Patricio Durán
En el centro sur
de la región amazónica, en el valle que forman los ríos Pastaza y Upano, se
encuentra la comunidad de Pompeya perteneciente al cantón La Joya de los
Sachas. Es una parroquia rural repleta de emociones y aventura. La población
fue levantada en el año de mil novecientos sesenta en las proximidades de
Limoncocha por los padres capuchinos que vinieron de Argentina.
En Pompeya se
encontraba reunida la familia de Kemperi Baihua, el último gran chamán, de un
poco más de setenta años. Sus ojos como una llama de fuego. Su cabello blanco
parecido a la nieve reflejaba la sabiduría proveniente de una vida larga y
productiva. Era un viejo guerrero que sobrevivió a muchas batallas con otras
tribus y colonos y a varias erupciones del volcán Sangay. Su esposa Arak, cuyo
nombre significa semilla y renacimiento, había parido cinco veces y estaba por
alumbrar a su sexto hijo.
La vivienda shuar
es de forma elíptica con un espacio interior muy amplio en el que se encuentra
el ekent o área destinada solo al uso
de las mujeres y niños pequeños, en donde Arak parió a su último hijo, a quien
pusieron de nombre Omede. Fue un parto complicado y murió al traerlo a este
mundo. El padre de la criatura, Kemperi Baihua, el gran chamán, lo envolvió con
una piel de jaguar y lo tuvo entre sus brazos toda la noche. El jaguar ha sido
objeto de culto por las culturas latinoamericanas, el felino representa a los
espíritus ancestrales que visitan a los chamanes en sueños para guiarlos hacia
la riqueza de la jungla oriental.
Kemperi Baihua, el
chamán, tuvo seis hijos: Shakain, trabajador
y hacendoso, era el mayor; Etsa, cazador y bendecido, el segundo; Nantú, paciente y dedicado, el tercero; Arutum, sabio e inteligente, el cuarto; la única warmi era Shinam, mujer
bonita, y estaba en edad de desposarse, y finalmente Omede, significa selva,
era el benjamín de la casa. No había
nada que sus hermanos no hicieran por él. Lo cuidaban como a un tesoro.
A medida que sus
hijos crecían les enseñaba el arte de la pesca y la cacería. Les decía que
cuando el cazador extrae el corazón aún caliente y lo sostiene entre sus manos,
libera el espíritu del animal. «Somos integrantes de esta tierra, estamos
hechos con una parte de ella. Coexistimos con el tapir, el mono y la guatusa;
en el agua están los delfines rosados, las nutrias y el caimán negro; en el
aire tenemos al guacamayo azul, el colibrí escarlata y el lechuzón de anteojos;
los grandes predadores como el jaguar, el puma y la pantera cuidan nuestra
heredad, la vegetación es muy espesa y puede ser que estos animales estén cerca
nuestro sin que nos demos cuenta; tenemos a las orquídeas y a los lirios cuyos
pétalos emanan sensualidad y sus colores huelen a misterio.
Todos son seres
prodigiosos, inverosímiles, hijos de esta patria sagrada, del aire impalpable y
de la cálida luz. Pertenecen a la
familia. Constituyen una continua barahúnda de voces de seres salvajes. Los
ríos son hermanos nuestros porque nos liberan de la sed, por ellos navegan las
canoas y alimentan a la tribu. El shuar es conocedor del valor inapreciable del
aire, puesto que todo lo que palpita respira de su aliento: el animal, el
árbol, el hombre. La tierra no pertenece al hombre, es el hombre quien pertenece
a la tierra», les instruía su padre.
Al shuar se lo
trata de forma peyorativa como salvaje, pero este no comete las atrocidades de
los «civilizados» de la gran ciudad. Kemperi Baihua, el último chamán, libraba
una batalla en solitario —los grandes guerreros estaban viejos o habían muerto—
con las amenazas de la Amazonia: la explotación y contaminación petrolera, la
minería ilegal, que extrae la gran riqueza del suelo en contubernio con las
autoridades; el aumento de represas hidroeléctricas, que embalsa los caudalosos
ríos causando grave daño a la flora y fauna; la construcción de carreteras que
está transformando el paisaje oriental; la agricultura y ganadería que genera
pérdidas en el hábitat natural debido a la deforestación y los cambios en la
legislación que permiten nuevas y mayores actividades productivas en áreas
protegidas. «Estas amenazas constituyen una abominación, una afrenta que tiene
que ser lavada con una ablución espiritual antes de alistar los aperos de la
guerra», les inculcaba a sus hijos mientras sentía su corazón retumbar por
dentro del pecho como un aldabonazo.
El gran chamán era
un guerrero que luchaba por sus ideales, por proteger a la Amazonia, último
reducto de sobrevivencia de la humanidad. En tiempos de paz el luchador se
desesperaba y tenía la esperanza de que la muerte lo encuentre mientras libra
una batalla digna, y qué más dignidad que morir defendiendo la heredad de los
ancestros. El viejo peleador arrostraba confiado toda suerte de posibles
peligros.
Los guerreros dan
mucha importancia al tema de la guerra y la muerte: los generales, los que
comandan, son los que toman la delantera y es un honor para ellos matar al
enemigo, porque los enaltece y exalta como luchadores. Esta situación ha
provocado una gran mortandad de líderes y al morir estos hay una
reconfiguración del poder, pugnas y conflictos, similar a cualquier otra cultura.
Nihua, un gran peleador, compañero de Kemperi Baihua, recibió un balazo al
tratar de impedir que las empresas petroleras construyan un nuevo pozo. Mal
herido recorrió cincuenta kilómetros hasta su pueblo para advertir a su gente
que debía salir porque venían a matarlos.
Kemperi Baihua, no
quería morir como los ancianos guerreros sobrevivientes que le antecedieron y
tuvieron un final largo y doloroso, ya no podían hablar ni caminar y se
arrastraban por el suelo sintiéndose humillados luego de haber sido en su
juventud bravos batalladores que se resistieron al contacto con la
«civilización». Víctimas del olvido iban dejando este mundo en condiciones
infrahumanas, en total desacuerdo con la vida digna y orgullosa que llevaron,
cargando consigo gran parte de la historia de las naciones indígenas, pues son
enciclopedias vivientes. «Esto no puede pasarme a mí. Yo debo morir de una
manera digna, tal como han sido mis días en esta selva», pensaba.
En vista de que no
podía combatir con los explotadores de su tierra por su inferioridad numérica y
escaso armamento, decidió que una manera digna de morir era entregándose al
volcán, que lo engulla con sus fauces pestilentes a azufre y lo lleve a sus entrañas
para formar uno solo con él y renacer con las erupciones.
El Sangay, que en
lengua kichwa significa «montaña
ardiente» —por su constante generación de flujos piroclásticos, de lava y
lahares—, es el último volcán al sur del Ecuador, ubicado en la Cordillera
Oriental, en la provincia de Morona Santiago, manteniéndose en actividad
eruptiva desde el año de mil seiscientos veintiocho. Su flanco oriental baja
hasta la selva amazónica y al oeste su cono se une con una llanura formada por
una infinidad de lagunas con leyendas prodigiosas, como «La gran piedra del
jaguar» y otras que narran cómo miles de aves acuden a morir en sus aguas.
Es un
estratovolcán de blancura sempiterna, que da nombre al Parque Nacional Sangay,
se extiende protegiendo con su manto páramos, bosques altoandinos y
subtropicales. De las entrañas del volcán nace el revoltoso río Upano, que, con
sus meandros, bordea la bella ciudad de Macas y luego desemboca en el Pastaza,
en su largo y sinuoso camino hacia el gran río de las Amazonas. En este parque
nace otro afluente importante, el Paute, que se precipita furioso y atronador,
por su cauce de lava y cuarzo, rumbo al caudaloso Namangoza, que a su vez es
afluente del Santiago, que luego desemboca en el río Marañón, otro tributario
del Amazonas y este desemboca en el océano Atlántico. Una pileta natural se
forma con las aguas termales del volcán, en la cual Kemperi Baihua, el último
chamán, disfrutaba de sus aguas medicinales.
En lontananza se
observaba a las montañas cubiertas por el rocío que las envolvía creando un
paisaje bucólico, místico. Árboles de guayacán y ceibo, que presentan
cualidades extraordinarias por su gran resistencia a los vientos, simbolizan la
fuerza de carácter y la energía vital que tienen los hijos de Kemperi Baihua,
el último chamán, para someter a la naturaleza, y es conocido por ellos que a
la naturaleza solo se la somete obedeciéndola y viviendo en plena armonía con
ella; durmiendo a la luz de hogueras nocturnas y curtiéndose la piel con el
abrazador sol oriental del que se protegen y refrescan con los aires
provenientes de la Amazonia. Estos bosques han servido de inspiración y son el
refugio de una cantidad impresionante de aves y mamíferos. Los habitantes de
estos dominios consideran sagrado cada pedazo de esta tierra: la hoja
brillante, la playa arenosa, la niebla en la oscuridad del bosque, el claro
entre la arboleda y el insecto zumbador son sagradas experiencias y memorias de
este pueblo.
Cuando llegaron los conquistadores por estas tierras indómitas, volvieron a bautizar con nombres españoles a ríos, valles, montañas, mesetas y lagunas en el quichua con que habían denominado los indígenas, con el propósito de reafirmar su dominio sobre las propiedades. Esta estrategia se prolongó a los nombres de sus habitantes.
En esta selva
—donde los rayos del sol apenas pueden atravesarla, y gracias a los espacios
que forman los grandes ríos se puede divisar el azul del cielo y a un rebaño de
nubes grises que amenazan con desatar el diluvio— el tiempo transcurre
soporífero, afligido, infinito y agobiante. La niebla se vuelve cada vez más
opaca, como si le molestara la proximidad de la luna que se asoma despeinada
por entre las abundantes palmeras salvajes que dejan pasar los fuertes vientos,
se doblan y agachan, pero se recobran y siguen creciendo después de las
tormentas, robusteciendo de este modo su tronco y su resistencia. Así los hijos
del gran chamán aprendieron de su medio ambiente para fortalecerse como las
palmeras salvajes.
El volcán, esa montaña donde la lava
se convierte en un festín cuando decide salir, puede ser una maravilla de la
naturaleza y un desastre para los pobladores que viven en sus dominios. Las
imágenes son impactantes, tanto por su belleza como por la calamidad que
provoca. En
la parte montañosa y alta del Parque Nacional Sangay habitan los descendientes
de los pueblos cañari y puruhá, y en la zona de selva están los territorios de
la nacionalidad shuar, conocida peyorativamente como aucas (salvajes) por su actitud
agresiva hacia otras poblaciones indígenas, colonos y blancos. Los shuaras
tienen la tradición ancestral de reducir las cabezas (tzantzas) de sus
enemigos.
Las emanaciones
tóxicas del Sangay causaban efectos terribles en el cerebro de Kemperi Baihua.
Estas irradiaciones que los otros miembros de la tribu no eran capaces de
sentir, pero su cerebro sí, lo llevaron a ver visiones, por eso lo empezaron a
llamar «El loco del volcán». Ciertas almas escuchan a su conciencia con mucha
claridad y transitan por la vida conforme a ella y a lo que les dice. Ese tipo
de individuos pierden el seso y enloquecen. Seguramente sentía a los espíritus
ancestrales que lo guiaban hacia una muerte digna.
Cuando las
autoridades empezaron a evacuar la zona por la amenaza de inminente erupción,
el último chamán se negó a salir, se cortó una oreja por causa de los sonidos
que otros no oían, y huyó internándose aún más en la selva. Kemperi Baihua
estaba ansioso por morir dignamente: enfrentándose a los violadores de su
paraíso, pero al no poder cumplir con su deseo, prefirió inmolarse.
En la luna de los
árboles florecidos fue en busca del volcán, de su muerte. Tal vez sería la voz
que oía en su interior, la del jaguar retumbando profundamente en los lugares
secretos, oscuros y sombríos de su cerebro, lo que le impulsó al sacrificio.
La última vez que lo vieron estaba en el borde del cráter. Su sepultura no tiene nombre, pero no importa porque su corazón fue liberado, como el cazador libera el corazón de su presa cuando lo caza. Kemperi Baihua siempre había vivido en la zona indefinida entre este mundo y el otro.
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