lunes, 19 de febrero de 2024

Las paces hechas

Rosario Sánchez Infantas


Me sobresalté profundamente. Mi hábito antiguo de evitar incomodar a los demás y la culpa que sentía si no podía impedir que sucediera me azuzaron a poner fin a lo que ocurría. La melodía era tan clara e inconfundible: suave música instrumental y oleaje de mar, pero con demasiado volumen en un bus interprovincial, hacia la medianoche cuando los pasajeros, incluida yo misma, dormíamos mecidos por el movimiento y el cansancio. Y es que un viaje, de diez o doce horas, que tramonta la cordillera occidental de los Andes desde la costa hacia la sierra, puede ser muy agotador.

«¿Es mi teléfono móvil? No, el sonido viene de arriba. ¿Quizás mi laptop? No, el ordenador está bajo el asiento, y tampoco el bus tiene portaequipaje superior». Busco preocupada una explicación a lo que sucede sobre todo para ponerle fin lo más rápido posible. A pesar de la clara fuente de la música, saco el teléfono del bolsillo del abrigo y verifico que está apagado; sucede que, en ocasiones al interrumpir un video, este se reinicia con la siguiente llamada. No, no es el teléfono móvil. La laptop no puede ser. No solo está abajo y hace mucho que la he apagado; además este modelo solo se enciende separando la pantalla del teclado, y comprimida como está en la mochila, es imposible que se hubiera abierto. 

Imagino que el insomnio de algún pasajero lo ha llevado a escuchar música propicia para inducir el sueño. Usualmente disfruto este tipo de música, pero hoy, además del volumen alto, me genera cierta inquietud y espero que otros pasajeros pidan silencio para poder descansar. Pero nadie reclama. Las cortinas dan privacidad a cada asiento cama, y una cierta inercia me quita las ganas de incorporarme y mirar en sus cubículos a los pasajeros próximos a mí.

Es cierto que el bus está en movimiento, sube o baja la velocidad, gira a uno y otro lado en el sinuoso camino. Pero cada vez más despabilada advierto que no hay ruido humano en esta parte del vehículo. «¿Cómo es que nadie se despierta? ¿Y si hubiéramos sufrido un accidente?» Siento angustia. «¿Y si estuviéramos muertos? Quizás vamos rumbo al cielo. No, yo directo al cielo ni en mis mejores sueños. A mí me llevarían a juzgar». No puedo evitar sonreír. «Esto parece una mala comedia. Estoy despierta, escucho claramente algún ocasional bocinazo y el chirrido de los frenos.» He estado observando lo poco que el cortinaje me deja ver. «Pucha, pero si es un viaje al cielo, qué poco originales: cincuenta y seis-pasillo, cincuenta y cinco-ventana, cincuenta y siete-pasillo… Velocidad cuarenta y nueve kilómetros por hora, cincuenta y tres kilómetros, cincuenta y cuatro... ¡Qué prosaico! Temperatura exterior dos grados, señal luminosa de abrocharse el cinturón de seguridad. ¡Otro reductor de velocidad en la vía! ¡Qué loco! ¿El chofer divino no puede controlar el acelerador y respetar los límites establecidos? ¡Uno esperaría un super viaje!».

Disfruto buscar y encontrar lo insulso en este trance divino, pero por instantes se me oprime la garganta cuando creo que estas burlas van a entrar en mi currículo por el cual seré juzgada. Pero, rápidamente me recupero. «Un ser perfecto y omnipotente ha de ser inteligente, creativo, con buen sentido del humor». Muy temprano mi educación religiosa me ahuyentó de la iglesia con la imagen de un Dios castigador, vengativo e injusto. «¡No! Si existe Dios debe ser buena onda».

«Y ¿por qué nos detenemos ahora?» Corro la cortina, limpio con la mano la ventana empañada y vislumbro un distribuidor de gasolina. «¡Pucha, qué malos asesores, Dios! Hay que cuidar la imagen. ¡Un transporte divino, con la llanta desinflada! Esa furgoneta blanca que pasa cerca de nuestro bus sí parece de tu equipo. Aunque, apropiada para una divinidad de los sesenta». La música y las olas siguen invadiendo el bus y a mí me inunda la euforia. Siento que puedo ayudar mucho allá arriba. Por primera vez tengo expectativas positivas de mi estadía en tierras de Dios, al que me lo imagino gordito, con barba, bonachón, hincha de Bob Esponja, Giovanni Marradi, los Babasónicos, la poesía de Roque Dalton y los cuentos de Antón Chéjov. Sé que, hombre de mundo como es, va a entender mis metidas de pata, que son muchas. Una mente abierta ve en ellas desempeños plausibles en un mundo caótico en el cual algunos «suertudos» más fácilmente perdemos que ganamos.   

«Visto con perspectiva, haber criticado desde la infancia algunos pasajes de la Biblia, debe haber hecho reflexionar al departamento de comunicación, porque me imagino que han de tener informantes celestiales para dar visibilidad a su obra cumbre. Lo primero que voy a sugerir es que revisen las letanías. ¡Cuánta cursilería! Imagino que observar a ateos íntegros y con valores prosociales debe haber preocupado a sus gerentes. Saltarme tantas horas de culto en sesenta años me regaló unas horas a la semana para leer y escribir. Con la ayuda divina se podría poner en práctica mi plan para que en las iglesias se hicieran talleres y así cambiar el final a los acontecimientos tristes de los menos afortunados, es decir, engañar al cerebro creando recuerdos falsos que ayuden a seguir adelante con el corazón invicto. De paso muchos literatos y psicólogos tendrían un trabajo de medio tiempo. Ya me imagino, por orden de lo alto, leyendo en las misas fragmentos de literatura para sensibilizar a los laicos y a las laicas (¿se dice así?). ¡Tengo tantas ideas! ¡Sí, la hacemos!».

Estaba en la bella contemplación de mis futuros actos y proyectos en el cielo cuando sonó la alarma de mi teléfono móvil. Me desperté en el bus interprovincial. Amanecía. Faltaba un par de horas para llegar a mi destino. Era hora de inhalar el Zanamivir para combatir la influenza. Entonces recordé haber leído que un efecto secundario del mismo son las alucinaciones (además de la confusión y los trastornos temporales del pensamiento).

¡Uf! ¡Las paces que Dios hizo conmigo, a fojas cero! ¡Tendrá que intentarlo de nuevo!

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