabañas. El centro de operación estaba ubicado en la base naval de Bahía Manta.
Desde ahí navegarían una hora, hasta el primer islote.
A las 8:00 am del día siguiente tomaron la embarcación y, una vez en su
lugar de destino, procedieron con el protocolo indicado para realizar la
primera inmersión; esta duró poco más de una hora. Se encontraron en la
superficie a la hora acordada, y después de algunos minutos de descanso,
realizaron la segunda inmersión. Esta vez llevaron la videocámara y otros
elementos para realizar un video y tomar las muestras requeridas. La
exploración tardó cerca de dos horas. Debían recargar los tanques de oxígeno, depositar
las muestras en unos contenedores especiales para su conservación, y si las
condiciones del clima lo permitían, intentarían hacer una nueva inmersión.
El ambiente entre los investigadores era de satisfacción e inmenso
entusiasmo. La belleza del lugar era indescriptible: una colección de cavernas
y pináculos completamente llenos de peces roncos, meros, rayas águila y
jureles, así como algunos peces murciélagos. Los Corales conformaban un inmenso
túnel donde enormes bancos de peces exóticos barredores creaban una atmósfera
mística. Los arrecifes coralinos extasiaban los ojos de los exploradores. No
había dudas; realmente se trataba de uno de los sitios más hermosos que habían
explorado.
Después del almuerzo en el bote, y dado que las condiciones
meteorológicas eran buenas, decidieron realizar una nueva inmersión. Todos
sabían que debían aprovechar los días soleados, ya que las condiciones podían
cambiar de un momento a otro. Esto era típico de la región pacífica, donde el
nivel de precipitaciones era uno de los más altos del planeta. A las tres y
media de la tarde salieron de nuevo a la superficie y debatieron sobre lo
conveniente o no de realizar una última inmersión. Si bien Irina sabía perfectamente
que a esas horas las corrientes marinas tendrían más fuerzas que en el resto
del día, el entusiasmo la llevó a motivar a sus compañeros para realizar la
última inmersión del día.
—Vamos a disfrutar de esta belleza —dijo—. Quiero relajarme allá abajo —sonrió
y se volvió a adentrar en el mar. Esta vez sin el tanque de oxígeno, impulsada
por impresionar a Ignacio. Sus compañeros la imitaron, y uno tras otro se
lanzaron al agua.
Después de varios minutos, Ignacio fue el primero en salir a la
superficie. De inmediato detectó que las fuerzas de la corriente estaban
cambiando. Se habían alejado cerca de cuatrocientos metros del barco que los
esperaba luego de su última inmersión. Esperó a que todos salieran a la
superficie y levantando su mano hizo señas para que nadaran rápidamente hacia
la embarcación. Entendiendo el mensaje, todos nadaron hacia la motonave,
luchando contra la sorpresiva corriente; esta tomó tal fuerza que, en lugar de
acercarlos, los alejó mucho más, no solo del barco, sino que los separó a cada
uno de ellos.
Irina quedó a la deriva, estaba un poco confundida, sin embargo,
reaccionó con rapidez y empezó a gritar los nombres de sus amigos. Todos
respondieron, aunque se evidenciaba que estaban lejos los unos de los otros. El grupo
se dispersó. Irina decidió nadar en dirección a la enorme roca de la isla
Morgan, con la convicción de que ahí sería mucho más fácil que la embarcación
se acercara. Estaba a punto de logarlo cuando un fuerte oleaje la impulsó hacia
la zona donde la corriente marina corría con mayor potencia.
Ella nadó con todas sus fuerzas para lograr salir de ahí. Nadó sin parar
hasta que el cansancio la hizo detener. Buscó a sus amigos, los llamó a gritos
una y otra vez, pero no obtuvo respuesta. Puso en orden sus pensamientos y
mentalmente hizo algunos cálculos de su posible ubicación. Le costaba
aceptarlo, pero las probabilidades de estar perdida eran muy altas. Con el paso
de las horas, logró asimilarlo: estaba sola en medio del océano. No había bote,
no había roca, no había nada. Solo ella y el mar y la noche asomaba con su
negrura imparable. Su fortaleza mental estaba intacta; tenía la certeza de que
saldría de esa situación. Miró al cielo y oró. Solo pensaba en sus hijos, su
razón de ser, lo que más amaba en la vida.
Llegó la noche, y con ella el miedo y el frío. Estaba aterrada, sabía de
la necesidad de conservar la calma en una situación extrema como esa. Su
entrenamiento incluía ejercicios de supervivencia en naufragios; sin embargo,
era la primera vez que se enfrentaba a tal situación. Hizo monólogo toda la
noche, para animarse, y sentirse acompañada, para alimentar la fe. Rememoró su
niñez, los juegos con sus amigos del barrio. Las extensas charlas con sus
amigas del colegio. Recordó las bromas de sus amigos, los momentos de
diversión, y las angustias que vivieron cuando uno de ellos fue llevado preso
al participar en una de las tantas protestas que se organizan en la ciudad.
También vinieron a su mente sus vivencias juveniles: los amores y desamores,
las rumbas en las tascas, los viajes que realizó junto a su familia, lo feliz
que era cada vez que llegaban sus abuelos a visitarla.
Imaginaba que sus hijos la escucharan a través de su pensamiento.
Pensaba en ellos sin parar, empezó a recordar cada instante de su vida, desde
el momento en que se enteró de que los llevaba en sus entrañas. El día en que
nacieron, cuando los pusieron en su pecho por primera vez, la emoción que le
produjo sentir cómo su débil boca succionaba sus pezones. Y de ahí en adelante,
cada día era una nueva aventura, sus sonrisas, balbuceos, los primeros pasos y primeras
palabras. Rememoró cada etapa de su vida: logros, momentos de felicidad, fracasos y tristezas; cada una de ellas le
había dejado grandes lecciones. Había tenido una buena vida, se sentía
satisfecha consigo misma, aunque sentía tristeza por sus fracasos amorosos. Si
tuviera la oportunidad de cambiar algo de su pasado, sería, sin lugar a duda,
ser más selectiva al momento de escoger a sus parejas. Después de todo lo
vivido, esa era su principal conclusión: se había equivocado al elegir.
«No puedo desfallecer. Yo voy a salir de aquí; lo tengo que hacer por
ellos».
Su mayor temor era la hipotermia, si bien el traje de buzo que llevaba
estaba diseñado para soportar bajas temperaturas, al estar tantas horas
continuas en el mar, el frío era inevitable. Por eso, hacía movimientos con
brazos y piernas para mantener algo de calor corporal. Otras veces flotaba,
dejándose llevar por el movimiento de las olas, sin el menor esfuerzo. Cuando
abrió los ojos, vio los primeros rayos del sol, y con la luz llegó la
esperanza, la confianza de que desde tempranas horas llegarían los rescatistas.
Estaba segura de que sus compañeros lo habían logrado, todos eran mucho más
experimentados que ella, sabrían cómo resolver este tipo de emergencias. El
silencio y la quietud del mar eran inquietantes. Simplemente flotaba para
ahorrar fuerzas y poder nadar cuando fuera necesario.
«¿Por qué no llegan los guardacostas?» —se dijo a sí misma—. «No creo
estar tan lejos. Ayúdame, Dios, dame la fuerza que necesito. Permíteme volver a
ver a mis hijos, por favor».
«¡¡¡Ayúdameeeee!!! ¡¡¡Ayúdameeeee!!! ¡¡¡Ayúdameeeee!!!».
Pasaron las horas y no se escucharon sirenas, tampoco ruido de
helicópteros, ni motores de barcos. Así transcurrió otro día, el más largo de
su vida. Vino la noche, la sensación de hambre le clavaba en el estómago, los
labios agrietados por el sol y la sal le ardían como heridas abiertas. La sed
era insoportable, el cansancio, la desesperanza y la angustia se apoderaron de
ella. Ya su cuerpo empezaba a flaquear, su mente se sentía débil y confusa. Era
difícil de aceptar, pero empezó a pensar que quizá ese era un viaje sin
retorno, y esa idea le causó el dolor más profundo que jamás creyó sentir.
Lloró inconsolable e imploró a gritos ayuda mirando al cielo.
Había llorado tanto, que le costaba mantener los ojos abiertos. En algún
momento, entre adormilada y despierta, escuchó una suave voz:
«¡Mami, ven!».
Se despertó sobresaltada, por un momento creyó estar en su casa. Había
sido la voz de su pequeña hija. Su corazón latía con tanta fuerza, como si se
quisiera salir de su pecho. Lloró desconsolada mientras susurraba con ternura
el nombre de sus hijos.
«¡Mate, Juli!».
Jadeaba con intensidad, totalmente confundida, sin saber qué hacer.
Desesperada, empezó a gritar:
«¡¡¡Ya voy, mi amor, ya voy!!! ¡¡¡Ya voy!!!, ¡¡¡Ya voy!!! Debo calmarme;
tengo que hacerlo. Ayúdame, Dios». —Y empezó a respirar, consciente de que no
podía perder el control.
Se recuperó poco a poco mientras se decía:
«Tengo que hacerlo. Yo puedo, yo puedo, yo puedo». Buscaba la fuerza
interior para empezar lo único que le quedaba por hacer.
Respiró profundo y, sin pensarlo más, comenzó a nadar hacia el
horizonte, hacia el infinito, hacia un destino desconocido. Con cada brazada,
sentía cómo la determinación crecía dentro de ella. Recordaba la voz de su
hija, llamándola y se repetía a sí misma que valía la pena luchar por ellos. No
importaba lo incierto del camino; estaba dispuesta a enfrentar cualquier
obstáculo con tal de reunirse con su familia otra vez. Aunque no tenía idea de
dónde iría, estaba segura de que llegaría a algún lugar. Su único anhelo era
volver a ver la sonrisa de sus hijos algún día.
Felicitaciones, Amanda. Me ha gustado mucho tu cuento. Me hizo recordar mis aventuras —y sustos— de buceo en las islas Galápagos en las cuales pasé los mejores años de mi vida. Soy buzo certificado y entiendo muy bien la fascinación que produce toda la parafernalia previa, durante y después de una inmersión. Tu cuento me ha dado ideas sobre escribir algo al respecto. Un abrazo.
ResponderEliminarPatricio Durán, estudiante del Taller de Narrativa.