Sonia Manrique Collado
El señor Delgado estaba
ansioso por llegar a su casa. Había estado fuera quince días, así vivía desde abril.
Era lo único malo del trabajo en las minas: estar lejos de su hogar la mitad
del mes. Por lo demás todo iba sobre ruedas, el sueldo superaba por mucho al de
su empleo anterior. El señor Delgado llegó a la ciudad a las ocho de la mañana,
el viaje había sido largo: siete horas. Quería abrazar a su esposa, seguramente
ella ya lo esperaba con el desayuno listo y con esos besos incomparables.
Él amaba a su esposa
aunque sus familiares no la aceptaran. Era una mujer mucho más joven que él y
eso fue lo primero que lo cautivó. La había conocido por casualidad en una
parrillada, fue amor a primera vista. No
pasó más de una semana cuando el señor Delgado terminó su largo noviazgo con
María Luisa. Fue un gran golpe para ella pero aceptó con dignidad. Después él
se casó y casi nadie fue a su boda porque sus hermanos estaban muy molestos por
el desplante hecho a María Luisa. Pero no le importó.
El señor Delgado esperó
pacientemente un taxi en la puerta de las oficinas de la mina. Hacía un calor
fuerte y eso lo incomodaba, ya se había acostumbrado al frío de las alturas.
¿Qué estaría haciendo ella? Él no creía en los rumores que le habían llegado
sobre un individuo que visitaba su casa en su ausencia. La gente era muy
envidiosa y quizás le tenían cólera por haber conseguido una mujer joven y
guapa. Por ella incluso había peleado con su hija mayor, Daniela, quien muchas
veces le recriminó el haber dejado a María Luisa. Tan elegante María Luisa, tan
educada y digna. ¿Cómo pudiste haber
hecho eso, papá?
Pasó un taxi y el señor
Delgado lo detuvo. Subió y dio su dirección. El taxista empezó a hablarle de la
situación difícil de la ciudad, del terrible tráfico y los baches en las
pistas. Él le escuchaba en silencio. Pensaba en su esposa, en su cuerpo
juvenil, en sus deliciosos almuerzos, en sus enojos frecuentes. Hasta eso le
gustaba de ella. Él debía ser la envidia de todos los hombres de su edad y por
eso inventaban chismes. A veces ella lo trataba mal en los días pero todo eso
era compensado en las noches, dormir con esa mujer era un placer que no había
sentido antes.
El taxista avanzó
rápidamente hacia la avenida Hartley y el señor Delgado miró a las personas que
se dirigían a su trabajo con mucha prisa. Él estaba en mejor posición desde que
consiguió su puesto en las minas. De hecho, más tarde él y su joven mujer saldrían
para hacer compras. A ella le encantaba hacer compras, eran sus mejores momentos.
Había sido muy pobre de niña y cuando recibía algo nuevo su alegría era
contagiosa.
Finalmente el taxi
llegó a su destino. El señor Delgado pagó y se bajó. Por un momento pensó que
ella estaba esperándolo en la puerta pero no había nadie. Entonces se dirigió
hacia su departamento. Subió rápidamente las gradas hasta el tercer piso. No se
sentían ruidos en el edificio, parecía vacío. Llegó a la puerta, sacó sus
llaves y abrió mientras llamaba el nombre de su esposa. Pero su sonrisa se
congeló, ¿se había equivocado de departamento? Cerró la puerta y el estupor lo
invadió, ¿qué era eso? Miró las paredes y los pisos, caminó hacia la cocina, no
había nada. ¿Entraron ladrones?
Después fue a su habitación, igual. Abrió el clóset y ahí estaba su ropa: sólo
la de él.
Regresó a la sala y entonces
vio algo en el suelo, era el teléfono. La casa estaba vacía pero había quedado
el teléfono, a su lado un pedazo de papel. El señor Delgado se agachó a
recogerlo y leyó: “Ya no soporto más, me voy”. Quedó inmóvil algunos segundos,
incapaz de reaccionar. Sentía que el mundo caía sobre sus hombros.
El señor Delgado se
sentó en el suelo y allí estuvo, con la espalda apoyada en la pared. Finalmente
levantó el auricular. No sabía a quién llamar para contarle lo que había
sucedido. Pensó en su hermana Irene, ella era compasiva. Marcó el número y
esperó. Cuando sintió su voz al otro lado del teléfono se le hizo difícil
empezar, sus manos temblaban. Finalmente habló.
─Ella se fue, se llevó
todo –dijo haciendo un esfuerzo.
─¿Ella? ¿A quién te
refieres? –preguntó Irene.
─Quién va a ser,
Jacqueline.
Irene sintió ganas de
gritar de impotencia pero se calló. No quiso agravar el dolor del señor
Delgado. Le dijo que se tranquilizara y que fuera para su casa, tomarían
desayuno y después verían qué hacer.
Al colgar el teléfono,
Irene miró a su sobrina Daniela que se había quedado a dormir la noche
anterior.
─Llamó tu papá, esa
mujer se ha ido de la casa –le dijo.
Daniela quedó en
silencio, ella se lo había advertido mil veces pero él no quiso escucharla. En
ese momento sintió una gran tristeza al igual que su tía.
─Ya viene en camino
–dijo Irene-. Pon la mesa, que tome un rico desayuno por lo menos.
Daniela empezó a poner
las tazas en la mesa mientras sentía una lágrima caer.
─Es una perra, yo lo
sabía –dijo sollozando-. Seguro se fue con ese Javier, todo este tiempo ha
engañado a mi papá con él.
─No se te ocurra
decirle nada de eso -dijo Irene en tono de advertencia-, él no sabe nada. Ahora
sólo tenemos que apoyarlo.
Diez minutos después el
timbre sonó. Irene abrió la puerta, el señor Delgado estaba ahí. Había
envejecido mil años, la miró y se abrazaron. Daniela cogió el maletín de su
papá y lo puso en un sillón. Después se dirigió hacia él y también lo abrazó.
─¿Quieres bañarte antes
de tomar desayuno, José? –preguntó Irene-. El viaje debe haber sido pesado.
El rico olor a panetón
y chocolate invadía la casa. Los adornos de Navidad ya estaban colocados y los
dos perros parecían disfrutar del ambiente.
─No quiero bañarme ni
comer –dijo el señor Delgado. Después se sentó en el sofá y puso la cabeza
entre sus manos. Era la primera vez que Daniela veía a su padre llorar.
─Qué bueno que por fin
decidiste dejar a ese tipo –susurró Javier mientras acariciaba los hombros de
Jacqueline.
─He soportado mucho
tiempo a su lado –dijo ella con ira-. Por eso me traje todas las cosas. Que
sufra igual que sufrí yo.
─¿Te maltrataba de
verdad, mami? –preguntó Javier sintiendo una pena repentina por el señor
Delgado. “Pobre viejo”, pensó.
─No seas tonto. Con
maltrato o sin maltrato es horrible vivir con alguien a quien no amas.
Jacqueline miró a
Javier con ojos llenos de amor. “Te quiero tanto”, pensó. ¿Hacía bien en
dejarlo todo por él? Por un segundo su rostro se ensombreció.
─Tomemos desayuno –dijo
él mirando su reloj-, ya son las nueve.
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