jueves, 29 de febrero de 2024

Las últimas navidades con Luzbel

Luis Orellana Díaz


Llegó a tiempo. Escuchó lo que parecía el ruido de un auto abandonando la escena. Su sexto sentido la guio directo al montículo de tierra recién removida. Escarbó con desesperación hasta que se le destrozaron las manos. Lo habían sepultado bajo una vieja magnolia a la orilla del camino que da hacia el bosque de cipreses. La nieve descendía sobre la cabaña y las eras que rodeaban la casa se iban vistiendo de un blanco grisáceo. Un astro fantasmagórico de fines de otoño se reflejaba sonámbulo sobre las tejas de barro vidriado. La cabaña estaba a dos horas de la gran ciudad, en una aldea anclada en las estribaciones de la cordillera occidental. Su fachada de madera y piedra, se divisaba al llegar a la primera curva para ingresar al pueblo que se extendía a lo largo de la panamericana. Era una aldea de horticultores, hombres de campo, gente huraña y desconfiada, emparentados en su mayoría. Era la tierra natal de su esposo.  

«¡Está vivo! —insistía la mujer—, ¡aún está vivo!». Cuando sus manos se toparon con la caja de madera, estaba a punto de darse por vencida. Era una caja de rejillas, de esas para transportar frutas. Introdujo sus dedos entre las hendijas y la tiró con fuerza. Sin éxito. La caja permanecía adherida a la tierra mojada. Tiró de las rejillas en medio de su angustia, pero el armazón resultó inexplicablemente resistente. Lo golpeó con sus pies, lo haló con sus manos hasta que al fin cedió. Cuando sintió el bulto, lo palpó rígido y frío; lo tomó por los sobacos y lo levantó a pulso.

Era un perro mediano, una rara mezcla de siberiano con algún caniche por su pelambre ensortijado y sus ojos blancos. Estaba cubierto de lodo y hojarasca. Sintió que el alma le volvía al cuerpo cuando lo vio parpadear. «¡Luzbel, Luzbel!», lo sacudió con fuerza. El animal abrió sus ojos y la contempló con su mirada nevada, daba la impresión de regresar de un viaje trasmundano. Lo estrechó contra su pecho para contagiarle calor. Estaban ateridos.

Desenredaba la lana de su perro con la ayuda de una tijera mientras el nivel de la tina subía lentamente y los espejos del baño se iban empañando por el vapor. Se percató que tenía varios cortes en sus manos y en sus muñecas, algunos profundos, aunque ya no sangraban ni le causaban dolor alguno. Sin duda un vidrio o un clavo punzante las desgarró en su rescate desesperado, pensó. Limpió sus heridas y les aplicó vendajes, colocó unas ramas secas de lavanda en una funda de tela y las sumergió en el agua. Se metió a la tina, allí se quedó largo rato con Luzbel en su regazo.

No recordaba, tenía la mente bloqueada, tal vez los calmantes; ni idea de cómo llegó a la cabaña, si llegó sola o fue su esposo quien la trajo. Nidia, sumergida en la tibieza de la tina se dejaba estar en ese presente de paz. Esa sensación de seguridad que hace mucho tiempo no sentía estaba de vuelta y la mujer se regocijó en ella. El aroma de lavanda —esa fragancia que usaba su padre— la transportaba a su niñez; rememoró el cosquilleo de su bozo cuando besaba sus mejillas, la fuerza de sus brazos apretando su cintura. Recordó su mano cálida y fuerte sosteniendo su mano, ¡cuánto lo añoró, sumergida allí!

Al emerger de sus recuerdos, levantó al perro y lo sacó de la tina frotándolo con una toalla. Lo llevó a su cama besándolo en la frente y en las orejas. Lo metió bajo las mantas. Repetía mentalmente las palabras de su psiquiatra: «Eche a andar sus ideas en pos de imágenes gratas, las sensaciones positivas seguirán detrás». Bajo las sábanas, imaginó las manos del esposo como las manos del padre: fuertes y seguras. Las visualizó nítidas, con esa firmeza y sabiduría con la que operaban sobre los animales dolientes.  Las mismas manos de las que se enamoró cuando empezó a asistirlo en el quirófano. Y fue más lejos aún, las llevó a su vientre y las deslizó hacia su bragadura para sentir como le dolía el amor por ese hombre, y por instantes lo sintió profundo, lo sintió real. «De seguro regresó donde Ariana. La navidad la pasará con sus hijos», pensaba. Esa bipolaridad de emociones, ese vagar entre la luz y las sombras es lo que más le agotaba. Sin embargo, esta vez se percató de que ya no sentía ese rencor en el pecho como antes al escuchar o pronunciar el nombre de la «ex» de su esposo.

Se sacudió los recuerdos y buscó refugio en los ojos de su perro, pero Luzbel tenía una mirada ausente, vacía. Tras la blancura cautivante de sus irises, Nidia no logró encontrar esa tierna compasión que le llenaba de paz. A través de ellos, ahora vislumbraba la oquedad de su pequeña alma y le invadió una profunda pena por su perro, entonces tuvo la certeza de que sus soledades ya no eran una sola soledad compartida. Lo apretó fuerte contra su pecho para consolarlo, luego lo cubrió con la manta y dejó la cama decidida a entrar en acción antes de que la fatalidad terminara de consumirla.

Afuera, la nevada se hacía más intensa. Buscó leña en el depósito. Las reservas se habían agotado, tendría que ir al bosque detrás de la cabaña. Cuando abrió la puerta, una ráfaga de viento helado se coló dentro de la casa alborotando los papeles olvidados sobre las mesas y las flores secas de los jarrones; se arremolinó en el centro de la sala danzando por un instante sobre la alfombra llena de polvo, para luego filtrarse por las hendijas de las ventanas, bajo los travesaños de las puertas y avanzar deslizándose por las paredes hasta impregnarse en las losas de la cocina. Luego…, solo se detuvo sobre los cristales frisados de las fotografías.

En el umbral, se quedó paralizada mirando la tiniebla. No era el frío lo que la detuvo, extrañamente la mujer no sentía frío, era la noche inmensa y abierta como las fauces de algún animal siniestro. Regresó al cuarto, no se había percatado en qué momento cayó la noche. Levantó las mantas para acurrucarse junto a su perro. ¡La cama estaba vacía…! Las sábanas blancas le parecieron un paraje nevado y yerto. «¡Luzbel, Luzbel!, ¡perro del demonio!, ¿dónde te has metido?». Lo buscó bajo la cama, bajo las mesas, removió los muebles, escudriñó la casa, se había esfumado.

Alumbrada con la luz de un quinqué se aventuró en el corazón de la noche. Lo llamó con ternura: «perrito, perrito», luego gritó su nombre a los cuatro vientos…, nada; era como si lo hubiesen devorado las tinieblas. «Luzbel, querido, no me abandones ahora. “Santo ángel de…” “Santo…”»; quería recordar la oración al ángel de la guarda, pero su memoria estaba anegada por el miedo, la tristeza y la desolación. Avanzó hasta el pueblo gritando su nombre, golpeó las puertas de los vecinos más cercanos buscando información, nadie atendió a su llamado, la aldea estaba sumida en las tinieblas, ni una luz en las ventanas. Ya de regreso, cuando pasó bajo la vieja magnolia descubrió dos faros diminutos que resplandecían sobre el túmulo de tierra removida. Sintió un latigazo de electricidad en su columna…, eran los ojos del perro que reflejaban la luz mortecina del quinqué. «¡Perro malo! ¿Qué haces aquí? ¡Me vas a matar de un susto!». Luzbel, que la miraba compungido, comenzó a temblar cuando vio que la mujer se acercaba.

Lo llevó a casa y lo volvió a bañar. Esa fue una noche muy extraña, Nidia no pegó los ojos, temía dormirse y se mantenía en sobresaltos; tenía la impresión de que Luzbel no respiraba en los instantes en que, vencida por el sueño, se quedaba dormida. Cubierto bajo las mantas, acurrucado en el regazo de su «madre», el animal no terminaba de abrigarse. Esa noche se sucedieron, en una procesión indiscernible, una extraña mezcla de sensaciones, sueños y recuerdos. Su cuerpo ingrávido viajó a la deriva en un limbo vacío mientras duró el duermevela. Ni grillos, ni búhos, ni el aullido lejano de los lobos, rompieron ese silencio abisal.

La mañana, que siguió a esa noche tan extraña, fue particularmente fría. Una luz grisácea un tanto sucia se filtraba por las cortinas. Nidia permaneció largo rato en la cama buscándole una salida a su situación. Barajó un sin número de explicaciones para los sucesos de la noche anterior ¿Quién pudo dañar a Luzbel?, ¡es tan manso como un cordero! ¿Quizá querían dañarla a ella a través de su perro…?, eso le pareció más plausible. Pero ¿quién pudo hacerlo? Pensó en algunos residentes que no la miraban con buenos ojos. Al fin y al cabo, ella era la intrusa en esa sociedad tan cerrada, y la intrusa en el primer matrimonio de su esposo. Quizá fueron sus hijastros, siempre le parecieron unos adolescentes rebeldes; pero, ¿crueles, a ese punto? Sabía que no la aceptaban en el mundo de su padre, empero, ¿a Luzbel?, estaba segura que los chicos lo querían; además, hace tiempo que no se les ha visto por la aldea.

Nidia se puso paranoica, sospechó del esposo; últimamente lo sentía distante y en sus crisis depresivas llegó a pensar que la quería fuera de su vida. Luzbel dormía tan profundamente que la mujer tuvo que moverlo para cerciorarse que estaba vivo. El perro levantó la cabeza y la quedó mirando con extrañeza. «Tu “padre” nos quiere, ¿verdad?», le dijo con ese tono con el que se les habla a los niños. «Es estricto con nosotros, pero nos quiere», pensó. Miró el reloj: eran cerca de las doce. Le pareció raro que su esposo no hubiera llamado; a lo mejor estaban enojados, ya no lo recordaba, el diazepam la sedaba al punto de no saber en qué día de la semana se encontraba.   

Desde la cama hizo algunas llamadas sin éxito, quizá la fuerte nevada de la noche provocó algún accidente que interrumpió las líneas de teléfono. Se cubrió con un abrigo y avanzó hacia el pueblo en busca de un teléfono. La blancura lo aplastaba todo, tuvo la sensación que la aldea se hundía bajo el peso de la nieve. Algunos comercios estaban abiertos, pero nadie los atendía. La mayoría de las casas estaban engalanadas con la navidad, pero no había luces encendidas ni sonaban villancicos. El bar estaba cerrado, como todos los lunes. «Debe ser lunes», pensó. Después de dar una vuelta por el parque central regresó a casa siguiendo la balaustrada que da hacia el río. A través de la ventana vio un comedor con los platos servidos. Llamó… silencio. Tuvo la sensación de que todo el pueblo huyó de repente.

A su regreso se hizo con algo de madera para la chimenea. Con la casa abrigada permitió que Luzbel anduviera tras sus pasos de habitación en habitación. Le encantaba el olor que emanaba su manto sedoso, aunque esta vez que lo apretó contra su rostro, Luzbel tenía ese olorcito rancio y picante, con esa dulzura un tanto repugnante que le caracteriza a la materia orgánica descompuesta. «Te he bañado a conciencia, pero… ¿cómo?, ¿dónde te fuiste a revolcar?». No quería volver a bañarlo por tercera vez, así que, subió a la alcoba matrimonial por un frasco de perfume y la encontró cerrada. Con el perro detrás a modo de «rabo», buscó en los estantes, revolvió los veladores, revisó la cartera y el abrigo que había usado en esos días, las llaves estaban perdidas. Había que forzar la chapa, pero lo dejó para más adelante cuando terminara de hacer lo urgente —de todas formas, solo usaba esa habitación las veces que estaba con su esposo—, quizá las encontraría en el lugar menos esperado.

Nidia y Luzbel eran el uno para el otro. A él lo encontraron una mañana lluviosa en la puerta de la fundación, debía tener una semana y días pues sus párpados estaban aún sellados. Lo habían dejado en una caja de zapatos a merced de la buena voluntad de los rescatistas. Cuando ella visitó la fundación, tras una corta convalecencia a causa de su primer aborto, lo encontró debatiéndose entre la vida y la muerte; lo llevó a la cabaña para atenderlo en su consulta. Se dedicó a alimentarlo hasta seis veces al día con una sonda. Masajeó su pancita usando un algodón humedecido con la misma frecuencia para que elimine sus excrementos y lo hizo dormir en su regazo. Cuando abrió los párpados por vez primera: las pupilas zarcas del pequeño florecieron como una margarita. La joven doctora se enamoró de su mirada hipnótica y tomó la decisión unilateral de integrarlo a su hogar, rompiendo la regla que acordaron con su esposo: ¡No animales en la casa! Ya suficiente tenían con atender un centenar de ellos en la fundación.

La vida nunca estuvo a la altura de sus deseos. Cuando estudiaba en la facultad de veterinaria se enamoró de su maestro y vivió un romance tormentoso con este hombre que ya tenía una familia. Cuando al fin su profesor se divorció y pudieron casarse creyó haber conseguido la felicidad, pero sus momentos de ventura no superaron el primer trimestre de un embarazo ectópico. Nidia siguió intentándolo, sin embargo, luego de dos abortos más, toda su voluntad se vino abajo y en su mundo se instaló el espectro de la depresión. No soportaba la ciudad, quería huir de los problemas; por ello, cuando él se divorció de Ariana para casarse con ella. La joven doctora influyó en la decisión de preferir la cabaña a la casa de la ciudad. Una casa grande necesitaba de un animalito —aprovechó—: «Aunque sea para que haga bulla».

La vida en el pueblo le ilusionó al principio, y aunque él no renunció a su magisterio en la universidad, ni a la dirección de la clínica de la fundación, ella no tuvo problema en ponerse al frente de la pequeña consulta que montaron en la cabaña. Pronto se daría cuenta de que su proyecto no tenía futuro. Los aldeanos no la aceptaron del todo, su fama de destruye hogares la volvía ingrata a los ojos de la gente y la consulta se abría y cerraba de forma intermitente según cómo los avatares golpeaban la puerta de la joven doctora.

La tarde la pasaron en los arreglos de la casa, en la noche se dedicaron a adornarla con motivos navideños. Luces intermitentes parpadeaban en todas las ventanas y un árbol del tamaño de una persona promedio brillaba a un lado de la chimenea. Luzbel se había instalado debajo, entre las cajas vacías que, forradas con papel de colores, simulaban los regalos de este año. Para Nidia la navidad era la fiesta más importante, y aunque estos últimos años la había olvidado a causa de sus abortos y sus depresiones. En esta ocasión se propuso retomar los rituales de su infancia. Fue la única hija de una madre frágil que pasaba la mitad del año enferma y la otra mitad presa de enfermedades imaginarias. Antes de la separación de sus progenitores, la casa se llenaba con la parentela de su padre que era numerosa y de espíritu festivo. Luego de la separación, sus navidades se volvieron solitarias y, aun así, la niña las esperaba ilusionada.

Esa noche se entretuvo tejiendo unas prendas navideñas para Luzbel. Al día siguiente, martes, según ella, el día que correspondía con la Nochebuena —lo decía un viejo calendario que pendía de la pared—, Nidia se sentía optimista, había sobrevivido a la tentación de hacerse daño por falta de sus antidepresivos. Además, Luzbel estaba muy «mono» con su nuevo look. Intentó salir al pueblo, pero la nevada de la noche anterior lo hacía imposible. El paisaje era de una blancura impoluta, se habían borrado todos los contrastes. Tuvo la sensación de que la cabaña flotaba sobre un estrato de nubes que se perdía en el horizonte. Levantó la mirada y lo encontró en el mismo lugar, el mismo sol fantasmagórico estaba allí, mirándola lánguido, como el ojo de algún dios pagano que le escrutaba el corazón.

Sintió pavor a lo absurdo de existir en ese mundo vacío y tuvo la certeza de que toda la parafernalia navideña era solamente una forma de colmar su soledad. Entonces gritó el nombre de su esposo: «…» el silencio era rotundo y se llenó de miedo. Corrió al teléfono y lo volvió a llamar, no importaba la distancia, ni los problemas que los mantenían separados. El timbre entrecortado de la operadora resonaba lejano. Cuando se activó la contestadora le dejó un mensaje: «Amor, no soporto esta distancia, ni esta soledad. Ahora entiendo que no son indispensables los hijos. Aún puede brillar la navidad en nuestras vidas. Dejemos lo malo atrás».

Esperanzada en que su mensaje surtiera el efecto deseado, decidió poner a punto todo para la cena de la noche. En la cocina, tomó una funda de pienso que estaba sobre el refrigerador y llenó el comedero del perro. Le echó agua fresca al bebedero, pero Luzbel, ignorando su desayuno, se dedicó a perseguirla por los pasillos. Estaba segura de que él vendría, nunca se resistió a una invitación suya, menos en una ocasión como esta.  Mientras se ocupaba en sus quehaceres, le dio por recrear las escenas de una posible reconciliación. Luzbel se acomodó en su cesto de mimbre para observar cómo Nidia lavaba y secaba la cristalería.

Ahora pulía una charola de metal. La puso frente a su rostro para humedecer con su aliento una mancha persistente. La frotó una vez más y la acercó a sus ojos para comprobar su efecto. De pronto, el rostro de la mujer fue tomando forma en la superficie reflectante del metal. Estaba desencajado, con unas ojeras profundas; la porcelana de su tez, antes reluciente, tenía el color de los olivos y la textura acartonada de la piel envejecida. Por un momento, la impresión detuvo su diálogo interno…, le bastó un instante a su razón para convencerle que solo era el efecto del espejo improvisado.

Más tarde, sonreía frente al tocador contemplando las proporciones perfectas de su rostro y el rosa pálido que emanaba de su tez. Arregló sus rizos castaños con los dedos y se pellizcó las mejillas. Sus ojos color miel se encendieron con una chispa de picardía y se mordió el labio inferior con sus dientes de pedrería. «¿Cómo luzco ahora?», preguntó a su perro. Luzbel la contemplaba con ojos compasivos y le respondía con gemidos. «Ya sé, estás con hambre». Fueron de vuelta a la cocina. Se fijó en el comedero, el perro no lo había tocado. «Ya sé, ya sé, estás cansado de esas “pepas” secas». Abrió una lata de comida y lo puso en un plato de loza. Volvió a mirar el reloj, iban a ser las doce; su frente se frunció con una mueca de extrañeza, ¿era una coincidencia que haya mirado el reloj dos veces a la misma hora? «Bueno —se dijo—, es mediodía. Si recibió mi mensaje debe estar por llegar». Bajo el chorro tibio de la ducha, sintió crecer esa sensación en el vientre, ese vacío angustioso de la espera, esa ansiedad que ponía su piel trémula, permaneció así hasta que la serenidad retornó a su cuerpo.

Otra vez frente al espejo pasó por el ritual del maquillaje, mientras inconscientemente añoraba el ruido de un auto o el timbre del teléfono. La tarde caía y su angustia aumentaba minuto a minuto, no quería pensar en la fatalidad que le había perseguido desde la infancia y se refugió en los recuerdos luminosos de los álbumes familiares reviviendo rostros alegres y juveniles. Releyó una por una las cartas de su noviazgo para llenarse de esperanzas, pero al final… se sintió como un buzo sumergiéndose en los abismos de su vida desgraciada y percibió la asfixia de su existencia; solo los ojos compasivos de Luzbel brillaron por un instante como un faro en la superficie. Conforme caía la tarde y no había señales del esposo, Nidia comenzó a tocar fondo.

De pronto se hizo la noche, fuera de la cabaña el tiempo se dilataba hasta el infinito. Las luces navideñas le parecieron luciérnagas que pugnaban por huir de sus celdas de cristal. Ya no lo pudo esperar más, ya no lo quiso esperar; solo buscaba liberarse de esa presión en la garganta, de esa angustia que le apretaba el pecho. «Podría ser la última depresión», pensó. Aún a sabiendas que todo lo que tuvo fue una fantasía construida por su voluntad, sintió pena por aquello que pudo haber sido. Siempre estuvo a un paso de la felicidad, a veces incluso la saboreo un poco —le supo al agua de mar, que mientras más la bebes la sed aumenta. Intentó diciplinar sus pensamientos y no encontraba razones que le infundieran la fuerza necesaria; a lo mejor, nada tenía sentido, para nadie. ¿Por qué habría de tener sentido para ella?, ¿qué la hacía diferente entre todos los demás seres absurdos? Pensó en su madre: llena de certezas, aún en sus últimos momentos convencida del regreso de su padre. Pensó en su padre: rodando mundo en busca de la pareja ideal, dilapidando su fortuna y su salud. Pensó en su esposo: dividido entre el amor a sus hijos y el amor hacia ella; al final, lo apostó todo por ella y terminó con las manos vacías.

Conforme se sumergía en la oquedad de la noche, sus preocupaciones mudaron, ahora comenzó a pensar en una navaja, en una cuerda, en una viga. Más de una vez creyó que su mejor salida sería una sobredosis de pastillas, ¡y justo ahora no las tenía! Luego de meditarlo por un momento una idea brilló en su mente. «¡Claro!», se dijo, siempre estuvo a su alcance y no lo había pensado antes. Se dirigió a su consultorio y contempló por largo rato los frascos de medicamentos. Ya no la apretaba esa angustia en el pecho, realmente se sentía liviana desde que aceptó la decisión final. Estaba flotando, levantó los brazos y los agitó cual unas alas. Supo entonces que era el momento de volar. Tomó la ketamina de la sección de anestésicos y una ampolla con cloruro de potasio.

Un gemido en el último momento le recordó que no estaba sola. Luzbel la miraba angustiado y apoyaba sus patitas delanteras sobre la cintura de Nidia. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. ¿Por qué no podía solo abrir esa «puerta» y simplemente huir? «¡Luzbel!, ¡Luzbel!», no debía dejarlo expuesto a los caprichos del mundo. Era una circunstancia con la que no había contado por estar obsesionada con su última decisión. Son estos los momentos cuando la cordura parece locura y la locura se convierte en cordura. Lo abrazó fuerte contra su pecho y platicó con él un buen rato. Luego lo puso sobre la mesa y cargó una jeringa con el anestésico, después rompió la ampolla del potasio y succionó su contenido con una jeringa de mayor volumen, un líquido transparente se arremolinaba en el interior del instrumento. Nidia lloraba desconsolada durante el proceso. Todo estaba dispuesto, la doctora ligó el antebrazo de su perro con un guante de goma hasta que la safena quedó protuberante, luego la pinchó con la primera jeringuilla, soltó la ligadura de su antebrazo y empujó el émbolo despacio; Luzbel lamía las mejillas húmedas de su «madre» mientras gemía ajeno a su destino. Unos instantes después cayó vencido. Cuando el sueño del perro se volvió profundo, Nidia introdujo el contenido de la segunda jeringuilla en su torrente sanguíneo. El animal se estiró lentamente, intentó respirar un par de veces mientras sus ojos zarcos se iban volviendo negros conforme se le dilataban las pupilas.

Era una práctica de rutina, lo había hecho una docena de veces a lo largo de su profesión. En cuestión de minutos el bueno de Luzbel quedó fulminado. Mientras realizaba el procedimiento con su perro, entendió que ese método no servía para su propósito de quitarse la vida, porque necesitaba de alguien más para que bombeara el potasio letal cuando ella cayera noqueada por el anestésico. La mujer buscó un cartón o algún recipiente para el cuerpo de su amigo, pero solo encontró una caja de madera en la que venían las frutas para la cocina y la usó como un féretro. Después, lo sepultó bajo la vieja magnolia a la orilla del camino que da hacia el bosque de cipreses.

Con Luzbel enterrado, subió a la alcoba principal armada con un mazo de cocina para romper el pomo de la puerta. Tenía la esperanza de encontrar en ella un frasco de pastillas. Cruzaba el pasillo y estaba a punto de llegar cuando creyó escuchar una voz dentro de la habitación. Se detuvo, vio una luz tenue que se filtraba por debajo de la puerta. Se acercó en puntillas y pegó su oído contra la madera. Un quejido provino del interior, luego todo quedó en silencio. Giró despacio la perilla, para su sorpresa, la puerta cedió sin resistencia. El cuarto estaba en penumbra iluminado oblicuamente por una luz que procedía del baño. En la cama tendida, había un sobre con una carta dentro. Pasó sin hacer ruido. Tomó la carta y la leyó.

Era una carta de despedida redactada de su puño y letra, con rasgos góticos en las consonantes. Conforme la iba desentrañando, los recuerdos de sus últimos momentos flotaban como los restos de un naufragio en la superficie de su mente. Cuando la terminó, el puzle estaba completo. Supo en un instante que su existencia no era más que un bucle de conciencia atrapado en un limbo sin tiempo. Se dirigió al cuarto de baño, ya no buscó las pastillas, pues tenía la certeza que no las encontraría. Minutos después de que la mujer entrara al baño, el reloj marcaba las doce campanadas. Era como si el aparato hubiese resucitado.

Un día después, la noche de un veinticinco de diciembre, un auto gris que arribaba por la panamericana tomó la curva para ingresar al pueblo. Lo primero que divisó el doctor Fernández fue la cabaña de madera y piedra con su cubierta de tejas vidriadas. Sus amplios ventanales parpadeaban al ritmo de la navidad. Más allá, el pueblo brillaba en su totalidad, las luces navideñas se extendían por la blanca explanada a lo largo del río y al fondo comenzaban a ascender por las colinas hasta las casas más lejanas. ¡La natividad estaba en su esplendor!, el doctor estacionó el auto y entró en la casa cargado de regalos. «¡Nidia, Nidia!», la llamó por su nombre. Nadie contestó, solo esa musiquita cansina de la navidad saturaba el ambiente. La buscó en el cuarto de huéspedes donde ella solía posar, luego subió a la alcoba principal. La puerta estaba cerrada desde dentro. Sacó la llave de uno de sus bolsillos y la abrió. En la cama, impecablemente tendida, reposaba la carta dentro del sobre lacrado.

«Nidia, ¿estas allí?», preguntó en voz baja, mientras se dirigía al baño que mantenía la luz encendida. Cuando abrió la puerta se estremeció: el líquido en la tina estaba a tope, el espejo de agua teñido de sangre, recortaba el contorno de sus senos a nivel de los pezones. Su cuerpo, con la cabeza inclinada hacia atrás, parecía haber alcanzado al fin la paz. Se acercó al cadáver y tocó sus hombros, estaban rígidos. Respiró profundo para no perder la cordura. La tomó por las axilas y la sacó de la tina. Desnuda y desvalida, la mujer se tendió como un molusco fuera de su valva. Sus brazos, expuestos a la luz, dejaban ver los tajos profundos en sus muñecas.

Unos días antes de la navidad siguiente, y de todas las navidades subsecuentes, la mujer se despertaba de un sueño profundo y salía en busca de su perro. Sabía que Luzbel reposaba bajo la vieja magnolia, lo sabía: porque lo veía en sus sueños.

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