jueves, 26 de diciembre de 2013

Llegada a las nueve

Sonia Manrique Collado



El señor Delgado estaba ansioso por llegar a su casa. Había estado fuera quince días, así vivía desde abril. Era lo único malo del trabajo en las minas: estar lejos de su hogar la mitad del mes. Por lo demás todo iba sobre ruedas, el sueldo superaba por mucho al de su empleo anterior. El señor Delgado llegó a la ciudad a las ocho de la mañana, el viaje había sido largo: siete horas. Quería abrazar a su esposa, seguramente ella ya lo esperaba con el desayuno listo y con esos besos incomparables.

Él amaba a su esposa aunque sus familiares no la aceptaran. Era una mujer mucho más joven que él y eso fue lo primero que lo cautivó. La había conocido por casualidad en una parrillada,  fue amor a primera vista. No pasó más de una semana cuando el señor Delgado terminó su largo noviazgo con María Luisa. Fue un gran golpe para ella pero aceptó con dignidad. Después él se casó y casi nadie fue a su boda porque sus hermanos estaban muy molestos por el desplante hecho a María Luisa. Pero no le importó.

El señor Delgado esperó pacientemente un taxi en la puerta de las oficinas de la mina. Hacía un calor fuerte y eso lo incomodaba, ya se había acostumbrado al frío de las alturas. ¿Qué estaría haciendo ella? Él no creía en los rumores que le habían llegado sobre un individuo que visitaba su casa en su ausencia. La gente era muy envidiosa y quizás le tenían cólera por haber conseguido una mujer joven y guapa. Por ella incluso había peleado con su hija mayor, Daniela, quien muchas veces le recriminó el haber dejado a María Luisa. Tan elegante María Luisa, tan educada y digna. ¿Cómo pudiste haber hecho eso, papá?

Pasó un taxi y el señor Delgado lo detuvo. Subió y dio su dirección. El taxista empezó a hablarle de la situación difícil de la ciudad, del terrible tráfico y los baches en las pistas. Él le escuchaba en silencio. Pensaba en su esposa, en su cuerpo juvenil, en sus deliciosos almuerzos, en sus enojos frecuentes. Hasta eso le gustaba de ella. Él debía ser la envidia de todos los hombres de su edad y por eso inventaban chismes. A veces ella lo trataba mal en los días pero todo eso era compensado en las noches, dormir con esa mujer era un placer que no había sentido antes.

El taxista avanzó rápidamente hacia la avenida Hartley y el señor Delgado miró a las personas que se dirigían a su trabajo con mucha prisa. Él estaba en mejor posición desde que consiguió su puesto en las minas. De hecho, más tarde él y su joven mujer saldrían para hacer compras. A ella le encantaba hacer compras, eran sus mejores momentos. Había sido muy pobre de niña y cuando recibía algo nuevo su alegría era contagiosa.

Finalmente el taxi llegó a su destino. El señor Delgado pagó y se bajó. Por un momento pensó que ella estaba esperándolo en la puerta pero no había nadie. Entonces se dirigió hacia su departamento. Subió rápidamente las gradas hasta el tercer piso. No se sentían ruidos en el edificio, parecía vacío. Llegó a la puerta, sacó sus llaves y abrió mientras llamaba el nombre de su esposa. Pero su sonrisa se congeló, ¿se había equivocado de departamento? Cerró la puerta y el estupor lo invadió, ¿qué era eso? Miró las paredes y los pisos, caminó hacia la cocina, no había nada. ¿Entraron ladrones? Después fue a su habitación, igual. Abrió el clóset y ahí estaba su ropa: sólo la de él.

Regresó a la sala y entonces vio algo en el suelo, era el teléfono. La casa estaba vacía pero había quedado el teléfono, a su lado un pedazo de papel. El señor Delgado se agachó a recogerlo y leyó: “Ya no soporto más, me voy”. Quedó inmóvil algunos segundos, incapaz de reaccionar. Sentía que el mundo caía sobre sus hombros.

El señor Delgado se sentó en el suelo y allí estuvo, con la espalda apoyada en la pared. Finalmente levantó el auricular. No sabía a quién llamar para contarle lo que había sucedido. Pensó en su hermana Irene, ella era compasiva. Marcó el número y esperó. Cuando sintió su voz al otro lado del teléfono se le hizo difícil empezar, sus manos temblaban. Finalmente habló.

─Ella se fue, se llevó todo –dijo haciendo un esfuerzo.

─¿Ella? ¿A quién te refieres? –preguntó Irene.

─Quién va a ser, Jacqueline.

Irene sintió ganas de gritar de impotencia pero se calló. No quiso agravar el dolor del señor Delgado. Le dijo que se tranquilizara y que fuera para su casa, tomarían desayuno y después verían qué hacer.

Al colgar el teléfono, Irene miró a su sobrina Daniela que se había quedado a dormir la noche anterior.

─Llamó tu papá, esa mujer se ha ido de la casa –le dijo.

Daniela quedó en silencio, ella se lo había advertido mil veces pero él no quiso escucharla. En ese momento sintió una gran tristeza al igual que su tía.

─Ya viene en camino –dijo Irene-. Pon la mesa, que tome un rico desayuno por lo menos.

Daniela empezó a poner las tazas en la mesa mientras sentía una lágrima caer.

─Es una perra, yo lo sabía –dijo sollozando-. Seguro se fue con ese Javier, todo este tiempo ha engañado a mi papá con él.

─No se te ocurra decirle nada de eso -dijo Irene en tono de advertencia-, él no sabe nada. Ahora sólo tenemos que apoyarlo.

Diez minutos después el timbre sonó. Irene abrió la puerta, el señor Delgado estaba ahí. Había envejecido mil años, la miró y se abrazaron. Daniela cogió el maletín de su papá y lo puso en un sillón. Después se dirigió hacia él y también lo abrazó.

─¿Quieres bañarte antes de tomar desayuno, José? –preguntó Irene-. El viaje debe haber sido pesado.

El rico olor a panetón y chocolate invadía la casa. Los adornos de Navidad ya estaban colocados y los dos perros parecían disfrutar del ambiente.

─No quiero bañarme ni comer –dijo el señor Delgado. Después se sentó en el sofá y puso la cabeza entre sus manos. Era la primera vez que Daniela veía a su padre llorar.



─Qué bueno que por fin decidiste dejar a ese tipo –susurró Javier mientras acariciaba los hombros de Jacqueline.

─He soportado mucho tiempo a su lado –dijo ella con ira-. Por eso me traje todas las cosas. Que sufra igual que sufrí yo.

─¿Te maltrataba de verdad, mami? –preguntó Javier sintiendo una pena repentina por el señor Delgado. “Pobre viejo”, pensó.

─No seas tonto. Con maltrato o sin maltrato es horrible vivir con alguien a quien no amas.

Jacqueline miró a Javier con ojos llenos de amor. “Te quiero tanto”, pensó. ¿Hacía bien en dejarlo todo por él? Por un segundo su rostro se ensombreció. 

─Tomemos desayuno –dijo él mirando su reloj-, ya son las nueve.

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