jueves, 15 de febrero de 2024

El loco del volcán

Patricio Durán


En el centro sur de la región amazónica, en el valle que forman los ríos Pastaza y Upano, se encuentra la comunidad de Pompeya perteneciente al cantón La Joya de los Sachas. Es una parroquia rural repleta de emociones y aventura. La población fue levantada en el año de mil novecientos sesenta en las proximidades de Limoncocha por los padres capuchinos que vinieron de Argentina.

En Pompeya se encontraba reunida la familia de Kemperi Baihua, el último gran chamán, de un poco más de setenta años. Sus ojos como una llama de fuego. Su cabello blanco parecido a la nieve reflejaba la sabiduría proveniente de una vida larga y productiva. Era un viejo guerrero que sobrevivió a muchas batallas con otras tribus y colonos y a varias erupciones del volcán Sangay. Su esposa Arak, cuyo nombre significa semilla y renacimiento, había parido cinco veces y estaba por alumbrar a su sexto hijo.

La vivienda shuar es de forma elíptica con un espacio interior muy amplio en el que se encuentra el ekent o área destinada solo al uso de las mujeres y niños pequeños, en donde Arak parió a su último hijo, a quien pusieron de nombre Omede. Fue un parto complicado y murió al traerlo a este mundo. El padre de la criatura, Kemperi Baihua, el gran chamán, lo envolvió con una piel de jaguar y lo tuvo entre sus brazos toda la noche. El jaguar ha sido objeto de culto por las culturas latinoamericanas, el felino representa a los espíritus ancestrales que visitan a los chamanes en sueños para guiarlos hacia la riqueza de la jungla oriental.

Kemperi Baihua, el chamán, tuvo seis hijos: Shakain, trabajador y hacendoso, era el mayor; Etsa, cazador y bendecido, el segundo; Nantú, paciente y dedicado, el tercero; Arutum, sabio e inteligente, el cuarto; la única warmi era Shinam, mujer bonita, y estaba en edad de desposarse, y finalmente Omede, significa selva, era el benjamín de la casa.  No había nada que sus hermanos no hicieran por él. Lo cuidaban como a un tesoro.

A medida que sus hijos crecían les enseñaba el arte de la pesca y la cacería. Les decía que cuando el cazador extrae el corazón aún caliente y lo sostiene entre sus manos, libera el espíritu del animal. «Somos integrantes de esta tierra, estamos hechos con una parte de ella. Coexistimos con el tapir, el mono y la guatusa; en el agua están los delfines rosados, las nutrias y el caimán negro; en el aire tenemos al guacamayo azul, el colibrí escarlata y el lechuzón de anteojos; los grandes predadores como el jaguar, el puma y la pantera cuidan nuestra heredad, la vegetación es muy espesa y puede ser que estos animales estén cerca nuestro sin que nos demos cuenta; tenemos a las orquídeas y a los lirios cuyos pétalos emanan sensualidad y sus colores huelen a misterio.

Todos son seres prodigiosos, inverosímiles, hijos de esta patria sagrada, del aire impalpable y de la cálida luz.  Pertenecen a la familia. Constituyen una continua barahúnda de voces de seres salvajes. Los ríos son hermanos nuestros porque nos liberan de la sed, por ellos navegan las canoas y alimentan a la tribu. El shuar es conocedor del valor inapreciable del aire, puesto que todo lo que palpita respira de su aliento: el animal, el árbol, el hombre. La tierra no pertenece al hombre, es el hombre quien pertenece a la tierra», les instruía su padre.

Al shuar se lo trata de forma peyorativa como salvaje, pero este no comete las atrocidades de los «civilizados» de la gran ciudad. Kemperi Baihua, el último chamán, libraba una batalla en solitario —los grandes guerreros estaban viejos o habían muerto— con las amenazas de la Amazonia: la explotación y contaminación petrolera, la minería ilegal, que extrae la gran riqueza del suelo en contubernio con las autoridades; el aumento de represas hidroeléctricas, que embalsa los caudalosos ríos causando grave daño a la flora y fauna; la construcción de carreteras que está transformando el paisaje oriental; la agricultura y ganadería que genera pérdidas en el hábitat natural debido a la deforestación y los cambios en la legislación que permiten nuevas y mayores actividades productivas en áreas protegidas. «Estas amenazas constituyen una abominación, una afrenta que tiene que ser lavada con una ablución espiritual antes de alistar los aperos de la guerra», les inculcaba a sus hijos mientras sentía su corazón retumbar por dentro del pecho como un aldabonazo.

El gran chamán era un guerrero que luchaba por sus ideales, por proteger a la Amazonia, último reducto de sobrevivencia de la humanidad. En tiempos de paz el luchador se desesperaba y tenía la esperanza de que la muerte lo encuentre mientras libra una batalla digna, y qué más dignidad que morir defendiendo la heredad de los ancestros. El viejo peleador arrostraba confiado toda suerte de posibles peligros.

Los guerreros dan mucha importancia al tema de la guerra y la muerte: los generales, los que comandan, son los que toman la delantera y es un honor para ellos matar al enemigo, porque los enaltece y exalta como luchadores. Esta situación ha provocado una gran mortandad de líderes y al morir estos hay una reconfiguración del poder, pugnas y conflictos, similar a cualquier otra cultura. Nihua, un gran peleador, compañero de Kemperi Baihua, recibió un balazo al tratar de impedir que las empresas petroleras construyan un nuevo pozo. Mal herido recorrió cincuenta kilómetros hasta su pueblo para advertir a su gente que debía salir porque venían a matarlos.

Kemperi Baihua, no quería morir como los ancianos guerreros sobrevivientes que le antecedieron y tuvieron un final largo y doloroso, ya no podían hablar ni caminar y se arrastraban por el suelo sintiéndose humillados luego de haber sido en su juventud bravos batalladores que se resistieron al contacto con la «civilización». Víctimas del olvido iban dejando este mundo en condiciones infrahumanas, en total desacuerdo con la vida digna y orgullosa que llevaron, cargando consigo gran parte de la historia de las naciones indígenas, pues son enciclopedias vivientes. «Esto no puede pasarme a mí. Yo debo morir de una manera digna, tal como han sido mis días en esta selva», pensaba.

En vista de que no podía combatir con los explotadores de su tierra por su inferioridad numérica y escaso armamento, decidió que una manera digna de morir era entregándose al volcán, que lo engulla con sus fauces pestilentes a azufre y lo lleve a sus entrañas para formar uno solo con él y renacer con las erupciones.

El Sangay, que en lengua kichwa significa «montaña ardiente» —por su constante generación de flujos piroclásticos, de lava y lahares—, es el último volcán al sur del Ecuador, ubicado en la Cordillera Oriental, en la provincia de Morona Santiago, manteniéndose en actividad eruptiva desde el año de mil seiscientos veintiocho. Su flanco oriental baja hasta la selva amazónica y al oeste su cono se une con una llanura formada por una infinidad de lagunas con leyendas prodigiosas, como «La gran piedra del jaguar» y otras que narran cómo miles de aves acuden a morir en sus aguas.

Es un estratovolcán de blancura sempiterna, que da nombre al Parque Nacional Sangay, se extiende protegiendo con su manto páramos, bosques altoandinos y subtropicales. De las entrañas del volcán nace el revoltoso río Upano, que, con sus meandros, bordea la bella ciudad de Macas y luego desemboca en el Pastaza, en su largo y sinuoso camino hacia el gran río de las Amazonas. En este parque nace otro afluente importante, el Paute, que se precipita furioso y atronador, por su cauce de lava y cuarzo, rumbo al caudaloso Namangoza, que a su vez es afluente del Santiago, que luego desemboca en el río Marañón, otro tributario del Amazonas y este desemboca en el océano Atlántico. Una pileta natural se forma con las aguas termales del volcán, en la cual Kemperi Baihua, el último chamán, disfrutaba de sus aguas medicinales.

En lontananza se observaba a las montañas cubiertas por el rocío que las envolvía creando un paisaje bucólico, místico. Árboles de guayacán y ceibo, que presentan cualidades extraordinarias por su gran resistencia a los vientos, simbolizan la fuerza de carácter y la energía vital que tienen los hijos de Kemperi Baihua, el último chamán, para someter a la naturaleza, y es conocido por ellos que a la naturaleza solo se la somete obedeciéndola y viviendo en plena armonía con ella; durmiendo a la luz de hogueras nocturnas y curtiéndose la piel con el abrazador sol oriental del que se protegen y refrescan con los aires provenientes de la Amazonia. Estos bosques han servido de inspiración y son el refugio de una cantidad impresionante de aves y mamíferos. Los habitantes de estos dominios consideran sagrado cada pedazo de esta tierra: la hoja brillante, la playa arenosa, la niebla en la oscuridad del bosque, el claro entre la arboleda y el insecto zumbador son sagradas experiencias y memorias de este pueblo.

Cuando llegaron los conquistadores por estas tierras indómitas, volvieron a bautizar con nombres españoles a ríos, valles, montañas, mesetas y lagunas en el quichua con que habían denominado los indígenas, con el propósito de reafirmar su dominio sobre las propiedades. Esta estrategia se prolongó a los nombres de sus habitantes.

En esta selva —donde los rayos del sol apenas pueden atravesarla, y gracias a los espacios que forman los grandes ríos se puede divisar el azul del cielo y a un rebaño de nubes grises que amenazan con desatar el diluvio— el tiempo transcurre soporífero, afligido, infinito y agobiante. La niebla se vuelve cada vez más opaca, como si le molestara la proximidad de la luna que se asoma despeinada por entre las abundantes palmeras salvajes que dejan pasar los fuertes vientos, se doblan y agachan, pero se recobran y siguen creciendo después de las tormentas, robusteciendo de este modo su tronco y su resistencia. Así los hijos del gran chamán aprendieron de su medio ambiente para fortalecerse como las palmeras salvajes.

El volcán, esa montaña donde la lava se convierte en un festín cuando decide salir, puede ser una maravilla de la naturaleza y un desastre para los pobladores que viven en sus dominios. Las imágenes son impactantes, tanto por su belleza como por la calamidad que provoca. En la parte montañosa y alta del Parque Nacional Sangay habitan los descendientes de los pueblos cañari y puruhá, y en la zona de selva están los territorios de la nacionalidad shuar, conocida peyorativamente como aucas (salvajes) por su actitud agresiva hacia otras poblaciones indígenas, colonos y blancos. Los shuaras tienen la tradición ancestral de reducir las cabezas (tzantzas) de sus enemigos.

Las emanaciones tóxicas del Sangay causaban efectos terribles en el cerebro de Kemperi Baihua. Estas irradiaciones que los otros miembros de la tribu no eran capaces de sentir, pero su cerebro sí, lo llevaron a ver visiones, por eso lo empezaron a llamar «El loco del volcán». Ciertas almas escuchan a su conciencia con mucha claridad y transitan por la vida conforme a ella y a lo que les dice. Ese tipo de individuos pierden el seso y enloquecen. Seguramente sentía a los espíritus ancestrales que lo guiaban hacia una muerte digna.

Cuando las autoridades empezaron a evacuar la zona por la amenaza de inminente erupción, el último chamán se negó a salir, se cortó una oreja por causa de los sonidos que otros no oían, y huyó internándose aún más en la selva. Kemperi Baihua estaba ansioso por morir dignamente: enfrentándose a los violadores de su paraíso, pero al no poder cumplir con su deseo, prefirió inmolarse.

En la luna de los árboles florecidos fue en busca del volcán, de su muerte. Tal vez sería la voz que oía en su interior, la del jaguar retumbando profundamente en los lugares secretos, oscuros y sombríos de su cerebro, lo que le impulsó al sacrificio.

La última vez que lo vieron estaba en el borde del cráter. Su sepultura no tiene nombre, pero no importa porque su corazón fue liberado, como el cazador libera el corazón de su presa cuando lo caza. Kemperi Baihua siempre había vivido en la zona indefinida entre este mundo y el otro.

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