Rosario Sánchez Infantas
Me sobresalté profundamente. Mi hábito antiguo de evitar incomodar a los
demás y la culpa que sentía si no podía impedir que sucediera me azuzaron a poner
fin a lo que ocurría. La melodía era tan clara e inconfundible: suave música
instrumental y oleaje de mar, pero con demasiado volumen en un bus
interprovincial, hacia la medianoche cuando los pasajeros, incluida yo misma,
dormíamos mecidos por el movimiento y el cansancio. Y es que un viaje, de diez
o doce horas, que tramonta la cordillera occidental de los Andes desde la costa
hacia la sierra, puede ser muy agotador.
«¿Es mi teléfono móvil? No, el sonido viene de arriba. ¿Quizás mi laptop? No, el ordenador está bajo el asiento, y tampoco el bus tiene portaequipaje superior». Busco preocupada una explicación a lo que sucede sobre todo para ponerle fin lo más rápido posible. A pesar de la clara fuente de la música, saco el teléfono del bolsillo del abrigo y verifico que está apagado; sucede que, en ocasiones al interrumpir un video, este se reinicia con la siguiente llamada. No, no es el teléfono móvil. La laptop no puede ser. No solo está abajo y hace mucho que la he apagado; además este modelo solo se enciende separando la pantalla del teclado, y comprimida como está en la mochila, es imposible que se hubiera abierto.
Imagino que el insomnio de algún pasajero lo ha llevado a escuchar música propicia
para inducir el sueño. Usualmente disfruto este tipo de música, pero hoy,
además del volumen alto, me genera cierta inquietud y espero que otros
pasajeros pidan silencio para poder descansar. Pero nadie reclama. Las cortinas
dan privacidad a cada asiento cama, y una cierta inercia me quita las ganas de
incorporarme y mirar en sus cubículos a los pasajeros próximos a mí.
Es cierto que el bus está en movimiento, sube o baja la velocidad, gira a
uno y otro lado en el sinuoso camino. Pero cada vez más despabilada advierto que
no hay ruido humano en esta parte del vehículo. «¿Cómo es que nadie se
despierta? ¿Y si hubiéramos sufrido un accidente?» Siento angustia. «¿Y si estuviéramos muertos? Quizás vamos rumbo al
cielo. No, yo directo al cielo ni en mis mejores sueños. A mí me llevarían a
juzgar». No puedo evitar sonreír. «Esto parece una mala comedia. Estoy
despierta, escucho claramente algún ocasional bocinazo y el chirrido de los
frenos.»
He estado observando lo poco que el cortinaje me deja ver. «Pucha, pero si es un viaje al cielo, qué poco originales: cincuenta y
seis-pasillo, cincuenta y cinco-ventana, cincuenta y siete-pasillo… Velocidad cuarenta
y nueve kilómetros por hora, cincuenta y tres kilómetros, cincuenta y cuatro...
¡Qué prosaico! Temperatura exterior dos grados, señal luminosa de abrocharse el
cinturón de seguridad. ¡Otro reductor de velocidad en la vía! ¡Qué loco! ¿El
chofer divino no puede controlar el acelerador y respetar los límites establecidos?
¡Uno esperaría un super viaje!».
Disfruto buscar y encontrar lo insulso en este trance divino, pero por
instantes se me oprime la garganta cuando creo que estas burlas van a entrar en
mi currículo por el cual seré juzgada. Pero, rápidamente me recupero. «Un ser
perfecto y omnipotente ha de ser inteligente, creativo, con buen sentido del
humor». Muy temprano mi educación religiosa me ahuyentó de la iglesia con la
imagen de un Dios castigador, vengativo e injusto. «¡No! Si existe Dios debe
ser buena onda».
«Y ¿por qué nos detenemos ahora?» Corro la
cortina, limpio con la mano la ventana empañada y vislumbro un distribuidor de
gasolina. «¡Pucha, qué malos asesores, Dios! Hay que cuidar la imagen. ¡Un
transporte divino, con la llanta desinflada! Esa furgoneta blanca que pasa
cerca de nuestro bus sí parece de tu equipo. Aunque, apropiada para una
divinidad de los sesenta».
La música y las olas siguen invadiendo el bus y a mí me inunda la euforia. Siento
que puedo ayudar mucho allá arriba. Por primera vez tengo expectativas
positivas de mi estadía en tierras de Dios, al que me lo imagino gordito, con
barba, bonachón, hincha de Bob Esponja, Giovanni Marradi, los Babasónicos, la
poesía de Roque Dalton y los cuentos de Antón Chéjov. Sé que, hombre de mundo
como es, va a entender mis metidas de pata, que son muchas. Una mente
abierta ve en ellas desempeños plausibles en un mundo caótico en el cual algunos
«suertudos»
más fácilmente perdemos que ganamos.
«Visto
con perspectiva, haber criticado desde la infancia algunos pasajes de la
Biblia, debe haber hecho reflexionar al departamento de comunicación, porque me
imagino que han de tener informantes celestiales para dar visibilidad a su obra
cumbre. Lo primero que voy a sugerir es que revisen las letanías. ¡Cuánta
cursilería! Imagino que observar a ateos íntegros y con valores prosociales
debe haber preocupado a sus gerentes. Saltarme tantas horas de culto en
sesenta años me regaló unas horas a la semana para leer y escribir. Con la ayuda divina se podría poner en práctica mi plan para que en las
iglesias se hicieran talleres y así cambiar el final a los acontecimientos
tristes de los menos afortunados, es decir, engañar al cerebro creando
recuerdos falsos que ayuden a seguir adelante con el corazón invicto. De paso
muchos literatos y psicólogos tendrían un trabajo de medio tiempo. Ya me
imagino, por orden de lo alto, leyendo en las misas fragmentos de literatura
para sensibilizar a los laicos y a las laicas (¿se dice así?). ¡Tengo tantas
ideas! ¡Sí, la hacemos!».
Estaba en la bella contemplación de
mis futuros actos y proyectos en el cielo cuando sonó la alarma de mi teléfono
móvil. Me desperté en el bus interprovincial. Amanecía. Faltaba
un par de horas para llegar a mi destino. Era hora de inhalar el Zanamivir para
combatir la influenza. Entonces recordé haber leído que un efecto secundario
del mismo son las alucinaciones (además de la confusión y los trastornos temporales
del pensamiento).
¡Uf! ¡Las paces que Dios hizo conmigo, a fojas cero! ¡Tendrá que intentarlo
de nuevo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario