jueves, 12 de diciembre de 2013

La mano

Marcela Royo Lira


La historia había comenzado con los golpes en la puerta y la carta en cuestión. Quizás, incluso antes, cuando desde el balcón del departamento vio al cartero en la vereda de enfrente y supo, a través de los trancos largos del hombre que atravesó la calle, en el modo de entrecerrar los ojos y verificar los números, que esta vez llamaría a su casa. Demoró adrede en atender. Un presentimiento lo mantuvo inmóvil detrás de la madera. Escuchó el suspiro del otro, algo como un imperceptible rezongo. Lo imaginó agachado, aprontándose a deslizar el sobre por debajo de la puerta. La abrió de golpe. El mensajero dio un respingo y pidió disculpas sin haber por qué. 

Una vez solo, se enteró que la enviaban desde un bufete de abogados. ¿Qué querrán estos leguleyos? dijo entre dientes molesto, no sabía por qué pero una ligera inquietud le había alertado. Revisó mentalmente sus actos de los últimos tres años. Por si acaso. Nunca se sabe. Se acordó, cuando  un año atrás una conocida casa comercial inició una persecución judicial en su contra, por la compra de un electrodoméstico. Una mujer había dado su dirección. Le costó, dinero y tiempo, convencerlos que nada tenía que ver con ella. Amenazaron con embargarle parte de su mobiliario.

Ahora la cita era dentro de dos días. No especificaban de qué trataba.

Esa mañana, cuando abandonó la oficina de abogados, sonreía incrédulo de su suerte. Como único beneficiario heredaba, de un tío de su madre, una casona de once habitaciones, dos salones y un patio interior de naranjos y hortensias, en el viejo barrio de Avenida Matta, en Santiago antiguo. De vuelta al Puerto de Valparaíso, donde actualmente vivía, recordó haberlo visitado siendo niño en dos o tres ocasiones. Un viejo cascarrabias que lo obligaba mantenerse quieto mientras los mayores conversaban, a veces en voz tan baja que los imaginaba urdiendo maldades de las cuales él no podía enterarse. Se acordó también de los olores a encierro y humedad, de la naftalina, a orina de animal, del tapiz de los muebles, sucio y hediondo. Y las ratas que corrían en el entretecho, el gato tuerto y al parecer sordo que dormitaba junto al brasero. También, de la caja grande con soldaditos de plomo que le hizo llegar, a los nueve años, para una navidad.  Fue la última vez que supo de él, su madre murió al poco tiempo y cesó el contacto.  

Semanas después, una tarde de frío y amenazante de lluvia, viajó a la capital y fue a reconocer la vieja casa de adobe que siempre había querido olvidar.

No puede explicarlo. Sabe que es absurdo. El antiguo llamador, en forma de mano, de la puerta de calle lo inquieta. Hace un mes habita la casona de calle Lord Cochrane,  las puertas de todas las habitaciones abren a un largo pasillo en penumbras. Hay un tragaluz en la sala principal y otro en el baño. Las piezas son oscuras, sin ventanas al exterior. Ahora recuerda el miedo que sentía al entrar, detenido tras la mampara su madre debía poco menos que arrastrarlo hacia el interior. Pero hoy es adulto. Es absurda esta desazón.

Quizás, todo comenzó el día que llegó a instalarse. En la calle, el camión cargado con los muebles y su ropa en un baúl y dos maletas. Cuando introdujo la llave en la cerradura le pareció que la mano giraba levemente, como si quisiera conocer al nuevo dueño. Más tarde, mientras bebía un vaso de whisky, la había escuchado golpear con fuerza la madera, sin embargo, al abrir no había nadie. Tuvo la desagradable impresión, mientras se preparaba otro trago (este era el tercero) que no se iban a entender. Cuando niño gustaba de jugar con ella, la levantaba y dejaba caer abruptamente.

─Deja de hacer eso, hijo. La vas a cansar ─lo regañó la madre en varias ocasiones. El tío le golpeó las manos con una varilla y él, en un descuido de los mayores, encendió un encendedor y mantuvo la llama sobre la mano largo rato.

En el transcurso de los meses su llamado a horas imprevistas e inoportunas lo mantenían al borde del colapso. Al principio pensó en jugarretas de niños, era la única casa que todavía mantenía ese tipo de llamador, en gente ociosa, incluso en los “okupas” de la otra cuadra, pero cuando la descubrió vigilando la hora de sus salidas y llegadas, en el mismo movimiento imperceptible del primer día, supo que el asunto era serio y entre ellos dos. Se aficionó al whisky, bebía a deshoras y en mayores cantidades; a disfrazarse como un encapuchado cuando venía de vuelta, a ver si así no lo reconocía. Sin embargo, la mano siempre daba dos golpecitos suaves, como en sorna.

Sucedió de madrugada. 

Llovía y hacía frío. Llevada dos días en cama con fiebre y un fuerte dolor de garganta, sin ánimo de levantarse. Al séptimo llamado, harto de la jugarreta, cogió el combo de acero, que había encontrado entre la leña de la cocina, y se dirigió a la puerta de entrada. Entonces, de un golpe seco y con todas sus fuerzas la arrancó de la madera. En el suelo, continuó golpeándola, los golpes no hicieron daño en el bronce. Luego, envuelta en hojas de diario, como si fuese un ratón muerto, la arrojó dentro del tacho de la  basura.

Días después, alertados por los vecinos del mal olor, la policía lo encontró en su cama, muerto por estrangulación. A su lado, la pequeña mano de bronce, intacta, sobre unas hojas de diarios viejos.

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